“El pueblo que caminaba en tinieblas vio una
luz grande”
En el silencio de una noche mágica Dios quiso
transformar el mundo, simplemente, haciéndose Niño. ¿Por qué nos empeñamos en
romper el mundo siendo demasiado adultos?
Ante el anuncio divino desaparece la lógica humana, o mejor dicho, se sublima la razón, se eleva y se capacita para descubrir que, detrás de las apariencias humanas, está oculta la grandeza divina… Cuando uno se fía en exceso de su propio parecer, se cierra a entender, aunque sea a medias, el misterio inefable de Dios. Es preciso reconocer nuestra limitación a la hora de juzgar o explicar algunas cosas, sobre todo cuando se trata de verdades trascendentes y sobrenaturales.
En esa noche, los ángeles interrumpieron e interrumpen el sueño de los mortales.
Algunos, como los contemporáneos del Niño Jesús, no se percatarán de su
nacimiento
Otros, cerrando sus corazones, serán
reflejo de aquellas otras posadas que dijeron ¡no! al paso de la familia de
José y María.
Y, otros más, entretenidos en sus
cosas, en su mundo y mirando a otra parte…serán incapaces de descubrir, ver y
seguir el destello de una estrella que conduce hasta el Dios Humanado.
Puede que, como los pastores, también
nosotros veamos unos simples pañales, un austero portal.
Puede que, como los pastores, nuestros
ojos no descubran nada extraordinario. Pero, es que en esa aparente
invisibilidad del señorío de Dios, está la dignidad de su pobreza y la pobreza
en su grandeza. Sólo, con un corazón sobrecogido por el misterio, podremos ver
el prodigio que está contenido en un mísero establo. Nunca, tanta riqueza, se
hizo tan gran mendigo para solicitar del hombre eso: cariño, amor, ternura,
asombro, respeto, adoración y fe.
Posiblemente hemos de recurrir a la
ayuda. Acudir, como hacen los niños, a nuestra madre la Virgen María e
implorarle con humildad y sencillez que, como los pastores, también nosotros
vayamos presurosos a Belén y contemplemos con asombro y alegría a ese Niño
recién nacido.
Las lecturas tienen como hilo conductor la
esperanza, la fe en el obrar de Dios y la alegría que ello supone. Y todo ello
centrado en la figura de un niño.
La
primera lectura es del Profeta Isaías (Is 9, 1-3.5-6). El libro del Enmanuel
-6,1-9,6- tiene la función de testimoniar que la palabra del profeta es la
palabra de Dios y, por tanto, es una palabra que se cumplirá.
La estructura de este texto, que
podríamos titular "la gran fiesta de la liberación y de la paz", es
sencilla. En los capítulos siete y ocho, el profeta anuncia la total
destrucción del reino del norte. Pero el castigo, la destrucción, no es el fin
o la intención de Dios. Dios no abandona a su pueblo. El pueblo de las doce
tribus volverá a reunirse y será un pueblo nuevo.
Isaías ha sido llamado, desde el
tiempo de san Jerónimo, el "evangelista". Hoy las principales
afirmaciones mesiánicas del libro de Isaías son sometidas a crítica, pero está
fuera de toda duda que el trasfondo del anuncio de salvación de Is 9, 1-6 es un
tiempo de dificultad, de inseguridad. El peligro y la insatisfacción hacían que
el pueblo estuviera dispuesto a acoger el anuncio de paz que Dios le ofrecía.
El hecho histórico es la conversión
del norte oriental de Palestina en provincia asiria. En este contexto histórico
el oráculo es un canto de esperanza. Dios no abandona para siempre a su pueblo
y a su territorio al capricho de los enemigos.
La contraposición entre luz y
tinieblas, entendidas como símbolos de la salvación y condenación, tienen una
referencia al lenguaje típico de la creación en la que Dios, creador de la luz,
vence al caos y a las tinieblas.
La imagen de la alegría la toma del
libro de los Jueces 7, 20ss. La derrota total de los madianitas. Israel deja de
ser un animal encadenado reducido a trabajos forzados. El motivo de la paz y el
hecho de la liberación es el nacimiento del nuevo rey. Así como en Egipto, el
día de la entronización, se daban al soberano nombres nuevos así se le imponen
al niño que ha nacido. Entre estos nombres no aparece el de Yavhé pero tienen
un significado teológico. El poder y la plenitud que expresan superan todo lo
que se puede decir del rey teocrático de Jerusalén.
Las imágenes usuales se presentan en
clave escatológica. Desde esta clave interpretativa se refieren al príncipe con
quien se cerrará la historia, en el que se realizarán todas las promesas hechas
a la casa de David desde Natán. Celebramos su venida, pero su obra no ha
llegado a plenitud. El reino de paz se está haciendo realidad pero todavía no
es "la realidad".
El profeta pasa de la descripción de una ruina
total del pueblo a la de la una ocasión de esperanza y restauración.
Probablemente Isaías aprovecha una pieza de la liturgia de entronización real,
no para decirnos nada de un rey histórico, sino para realzar la entrada del rey
ideal, mesiánico. De otro modo, no se hubiera atrevido a usar la expresión
“Dios guerrero” (Dios fuerte) atribuyéndosela al Rey que viene.
El
responsorial es el salmo 95 (Sal 95, 1-2a.2b-3.11-12.13) “Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor”.
Es una invitación a cantar un cántico nuevo. Este salmo nos invita con
insistencia a "cantar". La palabra se repite tres veces al comienzo
de las tres primeras líneas. Más adelante, por tres veces, vuelve la
insistencia: "Dad gloria al Señor"... "Dad gloria al
Señor"... "¡Dad pues gloria al Señor!".
Hay que recitar este salmo con los
"ángeles de los campos de Belén" que "cantaron aquella
noche": "Gloria a Dios, paz a
los hombres". Nosotros junto con ellos cantemos también "alegría
en el cielo, fiesta en la tierra"... "¡El cielo se alegra, la tierra
exulta!" "¡Gloria a Dios!" "¡Adorad a Dios!" "¡El
Señor es rey! Que nuestra oración jamás olvide esta actitud de adoración, sentimiento
de anonadamiento, ella es el fundamento de todo primer descubrimiento de Dios.
Dios es el "totalmente Otro", el trascendente, aquel que supera toda
imaginación. Y la revelación de la proximidad de Dios que se hizo uno de
nosotros, que se hizo niño en Navidad. Este sentimiento de adoración no
disminuye en nada la infinidad de Dios paradójicamente brilla hasta en el
exceso de amor que lo hizo nacer en un pesebre de animales.
El Salmo se halla sustancialmente
constituido por dos escenas. La primera parte (cf. vv. 1-9). comienza con una
invitación jubilosa a alabar a Dios, una invitación que abre inmediatamente una
perspectiva universal: "cantad al Señor, toda la tierra"
(v. 1). Se invita a los fieles a "contar
la gloria" de Dios "a los
pueblos" y, luego, "a todas
las naciones" para proclamar "sus
maravillas" (v. 3). En el fluye intensamente la alabanza ante la
majestad divina: "Cantad al Señor
un cántico nuevo, (...) cantad (...), cantad (...), bendecid (...), proclamad
su victoria (...), contad su gloria, sus maravillas (...), aclamad la gloria y
el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, entrad en sus
atrios trayéndole ofrendas, postraos (...)" (vv. 1-3).
La segunda escena, se abre con la
proclamación de la realeza del Señor (cf. vv. 10-13). Quien canta aquí es el
universo, incluso en sus elementos más misteriosos y oscuros, como el mar,
según la antigua concepción bíblica:
"Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo
llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del
bosque, delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra" (vv.
11-13).
Toda la tierra debe unirse a la
melodía. Todos debemos sumergirnos en el portento que inunda a todas las
naciones, pese a que muchos de sus ciudadanos lo ignoren. De la manera que
podamos debemos decirlo: NOS HA NACIDO UN SALVADOR, ES EL MESÍAS, EL SEÑOR.
Comentaba San Juan Pablo II este salmo
diciendo: " San Gregorio Nacianceno,
al inicio del discurso pronunciado en Constantinopla en la Navidad del año 379
o del 380, recoge algunas expresiones del salmo 95: "Cristo nace: glorificadlo. Cristo baja del cielo: salid a su encuentro. Cristo está en la
tierra: levantaos. "Cantad al
Señor, toda la tierra" (v. 1); y, para unir a la vez los dos conceptos,
"alégrese el cielo, goce la tierra" (v. 11) a causa de aquel que es
celeste pero que luego se hizo terrestre" (Omelie sulla natività, Discurso
38, 1, Roma 1983, p. 44).
De
este modo, el misterio de la realeza divina se manifiesta en la Encarnación.
Más aún, el que reina "hecho terrestre", reina precisamente en la
humillación de la cruz. Es significativo que muchos antiguos leyeran el
versículo 10 de este salmo con una sugestiva integración cristológica: "El Señor reina desde el árbol de la
cruz".
Por
esto, ya la Carta a Bernabé enseñaba que "el reino de Jesús está en el
árbol de la cruz" (VIII, 5: I Padri
apostolici, Roma 1984, p. 198) y el mártir san Justino, citando casi íntegramente
el Salmo en su Primera Apología, concluía invitando a todos los pueblos a
alegrarse porque "el Señor reinó desde el árbol de la cruz" (Gli
apologeti greci, Roma 1986, p. 121).
En
esta tierra floreció el himno del poeta cristiano Venancio Fortunato, Vexilla
regis, en el que se exalta a Cristo que reina desde la altura de la cruz, trono
de amor y no de dominio: Regnavit a
ligno Deus. En efecto, Jesús, ya durante su existencia terrena, había afirmado: "El que quiera llegar a ser grande entre
vosotros, será vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros,
será esclavo de todos, pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido,
sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 43-45)".
(Catequesis del Papa San Juan Pablo II., en la audiencia general del miércoles,
18 de septiembre de 2002).
La
segunda lectura de San Pablo a Tito (Tt 2,11-14) nos recuerda que “Ha aparecido la gracia de Dios para los
hombres”. Esta lectura quiere ofrecer el motivo
fundamental del deber cristiano de santificar la vida cotidiana. Dentro de la
sección 1, 5-3,11, en que se dan las instrucciones para organizar la comunidad,
la perícopa de hoy trata de la estructura interna de la comunidad. Los
cristianos deben dar testimonio de Dios con su vida a fin de que sea conocido y
amado y no blasfemado.
Este texto es como la recapitulación
de la fe de la Iglesia primitiva. El autor describe la acción maravillosa que
Dios ha realizado en Cristo. Se anuncia el misterio de la encarnación pero se
recuerda el sacrificio expiatorio y la gloria que recibe en la resurrección.
La gracia de Dios se ha manifestado ya
en Jesucristo, pero se manifestará en plenitud cuando vuelva glorioso al fin
del mundo. Esta revelación histórica del plan de Dios en la persona de Jesús
tiene siempre en el pensamiento de San Pablo una finalidad: la salvación de
todos los hombres. Por eso congrega a un pueblo que renuncia "a la impiedad y a los deseos mundanos"
y vive en la expectativa del cumplimiento de esta salvación universal.
"Él se entregó por nosotros para rescatarnos...": Dios realiza
su plan salvador en la persona de Jesucristo, "gran Dios y Salvador nuestro". Así como en la antigua alianza,
Dios congregó a un pueblo suyo, ahora Cristo con su muerte sacrificial reúne un
nuevo pueblo, liberado del pecado y "dedicado a las buenas obras.
¿Hay que seguir "aguardando la dicha que esperamos"?
Si la dicha es Jesucristo, hay que esperar y no hay que esperar: porque Él está
con nosotros, pero Él tiene que venir; mientras no hayamos renunciado del todo
a una vida sin religión y a una religión sin vida, hay que seguir esperando.
Toda la vida cristiana tiene su
comienzo en esta aparición del Señor y Salvador que celebramos ahora. La "gracia de Dios" de que habla la
lectura, ¿qué mejor interpretación puede recibir que la de la persona de
Jesús?.
Depende, del comportamiento cristiano
que el mundo crea en la salvación y espere la revelación final de Dios. En la
medida en que la vida cristiana sea pura pondrá de manifiesto, en efecto, que
está liberada del pecado por la Sangre de Cristo y que pertenece realmente a la
soberanía de Cristo (Tt 2. 14).
El
evangelio de San Lucas (Lc 2,1-14) presenta una sugestiva secuencia de nombres de lugares.
El relato empieza hablando de "el
mundo entero", luego de Siria, después de Galilea y Nazaret, de Judea
y Belén y, finalmente, de la posada y del pesebre. De esta forma, con un
movimiento semejante al de una cámara que, en el marco de un vasto paisaje al
que se acerca poco a poco, se fija progresivamente en un único punto, dejando
todo lo demás hasta no ver más que aquel punto, el autor conduce nuestra mirada
desde las lejanas fronteras del universo hasta el pesebre de Belén.
El sentido del procedimiento es fácil
de entender. Porque entre los nombres de lugares, los hay relacionados con
personas.
César Augusto y "el mundo entero"...; Cirino y
Siria; Belén y David, finalmente, Jesús y el pesebre. Por lo tanto, el autor ha
hecho desfilar sucesivamente ante nosotros a las diversas autoridades
reconocidas por los hombres, con la indicación del campo en el que ejercen su
poder, hasta conducirnos, finalmente, a aquel que posee la verdadera autoridad,
el único verdadero poder: no ya César, reinando sobre toda la tierra, ni
Cirino, el gobernador de Siria, ni siquiera David en su ciudad de Belén, sino
Jesús en su pesebre, aquel a quien hay que llamar el Mesías-Señor.
Belén, es un lugar fértil, el
significado de Bethlehem es casa de pan. Allí sucede el mayor acontecimiento de
la historia, el nacimiento de Jesús. Es notable la sobriedad con la cual se nos
describe este hecho. Y dio a luz a su hijo primogénito. Pero también Jesús, es
unigénito. Lo de primogénito, es un término más bien legal, no significa que
luego habrá más hijos.
El que Jesús ocupe el lugar de esas
autoridades reconocidas o establecidas, se deduce de los títulos que le son
atribuidos.
Él es, dice el ángel, "Salvador, Mesías-Señor". En tiempos
de Lucas, los romanos gratificaban a sus emperadores con los títulos de "Salvador", de "Señor"; y mucho antes, la tradición
bíblica había considerado a los reyes del Antiguo Testamento, a aquellos
"ungidos", "mesías", "cristos" (2 Sam 1, 14-16),
como "salvadores": "El
salvará a los hijos de los pobres", canta, por ejemplo, el salmo 72, a
propósito del "rey" y del "hijo del rey" (vv. 1 y 4). Así,
pues, a partir de "hoy", todos los monarcas humanos, sean cuales
fueren, paganos o judíos, no tienen ya el privilegio de tales títulos, de los
que el nacimiento de Jesús les desposee. Únicamente éste que acaba de nacer
puede ser llamado y lo es verdaderamente, Salvador, Mesías y Señor.
El acontecimiento es iluminador para
los hombres que saben por dura experiencia que "los reyes de las naciones
gobiernan como señores absolutos, y los que ejercen la autoridad sobre ellos se
hacen llamar Bienhechores" (Lc 22, 25). Pero se ha producido un parón en
esta sed de consideración y de prestigio, porque el que ahora posee la
autoridad se presenta a los hombres de una forma desacostumbrada: "envuelto en pañales y acostado en un
pesebre... porque no había sitio para ellos en la posada". Es
comprensible que el que así nace, el que no se comporta como los poderosos de
este mundo, pida un día a sus discípulos "que el mayor entre vosotros sea
el que sirve" (22, 26).
El acontecimiento es, aún ahora, más
considerable de lo que parece. El niño es llamado "Señor", con un
título que se atribuían los monarcas terrenos pero que en el lenguaje cristiano
-el del evangelista, por lo tanto- adquiere un sentido mucho más rico. Esto se
ve confrontando tres pasajes de los Hechos donde se proclaman los mismos
títulos que los ángeles dieran a Jesús. El primer pasaje habla de la Buena
Noticia del Cristo Jesús (5, 42); el segundo, de "la Buena Noticia del
Cristo Señor" (11, 20); el tercero, de la Buena Noticia de "este Jesús
a quien Dios ha constituido Señor y Cristo" (2, 36). De modo que, el
Señorío de Jesús, manifestado mediante su resurrección y su ascensión, que han
revelado en él al Hijo de Dios (Lc 1, 35), es proclamado por los ángeles en el
momento mismo de su nacimiento. Desde ese día, a Jesús se le llama
"Señor", porque lo es, no solo a la manera con que se saludaba a los
emperadores, sino a la manera con que Dios era celebrado en el Antiguo
Testamento.
No es, pues, únicamente un Cristo, un
salvador, un señor, de este mundo el que yace en el pesebre, sino el Cristo de
Dios, el Señor. Sorprendente trueque de las cosas que lleva, además, en sí
mismo un motivo para suscitar la convicción. Los pastores, se nos dice, verán
un "signo", pero ese signo
no será otra cosa que la realidad... oculta, escondida. Escondida e invisible
para quienes permanecen en la noche; luminosa como la claridad angélica para
quienes saben verla. Maravillosa Buena Noticia, pues: "Os traigo la buena
noticia, la gran alegría".
Los pastores se encontraban en la
noche antes de que se les comunicara y fuera proclamada a sus oídos la Buena
Noticia; he aquí que con los mensajeros del sorprendente misterio aparece una
extremada claridad, que es "la
Gloria del Señor". Cambio total de las cosas, indicio de un mundo
verdaderamente nuevo en el que las realidades aparecen al fin tal como son.
El objeto del discurso del ángel, se
dice con una frase muy breve: el ángel habla de los "hombres que Dios ama". El texto no insiste en esta
palabra-clave que queda sin comentario. Por eso, porque los hombres son el
objeto de la benevolencia, del amor divino, se opera la maravilla que convierte
a la noche de los hombres tan luminosa súbitamente como el día.
Finalmente, hay que prestar atención a
los personajes: José y María pasan rápidamente por la escena y dejan el lugar a
dos grupos de interlocutores: el ángel del Señor, por una parte, en seguida
rodeado de "una legión del ejército
celestial", y los pastores, por otra. Estos últimos permanecen
callados, destinados a tomar la palabra en el segundo acto. El ángel responde a
su pregunta incluso sin que la hayan formulado (vv. 9 s). De este modo, los
hombres quedan sorprendidos de improviso, con la boca abierta, pasivos ante la
súbita irrupción del don de Dios.
Los ángeles hablan... Su discurso
tiene un doble registro. Hablan a la manera de los predicadores apostólicos al
publicar la Buena Noticia de Jesús, Cristo y Señor... Pero luego cantan
"Gloria a Dios". Interesante yuxtaposición de los procesos: la
palabra de evangelización y la palabra de alabanza, la que publica la Buena
Noticia y la que formula la Gloria de Dios. El primero dice a los hombres las
maravillas divinas, que vuelve a ponderar el segundo para felicitar por ellas a
su Autor.
San Agustín comenta el evangelio: Lc
2,1-14: Palabras de fiesta y congratulación.
“Cuando
se nos leyó el evangelio, escuchamos las palabras mediante las cuales los
ángeles anunciaron a los pastores el nacimiento, de una virgen, de Jesucristo
el Señor: Gloria a Dios en los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena
voluntad (Lc 2,14). Palabras de fiesta y de congratulación, no sólo para la
mujer cuyo seno había dado a luz al niño, sino también para el género humano,
en cuyo beneficio la virgen había alumbrado al Salvador. En verdad era digno y
de todo punto conveniente que la que había procreado al Señor de cielo y tierra
y había permanecido virgen después de dar a luz, viera celebrado su
alumbramiento no con festejos humanos de algunas mujercillas, sino con los
divinos cánticos de alabanza de un ángel.
Digámoslo,
pues, también nosotros, y digámoslo con el mayor gozo que nos sea posible;
nosotros que no anunciamos su nacimiento a pastores de ovejas, sino que lo
celebramos en compañía de sus ovejas; digamos también nosotros, vuelvo a repetirlo,
con un corazón lleno de fe y con devota voz: Gloria a Dios en el cielo y paz en
la tierra a los hombres de buena voluntad. Meditemos con fe, esperanza y
caridad estas palabras divinas, este cántico de alabanza a Dios, este gozo
angélico, considerado con toda la atención de que seamos capaces. Tal como
creemos, esperamos y deseamos, también nosotros seremos «gloria a Dios en las
alturas» cuando, una vez resucitado el cuerpo espiritual, seamos llevados al
encuentro en las nubes con Cristo, a condición de que ahora, mientras nos
hallamos en la tierra, busquemos la paz con buena voluntad. Vida en las alturas
ciertamente, porque allí está la región de los vivos; días buenos también allí
donde el Señor es siempre el mismo y sus años no pasan. Pero quien ame la vida
y desee ver días buenos, cohíba su lengua del mal y no hablen mentira sus
labios; apártese del mal y obre el bien, y conviértase así en hombre de buena
voluntad. Busque la paz y persígala, pues paz en la tierra a los hombres de
buena voluntad” . (San Agustín. Sermón 193,1
Para
nuestra vida.
Las fiestas de Navidad sustituyeron,
en su origen, a unas fiestas bulliciosas y desmadradas, llenas de crápula y
desenfreno. Eran las fiestas que la sociedad celebraba en honor al sol invicto.
Como se creía que el 25 de diciembre comenzaba el solsticio de invierno, es
decir, que ese día el sol comenzaba a crecer, pues ese día comenzaban unas
fiestas ruidosas y bullangueras, desmadradas, como hemos dicho, fiestas que
duraban hasta el fin del año y el comienzo del año nuevo. Los cristianos
participaban, como ciudadanos que eran, de la alegría de esas fiestas y también
se podían ver envueltos en el clima de juergas y atropellos que se cometían en
esos días. Contra estas fiestas quiso luchar la Iglesia y buscó un motivo
religioso que pudiera cambiar estas celebraciones paganas por una celebración
religiosa.
Estamos a finales del siglo III y
comienzos del siglo IV y la Iglesia dice a los cristianos que nuestro sol
invicto es realmente Cristo Jesús y que debemos celebrar su nacimiento con más
alegría aún que la que demostraban los paganos en memoria del nacimiento del
sol.
De esa manera comenzó a celebrarse la
Navidad cristiana. Frente a la alegría ruidosa y desmadrada de las fiestas
paganas, los cristianos debemos manifestar en estos días una alegría igualmente
grande, pero no una alegría pagana y externa, sino una alegría interior y
religiosa. Siguiendo este deseo de la Iglesia, también ahora nosotros, los
cristianos, debemos celebrar la <Nochebuena> y las fiestas de Navidad con
gran alegría humana, interior y exterior.
En esta noche santa debemos vestir el alma con
traje de inocencia, de ilusión confiada, de fe sencilla y santa alegría. El
principal motivo de nuestra alegría navideña no puede ser otro que la esperanza
y la certeza de la venida de un Dios que, por amor, ha venido a salvarnos. Ha
venido a salvarme a mí y, por eso, mi alegría es, en primer lugar, una alegría
personal e íntima.
La alegría es una nota distintiva de
estas fiestas navideñas, alegría individual, alegría familiar, alegría
comunitaria, alegría interior y religiosa, alegría también social y pública.
Tanto el profeta Isaías como el autor
de la carta a Tito y el evangelista San Lucas nos muestran al Niño que ha
nacido con palabras hermosas y llenas de contenido agradecido.
En
la primera lectura, Isaías nos anuncia los acontecimientos que celebramos en
esta Noche santa: Dios cumple sus promesas.
"El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande": Las
tinieblas, signo del caos y de la muerte, nos indican la situación de opresión
y también de infidelidad del pueblo. La luz, signo de nueva creación y de vida,
nos indica la liberación y la restauración. Este paso es motivo del gozo,
comparable al de una buena cosecha o al de una victoria sobre los enemigos. La
posesión de la tierra y su fecundidad están siempre en el centro de atención
del pueblo de Israel.
"... los quebrantaste como el día de Madián": La liberación y la
iluminación es una acción de Dios, que se compara a la victoria de Gedeón sobre
los madianitas (Jc 7, 16-23): en medio de la noche, los israelitas con
antorchas encendidas y tocando los cuernos ahuyentan a los enemigos. La luz y
la palabra liberan en medio de la noche.
"Porque un niño nos ha nacido...": ¿En qué consiste esta acción
de Dios? Aparentemente las palabras del profeta se mueven a nivel de una
historia concreta: la continuidad de la dinastía de David. Pero los mismos
términos de la profecía se abren en un sentido que va más allá de la historia
menuda. Cuatro nombres de uso cortesano definen, en principio, al niño: consejero,
guerrero, padre, príncipe. Pero cada uno de ellos va acompañado de un
calificativo que lo sitúa en un ámbito y en una amplitud que va más allá de las
realidades humanas: "Maravilla de Consejero, Dios guerrero. Padre
perpetuo, Príncipe de la paz".
-"... con una paz sin límites sobre el trono de David...": la
profecía de Isaías reasume la profecía de Natán, con una insistencia en su
perpetuidad que desborda las posibilidades históricas: "por siempre".
Su fundamento es el mismo Dios: el celo de Dios, que se puede manifestar en el
castigo, se manifestará "desde ahora y por siempre" en el amor por su
pueblo a través del Mesías.
El
salmo responsorial nos invita a la alegría: «Hoy nos ha nacido un Salvador»
(Salmo resp.).
Al
hoy del gran misterio de la Encarnación corresponde de modo particular esta
hora, en que celebramos la santa misa llamada de medianoche. Según la
tradición, el Hijo de Dios vino al mundo en Belén, en medio de la noche.
Leemos
en el texto del profeta Isaías:
«El
pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande» (Is 9, 1). A este pueblo
pertenecían los pastores de Belén, que velaban de noche su rebaño y a los que,
en primer lugar, llegó la noticia: «Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un
Salvador: el Mesías, el Señor» (Lc 2, 11). Ellos fueron también los primeros
que, siguiendo la invitación del ángel, se acercaron al establo donde había
nacido Jesús.
«¡Hoy
ha nacido Cristo, el Señor, el Salvador!». Esta alegre noticia invita a toda la
creación a cantar al Señor «un cántico nuevo»: «Alégrese el cielo, goce la
tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en
ellos, aclamen los árboles del bosque» (Sal 95, 11-12).
Por
eso en la noche de Navidad resuenan en el mundo entero cantos de alegría, en
todas las lenguas de la tierra. Son cantos que tienen un atractivo singular y
contribuyen a crear el clima inconfundible de este periodo del año litúrgico.
Verdaderamente, como dice el profeta Isaías, «acreciste la alegría, aumentaste
el gozo» (Is 9, 2).
«Hoy
ha nacido» (cf Lc 2, 11).
Junto
al término «ha nacido», natus est, encontramos en los textos litúrgicos otra
expresión: «apparuit», «apareció», «se ha manifestado». Cuando nace un niño,
aparece en el mundo una nueva persona. Refiriéndose al nacimiento en Belén del
Hijo de María, la liturgia habla de «manifestación», como se señala
especialmente en la carta de san Pablo apóstol a Tito: «Ha aparecido la gracia
de Dios que trae la salvación» (Tt 2,11).
«Un
niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado», está escrito en el texto de Isaías
(Is 9, 5). En este Niño ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación a
todos los hombres. Esta gracia es ante todo él mismo, el Hijo unigénito del
Padre eterno, que en esta hora se hace hombre naciendo de una mujer. Su nacimiento
en Belén constituye el primer momento de la gran revelación de Dios en Cristo.
Los pastores llegan al establo y encuentran «al Salvador del mundo, que es
Cristo el Señor» (cf. Lc 2, 11). Y aunque sus ojos ven a un recién nacido
envuelto en pañales y acostado en un pesebre, en aquel signo reconocen, gracias
a la luz interior de la fe, al Hijo del Padre eterno. En él se manifiesta el
amor de Dios por el hombre, por toda la humanidad. Aquel que nace en la noche
de Belén viene al mundo para «entregarse por nosotros, para rescatarnos de toda
impiedad, y para prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras»
(Tt 2, 14).
«
Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama» (Lc
2. l4).
Este
himno , que ha entrado definitivamente en la tradición litúrgica de la Iglesia,
resuena por vez primera en la noche de Belén y habla de un acercamiento
singular y extraordinario entre Dios y el hombre. En realidad, Dios nunca se ha
acercado tanto al hombre como en aquella noche, cuando el Hijo unigénito del
Padre se hizo hombre. Y, aunque su nacimiento tuvo lugar en condiciones
modestas y pobres -Jesús nació en la pobreza de un establo, como los que no
tienen casa-, estuvo rodeado de gloria divina. En efecto, gloria no significa
sólo esplendor externo; significa ante todo santidad.
La
hora del nacimiento del Hijo de Dios en el establo de Belén es la hora en que
la santidad de Dios irrumpe en la historia del mundo. «Noche santa», como
anuncia un conocido villancico. Noche que señala, al mismo tiempo, el Inicio de
la santificación del hombre por obra del único que es «el Santo de Dios». El
himno angélico que acompaña la Navidad del Señor anuncia precisamente esto.
Al
mismo tiempo, proclama la paz en la tierra. Pensamos ante todo en la paz en
sentido histórico. Así, en la noche de la Navidad del Señor, se renueva en
nosotros la esperanza de paz para todos los hombres y para todos los pueblos
afectados por la guerra: los Balcanes, Africa y cualquier otro lugar donde
falta la paz.
Sin
embargo, en la liturgia navideña la palabra paz tiene también otro significado
más profundo. Se refiere a la nueva alianza de Dios con los hombres, a su
renovación y cumplimiento definitivo. Si la alianza de Dios con los hombres es
una realidad que abarca toda la historia de la salvación, no es posible hallar
una expresión más plena que esta: Dios ha acogido en sí mismo a la humanidad
asumiéndola en la Persona única del Hijo. De este modo Cristo ha unido en sí lo
divino y lo humano, como fundamento perenne y estable de la paz y de la eterna
alianza. Por esto la Iglesia entera entona en esta noche un cántico nuevo:
Salmo
responsorial SANTA MISA DE NOCHEBUENA. Así comenta San Juan Pablo II la estrofa
y su significado del responsorial de hoy: “«Hoy nos ha nacido un Salvador»
“ 1. «Os anuncio una gran alegría
(...): hoy os ha nacido (...) un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2, 10-11).
¡Hoy! Este «hoy» que resuena en
la liturgia no se refiere sólo al acontecimiento que tuvo lugar hace ya casi
dos mil años y que cambió la historia del mundo. Tiene que ver también con esta
Noche santa, en la que nos hemos congregado aquí, en la basílica de San Pedro,
unidos espiritualmente a cuantos, en todos los rincones de la tierra, celebran
la solemnidad de la Navidad. Incluso en los lugares más apartados de los cinco
continentes resuenan, en esta noche, las palabras de los ángeles que escucharon
los pastores de Belén: «Os anuncio una gran alegría (...): hoy os ha nacido
(...) un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2, 10-11).
Jesús nació en un establo, como
cuenta el evangelio de san Lucas, «porque no había sitio para ellos en la
posada » (Lc 2, 7). María, su Madre, y José no encontraron alojamiento en
ninguna casa de Belén. María depositó al Salvador del mundo en un pesebre, única
cuna disponible para el Hijo de Dios hecho hombre. Esta es la realidad de la
Navidad del Señor. La recordamos cada año: de ese modo la descubrimos de nuevo,
la vivimos cada vez con el mismo asombro.
2. ¡El nacimiento del Mesías! Es
el acontecimiento central de la historia de la humanidad. Lo esperaba con
oscuro presentimiento todo el género humano; lo esperaba con conciencia
explícita el pueblo elegido.
Testigo privilegiado de esa
espera, durante el tiempo litúrgico del Adviento y también en esta solemne
vigilia, es el profeta Isaías, que, desde la lejanía de los siglos, fija la
mirada inspirada en esta única, futura, noche de Belén. Él, que vivió muchos
siglos antes, habla de este acontecimiento y de su misterio como si fuese
testigo ocular: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado»; «Puer natus
est nobis, Filius datus est nobis» (Is 9, 5).
Este es el acontecimiento
histórico cargado de misterio: nace un tierno niño, plenamente humano, pero que
es al mismo tiempo el Hijo unigénito del Padre. Es el Hijo no creado, sino
engendrado eternamente. Hijo de la misma naturaleza que el Padre, «Dios de
Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero ». Es la Palabra, «por medio
de la cual fueron creadas todas las cosas».
Proclamaremos estas verdades dentro
de poco en el Credo y añadiremos: «Por nosotros los hombres y por nuestra
salvación bajó del cielo y, por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María,
la Virgen, y se hizo hombre». Profesando con toda la Iglesia nuestra fe,
también en esta noche reconoceremos la gracia sorprendente que nos concede la
misericordia del Señor.
Israel, el pueblo de Dios de la
antigua Alianza, fue elegido para traer al mundo, como «renuevo de la estirpe
de David », al Mesías, al Salvador y Redentor de toda la humanidad. Junto con
un miembro insigne de ese pueblo, el profeta Isaías, dirijámonos, pues, hacia
Belén con la mirada de la espera mesiánica. A la luz divina podemos entrever
cómo se está cumpliendo la antigua Alianza y cómo, con el nacimiento de Cristo,
se revela una Alianza nueva y eterna.
3. De esta Alianza nueva habla
san Pablo en el pasaje de la carta a Tito que acabamos de escuchar: «Ha
aparecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres» (Tt
2, 11). Precisamente esta gracia permite a la humanidad vivir «aguardando la
dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro:
Jesucristo », que «se entregó por nosotros para rescatarnos de toda impiedad, y
para prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras» (Tt 2, 14).
A nosotros, queridísimos hermanos
y hermanas, se dirige hoy este mensaje de gracia. Por tanto, escuchad. A todos
los «que Dios ama», a los que acogen la invitación a orar y velar en esta santa
Noche de Navidad, repito con alegría: Se ha manifestado el amor que Dios nos
tiene. Su amor es gracia y fidelidad, misericordia y verdad. Es él quien,
librándonos de las tinieblas del pecado y de la muerte, se ha convertido en
firme e indestructible fundamento de la esperanza de cada ser humano.
El canto litúrgico lo repite con
alegre insistencia: ¡Venid, adoremos! Venid de todas las partes del mundo a
contemplar lo que ha sucedido en el portal de Belén. Nos ha nacido el Redentor
y esto constituye hoy, para nosotros y para todos, un don de salvación.
4. ¡Qué insondable es la
profundidad del misterio de la Encarnación! Muy rica es, por ello, la liturgia
de la Navidad del Señor: en las misas de medianoche, de la aurora y del día los
diversos textos litúrgicos iluminan sucesivamente este gran acontecimiento que
el Señor quiere dar a conocer a los que lo esperan y lo buscan (cf. Lc 2, 15).
En el misterio de la Navidad se
manifiesta en plenitud la verdad de su designio de salvación sobre el hombre y
sobre el mundo. No sólo el hombre es salvado, sino toda la creación, a la que
se invita a cantar al Señor un cántico nuevo y a alegrarse con todas las
naciones de la tierra (cf. Sal 96).
Precisamente este cántico de
alabanza ha resonado con solemne grandeza sobre el pobre establo de Belén.
Leemos en san Lucas que las milicias celestiales alababan a Dios diciendo:
«Gloria Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor» (Lc
2, 14).
En Dios está la plenitud de la
gloria. En esta noche la gloria de Dios se convierte en patrimonio de toda la
creación y, de un modo particular, del hombre. Sí, el Hijo eterno, Aquel que es
la eterna complacencia del Padre se ha hecho hombre, y su nacimiento terreno,
en la noche de Belén, testimonia de una vez para siempre que en él cada hombre
está comprendido en el misterio de la predilección divina, que es la fuente de
la paz definitiva.
….
(Homilía del san Juan Pablo II. Basílica de San Pedro.
Miércoles 24 de diciembre de 1997).
En
la segunda lectura de la epístola a Tito San Pablo escribe que "Ha aparecido la gracia de Dios...":
Esta lectura quiere ofrecer el motivo fundamental del deber cristiano de
santificar la vida cotidiana. Dentro de la sección 1, 5-3,11, en que se dan las
instrucciones para organizar la comunidad, la perícopa de hoy trata de la
estructura interna de la comunidad.
La vida cristiana tiene su fuente en
la aparición y realidad de la salvación entre nosotros. Vivimos de una forma
determinada porque Jesús nos ha salvado. La "gracia de Dios" de que
habla la lectura es convenientemente interpretada con la aparición de Jesús
entre los hombres.
La primera venida de Cristo, con todo,
prepara la segunda y definitiva. A ella hay que irse disponiendo con un modo de
vida acorde con la de Jesús. No vale mirar sólo hacia un pasado aparentemente
remoto, sino hay que mirar hacia adelante apoyado en lo ya sucedido.
Los cristianos debemos dar testimonio
de Dios con nuestra vida a fin de que sea conocido y amado.
La acción-vida del hombre es una
respuesta a la acción salvífica de Dios. La "epifanía", aparición, de
la gracia de Dios puesta al principio de esta lectura orienta el sentido de
todas las demás afirmaciones. En la tradición bíblica las "epifanías"
eran signos de la intervención de Dios. La Iglesia primitiva ha asumido este
concepto para anunciar a Cristo que se manifiesta en la carne para la salvación
del mundo. El texto proclama la actividad terrena de Jesús como revelación de
la gracia de Dios... El hombre no se libera a sí mismo sino que debe acoger la
salvación que viene de Dios.
Este texto es como la recapitulación
de la fe de la Iglesia primitiva. El autor describe la acción maravillosa que
Dios ha realizado en Cristo. Se anuncia el misterio de la encarnación pero se
recuerda el sacrificio expiatorio y la gloria que recibe en la resurrección.
El
evangelio nos da el marco del nacimiento de Jesús destacando dos aspectos:
* 1) la descripción del censo (marco
universal, implicación de todos los pueblos) que lleva a José y María a Belén
(lugar clave de la manifestación del Mesías davídico), vv. 1-5;
* 2) la descripción del nacimiento en
Belén, indicando la colocación del niño en el pesebre, vv. 6-7. En Is 1, 3
encontramos: "conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo,
pero Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento".
San Lucas pone de relieve que Jesús
nace en la ciudad de David, no en un alojamiento como un extraño , sino en un
pesebre, donde Dios sostiene a su pueblo. Una vez situados en un marco
universal (el censo) y a la vez muy concreto (un pesebre). Le presenta la
anunciación del acontecimiento a los pastores. Los pastores (que, viviendo al
aire libre, velan, v.8) simbolizan la Iglesia que acoge la irrupción de la
gloria de Dios en el espacio/tiempo y, al mismo tiempo, representan a todos los
anawim, prototipo de los que lo esperan.
A ellos les manda Dios, antes que a
nadie, el recado del nacimiento del Mesías: "Os traigo una buena noticia,
una gran alegría que lo será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David,
os ha nacido un salvador, que es el Mesías Señor". Ellos, marginados y
despreciados por los buenos, oprimidos y explotados por los ricos, son los
elegidos por Dios para conocer antes que nadie que ha nacido el Mesías; a
ellos, antes que al resto del pueblo, se les comunica la buena noticia que, más
para ellos que para cualesquiera otros, convierte aquella noche en nochebuena.
La Navidad es el tiempo de Dios, el
tiempo de la Fe, el tiempo de la Esperanza.
Toda la sabiduría y todas las promesas
bíblicas están resumidas en estas definiciones, en estas descripciones que se
nos hacen de Jesús. El es el Salvador, el Mesías, el Señor. Él es Maravilla de
consejero, Padre Perpetuo, Príncipe de la Paz. Él es hoy, esta noche y durante
estos días santos del tiempo litúrgico de Navidad, el niño envuelto en pañales
y recostado en un pesebre. Él es la grandeza de Dios en la realidad frágil,
pobre, humilde, y tierna de un niño que acaba de nacer, de un niño para el que
su Madre apenas encuentra lugar donde recostarle, un niño que, anunciado por
los ángeles, es adorado por unos pastores que pasaban la noche al aire libre,
velando por turnos su rebaño.
De esa esperanza que es la salvación.
Y no hay otra Navidad…..Por más que nos empeñemos en banalizarla, edulcorarla,
maquillarla, disfrazarla y desnaturalizarla, viviendo y practicando tantas
veces una Navidad sin Dios. Y no hay otra Navidad que la Navidad de Belén, la
Navidad que el evangelista Lucas y el resto de los textos bíblicos de hoy y de
estos días nos relatan. Algo muy distinto de las “otras navidades”.
En esta “Noche Buena” Dios se hace
Niño y se manifiesta en la pequeñez y en pobreza para indicarnos el verdadero
camino de la vida, la gran sabiduría de la existencia y la gran y única
esperanza que nos salva.
La verdadera Navidad es la Navidad de
la Esperanza. Hagamos posible la esperanza con nuestros gestos y con nuestros
detalles. Esperanza es el nuevo nombre de la Navidad. Y a esa esperanza hemos
de comprometer nuestra vida. Una vida sobria que significa también solidaridad,
fraternidad y justicia social, Una vida honrada en el cumplimiento de la entera
ley de Dios, en el respeto a los demás, en la equidad y cuyos otros nombres son
también solidaridad y fraternidad. Una vida religiosa: una vida que descubra a
Dios, al Dios revelado por Jesucristo, al Dios de rostro y corazón humanos, que
hoy, en Belén, en Jesús, es el niño envuelto en pañales y recostado en un
pesebre. Una vida, sí, sobria, honrada y religiosa. Es decir, una vida abierta
a Dios y dirigida al prójimo. Una vida cuajada, rebosante y remecida de una
esperanza que se basa en el amor de Dios y que se demuestra en el amor al
prójimo. Hagamos posible la esperanza regalando no sólo cosas materiales, sino
lo que de verdad puede hacer felices a nuestros hermanos los hombres y mujeres
de nuestro tiempo:
Nos sirve para nuestro testimonio
cristiano, darnos cuenta de lo que el Señor nos ofrece y nosotros recibimos: a
Cristo que es Luz que ilumina las tinieblas. . Todo el que recibe la luz de
Cristo, se siente hijo de Dios y portador de esta luz. Y no solamente puede
llenar de luz los caminos de los hombres, sino decirles dónde está la luz
verdadera. La Iglesia es hoy la luz que alumbra a todo hombre, porque es el
sacramento de Cristo ante el mundo.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario