Que sea, el Señor, bienvenido a esta tierra llena de muchos contrastes y tan necesitada de paz y de esperanza. Una paz que, por sí mismo, el mundo no puede lograr y una esperanza que, el mundo en sí mismo, es capaz de asegurar. ¡Cómo no dar gracias a DIOS que, en su gran misericordia, toma la condición humana! ¡Cómo no mirar hacia el cielo y, comprender, que las puertas de ese cielo se abren para venir hasta nosotros en forma de misericordia: Dios, en Cristo, nos redime de nuestras esclavitudes y pecados que nos van destruyendo en lo mejor que Dios ha depositado en nosotros.
Las palabras del profeta: "Qué hermosos son sobre los montes los pies
del mensajero que anuncia la paz, que trae la Buena Nueva, que pregona la
victoria, que dice a Sión: ¡Tu Dios es rey!" , coincide con la
definición de Hijo de Dios que da tanto el autor de la Carta a los Hebreos como
San Juan en la introducción a su Evangelio hace. Isaías con su sentido plástico
se fija en los pies de quien trae la Buena Nueva. Pero va a insistir. Añade:
"Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al
Señor, que vuelve a Sión." Ver cara a cara al Señor es participar en su
llegada, o en su vuelta. Es la presencia inmediata, absolutamente, cercana del
Dios que acaba de llegar. Sobre este aspecto inciden los tres textos
proclamados.
La primera lectura esta tomada de Isaías (Is 52, 7-10).
En ella Isaías
presenta el final del exilio.
El texto es uno de los
himnos gozosos del Segundo Isaías anunciando el retorno de los exiliados de Babilonia a Jerusalén, y
tiene la forma de un anuncio de restauración
dirigido a la ciudad devastada.
Desde el país de exilio, de
monte en monte, un mensajero va transmitiendo la voz, el gran anuncio. Este anuncio se sintetiza en: la
"paz", que es la plenitud de todos los bienes; la "buena nueva" (en griego,
"evangelio"), que es lo que uno tiene ganas de oír para ser
feliz, la noticia más esperada; la
"victoria", que es la liberación de toda opresión; y finalmente,
lo que es la causa de todo: que "tu
Dios es rey", él es el que conduce la historia a favor de su pueblo.
Escuchar este mensaje es una
gran alegría, y lo es más aún cuando los centinelas de la ciudad devastada también se unen a él: el
retorno de los exiliados que ya se ven llegar
significa que realmente, definitivamente, el Señor vuelve a estar
presente en su ciudad. Ver el retorno es
ver cara a cara al Señor mismo que vuelve.
El profeta, entonces,
entusiasmado, entona un cántico dirigido a las ruinas de Jerusalén, convocadas también a gritar de alegría porque
el Señor reconstruye su pueblo y su ciudad. Y acaba proclamando que esta obra
maravillosa de Dios es un anuncio de salvación que se dirige a todos los pueblos de la tierra.
El oráculo del Deutero-Isaías –
del que tratamos-, está repleto de gozo y de entusiasmo por el inminente retorno de los exiliados en
Babilonia.
El mensajero anuncia la
llegada del Señor que, a modo de un rey
oriental, hace una solemne entrada en la ciudad de Jerusalén. Los centinelas gritan de júbilo e, incluso, las
ruinas de la ciudad exultan por la reconstrucción que se avecina, signo de la salvación divina
en favor del pueblo. Pero los exiliados son
invitados a abandonar Babilonia después de haberse purificado
ritualmente: el camino que se disponen a
emprender y la ciudad hacia la que se encaminan son santos. La buena noticia
(en griego evanguélion) es el anuncio del inicio del reinado de Dios y la reconstrucción de la nación. Sus dones son la
paz y la salvación. Dios viene a habitar en
medio de su pueblo. Esta es la buena noticia que anunciará, siglos más
tarde, Jesús (cf. Mc 1,14-15 y
paralelos).
El interleccional de hoy es el salmo 97 (Sal 97,1.2-3ab.3cd-4.5-6), Himno de alabanza a Dios.
Este es un "salmo del
reino": una vez al año, en la fiesta de las Tiendas (que recordaban los 40
años del Éxodo de Israel, de peregrinación por el desierto), Jerusalén, en una
gran fiesta popular que se notaba no solamente en el Templo, lugar de culto,
sino en toda la ciudad, ya que se construían "tiendas" con ramajes
por todas partes... Jerusalén festejaba a "su rey". Y la originalidad
admirable de este pueblo, es que este "rey" no era un hombre (ya que
la dinastía Davídica había desaparecido hacía largo tiempo), sino Dios en
persona. Este salmo es una invitación a la fiesta que culminaba en una enorme
"ovación" real: "¡Dios reina!", "¡aclamad a vuestro
rey, el Señor!" Imaginemos este "Terouah", palabra intraducible,
que significa: "grito"... "ovación"...
"aclamación".
Originalmente, grito de
guerra del tiempo en que Yahveh, al frente de los ejércitos de Israel, los
conducía a la victoria... Ahora, regocijo general, gritos de alegría, mientras
resonaban las trompetas, los roncos sonidos de los cuernos, y los aplausos de
la muchedumbre exaltada.
¿Por qué tanta alegría? Seis
verbos lo indican: ¡seis "acciones" de Dios! Cinco de ellas están en
"pasado" (o más exactamente en "acabado": porque el hebreo
no tiene sino dos tiempos de conjugación para los verbos, "el
acabado", y el "no acabado"). "El ha hecho
maravillas"... "Ha salvado con su mano derecha"... "Ha
hecho conocer y revelado su justicia"... "Se acordó de su
Hessed"... (Amor-fidelidad que llega a lo más profundo del ser); "El
vino-el viene"... Y para terminar, un verbo en tiempo, "no
acabado", que se traduce en futuro a falta de un tiempo mejor (ya que esta
última acción de Dios está solamente sin terminar aunque comenzada): "El
regirá el orbe con Justicia y los pueblos con rectitud"...
Observemos la
"universalidad" de este pensamiento de Israel. La salvación
(justicia-fidelidad-amor) de que ha sido objeto la Casa de Israel... está,
efectivamente destinada a "todas las naciones": ¡El Dios que aclama
como su único Rey, será un día el rey que gobernará la humanidad entera.
Entonces será poca la potencia de nuestros gritos! ¡Será poca toda la
naturaleza, el mar, los ríos, las montañas, para "cantar su alegría y
aplaudir"! El Salmo 97, es uno de estos
cantos de alabanza a Yahvé, rey del mundo, cuya actuación no es sino una serie
de maravillas y portentos en favor del hombre y del pueblo de Israel. Está
influenciado, como todos los de su grupo (salmo 46, 92, 95-98), por el Segundo
Isaías en sus miras universalistas, en su concepción de las nuevas realidades
que se acercan para Israel, en su jubilosa visión del mundo como escena de la
actuación de Dios y eco de su alabanza.
Lo podemos dividir en estas secciones(las dos primeras son las
proclamadas hoy):
- vv. 1-3: cantan la victoria y salvación de Yahvé
- vv. 4-6: la humanidad ensalza a Yahvé
Ha hecho maravillas (w. 1-3)
La primera frase del salmo es una invitación a la alabanza a Dios con un
canto nuevo. Las maravillas de Dios son tan grandes, tan inesperadas, que el
pueblo no puede contentarse con las alabanzas rituales conocidas: parece que
requiere algo nuevo y grandioso. Dios es el obrador de grandes cosas, y su
victoria ha sido total. Su brazo, es decir, su fuerza invencible, es quien ha
actuado (no la fuerza del hombre).
Ciertamente el salmista piensa en la restauración de Israel después del
exilio de Babilonia, cuando tiene lugar un nuevo inicio en la vida, en la
religión, en la liturgia del templo. Este período feliz vendrá después del
retorno, y este solo pensamiento produce en el salmista (igual que en Isaías)
un potencial enorme de alegría y entusiasmo. Dios realiza estas maravillas de
salvación porque ama a su pueblo, porque nunca lo ha olvidado y ha tenido
siempre presentes su misericordia y su fidelidad. El versículo 3:
"se acordó de su misericordia
y su fidelidad en favor de la casa de Israel"
Este fragmento ha inspirado muy de cerca el Magníficat de María (Lc
1,54), cántico que se mueve en la misma sintonía de alabanza al Dios que actúa
en favor de su pueblo y de los humildes.
Suenen los instrumentos (vv. 4-6)
Las obras de Dios son contempladas por todo el mundo:
"los confines de la tierra han
contemplado la victoria de nuestro Dios".
Es una acción de Dios que percibe (o percibirá) el mundo entero, que
conocerán todos los pueblos y por esto alabarán a Dios. La vuelta a Sión, que
según el Segundo Isaías superará en grandiosidad al mismo Exodo (Is 49), será
el comienzo de esta justicia de Dios y la celebrarán todos los pueblos porque
en la nueva etapa Israel será algo grande y su nombre se dejará sentir en todas
partes.
Por esto ahora el salmista invita a toda la tierra a cantar al Señor, a
aclamar a Dios sonando toda clase de instrumentos: ahora es la música quien
acompaña esta sinfonía grandiosa de alabanza: "tañed la cítara... suenen
los instrumentos".
Los instrumentos musicales son muy citados en la Biblia como
acompañamiento y complemento de la alegría y alabanza. Baste recordar el último
salmo del salterio con la enumeración de tantos instrumentos al servicio de la
liturgia jubilosa: trompetas, arpas, cítaras, tambores, flautas, platillos
sonoros... Todo esto para aclamar al Señor que es rey sobre su pueblo y sobre
el universo, y para que la alabanza sea más armoniosa, más universal. La Biblia
nos da una muestra más de aprecio por todo aquello que es bueno, alegre,
positivo, humano: todo colabora en el bien del hombre, todo redunda a gloria de
Dios. Los salmos son este eco fiel que van formando la conciencia del pueblo y
le educan en una actitud abierta y generosa que la ennoblece y dignifica.
La segunda lectura es el inicio de la Carta a los
Hebreos (Hb1, 1-6).
Esta lectura, además de ser un
magnífico complemento del evangelio del día, merece por sí misma una atención
especial puesto que, en pocos versículos, nos presenta un esquema completo de
la historia de la salvación a la luz de la actual presencia de Cristo, que
luego el autor irá desarrollando y aplicando en los diferentes capítulos de
esta carta.
La plenitud de los tiempos:
"Antiguamente... Ahora, en esta etapa final" (vv. 1a. 2a.). De la
contraposición de los diferentes momentos salvíficos de la historia (=Kairoi)
se pasa a una valoración escatológica del tiempo. El "ahora" no es
exactamente el fin, pero sí es el tiempo definitivo y, por esta razón, el
tiempo "final" después del cual no debe esperarse ningún otro. Toda
la carta se mueve dentro de esta perspectiva: la etapa definitiva de la
historia de la salvación ya ha llegado. (Cf. el evangelio de hoy: Jn 1, 1-2.
15).
La plenitud de la revelación: "De muchas maneras habló Dios a nuestros
padres por los Profetas... (pero a nosotros) nos ha hablado por el Hijo"
(vv. 1b. 2b). En todo momento es Dios el que habla; él es quien tiene la
iniciativa de la revelación. Pero también aquí, la contraposición acaba
mostrando que la actual realizada a "nosotros" es la definitiva
revelación que Dios hará a los hombres. Una cosa es hablar sirviéndose de
palabras y otra muy distinta es hablar mediante una persona: una cosa son los
"profetas" y otra muy distinta es el "Hijo". (Cf. el
evangelio de hoy: Jn 1, 1.5-9. 14. 18).
La plenitud de la creación:
"(Cristo es) heredero de todo, y por
medio del cual ha ido realizando las edades del mundo" (v. 2c).
Hacia él queda finalizada aquella
misma realidad que con él y en él tuvo origen. La génesis de la creación no fue
un acto puntual y estático de Dios, sino que encuentra todo su sentido en el
dinamismo que le sigue impulsando hacia su creador. (Cf. el evangelio de hoy;
Jn 1, 3-4. 10).
La plenitud de las Escrituras: de modo
especial los vv. 5 y 6 nos muestran como desde la fe cristiana hay una
posibilidad de re-interpretación del Antiguo Testamento. Lo que allí se dice
del Mesías está siempre en un nivel de promesa y de anuncio; pero ahora aquello
mismo, en Jesús, es realidad y acontecimiento. (Cf. el evangelio de hoy: Jn 1,
16-17). El punto de partida es la iniciativa de Dios: Dios nos ha hablado.
En la primera frase, la carta no habla
del contenido de la palabra, sino del hecho, el proceso (antes-ahora) y el
mediador (los profetas-el Hijo). Este pasa a ser el centro de la segunda parte,
con una frase rica y densa, el autor intenta hacer una presentación completa
acentuando en el corazón del período lo que constituye el núcleo de toda la
carta: el Hijo «después de realizar la purificación de los pecados, se sentó a
la derecha de la Majestad de las alturas» (v 3). En este punto, los últimos
versículos completan los primeros: el contenido de la palabra de Dios a los
hombres es propiamente la persona del Hijo, Jesucristo. En él y en su
misterioso camino Dios ha dicho a los hombres todo sobre sí mismo y sobre el
propio hombre; sus días son los últimos. La introducción acaba con una alusión
a la superioridad del nombre del Hijo sobre el de los ángeles, tema de la
primera parte de la carta (1,5-2,18).
El autor de la carta a los Hebreos nos
presenta la venida de Cristo como un momento privilegiado de la revelación
divina a lo largo de la historia. Ha sido él quien ha hablado a lo largo de la
historia, muchas veces y de muchas maneras, a los hombres, primero por boca de los
profetas, después por la de su propio Hijo.
A esta afirmación fundamental, que tan
bien encaja con la celebración de la Navidad, sigue un discurso sobre la
naturaleza del Hijo de Dios. Considerado en sí mismo, él es resplandor de la
gloria y sello de su mismo ser. El autor utiliza el lenguaje sapiencial del
helenismo judío, cuando hablaba de la Sabiduría divina concedida a los hombres
(cf. Sa 7,25-26). Él es imagen, icono de Dios.
En relación con la obra de salvación
que ha realizado con su misterio pascual, Cristo es aquel que ha expiado el
pecado de la humanidad (cf. Rm 3,24-25; Ef 1,7; Col 1,13-14), y el que ha sido
exaltado por encima de todo (cf. Fl 2,9-11), siendo hijo y heredero por encima
de los ángeles (cf. Rrn 8,17; Mt 21,38).
La acción salvífica de Jesús se
inscribe, para el autor de la carta a los Hebreos, en la lista de acciones
reveladoras de Dios en la historia. Pero no como una de tantas, sino como la
principal de todas ellas. Jesús, que nos ha purificado de los pecados
(referencia al misterio pascual) es icono de Dios; el hombre Jesús, sentado
ahora a la derecha de los ángeles, ha heredado un nombre superior al de los
mismos ángeles.
Como todos los años el
evangelio de este día es el inicio del prologo de San Juan (Jn 1, 1-18).
El prólogo del evangelio de San
Juan es un himno solemne -en siete estrofas de estructura semita- al Logos, al
Verbo, revelación del Padre en Cristo. En este prólogo están ya presentes los
grandes temas del evangelio: el Verbo, la vida, la luz, la gloria, la verdad. Y
las fuertes contraposiciones: Luz-tinieblas; Dios-mundo; fe-incredulidad. Dos
veces resuena la voz del testigo: Juan Bautista.
El texto empieza igual que el
primer libro de la Biblia cuando narra la creación: "En el
principio...". Y, ya al principio, antes que todo, está la Palabra, el
proyecto de comunicación plena de Dios con los hombres. Juan señala por cuatro
veces, con exagerada insistencia, la preexistencia y divinidad de esta Palabra.
¡Ha de quedar muy claro que es Dios mismo quien se hará hombre! Y para
resaltarlo más, señala para la Palabra las cualidades básicas de vida y luz que
no son cualidades estáticas de Dios, sino cualidades para ser dadas a los
hombres.
Juan
continúa con una reflexión sobre la aceptación de la Luz por parte de los hombres.
No se trata sólo de la aceptación de Jesús, sino de la aceptación de todos los
signos de Luz que los hombres han tenido a mano y a menudo han rechazado. Pero
hay quienes sí han estado dispuestos a aceptarlos: éstos son los que Dios hará
hijos suyos.
La afirmación clave: la Palabra
se hizo carne. Es una afirmación muy sabida, pero es realmente escandalosa:
aquella Palabra que Juan tanto ha insistido en que "era Dios",
resulta que asume la total debilidad de la condición humana, y viene a vivir
con los hombres, y en esta debilidad (¡hasta la cruz!) será donde
contemplaremos su gloria divina. A Dios ahora se le puede ver y tocar. Y se le
ve y se le toca en la "carne" débil de Jesús. - Una vez dicho esto,
Juan resalta una y otra vez las cualidades y dones que recibimos de la Palabra
hecha carne (que ahora ya no se llama "Palabra" sino "Hijo"
y "Jesucristo", una persona concreta y palpable): gracia, verdad,
abundancia de su plenitud... Todo para consolidar la afirmación básica: a Dios
sólo se le encuentra en Jesucristo, en su carne, en su vida concreta.
Las tesis que presenta son las
mismas que las del evangelio. La idea de fondo es la plenitud de la revelación
que nos ha traído el Verbo. Ha salido del Padre y se ha hecho hombre. También
de la Sabiduría se dice que estaba en Dios (Pr 8. 30), pero la sabiduría era
una personificación literaria. La Palabra en cambio, es una persona, es Dios,
es la última palabra que Dios ha pronunciado (Hb 1. 3).
Nos presenta a la Palabra de
Dios como una realidad sensible y tangible. La realidad de la presencia de Dios
ha comenzado a incidir históricamente en los hombres con el comienzo de la vida
de Jesús: este suceso constituye el momento decisivo de la historia de la
salvación; lo testimonian los cristianos. La palabra "carne" designa
en Juan todo lo que constituye la debilidad humana, todo lo que conduce a la
muerte como limitación del hombre. Desde el momento de la venida del Hijo al
mundo en la debilidad de la "carne", realiza la presencia de Dios
entre los hombres. El cuerpo de Jesús se convierte, por su muerte y su
resurreción, en el templo de la presencia de Dios.
La
encarnación no es ninguna apariencia: por la experiencia de nuestro ser de
hombres es como hemos de acercarnos a Dios, a Jesús. La revelación definitiva
de Dios tiene rostro humano. Es una realidad cercana a los hombres. Ha puesto
su tienda entre nosotros. Desde el momento de la venida del Hijo al mundo en la
debilidad de la "carne", realiza la presencia de Dios entre los
hombres.
Dios se acerca a los hombres
hasta el punto de hacerse uno de ellos: "carne". Esta fórmula de
Juan, "la palabra se hizo carne", es una afirmación del misterio de
la encarnación del Hijo; del paso de la existencia eterna de la palabra de
Dios, al comienzo de su existencia histórica y de su aparición en el mundo.
Juan intenta, sobre todo,
destacar que Jesús de Nazaret, palabra de Dios hecha carne, no es una
apariencia, una sombra o un fantasma.
La revelación definitiva de
Dios tiene rostro humano. Es una realidad cercana a los hombres. Ha puesto su
tienda entre nosotros.
El es la verdad y la vida de
Dios hecha carne. Ama, cura, perdona. Vive y sufre como un hombre entre los
hombres. Todos pueden verlo y oírlo. Todos pueden creer en él, ver su luz,
beber su agua, comer su pan, participar de su plenitud de gracia y de verdad.
Se trata de proclamar la misericordia y fidelidad de Dios, su gracia, que se
han hecho realidad en Jesús. Que Dios no actúa mediante favores pasajeros y
limitados, sino con el don permanente y total del Hijo hecho hombre que se
llama Jesús, el Cristo.
Dios se expresa en una palabra viva,
que crea un interlocutor (el hombre concreto, tú y yo), con quien entabla un
diálogo iluminador. Pero desgraciadamente el hombre (tú y yo) rechaza la
Palabra y se hace tiniebla, angustia, ser para la muerte, absurdo radical.
Hasta el v. 11 el juicio histórico del
evangelista Juan es tremendamente pesimista. De hecho, todo su evangelio va a
ser un conflicto continuado entre Jesús y un mundo incrédulo, que terminará en
el proceso y condena de Jesús.
Pero en los vs. 12-13 el juicio
histórico se completa haciéndose esperanzador: hay hombres que aceptan la
Palabra y viven la asombrosa experiencia de ser hijos de Dios.
v.14:"La Palabra se hizo
carne". No se refiere al momento de la Encarnación. Es la existencia toda
de Jesús la que queda abarcada. El proyecto divino realizado es una existencia
humana, visible, accesible, palpable. La tienda del encuentro, morada de Dios
entre los israelitas en el desierto, queda sustituida por Jesús. El lugar donde
Dios habita en medio de los hombres es un hombre de carne y hueso. Una
existencia humana es ahora el resplandor de Dios, su gloria. Ha desaparecido la
distancia entre Dios y el hombre. Buscas al Infinito, ve tras el Finito. La
plenitud personal de Dios es Jesús, una plenitud de amor incondicional,
consistente.
Para nuestra vida.
El texto de la primera lectura es uno
de los himnos gozosos del Segundo Isaías anunciando el retorno de los exiliados
de Babilonia a Jerusalén, y tiene la forma de un anuncio de restauración
dirigido a la ciudad devastada.
Desde el país de exilio, de monte en
monte, un mensajero va transmitiendo la voz, el gran anuncio. Este anuncio se
sintetiza en: la "paz", que es la plenitud de todos los bienes; la
"buena nueva" (en griego, "evangelio"), que es lo que uno
tiene ganas de oír para ser feliz, la noticia más esperada; la
"victoria", que es la liberación de toda opresión; y finalmente, lo
que es la causa de todo: que "tu Dios es rey", él es el que conduce
la historia a favor de su pueblo.
Escuchar este mensaje es una gran
alegría, y lo es más aún cuando los centinelas de la ciudad devastada también
se unen a él: el retorno de los exiliados que ya se ven llegar significa que
realmente, definitivamente, el Señor vuelve a estar presente en su ciudad. Ver
el retorno es ver cara a cara al Señor mismo que vuelve.
El profeta, entonces, entusiasmado,
entona un cántico dirigido a las ruinas de Jerusalén, convocadas también a
gritar de alegría porque el Señor reconstruye su pueblo y su ciudad. Y acaba
proclamando que esta obra maravillosa de Dios es un anuncio de salvación que se
dirige a todos los pueblos de la tierra.
El pueblo de Israel ha experimentado
en propia carne la llaga mortal del exilio. Se hace necesaria una mano amiga
que ayude algo, que levante el ánimo del creyente que flaquea. La caravana ha
partido de Mesopotamia, y el poeta hace ver el momento tan ansiado de la
llegada del mensajero, que ya está atravesando las colinas del norte de la
ciudad. Una nueva era de paz y libertad comienza: el mensajero trae la buena
noticia de la liberación de Israel. A este anuncio se unen los gritos de los
vigías que custodian las ruinas de la ciudad. La intervención de Dios no puede
dejar a nadie indiferente. Su victoria debe alcanzar a todos los confines de la
tierra. Es un mensaje de alegría para un pueblo abatido y sin horizontes: ¡Dios
vuelve! Mensaje para el que se siente desanimado: ¡Dios sigue entre los que
creen!
"Escucha, tus vigías gritan,
cantan a coro..." (Is 52, 8)."Porque ven la cara del Señor, que
vuelve a Sión", sigue diciendo Isaías.
Las palabras de Isaías, en las que
vemos como Dios consuela a los suyos, como los libra de la esclavitud "Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén,
que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén" vuelven a
resonar hoy en nuestros oídos pues también nosotros tenemos motivos para estar
a alegres en el día de la Navidad y romper a cantar. Dios ha nacido para
redimirnos. Es un Niño de carita morena y ojos grandes, de mirada inocente y
alegre.
El que cree en el mensaje piensa que
la restauración de una sociedad en ruinas y en crisis económica es posible. Es
el mensaje para el creyente de hoy en esta Navidad.
La paz, el evangelio, la
victoria, la acción poderosa de Dios, que se hicieron presentes en el
retorno del exilio para el pueblo dispersado y la ciudad devastada, ahora, con
la venida de Jesús, se hacen realidad plena para la humanidad entera
dolorida y para todas las devastaciones que hay en el mundo.
Sigamos ahora el Salmo 97, salmo responsorial
del día de Navidad.
Es uno de estos cantos de alabanza a Yahvé, rey del mundo, cuya actuación
no es sino una serie de maravillas y portentos en favor del hombre y del pueblo
de Israel. Está influenciado, como todos los de su grupo (salmo 46, 92, 95-98),
por el Segundo Isaías en sus miras universalistas, en su concepción de las
nuevas realidades que se acercan para Israel, en su jubilosa visión del mundo
como escena de la actuación de Dios y eco de su alabanza.
La acción de gracias de la primera
lectura también resuena, en el Salmo 97 que hoy recitamos, en las que el
triunfo de Dios aparece como una activa esperanza. “Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios”.
Quien escucha este himno se ve animado a una seria colaboración con el Dios que
actúa en la historia y se preocupa del hombre. Uno de los temas que más tratan los salmos es el de la alabanza. Dios
merece toda la alabanza por ser él quien es, por sus obras maravillosas, por la
bondad mostrada al hombre, por la salvación, por su predilección por Israel.
Esta alabanza es el fruto de una experiencia gozosa, de una alegría que
produce la actuación salvadora de Dios: el salmista siente admiración,
entusiasmo y gratitud por este Dios tan excelso, tan providente, y por esto
brota de su corazón la más sincera alabanza. La fe en Dios lleva aneja la
alabanza, y la alabanza proviene de la alegría. Los salmos, entre otras muchas
otras cosas, nos enseñan también esta verdad y esta actitud de la alabanza
gozosa, porque si el hombre alaba a Dios lo hace movido por un corazón admirado
y agradecido, inundado de alegría por sentirse amado, salvado y protegido por
su Dios.
El Antiguo Testamento ha sabido elaborar una serie copiosísima de
cánticos y de himnos que ensalzan la bondad o las obras de Dios en medio de una
atmósfera exultante: los cánticos de Moisés, de Débora, de Ana, de Judit, de
Ezequías y los profetas, y por supuesto los salmos: una magnífica panorámica de
una oración llena de alabanza y de gloria. "Cantad al Señor un cántico nuevo".
Así comenta San Juan Pablo II este salmo: “ 1. El Salmo 97 que acabamos de proclamar pertenece a un género de
himnos con el que ya nos hemos encontrado durante el itinerario espiritual que
estamos realizando a la luz del Salterio.
Se trata de un himno al Señor,
rey del universo y de la historia (Cf. versículo 6). Es definido como un
«cántico nuevo» (v. 1), que en el lenguaje bíblico significa un cántico
perfecto, rebosante, solemne, acompañado por música festiva. Además del canto
del coro, de hecho, se evoca el sonido melodioso de la cítara (Cf. versículo
5), la trompeta y el son del cuerno (Cf. versículo 6), así como una especie de
aplauso cósmico (Cf. versículo 8).
Además, incesantemente resuena el
nombre del «Señor» (seis veces), invocado como «nuestro Dios» (versículo 3).
Dios, por tanto, está en el centro del escenario en toda su majestad, mientras
realiza la salvación en la historia y es esperado para «juzgar» al mundo y los
pueblos (versículo 9). El verbo hebreo que indica el «juicio» significa también
«gobernar»: hace referencia por tanto a la acción eficaz del Soberano de toda
la tierra, que traerá paz y justicia.
2. El Salmo se abre con la
proclamación de la intervención divina dentro de la historia de Israel (Cf.
versículos 1-3). Las imágenes de la «diestra» y del «brazo santo» se refieren
al Éxodo, a la liberación de la esclavitud de Egipto (Cf. versículo 1). La
alianza con el pueblo de la elección es recordada a través de dos grandes
perfecciones divinas: «amor» y «fidelidad» (Cf. versículo 3).
Estos signos de salvación son
revelados «a las naciones» y a «los confines de la tierra» (versículos 2 y 3)
para que toda la humanidad sea atraída por Dios salvador y se abra a su palabra
y a su obra salvadora.
3. La acogida reservada al Señor
que interviene en la historia está marcada por una alabanza común: además de la
orquesta y de los cantos del templo de Sión (cfr vv. 5-6), participa también el
universo, que constituye una especie de templo cósmico.
….
4. En este Salmo, el apóstol
Pablo reconoció con profunda alegría una profecía de la obra del misterio de
Cristo. Pablo se sirvió del versículo 2 para expresar el tema de su gran carta
a los Romanos: en el Evangelio «la justicia de Dios se ha revelado» (Cf.
Romanos 1, 17), «se ha manifestado» (Cf. Romanos 3, 21).
La interpretación de Pablo
confiere al Salmo una mayor plenitud de sentido. Leído en la perspectiva del
Antiguo Testamento, el Salmo proclama que Dios salva a su pueblo y que todas
las naciones, al verlo, quedan admiradas. Sin embargo, en la perspectiva
cristiana, Dios realiza la salvación en Cristo, hijo de Israel; todas las
naciones lo ven y son invitadas a aprovecharse de esta salvación, dado que el
Evangelio «es potencia de Dios para la salvación de todo el que cree: del judío
primeramente y también del griego», es decir el pagano (Romanos 1,16).
Ahora «los confines de la tierra»
no sólo «han contemplado la victoria de nuestro Dios» (Salmo 97, 3), sino que
la han recibido.
5. En esta perspectiva, Orígenes,
escritor cristiano del siglo III, en un texto citado después por san Jerónimo,
interpreta el «cántico nuevo» del Salmo como una celebración anticipada dela
novedad cristiana del Redentor crucificado. Escuchemos entonces su comentario
que mezcla el canto del salmista con el anuncio evangélico.
«Cántico nuevo es el Hijo de Dios
que fue crucificado --algo que nunca antes se había escuchado--. A una nueva
realidad le debe corresponder un cántico nuevo. “Cantad al Señor un cántico
nuevo». Quien sufrió la pasión en realidad es un hombre; pero vosotros cantáis
al Señor. Sufrió la pasión como hombre, pero redimió como Dios”. Orígenes
continúa: Cristo “hizo milagros en medio de los judíos: curó a paralíticos,
purificó a leprosos, resucitó muertos. Pero también lo hicieron otros profetas.
Multiplicó los panes en gran número y dio de comer a un innumerable pueblo.
Pero también lo hizo Eliseo. Entonces, ¿qué es lo que hizo de nuevo para
merecer un cántico nuevo? ¿Queréis saber lo que hizo de nuevo? Dios murió como
hombre para que los hombres tuvieran la vida; el Hijo de Dios fue crucificado
para elevarnos hasta el cielo» («74 homilías sobre el libro de los Salmos»
--«74 omelie sul libro dei Salmi»--, Milán 1993, pp. 309-310).(San Juan Pablo II. Catequesis 6-XI-2002).
Claro es el mensaje de la Carta
a los hebreos. “En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios
antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en la etapa final, nos
ha hablado por el Hijo”. Cristo es la Palabra visible del Dios
invisible. Esta Palabra debe ser vida y luz para nosotros. Celebrar la Navidad
es celebrar la vida y la luz de Dios en nuestro mundo. Sin la vida y sin la luz
de Cristo vivimos en un mundo de tiniebla y desorientación.
La exhortación a los
"Hebreos" comienza con una solemne afirmación: el Dios de nuestros
padres ha hablado. Dios se manifiesta, se da a conocer por su palabra. El soplo
de Dios, su Espíritu, se hace sonido. Antaño, en la voz de los profetas. En
esta etapa final de la historia, señala la carta a los Hebreos, nos ha hablado
por su Hijo, que se acerca a nosotros para liberarnos.
Esta es la palabra eterna del Padre,
hecha hombre, la manifestación luminosa de la gloria del Padre y la impronta de
su ser.
Las distintas manera con que Dios se
reveló antes se han unificado en Cristo, han llegado a plenitud en la venida de
quien es mayor que cualquier profeta. Quien ve a Jesús ve a Dios.
Cristo nos revela el misterio de Dios.
Por eso, la entrada del Hijo en la historia de los hombres lleva los tiempos a
"su plenitud".
El Hijo, la suprema y definitiva
manifestación de Dios al mundo, es Jesús de Nazaret. La afirmación de que él ha
heredado un "nombre" superior a los ángeles introduce el tema de la
primera parte de esta carta: Jesús, Hijo de Dios y hermano de los hombres.
La última frase del texto de hoy
"Adórenlo todos los ángeles de Dios" (Hb 1, 6).nos recuerda el relato
de anoche leído en la Misa del gallo en
el que los pastores se llenaron de
asombro ante la voz de los ángeles en las cercanías de Belén. Hoy aquel lugar
se llama Campo de pastores y una pequeña iglesia conmemora el hecho, junto a
una gruta, utilizada en tiempos de Cristo para guarecerse del frío del
invierno. Ellos creyeron el anuncio de los ángeles y fueron presurosos y
alegres al portal de Belén, llenando los caminos de coplas sencillas, mientras
allá arriba los ángeles cantaban "Gloria a Dios en las alturas y paz en la
tierra...". Los ángeles siguen cantando y nos anuncian el nacimiento del
Hijo de Dios.
La vida de Dios, la luz de Cristo, no
se nos impone forzosamente, podemos rechazarla. Pero si la aceptamos, si nos
dejamos inundar por la vida y la luz de Cristo, comenzamos a vivir como hijos
de Dios, como hermanos del mismo Cristo que vive y alumbra en nosotros.
Celebrar la Navidad en cristiano es celebrarla como hijos de Dios y como
hermanos de Cristo. Esta celebración nos compromete a que Dios se encarne en
nosotros, a través de Cristo.
En
el evangelio, hoy leemos el prólogo del
evangelio de Juan en la fiesta del nacimiento del Señor.
Se trata de proclamar la misericordia y fidelidad
de Dios, su gracia, que se han hecho realidad en Jesús. Que Dios no actúa
mediante favores pasajeros y limitados, sino con el don permanente y total del
Hijo hecho hombre que se llama Jesús, el Cristo.
“La Palabra se hizo carne (v. 14)y acampó entre nosotros, y hemos
contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia
y de verdad”.
A Dios nadie lo ha visto jamás, nos dice el evangelista. El
Dios judío es un Dios trascendente, invisible, siempre más allá de nuestras
capacidades sensoriales. Así lo afirmaron siempre Moisés y los profetas. Pero
fue este mismo Dios invisible el que un día decidió hacerse carne y acampar
entre nosotros.
La Palabra de Dios no es un sueño
fantástico del evangelista en un momento de ensueño nostálgico. No. Es una
realidad sensible y tangible, cuyo nombre es Jesús de Nazaret. Con él ha
convivido Juan y esta experiencia ha engendrado en él la certeza de la que da
testimonio. La Palabra, el Verbo, ya existía antes de la encarnación, pero la
Palabra en el principio estaba junto a Dios. Antes de hacerse carne y acampar
entre nosotros, la Palabra, el Verbo, era puro espíritu, no cuerpo, era
espiritual e invisible como el mismo Dios.
La Navidad, la encarnación, es el
primer momento en el que el Dios invisible se hace visible en la carne de un
hombre, en su hijo, en Jesús de Nazaret. Cristo es la impronta del ser de Dios,
nos dirá el autor de la carta a los Hebreos. A partir de la encarnación, Dios,
evidentemente, como puro espíritu que es, seguirá siendo invisible para
nuestros sentidos corporales, pero podremos ver un cuerpo en el que se ha
encarnado nuestro Dios, es el cuerpo de Cristo, la persona de Cristo, en la que
Dios se ha encarnado. Ver a Cristo será para nosotros ver a Dios.
Los
suyos no le recibieron. La pobreza de Dios se hace drama de Dios. Vino a los
suyos y, al igual que todos, busca acogida y abrigo, comprensión y aliento.
Dios viene a los suyos todos los días. Puerta cerrada a un Dios que no vive
según nuestros reglamentos. Puerta cerrada a una Palabra que desconcierta
nuestros pensamientos. ¡Navidad es también una fiesta de conversión! El Verbo
se hace carne, y Dios sabe lo que le cuesta. Desde el pesebre hasta la cruz, el
camino es uniforme.
Y no
obstante... A los que creen en su nombre les da el poder de hacerse hijos de
Dios. A los que creen en Jesús-Salvador, Dios de los pecadores, Dios de los
perdidos, Dios de los humildes, Dios de ternura. Los que creen en su nombre...
Los que perciban la luz en la obscuridad de la espesa noche, los que escuchan
la Palabra en el silencio de una fe incesantemente zarandeada.
¡Nacieron
de Dios! Venidos al mundo como vino Jesús, hijos e hijas de lo inesperado, de
la pobreza, de la inseguridad. No tienen en este mundo otro apoyo que Dios, su
amor y su Espíritu. Vienen al mundo en pleno viaje, y el tiempo les urge a
proseguir el camino. Hijos frágiles, siempre llamados a renacer; hijos de un
Dios al que nadie vio jamás. Pueblo de los sin nombre, de los apátridas, de los
huérfanos según el mundo.
Hoy es
el día en el que, cielo y tierra, se unen. Es el instante en el cual, la gloria
de Dios, regala a nuestro mundo aquello que tanto necesita: amor. ¿Sabremos ser
sensibles a este acontecimiento? ¿Nos dejaremos embargar por la emoción de
estas horas? ¿Iremos deprisa, como los pastores, dejando a un lado nuestros
cómodos valles para brindar homenaje al Rey de Reyes? ¿O tal vez nos quedaremos
en la orilla de la Navidad presos de otras luces y mensajes?
Así
comenta San Agustín este texto de San Juan: “El
comienzo del evangelio de san Juan que se nos acaba de leer, amadísimos
hermanos, reclama la pureza del ojo del corazón. En él se nos presenta a
nuestro Señor Jesucristo, tanto en su divinidad en cuanto creador de todo, como
en su humanidad en cuanto reparador de la criatura caída.
En el mismo evangelio
encontramos quién fue Juan y cuál su grandeza. En la excelencia, pues, del
ministro podemos entrever cuán alto es el precio de la palabra que tal boca
pudo proferir; mejor, cómo carece de precio la Palabra que supera a todas las
palabras. Es por relación a su precio por lo que una cosa se la iguala a otra o
se la pone por debajo o por encima. Si alguien la compra en su valor hay
ecuación entre el precio y lo comprado; si en menos, la cosa le queda por
debajo; si en más, por encima. Pero a la Palabra de Dios nada puede igualarse,
ni es posible hacerla bajar de precio ni que nada la supere. Todas las cosas
pueden quedar por debajo de la Palabra de Dios, puesto que todas han sido
hechas por ella (Jn 1,3), mas no en concepto de precio de la Palabra, como si
pudiese alguien apropiárselo dando algo.
Con todo, si puede hablarse
así, y alguna razón o la costumbre admite este lenguaje, el precio para comprar
la Palabra es el mismo comprador, si se da a sí mismo a esta Palabra en beneficio
de sí mismo. Así, cuando compramos algo, recurrimos a algo que dar, para, dado
su valor equivalente, adquirir la cosa que deseamos comprar. Ahora bien, lo que
damos es algo exterior a nosotros; o si está en nosotros, sale de nosotros lo
que damos, para que venga a nosotros lo que compramos. Sea cual sea el valor al
que recurre quien compra, necesariamente acontece que uno da lo que tiene para
adquirir lo que no tiene. Mas quien da el precio permanece siendo el mismo,
aunque se le agrega aquello por lo que ha dado el precio. En cambio, quien
quiera comprar esta Palabra, quien quiera poseerla, no busque fuera de sí qué
dar, dése a sí mismo. Al hacerlo no se pierde a sí mismo como pierde el precio
cuando compra algo.
La Palabra de Dios se ofrece a
todos; cómprenla quienes puedan. Pueden todos los que piadosamente lo quieren.
En esa Palabra se encuentra la paz; y paz en la tierra a los hombres de buena
voluntad (Cf. Lc 2,14). Por tanto, quien quiera comprarla, dése a sí mismo. Él
es como el precio de la Palabra, si es posible expresarse así; quien lo da no
se pierde a sí mismo, a la vez que adquiere la Palabra por la que se da, y se
adquiere a sí mismo en la Palabra por la que se da. ¿Qué da a la Palabra? Nada
que no pertenezca ya a aquella por quien se da; antes bien, se devuelve a la
Palabra para que ella rehaga lo que por ella fue hecho. Todas las cosas fueron
hechas por ella (Jn 1,3). Si todas las cosas, también el hombre. Si el cielo,
si la tierra, si el mar, si cuanto hay en ellos, si toda criatura, más evidente
es aún que también fue creado por la Palabra el hombre hecho a imagen de Dios.
No nos ocupamos ahora,
hermanos, de cómo puedan entenderse estas palabras: En el principio existía la
Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios (Jn. 1,1).
Pueden ser entendidas de manera inefable; su inteligencia no la procuran las
palabras humanas. Nos ocupamos de la Palabra de Dios e indicamos por qué no se
la comprende. No hablamos ahora para hacerla comprensible, sino que exponemos
lo que impide su comprensión. La Palabra de Dios es una cierta forma, pero una
forma no formada, forma de todos los seres que tienen forma; forma inmutable,
estable, a la que nada le falta; sin tiempo ni lugar, que lo trasciende todo,
que se alza por encima de todas las cosas, fundamento donde se apoyan y remate
que a todas cobija.
Si dices que todas las cosas
están en ella, dices verdad. A la misma Palabra se la designó como Sabiduría de
Dios, pues dice la Escritura: Hiciste todas las cosas en la Sabiduría (Sal
103,24). Así, pues, en ella están todas las cosas y, con todo, por ser Dios,
todas están debajo de ella. De lo dicho se deduce lo incomprensible del texto
leído. Pero fue leído no para que el hombre lo comprenda, sino para que se
duela de no comprenderlo, descubra lo que le impide la comprensión, lo remueva
y suspire por la percepción de la Palabra inconmutable, una vez que él haya
cambiado de peor a mejor. La Palabra no obtiene provecho ni crece cuando la
conocen; sea que tú te quedes, te marches o vuelvas, ella permanece íntegra en
sí, aunque renueva todas las cosas. Es, pues, la forma de todas la cosas, forma
no hecha, sin tiempo ni lugar, como dijimos. Todo lo contenido en un lugar está
circunscrito. La forma se circunscribe por sus límites, tiene un punto de
partida y otro de llegada. Además, lo contenido en un lugar tiene cierto
volumen y ocupa un espacio y es menor en la parte que en el todo. Haga Dios que
lo entendáis.
Por los que tenemos ante los
ojos, que vemos, tocamos, y entre los cuales andamos, podemos deducir que todo
cuerpo que se halla en un lugar tiene una forma. Lo que ocupa un lugar es menor
en la parte que en el todo. El brazo, por ejemplo, es una parte del cuerpo
humano y, ciertamente es menor que el cuerpo entero. Y cuanto más pequeño sea el
brazo, menor es el lugar que ocupa... Del mismo modo, en todo lo que ocupa un
lugar, la parte es menor que el todo. No nos imaginemos, no pensemos de la
Palabra nada parecido. No nos figuremos las cosas espirituales al talle de la
carne. Aquella Palabra, Dios, no es menor en la parte que en el todo.
Pero no puedes concebir una
cosa tal. Vale más la ignorancia piadosa que la ciencia presuntuosa. Estamos
hablando de Dios. Se dijo: La Palabra era Dios (Jn 1,1) Hablamos de Dios: ¿qué
tiene de extraño el que no lo comprendas? Si lo comprendes, no es Dios. Hagamos
piadosa confesión de ignorancia, más que temeraria confesión de ciencia. Tocar
a Dios con la mente, aunque sea un poquito, es una gran dicha; comprenderlo, es
absolutamente imposible...
¿Qué se puede decir de la
Palabra, hermanos? Si los cuerpos que tenemos ante los ojos no pueden abrazarse
con la mirada, ¿qué ojo del corazón puede comprender a Dios? Basta con que le
toque, si está purificado. Si le toca, lo hace con cierto tacto incorpóreo y
espiritual, pero no lo comprende. Y aún aquello, a condición de estar
purificado. El hombre se hace bienaventurado tocando con el corazón lo que
permanece siempre bienaventurado. En eso consiste la felicidad perpetua y la
vida perpetua, de donde se deriva al hombre la vida; la sabiduría perfecta, de
donde le viene al hombre el ser sabio; la luz sempiterna de donde la viene su
luz al hombre. Ve ahora cómo tocándole te haces lo que no eras, sin convertir
en lo que no era a lo que has tocado. Esto es lo que afirmo: Dios no es más por
ser conocido, pero el conocedor sí es más conociendo a Dios. No pensemos,
hermanos, que prestamos un beneficio a Dios, por haber dicho que en cierto modo
damos un precio por él. Nada le damos que le haga aumentar, puesto que aunque
tú caigas, aunque vuelvas, él permanece íntegro, dispuesto a dejarse ver para
hacer felices a los que retornan y cegar a los alejados. La primera represalia
divina con el alma que se aleja de Dios es cegarla. Quien ciega los ojos a la
luz verdadera, es decir, a Dios, queda sin más a oscuras. Aunque no experimente
el castigo, ya lo tiene sobre sí”.
(San Agustín. Sermón 117,1-5).
Hoy es
un día para felicitarnos. ¡Dios ha cumplido lo prometido! Ha nacido del seno
virginal de María, aquella que quedando para siempre virgen, se convierte en
Madre de Dios y Madre nuestra. ¡Qué gran Misterio! ¡Qué gran Sacramento! ¡Dios
en un pesebre, Dios humillado! ¡Cuánto! ¡Pero cuánto nos ama Dios para que nos
entregue, así y de estas formas tan sorprendentes, a su único Hijo!
Que al
contemplar al Dios Niño nuestras conciencias se vean interpeladas: el que es
Todopoderoso, entra al mundo por la puerta de la humildad. El que lo tiene
todo, aparece ante nosotros desnudo. El que, en el cielo habitaba entre ángeles
y triunfo, nace en el mundo en medio de la soledad, la indiferencia o la
frialdad. ¿Por qué nosotros –siendo menos que Dios- optamos por escoger las
puertas grandes, la opulencia o el afán de notoriedad?.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario