domingo, 31 de marzo de 2024

Comentario a las lecturas del Domingo de Pascua de la Resurrección 31 de marzo 2024

La celebración  de hoy tiene la importancia de abrir un tiempo lleno de gracia en  nuestro quehacer de cristianos: el Tiempo Pascual. Este tiempo no refleja otra cosa que aquel periodo de cincuenta días en los que Jesús dio sus últimas enseñanzas a los discípulos. Les preparaba para algo más definitivo que era la llegada del Espíritu Santo.


Presentamos el himno propio de Laudes  y que también es la secuencia  de hoy entre la segunda lectura y el evangelio. En este tiempo de pascua, es un buen  marco de la actitud orante del cristiano. Actitud en la que nos ayudará la palabra de Dios proclamada en este tiempo litúrgico. 

"Ofrezcan los cristianos

ofrendas de alabanza

a gloria de la Víctima

propicia de la Pascua.

 

Cordero sin pecado

que a las ovejas salva,

a Dios y a los culpables

unió con nueva alianza.

 

Lucharon vida y muerte

en singular batalla,

y, muerto el que es la Vida,

triunfante se levanta.

 

«¿Qué has visto de camino,

María, en la mañana?»

«A mi Señor glorioso,

la tumba abandonada,

 

los ángeles testigos,

sudarios y mortaja.

¡Resucitó de veras

mi amor y mi esperanza!

 

Venid a Galilea,

allí el Señor aguarda;

allí veréis los suyos

la gloria de la Pascua.»

 

Primicia de los muertos,

sabemos por tu gracia

que estás resucitado;

la muerte en ti no manda.

 

Rey vencedor, apiádate

de la miseria humana

y da a tus fieles parte

en tu victoria santa. Amén. Aleluya".

Himno de Laudes. Propio del tiempo de Pascua.

 

La primera lectura del Libro de los Hechos de los apóstoles (Act, 10, 34 a.37-43). Este texto presenta el quinto discurso de Pedro en Hechos. Es, en sus detalles, estructura y estilo una composición de Lucas, pero presenta los temas básicos de la predicación cristiana primitiva, del "kerigma" como suele decirse.

En este anuncio lo esencial es el acontecimiento pascual, aunque "la cosa haya empezado en Galilea". La referencia rápida a la vida de Jesús sirve para introducir y razonar el acontecimiento central. No se puede separar la muerte de Jesús de toda su vida anterior, como si fuera algo mágico o inesperado, sino provocado por la misión de Jesús contra los poderes del mal encarnados en los personajes concretos de su tiempo. Los oprimidos que Jesús ayuda no son sólo victimas del "diablo", sino del mal producido por los hombres, simbolizado en esa figura, pero que no ha de despistar al lector.

A Jesús lo matan los hombres, en contraposición Dios lo resucita. Es decir, le da la razón y se la quita a los poderosos que lo han ejecutado. La resurrección es el Sí de Dios a la forma de vivir de Jesús en favor de los oprimidos y contra los opresores. No conviene ideologizar ese suceso quitándole su fuerza polémica y su significado de condena del mal en el mundo. La resurrección es la proclamación de la liberación.

En este texto tenemos un compendio de la predicación de Pedro. Vemos en sus palabras cómo describe la actividad de Jesús siguiendo el esquema que hallamos en el evangelio de San Marcos, subrayando que la cosa comenzó en Galilea. Destaca igualmente los rasgos característicos del segundo evangelio: Jesús, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu, pasa haciendo bien, esto es, curando a los enfermos y liberando a los oprimidos por el diablo. Sabemos que Mc recogió en su evangelio la catequesis de Pedro. Así lo atestigua, ya en el año 130, Papías de Hierápolis.

Pedro está convencido de lo que dice. No habla de lo que le han contado, sino de lo que él mismo ha visto con sus propios ojos.

Nos narra los acontecimientos más significativos de la vida de Jesús, lo hace en clave desde la experiencia de la resurrección: "... a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo..." (Hch 10, 38) La unción y el poder son propios del Rey de Israel. Jesús es por ello el nuevo Rey de la casa de David. En Jesús la unción ha sido diversa a los reyes anteriores y el final muy distinto. Cuando todo parecía haber terminado, entonces era cuando todo empezaba. Los apóstoles pensaron la muerte vergonzosa en la cruz, era el final. Les parecía que este final del crucificado había sido el final del proyecto mesiánico de quien se presentó como Hijo y enviado de Dios. Pero no era así, El crucificado es el vencedor de la  muerte, exaltado sobre toda la creación, dueño y Señor del universo. Rey de reyes, alfa y omega, principio y fin. Jesucristo ayer y hoy y para siempre, como recordábamos anoche en la vigilia.

¿Qué hizo Jesús?. "...que pasó haciendo el bien..." (Hch 10, 38). Jesús pasó por los caminos terrenales llenando de paz y de alegría. Una nueva realidad eterna se inicia con Él. La muerte y el pecado habían ensombrecido el horizonte del hombre, sembrando en su corazón la angustia y el temor, la incertidumbre ante el más allá. Nos llenaba de zozobra la idea de un final definitivo, el hundirnos en las sombras y el silencio para siempre. Una realidad que ilumina  la separación de nuestros seres queridos. Pasamos del temor pensar que todo terminaba en una fosa, quedando sólo la espera muda y fría de un cuerpo muerto a la esperanza de sentirnos involucrados en la nueva realidad del Resucitado.

 

El salmo responsorial de hoy (Sal 117,1-2.16ab-17.22-23 )nos invita a reconocer el tiempo de gracia en el que estamos sumergidos .

Este salmo fue utilizado por primera vez el año 444 Antes de Jesucristo, en la fiesta de los Tabernáculos (Nehemías 8,13-18). Hace parte del ritual actual de esta fiesta. La fiesta de los Tabernáculos era la más popular: el "patio de las mujeres" en la explanada del Templo, permanecía iluminado toda la noche...

Procesionalmente se iba a buscar el "agua viva" a la piscina de Siloé... Y durante siete días consecutivos, se vivía en chozas de ramaje en recuerdo de los años de la larga peregrinación liberadora en el desierto... En el Templo la alegría se expresaba mediante una "danza" alrededor del altar: en una mano se agitaba un ramo verde; la otra se apoyaba en el hombro del vecino, en una especie de ronda... se giraba alrededor del altar balanceándose rítmicamente y cantando "¡Hosanna! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!"

 Según testimonio de los tres evangelistas sinópticos, Jesús se aplicó explícitamente este salmo (Mateo 21,42; Marcos 12,10; Lucas 20,17), para concluir la parábola de los "viñadores homicidas": "la piedra que desecharon los constructores, se convirtió en la ¡piedra angular!".

Jesús, se consideraba como esta "piedra" rechazada por los jefes de su pueblo (anuncio de su muerte), y que llegaría a ser la base misma del edificio espiritual del pueblo de Dios. El día de los ramos, los mismos evangelistas señalan cuidadosamente que la muchedumbre aclamó a Jesús con las palabras del salmo: "¡Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor!".

No olvidemos que el "rey" que habla en este salmo, es el rey vencedor de todos sus enemigos, es el Rey Mesiánico. Y la victoria que se celebra aquí, es la victoria escatológica, la victoria completa y definitiva de Dios sobre todas las potencias del "mal". La obra de Dios, es la obra salvífica, la salvación del pecado y de la muerte. "Y el día que hizo el Señor, es el famoso día de Yahveh", en que su reino brillará a plena luz.

Resulta extraño pues poner este salmo en labios de Jesús: este Rey que habla y que arrastra a toda la multitud en su "acción de gracias", es ¡El! Releámoslo en esta perspectiva. Hacer de este salmo la oración de Jesús de Nazaret no es nada artificial. Sabemos que El, efectivamente, cantó este salmo después de la comida de Pascua, cada año de su vida terrena, y particularmente la tarde del Jueves Santo, ya que hacía parte del Hallel al finalizar la comida Pascual.

"Dad gracias al Señor...” Demos gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su mise-discordia. Gracias al Padre bueno que tan a menudo perdona nuestras infidelidades, nuestras faltas y pecados. Tanto hemos recibido, tanta comprensión y tanto cariño nos ha mostrado que bien podemos afirmar sin la menor duda que es bueno, que eterna es su misericordia hacia esta nuestra "eterna" debilidad y malicia.

"La diestra del Señor es poderosa , la diestra del Señor es excelsa. No he de morir, viviré para cantar las hazañas del Señor...". Esta exclamación esperanzadora hemos de hacerla nuestra y afirmar gozosos que también nosotros viviremos para proclamar el poder imponente del Altísimo, su amor inefable. Y así, aunque el peso de nuestros pecados nos llene de pesar y de temor, tengamos una gran fe en Jesús que ha triunfado, y nos hace triunfar a nosotros, sobre la muerte y sobre el pecado.

"Este es el día en que actuó el Señor" Han pasado los días tristes de la Pasión, están lejos ya los momentos amargos del Getsemaní y de la flagelación.. Este es el día en que actuó el Señor, el día en que rompió para siempre las cadenas de la muerte, cuando removió la losa de granito que tapaba la tumba, cuando arrancó de las garras de Satanás a su víctima -el hombre-, el pecado y la muerte ya no tendrán poder sobre el ser humano, criatura preferida del creador: "Y creó Dios al hombre a su imagen y semejanza. Hombre y mujer los creó".

ESTE ES EL DÍA QUE ACTUÓ EL SEÑOR: SEA NUESTRA ALEGRÍA Y NUESTRO GOZO (O, ALELUYA)

 

La segunda lectura de Colosenses (Col, 3,1-4), Estos cuatro versículos de la carta a los colosenses están entre la parte de la carta en polémica con las falsas doctrinas -de la que sería al final- y la exhortación a lo que debe ser realmente la vida cristiana.

Este texto es una catequesis bautismal. Todo bautizado muere y resucita con Cristo. Por eso, debe empezar a vivir una vida nueva, una vida resucitada. Hay que buscar "los bienes de arriba", no los de la tierra; los valores auténticos, no los del consumo. Hay que alzar la puntería, porque Cristo está arriba.

En primer lugar san Pablo revela que el bautismo no consiste en una piadosa ceremonia, sino que es un gran misterio y, como anteriormente ha indicado, lo más importante que puede acontecer en la vida del creyente (2,11-13). El motivo reside en que en el bautismo participamos plenamente del misterio pascual, de modo que un hombre viejo muere y es resucitado un hombre nuevo "juntamente con Cristo". De esta realidad acontecida en el bautismo, deriva la consecuencia inmediata del cambio de mirada interna que debe caracterizar la vida del cristiano. Ya no puede tenerla fija en las cosas de abajo, sino que tiene que dirigirla resueltamente hacia "arriba" (v.1). Allá está el nuevo centro donde deben converger los deseos de la comunidad cristiana y de cada uno de los cristianos: Cristo, que desde su ascensión a los cielos está enaltecido a la derecha de Dios. El que busca a Cristo allí le encuentra.

Juntamente con este nuevo horizonte que dirige nuestro caminar por esta tierra y hacia donde debemos elevar nuestra mirada, san Pablo recomienda encarecidamente a "aspirar" a las cosas de arriba (v.2). De este modo su exhortación se especifica aún más invitándonos a elevar nuestros juicios, pensamientos y anhelos al "cielo" (es decir, a nuestro Señor Jesucristo glorificado, en quien ya se ha renovado toda la creación), no a las cosas terrenas. Esto significa, sin duda, una radical transmutación de todos los valores y exige del cristiano un desprendimiento creciente de las cosas terrenas. Pero esto no quiere decir que el cristiano pueda descuidar sus obligaciones y tareas terrenas (cf. también 1Tes 4,11s), mas no debe extraviarse en ellas, como si tuvieran un valor definitivo y supremo. El cristiano cumple sus obligaciones terrenas dirigiendo sin ruido su mirada a Cristo, su Señor y su esperanza.

( v.3) "habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios", san Pablo apoya su exigencia precedente de dirigir resueltamente la mirada hacia arriba, en la indicación de que ya hemos "muerto" en el bautismo (cf. 2,12). Pero también se nos ha dado en Él la nueva vida, la participación en la vida de Cristo resucitado (2,13), que ahora está sentado en el trono de la gloria celestial. Esta vida se sustrae por ahora a la mirada terrena, como el Señor glorificado, está "oculta, juntamente con Cristo, en Dios". Con estas palabras, el Apóstol no quiere decir que el cristiano tenga una doble existencia, una impropia en la tierra y otra propia en el cielo. Lo que se sustrae a la mirada terrena es la misteriosa conexión vital del bautizado con Cristo, manantial de su vida oculta: porque ésta es el mismo Cristo (3,4). El cristiano vive del misterio que se llama Cristo. Por eso, su mirada también tiene que estar dirigida a Él.

San Pablo concluye señalando el último fin de la vida del creyente y de la historia: "Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él" (v.4). Cristo se manifestará al fin del mundo. Entonces saldrá de su retiro celestial y se mostrará como el verdadero Señor del mundo, con miras al cual todas las cosas fueron creadas (1,16), y en quien están "recapituladas" todas las cosas de los cielos y de la tierra (Ef 1,10). Aquél será el momento en que también cesará de ser invisible y oculta la "vida", de la que Dios nos ha hecho donación en el bautismo. Esta vida aparecerá gloriosa, y entonces también abarcará el cuerpo, para reproducir en nosotros "la imagen de su Hijo" (Rom 8,29).

 

El Evangelio de hoy (Juan, 20, 1-9 ) es un esplendido relato en el conjunto de los relatos evangélicos. Es una alegoría de Juan que nos hace descubrir qué necesitamos para «ver» a Jesús en su nuevo dimensión de Hombre Nuevo.

El apóstol San Juan, protagonista del relato de hoy, lo guardaba en su memoria, ya que sería escrito muchos años, muchos años después, por él mismo, según la tradición.

Después de la muerte de Jesús en el «último día», el evangelio de Juan presenta el «primer día», tiempo de la nueva Pascua y de la nueva Creación. De este modo culminan la obra de Jesús y el proyecto creador de Dios. Comienza el día por un «amanecer», aunque todavía «oscuro», porque el pensamiento de María Magdalena está en el sepulcro, en el cadáver de Jesús.

El evangelio del Domingo de Resurrección descubre la búsqueda de Jesús por parte de los discípulos: una mujer (la Magdalena) y dos hombres (Pedro y Juan). La mujer se adelantó, y por su testimonio corrieron «juntos» los dos hombres. Los discípulos reconocen los signos: la losa retirada (roto el sello mortal), los lienzos aparte (el cuerpo desatado) y el sudario enrollado en otro sitio (la muerte superada). La muerte no tiene la última palabra: ha sido vencida por la vida.

María Magdalena, encontrando la tumba vacía, es la mujer privilegiada destinataria de los signos de la Resurrección de Cristo. La experiencia de Cristo resucitado la convierte en unos de los primeros testigos de este gran acontecimiento. Llena de admiración y de gozo por lo sucedido se dirige a los apóstoles para comunicarles la buena noticia. Entonces toca a san Pedro y a san Juan constatar la tumba vacía donde antes habían colocado el cuerpo del Maestro. Ahí están las primeras pruebas que ratifican las predicciones que Cristo les había hecho: "que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos" (v.9).

En las palabras de María Magdalena resuena probablemente la controversia con la sinagoga judía, que acusaban a los discípulos de haber robado el cuerpo de Jesús para así poder afirmar su resurrección. Los discípulos no se han llevado el cuerpo de Jesús. Más aún, al encontrar doblados y en su sitio la sábana y el sudario, queda claro que no ha habido robo.

Es este primer día de la semana, aún de madrugada, casi a oscuras, cuando la fe aún no ha iluminado nuestro día. Pedro y Juan han escuchado a María Magdalena y salen corriendo hacia el sepulcro. Llega Juan antes. Corría más, era más joven. Pero no entra, tal vez por algún tipo de temor, o más probablemente por respeto a la jerarquía ya declarada y admitida de Pedro. Describe el evangelista la escena y la posición –vendas y sudario—de los elementos que había en la gruta.

Y vio y creyó”. Esa es la cuestión nuclear : la Resurrección como ingrediente total del afianzamiento de la fe en Cristo, como Hijo de Dios es lo que nos expresa Juan en su evangelio de hoy.

 

Para nuestra vida.

Un anuncio inunda este tiempo pascual: "Jesús ha resucitado, y con Él resucitaremos todos". Así  lo creemos y así es. Si no lo fuera, nuestra fe sería algo vacío, nuestra vida tremendamente desgraciada, algo sin sentido. Pero no, Cristo ha resucitado y ha sido ensalzado hasta la diestra del Padre, donde está para interceder por nosotros. Por eso hay que alegrarse hasta cantar de gozo en este tiempo pascual, dejar cauce libre a la alegría.

Como se dice, "la vida continua". Y podemos comprobar que después del triunfo de Jesucristo, la vida de un cristiano no siempre esta marcada por la experiencia del  resucitado. Pero para el que cree en Cristo la muerte no es más que un mal sueño, una pesadilla, unas lágrimas y suspiros, quizás, que dan paso a la esperanza y a la paz.

La primera lectura sitúa la escena de los discípulos  mucho tiempo después de la Resurrección. El Espíritu ya ha llegado y Pedro sale  a predicar. Eso todavía no era posible en la mañana del primer día de la Semana, del Domingo en que resucitó el Señor, la primera lectura de hoy marca el final importante de este Tiempo Pascual que iniciamos hoy. La muerte en Cruz de Jesús, sirvió, por supuesto, para la redención de nuestras culpas, pero sin la Resurrección la fuerza de la Redención no se hubiera visto. Guardemos una alegre reverencia ante estos grandes misterios que se nos han presentado en estos días. Se nos invita a contemplar las escenas  narradas con los ojos del corazón, y abrirnos más de par en par a la fe en el Señor Jesús.

 

La primera lectura es un fragmento del c.10 que narra la predicación de Pedro ante un prosélito romano: el centurión Cornelio en Cesarea. Es la primera vez que el mensaje cristiano sale del círculo estrictamente judío en sus diferentes grupos religiosos. Pedro se centra en el anuncio kerigmático típico de los múltiples discursos del libro de los Hechos:

1 / Cristo ha muerto y ha resucitado;

2 / la Escritura, los profetas en este caso, ya lo anunciaban;

 3/ nosotros somos testigos de todo lo sucedido;

4 / cambiad de vida, aceptad la fe en Cristo y bautizaos.

Dios es protagonista absoluto: ha guiado a Jesús con su Espíritu, lo ha resucitado, ha dejado que lo vieran aquellos que él ha querido, y ha encargado a los discípulos la predicación de su mensaje. La resurrección de Cristo es, pues, don de Dios para el pueblo, empezando por los judíos e incluyendo a los paganos.

Es la hora del testimonio. Es la hora de los testigos. Para empezar, nadie mejor que Pedro, el que siguió a Jesús paso a paso desde el principio, desde lo de Galilea y el bautismo de Juan. Lo siguió paso a paso, menos en uno. Pero este fallo también formará parte de su testimonio. Pedro conoce bien a Jesús y toda su historia, que ahora cuenta a la familia de Cornelio.

" Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comidos y bebido con él después de la resurrección. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos."

Este testimonio de Pedro es un modelo de predicación kerigmática, centrada en el anuncio de la salvación que nos viene de Cristo, el que encarnó entre nosotros la presencia de Dios, el que estaba ungido por el Espíritu, el que pasó como un meteoro de luz y alegría, el que fue apagado por los hombres, pero Dios lo devolvió a la luz y se ha convertido en la estrella viva de la mañana.

Mensaje testimonial para todos los hombres. Es esperanza,  juicio sobre la situación del mundo. Del mundo  de entonces y de la sociedad de ahora. Una forma de "quitarle hierro" a la resurrección es referirla sólo a los judíos, contra los que se yergue el Resucitado. En realidad es condena de toda opresión y mal humanos. Y un grito de esperanza liberadora para todos los que ahora vivimos.

 

El salmo responsorial nos presenta la contraposición entre la piedra desechada y la piedra escogida como angular. La muerte aparente es vida en realidad. Y por eso mismo, es obra de Dios. "Es el Señor quien lo ha hecho..." En la línea de la lectura anterior, Dios es el único protagonista.

El salmo 117 es el salmo pascual por excelencia, el texto sálmico más expresivo de la acción de gracias por la victoria pascual del Señor.

"Nada más grande -comenta · San Agustín- que esta pequeña alabanza: porque es bueno. Ciertamente, el ser bueno es tan propio de Dios que, cuando su mismo Hijo oye decir 'Maestro bueno' a cierto joven que, contemplando su Carne y no viendo su Divinidad, pensaba que El era tan sólo un hombre, le respondió: '¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios'. Con esta contestación quería decir: Si quieres llamarme bueno, comprende, entonces, que Yo soy Dios." [1]

 "Las avispas y el fuego son imágenes que evocan la Pasión de Cristo y los sufrimientos de la Iglesia. El rechazo que logra Jesús consiste en el arrepentimiento y la conversión de todos aquellos que, extinguida la malicia con la que perseguían a los justos, son asociados al pueblo cristiano. Pero quienes desprecian la misericordia de Dios, experimentarán, al fin, la severidad del Juez."[2] La Liturgia mozárabe nos brinda esta oración sálmica que, en la celebración de este Domingo, traduce admirablemente el contenido del salmo en oración cristológica al Padre:

"Señor, Padre santo, danos tu salvación, da prosperidad a cuantos esperamos en ti; Tú que iluminaste al mundo que yacía en tinieblas, concede a nuestra asamblea celebrar dignamente la solemnidad de este día, de modo que Cristo, el Señor, por quien se concede acceso a los justos y entrada a los que se salvan, sea nuestra puerta y nuestra patria. Él que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén." [3]

 

En la segunda lectura se nos ofrece un mensaje de esperanza. San Pablo nos define primeramente al cristiano como aquel que, al bajar a las aguas bautismales "murió", y salió de ellas "resucitado con Cristo" a una nueva vida. Si ésta es la realidad fundamental del creyente, todo su modo de pensar y de actuar debe acomodarse a ello: "buscad los bienes de allá arriba". El bautismo, la unión con Cristo resucitado, marca para el cristiano la orientación fundamental de su vida. Y se trata de una vida que camina hacia una plenitud y que está llamada a crecer continuamente.

"Ya que habéis resucitado con Cristo...” Cristo ha resucitado. Un hecho histórico que se mantiene en vigencia en su autenticidad, a pesar de los múltiples ataques que ha venido recibiendo a lo largo de todos los siglos. Ya desde el principio, cuando apenas si se había realizado el prodigio inefable de la victoria de Cristo sobre la muerte. Cuando los soldados comunican la noticia, surge pronto la mentira y la falsificación de la noticia.

Cristo ha resucitado. Y nosotros, los que creemos en Él y le amamos, también hemos resucitado. Hemos despertado del sueño de la muerte que es la vida humana dominada por el pecado, hemos comenzado, aunque parcialmente aún, la grandiosa aventura de vivir la vida misma de Dios, la vida que dura siempre. Y por eso hemos de vivir proyectados hacia lo alto, peregrinos en la tierra, pero aspirando a las cumbres del cielo.

"Porque habéis muerto…" La tierra ha de ser para nosotros, el lugar donde estamos llamados a vivir la realidad de los cielos nuevos... Parece una paradoja, una contradicción, un absurdo. San Pablo nos habla de haber resucitado y a renglón seguido nos dice que hemos muerto. Y añade que nuestra vida está en Cristo escondida en Dios. Y cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también nosotros apareceremos, juntamente con Él, en la gloria.

La resurrección no es sólo lo que sucedió una vez en Cristo, sino lo que ha de suceder en nosotros por Cristo y en Cristo. Más aún: en cierto sentido, es lo que ya ha sucedido por el bautismo. Ha sucedido radicalmente, en la raíz, pero ha de manifestarse aún en sus consecuencias, en los frutos.

Porque ya ha sucedido en nosotros, es posible la nueva vida; porque todavía no se ha manifestado, es necesario dar frutos de vida eterna. Nuestra vida se mueve entre el "ya" y el "todavía-no".

Hay, por lo tanto, un camino que recorrer y un deber que cumplir. Estamos en ello, en el paso o trance de la decisión. Hay que elegir, y nuestra elección no puede ser otra que "los bienes de arriba". Lo cual no significa que el cristiano se desentienda de los "bienes de la tierra", si ello implica desentenderse del amor al prójimo. Pues los "bienes de arriba", es decir, lo que esperamos, es también la transformación por el amor del mundo en que habitamos.

Lo que ha sucedido visiblemente, es decir, en la expresividad del símbolo bautismal, y en la interioridad del espíritu, no ha cambiado aparentemente la vida de los bautizados, pues la auténtica vida está escondida con Cristo en Dios. Cristo, ascendido al cielo, es "nuestra vida" (sólo participando de la manera de ser de Cristo resucitado, podemos vivir de verdad).

Cuando Cristo aparezca, se mostrará en él nuestra vida y entonces veremos lo que ahora somos ya radicalmente, misteriosamente.

Entonces aparecerá la gloria de los hijos de Dios y la nueva tierra. Mientras tanto, la creación entera está ya en dolores de parto esperando la manifestación de los hijos de Dios (Rom 8,19-22). Buscar las cosas de arriba es también llevar a plenitud las cosas de abajo.

 

El evangelista san Juan nos presenta, en el pasaje del Evangelio de este domingo de Pascua, las primeras experiencias y los primeros testimonios de la Resurrección (Jn 20,1-9).

Ninguno de los discípulos se esperaba la resurrección de Jesús.

La carrera de los dos discípulos puede hacer pensar en un cierto enfrentamiento, en un problema de competencia entre ambos. De hecho, se nota un cierto tira y afloja: "El otro discípulo" llega antes que Pedro al sepulcro, pero le cede la prioridad de entrar. Pedro entra y ve la situación, pero es el otro discípulo quien "ve y cree".

Seguramente que "el otro discípulo" es "aquel que Jesús amaba", que el evangelio de Juan presenta como modelo del verdadero creyente. De hecho, este discípulo, contrariamente a lo que hará Tomás, cree sin haber visto a Jesús. Sólo lo poco que ha visto en el sepulcro le permite entender lo que anunciaban las Escrituras: que Jesús no sería vencido por la muerte.

Cuantas veces nosotros al constatar que las cosas no son razonables, sobreviene la crisis, cae ese mundo, que creíamos controlado y Cristo desaparece... Entonces pedimos ayuda, y Pedro y Juan comienzan a correr... ¿Será posible que Jesús no esté allí donde lo habíamos dejado debajo de una pesada piedra para que no escapara?.

La lección del Evangelio es clara: sólo el amor puede hacernos ver a Jesús en su nueva dimensión; sólo quien primero acepta su camino de renuncia y de entrega, puede compartir su vida nueva.

Inútil es, como Pedro, investigar, hurgar entre los lienzos, buscar explicaciones. La fe en la Pascua es una experiencia sólo accesible a quienes escuchan el Evangelio del amor y lo llevan a la práctica.

San Juan, el discípulo «a quien Jesús amaba», el que había estado a los pies de la cruz en el momento en que todos abandonaron al maestro, el que vio cómo de su corazón salía sangre y agua, el que recibió a María como madre..., el Juan que compartió el dolor de Cristo, «vio y creyó». Intuyó lo que había pasado porque el amor lo había abierto más al pensamiento de Jesús. Pedro siempre había resistido a la cruz y al camino de la humillación; el orgullo lo había obcecado y no se decidía a romper sus esquemas galileos. Pero tiempo más tarde, cuando junto al lago de Genesaret Jesús le exija el triple testimonio de amor: "¿Me amas más que éstos?", y le proponga seguirlo por el mismo derrotero que conduce a la cruz, entonces Pedro será recuperado y no solamente creerá, sino que -como hemos leído en la primera lectura- dará testimonio de ese Cristo resucitado que "había comido y bebido con él después de la resurrección".

Estamos, como la Magdalena, confusos y llorosos, mirando con miedo el vacío de una tumba. Ese vacío interior que a veces nos invade: cansancio de vivir, acciones sin sentido, rutina. El vacío que se nos produce cuando estamos en crisis y los esquemas antiguos ya no tienen respuesta; cuando sentimos que tal acontecimiento o nueva doctrina nos quita eso seguro a lo que estábamos aferrados.

Miremos nuestra, en ella que predomina ¿las actitudes de Juan? o ¿ las actitudes de Pedro?

Creer en la resurrección de Cristo es mucho más que afirmar que él fue sacado por Dios de la tumba; es reconocer que el proyecto de Dios se realiza en cada hombre, ahora sólo entre luchas y como primicias, mañana como total realidad. Por esto, la resurrección es la garantía de nuestro sentido de trascendencia. Los cristianos creemos --o debiéramos creer, por lo menos- que si hoy reina en el mundo la opresión bajo variadas formas, si nuestra historia se rige por la ley del más fuerte o astuto, si el odio y la ambición funcionan como motores de muchas gestas humanas, también estamos convencidos de que esa triste realidad puede cambiar y debe cambiar, no sólo relativamente sino absolutamente.

En síntesis: la palabra o el concepto de «resurrección» pretende significar que el Reino triunfa sobre el mundo tenebroso. El triunfo del Reino es la victoria de la vida en cuanto tal, la victoria sobre las limitaciones humanas, sobre los conflictos que prostituyen al hombre, sobre los obstáculos que se oponen a una liberación plena. Subrayamos la palabra «plena» porque el Reino de por sí, por ser de Dios, es plenitud de vida. En Cristo está esa plenitud, por eso él es nuestra plenitud, y en él vemos como anticipadamente cuál es la última intención de Dios sobre el hombre.

Aunque en los domingos del tiempo pascual vamos a tener la oportunidad de reflexionar más detenidamente sobre este tema-, es importante que hoy tomemos conciencia de que una Pascua que no suponga la renovación de la comunidad es una pascua vacía. Es cierto que el empuje de una comunidad no puede ser constante y supone sus altibajos; por eso cada año surge la Pascua, cíclicamente, como una llamada a despertar y revitalizar lo que se ha transformado con el tiempo en rutina, tedio, cansancio, aburrimiento e indiferencia.

Vivir esta Pascua supone, por ejemplo, el esfuerzo por cambiar, por pensar de nuevo las cosas como si hoy mismo comenzáramos a hacerlas, como si todo lo ya hecho fuese sólo un peldaño en el ascenso hacia el Reino, plenitud de la vida.

La Pascua nos urge a profundizar en el significado de los textos bíblicos -tal como hace Jesús con los discípulos de Emaús- para aprender a ver con nuevos ojos cosas que antes no veíamos o veíamos de un modo imperfecto.

La Pascua no exige hoy preguntarnos por la marcha de esta comunidad, para ver si todo lo que se hace en ella está orientado al proyecto de Cristo, para encontrar los motivos de ciertos fracasos o para revisar por qué cierto esfuerzo no logra sus objetivos. Es inútil que hoy digamos celebrar la Pascua si la vida de nuestra comunidad no acusa cambio positivo alguno, si todo sigue con el mismo ritmo de inercia. Cierta quietud y perezosa estabilidad de nuestras comunidades suenan más a sábado que a domingo de Pascua.

El mejor testimonio de la resurrección de Jesús no son los textos bíblicos sino la renovación de la Iglesia, su constante rejuvenecimiento, su permanente búsqueda, su incansable acción.

Meditemos sobre estas lecturas y esperemos la gloria de Jesús que un día llegará a nosotros mismos, a nuestros cuerpos el día de la Resurrección de todos, pero mientras tanto la vida de resucitados esta llamada a hacerse presente en nuestro caminar y además a dar testimonio de la misma.

 

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 

 



[1] San  Agustin, Enarrationes in psalmos, 117, 1.

[2] San  Agustín. Enarrationes in psalmos, 117, 10-12.

[3] F. Arocena, Orationes super psalmos e ritu Hispano-Mozarabico, Toleti 1993, pp. 96 y 198: 'O Domine, salvos nos fac, et bona in te sperantibus prosperare; ut qui iacenti mundo in tenebris illuxisti, diem solemnem hunc frequentatione nostra tribuas peragi; quo et oculi nostri firmentur in luce tua, et possideat nos a te claritas patefacta. Per Christum Dominum nostrum. Amen',

sábado, 23 de marzo de 2024

Comentarios a las lecturas del Domingo de Ramos 24 de marzo de 2024

     La Semana Santa es inaugurada por el Domingo de Ramos, en el que se celebran las dos caras centrales del misterio pascual: la vida o el triunfo, mediante la procesión de ramos en honor de Cristo Rey, y la muerte o el fracaso, con la lectura de la Pasión correspondiente a los evangelios sinópticos (la de Juan se lee el viernes). En este ciclo B  escuchamos  la Pasión según San Marcos que nos ofrece el testimonio claro de la voluntad salvadora universal de Dios y de su amor representado en el sacrificio y posterior victoria de Cristo Jesús.

Esta lectura en conjunto deja nuestro espíritu perfectamente preparado para vivir la Semana Santa de la que el Domingo de Ramos es pórtico.

Es difícil no sobrecogerse con el relato de San Marcos de la Pasión. Concreto, directo, certero y muy claro. No es posible desviar la atención de lo que está ocurriendo. Y ese drama de Jerusalén, aunque sepamos que trajo nuestra salvación, todavía duele y aún resulta difícil admitir el sufrimiento de Cristo. Resuena el eco de ese sufrimiento en toda la Historia universal. Y fue por nosotros. Jesús es paz, Jesús es amor. Jesús supo vivir el dolor para que todos nosotros fuésemos más felices.

Desde el siglo V se celebraba en Jerusalén con una procesión la entrada de Jesús en la ciudad santa, poco antes de ser crucificado. Debido a las dos caras que tiene este día, se denomina «Domingo de Ramos» (cara victoriosa) o «Domingo de Pasión» (cara dolorosa). Por esta razón, el Domingo de Ramos -pregón del misterio pascual- comprende dos celebraciones: la procesión de ramos y la eucaristía. Lo que importa en la primera parte no es el ramo bendito, sino la celebración del triunfo de Jesús. El rito comienza con la bendición de los ramos, que deben ser lo bastante grandes como para que el acto resulte vistoso y el pueblo pueda percibirlo sin dificultad.

 

Hoy la primera lectura,  antes de la bendición de los ramos e inicio de la Eucaristía (Marcos, 11, 1-10)  nos sitúa en el camino que sube desde el Cedrón hasta la puerta de Bethesda .

La cercanía de Jerusalén determina el encargo de Jesús a dos de sus discípulos de traerle un asno que encontrarán dispuesto al respecto. El autor destaca con fuerza la soberanía de Jesús: es él quien en realidad lo dispone todo. Y todo, en efecto, tiene el desarrollo por él previsto. Jesús es el Señor.

Jesús, envía a sus discípulos, y de antemano les anuncia las cosas más mínimas que van a encontrar. "Encontraréis un borrico atado, que nadie... Y si alguno os pregunta..., contestadle: El Señor lo necesita, y lo devolverá pronto. Fueron y encontraron... Algunos... se preguntaron...; y se lo permitieron".

Para nuestro autor, Jesús es más que un profeta. "El Señor", dicen los discípulos refiriéndose a él, lo cual invita a descubrir una dignidad supereminente.

El selecciona, prevé. Y todo acontece puntualmente. Los dos discípulos traen el asno prefijado y en el que nadie, antes, ha montado. El asno cumple así la condición necesaria para poder ser utilizado en el ámbito religioso y cultual. Las acciones siguientes adquieren el carácter festivo de una entronización; engalanamiento de la cabalgadura y del suelo, gritos de saludo y de aclamación. La duración y el recorrido no han interesado al autor. Sólo el hecho es lo importante.

Unos cuantos versículos más arriba, se ensalzó ya a Jesús como "Hijo de David". Ahora se le aclama como aquél por quien "llega el reino de nuestro padre David", es decir, por quien se cumplen las promesas hechas a David, de un sucesor privilegiado, rey de un reino venidero. Jesús, descendiente de David, realiza por lo tanto las promesas hechas a su antepasado.

Jesús "viene en nombre del Señor". Con él se realiza la salvación. Que se realice efectivamente esta salvación, dada desde ahora en prenda con su presencia, suplican los numerosos testigos. "Hosanna, da la salvación", gritan.

Se ha advertido que el verbo "venir" tiene por sujeto al reino (v. 10) y a Jesús (v. 9). Este notable paralelismo manifiesta que el reino está presente, "viene" en el preciso momento en que Jesús está allí, adonde él mismo "viene".

 

La primera lectura (Isaías, 50, 4-7). Iniciamos la Semana Santa con la lectura del tercer canto del Siervo. Aparece más como sabio que como profeta. Asegura que el Señor le está introduciendo en su Sabiduría, para poder llevar al abatido una palabra de aliento. Mañana tras mañana le espabila y le abre el oído; y la consecuencia de tener el oído abierto a la Palabra, es que no se rebela ni se echa atrás; más bien afrontará todos los sinsabores de su historia, sin histerismos ni timideces, a pecho descubierto, sabiendo que el Señor le ayuda, y por tanto no quedará avergonzado.

La unidad de este tercer canto del siervo (50, 4-9) está en las cuatro proposiciones que tiene al Señor por sujeto ("mi Señor me...": vs. 4.5.7.9). La persona del siervo, así como su ministerio, son interpretados de forma profética: vocación o misión, sufrimientos que conlleva su ministerio, así como su total confianza en Dios.

- Como el profeta, el siervo escucha y predica el mensaje divino, pero esta misión resulta imposible de llevarla a cabo a no ser que el Señor le dé "lengua de iniciado" o le abra el oído para entender (vs. 4-5, la misión siempre nace de una vocación).

El está convencido de que es Dios el que ha obrado esta maravilla.

El mensaje que proclama de parte del Señor no es de denuncia profética sino de esperanza, y es que su palabra se dirige a hombres concretos con su problemática específica; los profetas pre-exilicos anunciaron el castigo a unos hombres sin conciencia que se enriquecieron a costa de los pobres, pero la situación actual del pueblo es muy diversa ya que la larga duración del destierro ha provocado la desesperación de la gente (40, 27). Al abatido es necesario reanimarle, dirigirle una palabra de consuelo, de esperanza en el Señor (v. 4a; cfr. 40, 28 ss).

- A la vocación e invitación el siervo responde con prontitud (por contraposición a Moisés y Jeremías que se rebelan: Ex. 3; Jr. 1..., la vocación no conlleva la pérdida de la propia personalidad). Sabe que su tarea es amarga y así lo confiesa en este relato que se asemeja a las confesiones de Jeremías. Intenta suscitar esperanza en el pueblo y sólo recibe escepticismo por la tardanza de la liberación. Como Ezequiel (2, 8) abre su boca para comer el mensaje divino, pero éste no es dulce sino que le acarrea un gran sufrimiento: le apalean, le mesan la barba (v. 6; en el A.T. son signos inequívocos de ultraje y desprecio: II Sam. 10, 4ss).

Los ultrajes el siervo los acepta y afronta con decisión, sin intentar vengarse; al insulto responde con fría calma (v. 6) y es tan testarudo en hacer el bien como los malvados en su maldad; está convencido de que su vida no es un camino de rosas, pero sabe que este es su camino; cree con total firmeza que el Señor está a su lado (le nombra insistentemente: vs. 4.5.7.7.9) y por eso espera contra toda esperanza sabiendo que al final el triunfo es suyo.

- El que "dice al abatido una palabra de consuelo" es un incomprendido, y en consecuencia acepta su misión entregando su espalda a los que le flagelan. Esta fue la suerte que corrió el siervo y también Jesús. Transmitió el mensaje de su Padre (Jn. 8, 28.40), dio respiro, esperanza... a los agobiados y maltrechos (Mt. 11, 28)... y acabó recibiendo ultrajes: le mesaron la barba, le flagelaron... Y Jesús afrontó, sin vengarse, su pasión entregando sus espaldas a los que le apaleaban (Mc. 15, 19). También él es sabedor de que su Padre le hará justicia (Jn. 8, 29. 50).

 

  El salmo responsorial Salmo 21 (Sal 21 , 8-9. 17-18a. 19-20. 23-24) describe el drama del Siervo de Yavé y el drama de la Pasión de Jesús.

Este salmo tiene, en el Antiguo Testamento, un paralelo impresionante, también muy  conocido del pueblo cristiano: el canto del Siervo de Yahvé, del profeta Isaías  (52,13—53,12). Son dos textos muy afines. 

El texto de Isaías es más bien una profecía mesiánica sobre lo que sufriría el Siervo de  Yahvé para la redención de los hombres. El profeta contempla al Mesías en su aspecto  doliente y redentor. El salmo 21, aun siendo también una profecía mesiánica, expresa la  realidad de un hombre justo, el salmista, que ha vivido en carne propia las amargas  experiencias que describe. 

Leemos en Isaías: "No tenía apariencia ni presencia; le vimos y no tenía aspecto que  pudiéramos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y conocedor de  todos los quebrantos, como uno ante quien se vuelve el rostro, menospreciado, no le  tuvimos en cuenta. Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros  dolores los que soportaba. Nosotros le tuvimos por azotado, herido por Dios y humillado. El  ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas" (/Is/53/02-05).  El salmo 21 se expresa en primera persona. Es el mismo hombre que sufre el que  describe su dolor. Su descripción es algo vivencial, que sufre en carne viva. Algo existencial  que afecta a todo su ser. 

Y lo primero que manifiesta es el sentimiento de ser abandonado de Dios. El silencio de  Dios: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, mi oración  no te alcanza. Dios mío, de día te grito, y no respondes". 

El salmista se siente desamparado, como olvidado de Dios. Y esto le hunde en un  abismo de tristeza y de angustia, pero también de esperanza. en esta situación dolorosa y angustiosa, el salmista no ha perdido la confianza  en Dios. El Dios en el que él siempre había creído y en el que siempre había esperado,  continúa siendo el Dios de su vida. A pesar de las tinieblas, espera la luz; a pesar de que  todo parece perdido, él confía en Dios. : 

" Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme ". 

Experimenta la lejanía de Dios, el trauma de la separación de aquel Dios que tanto había  amado, el desengaño de no ser escuchado por aquél que siempre lo había socorrido, como  antes había ayudado a su pueblo. ¿Por qué él será distinto? ¿Por qué Dios no le atiende? 

Juntamente con la angustia del corazón viene la aflicción moral, la humillación  psicológica, los desprecios y las burlas de sus enemigos que le zahieren cínicamente con  sarcasmos. El se considera tan humillado, se siente tan hundido que se tiene como un  gusano despreciable, como nada. 

Y por si fuera poco, el mal físico. Un mal intenso y extendido por todo su cuerpo  consumido por la fiebre, abrasado de sed, con los huesos descoyuntados; se siente como  ajusticiado, con las manos y los pies ligados (o taladrados). En una palabra, se siente  perdido, anonadado. Se ve en las puertas de la muerte. El realismo más expresivo ha  llenado esta descripción, fiel reflejo de un dolor total, abrumador.  Así sufría el salmista. Así sufrió el Siervo de Yahvé, el Mesías. 

 

La segunda lectura es de la carta a los Filipenses (Fil  2, 6-11) Himno a la Kenosis y la glorificación del Señor de origen probablemente pre paulino; tres estrofas -que a veces se reducen a dos- lo componen:

-Versículos 6 y 7a: dos menciones de Dios: contraposición entre la condición de Dios y la condición de esclavo, y el tema "se anonadó a Sí mismo".

La preexistencia de Cristo. Quiere indicar que la existencia total de Jesús no comienza con su aparición en el mundo, sino tiene una "prehistoria". Dicho de otro modo: la preexistencia es una forma de expresar la trascendencia en términos temporales. Cristo-Jesús es el Hijo de Dios desde siempre, igual al Padre.

-Versículos 7bc y 8: dos menciones del hombre, y el tema "se rebajó a Sí mismo". El vaciamiento, se trata de insistir en su solidaridad con el hombre, compartiendo el destino de ésta aun en sus lados más oscuros y negativos. Indica una actitud contrastante con la de Adán, que quiso ser lo que no podía. El Hijo, en cambio, no vive como podía, sino como nosotros, haciendo una suerte de milagro por puro amor gratuito.

-Versículos 9-11: contraposición entre esclavo y Señor, entre obediente y exaltado. A la exaltación y a la asignación del nombre corresponden, en el v. 9 como en los vv. 10-11, la genuflexión y la confesión. Jesús muere, pero muere tal muerte, la de cruz . Lleva a cabo su misión de predicar el Reino asumiendo las consecuencias de su vida, de su acción concreta de predicar la justicia y el amor en un mundo donde ello a menudo no se admite. Con ello corre el riesgo, al ser pobre, desamparado y pacífico, de morir injustamente. Ello sucede de hecho.

El conjunto del himno se asemeja a los discursos familiares de Pablo sobre la caridad cristiana, que es olvido de sí mismo, a la manera del Señor (2 Cor. 8, 9; Rom. 15, 1-3).

 

El  evangelio hoy es el relato de la Pasión. (Marcos, 14, 1-15, 47).El texto  es más breve que los relatos paralelos, el Evangelio de la Pasión en San Marcos se limita a la estructura esencial de los acontecimientos. Eso no obstante, está compuesto por diversos elementos: puede distinguirse, en efecto, una fuente no semítica (14, 1-2, 10-11, 17-21, 26-31, 43-46, 53; 15, 1, 3-5, 15a, 21-24, 26, 29-30, 34-37, 39, 42-46) y una fuente de inspiración semítica y de origen probablemente petrino (14, 3-9, 12-16, 22-25, 32-42, 45-52; 15, 2, 6-14, 15b-20, 25, 27-28, 31-33, 38, 40-41). Las preocupaciones doctrinales de estas dos fuentes afloran con mucha frecuencia. La segunda, por ejemplo, refleja la preocupación por subrayar el aislamiento de Cristo y las burlas y los sarcasmos a los que Cristo corresponde con el silencio.

Tiene un carácter netamente descriptivo en el que resalta la simplicidad y concreción de la catequesis primitiva.

Es una narración de una crudeza a veces desconcertante. No fue un interés biográfico, histórico o edificante el que motivó este relato. Sin embargo Marcos aporta gran cantidad de precisiones históricas. Para él la pasión y la muerte de Jesús no son un mito. Han dejado su huella en la historia, en el tiempo y en un lugar real: el joven que sigue a Jesús después del arresto en Getsemaní (14, 51-52); José de Arimatea (15, 43); Pilato que manda comprobar la muerte de Jesús (15, 44-45).

Los hechos se suceden en un estilo descarnado, se acentúa el carácter dramático y se detiene en pormenores que los otros evangelistas o atenúan u omiten. Así en Getsemaní el miedo, la angustia, la triple petición al Padre para que le libere, el abandono en la cruz. La narración de Marcos extrema la emoción y la tensión. Utiliza las palabras que indican el grado extremo de horror y sufrimiento. Pero esto no le es obstáculo para que, al mismo tiempo, Jesús se dirija al Padre con palabras de ternura y confianza incondicionales: Abbá, Padre.

En el relato de Marcos hay una progresiva acentuación de los títulos mesiánicos: Hijo del hombre, Mesías, Rey de los judíos.

Progresión que culmina en la profesión de fe de un pagano, el centurión: "Realmente este hombre era Hijo de Dios" (15, 19).

El evangelio de Marcos se caracteriza por el secreto y el silencio acerca de Jesús Mesías. Pide secreto e impone silencio a los demonios y a los enfermos curados. Este silencio durante la vida, se convierta en la pasión en soledad total. Nadie le acompaña. Todos le abandonan. Pero a medida que llega la muerte, el silencio y la soledad terminan y es proclamado Hijo de Dios y Mesías.

Jesús, ante el sanedrín, se proclama por primera vez Mesías (14, 62) y por ello es condenado a muerte. Al morir se rasga el velo del templo. Es el judaísmo que, a su manera, reconoce la divinidad de Jesús. La tradición sobre el velo que se rasga ve en este hecho la execración del templo.

Esta imagen de Jesús en su pasión que nos ofrece Marcos, quizá esté más cerca de la sensibilidad y gusto del hombre de hoy. El libro de los Hechos y las Cartas presentan la pasión y la resurrección con fórmulas fijas y esquematizadas. De ellas deducen las enseñanzas soteriológicas y parenéticas. En cambio los evangelios presentan los hechos como relatos biográficos variados y complejos aunque en orden a una doctrina.

El relato de la pasión según Marcos tiene una finalidad claramente teológica. Proclama el acontecimiento central de la redención en orden a creer en la divinidad de Cristo. Nos invita a reflexionar sobre los sentimientos y actitudes de los actores del drama. La actitud de Jesús es de obediencia. Se siente como el realizador de las expectativas mesiánicas mediante el sufrimiento y la muerte como siervo de Yavhé. Esta realidad, tan difícil de comprender para los discípulos durante la vida de Jesús, a la luz de la Pascua pierde su oscuridad. La comunidad primitiva ve en ella el elemento central del misterio de la salvación e hizo de ella, junto con la resurrección, el tema central de la predicación. El relato de la pasión y resurrección que hoy figura al final de las narraciones evangélicas, en realidad constituyó la base y el punto de partida de la primera enseñanza apostólica.

La actitud de los fariseos es una actitud de obstinación. A la auto presentación de Jesús, como príncipes de paz, se contrapone la dureza extrema de los sacerdotes y fariseos que no sólo no acogen al enviado sino que traman su muerte.

El juez-Pilato quiere salvar a Jesús desde una actitud política y sin comprometerse. No consigue su propósito. El pueblo pide la muerte de Jesús. Barrabás queda libre porque en su lugar se crucifica a Jesús. Se concede la vida a Barrabás porque Jesús muere en su lugar. Así nosotros somos llamados a la vida por la muerte de Cristo.

 

Para nuestra vida.

Estamos en los días de pasión, días de recuerdo hondo que han de llenar nuestros corazones de sentimiento  agradecido ante Cristo, Señor nuestro, que calla y sufre, que camina "Sin gracia ni belleza para atraer la mirada, sin aspecto digno de complacencia".

Domingo de Ramos, Jesús vuelve a pasar ante nosotros con aires de humildad y pobreza, el Señor se nos hace presente en la Iglesia, tan humillada a veces... Ojalá descubramos tras la humanidad de Cristo, su grandeza majestuosa y le aclamemos, más que con palabras, con la vida misma.

Las lecturas nos han situado ante la realidad del Mesías. ¿En este momento de la historia a qué Mesías esperamos nosotros? Nuestro Misias es el que viene en nombre del Señor para invitarnos a una continuada conversión del corazón y purificación de nuestras conductas. El que ha venido para animarnos a trabajar en el Reino que él ya instauró: un reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz.

Este es el Mesías al que nosotros, en este domingo de Ramos, aclamamos con entusiasmo.

  La celebración de hoy nos abre la puerta al Triduo Pascual, pero también espera de nosotros una respuesta  que es la disponibilidad personal para convertirnos en parte activa de la historia que se nos cuenta en estos días. Y la mejor prueba de que, ciertamente, acompañamos a Jesús es que lo estemos haciendo con nuestros hermanos, con los que más sufren y, también, con aquellos que no buscan o no creen en Jesús. Si nosotros se lo mostramos, aún colgado de la cruz, todos comenzarán a recibir una paz profunda en sus corazones: la Paz de Cristo.

Antes de la bendición de lo ramos e inicio de la Eucaristía leemos un texto de San Marcos (Mc, 11, 1-10)  nos sitúa en el camino que sube desde el Cedrón hasta la puerta de Bethesda . presenta un ambiente festivo y un colorido y una animación grande. Los niños daban gritos de júbilo ante el joven y entrañable Rabí de Nazaret que tanto cariño les había demostrado, la gente del pueblo le sale a su encuentro y echa sus mantos sobre el sendero, para que aquel Rey insólito avanzara sobre una vereda de alfombras."Se acercaban a Jerusalén, por Betfagé y Betania..." Jesús acompañado por sus discípulos, se acerca a Jerusalén. La emoción que siempre implica el caminar hacia la Ciudad Santa, tenía en esos momentos unos acentos más profundos. Aquella era la última vez que subirían al Templo en compañía del Maestro. En aquella Pascua el verdadero Cordero pascual sería inmolado como expiación suprema y definitiva por los pecados de todos los hombres.

El peligro era cada vez mayor para Jesús y para los suyos. La oposición de las autoridades judías contra ellos se hacía más intensa por momentos. Sin embargo, el Maestro camina decidido y los suyos le siguen dispuestos a lo que sea, confiados en el poder de Jesús, que se prepara a entrar en Jerusalén aclamado y no a escondidas como un reo.

Así se cumplió la profecía de Zacarías. La ciudad entera se conmovió ante aquel Rey que, sereno y majestuoso, avanzaba cabalgando sobre un borrico, al estilo de los antiguos reyes, aclamado con vítores mesiánicos, celebrado con palmas y ramos de olivo.

El camino que sube desde el Cedrón hasta la puerta de Bethesda presentaba un colorido y una animación nunca vista. Los niños daban gritos de júbilo ante el joven y entrañable Rabí de Nazaret que tanto cariño les había demostrado, la gente del pueblo le sale a su encuentro y echa sus mantos sobre el sendero, para que aquel Rey insólito avanzara sobre una vereda de alfombras.

En contraste los grandes, los escribas y los fariseos, se remuerden de envidia y de celos. Ellos, los dirigentes de Israel, los que estaban tramando la perdición de Jesús, tienen que contemplar su triunfo, oír los clamores de aquella gente inculta que confiesan sin pudor que aquel era el Hijo de David, el que venía en el nombre del Señor. Di que esos se callen, se atreven a decir. Si esos callaran -responde Jesús- las piedras me aclamarían.

Después en el relato de la Pasión, escucharemos al pueblo que grita muy enfurecido: ¡Crucifícalo! ¿Qué había pasado para que este pueblo que unos días antes había aclamado a Cristo como Mesías, pidiera ahora su crucifixión? El pueblo se había dejado manipular por las autoridades judías que veían en Jesús a un enemigo declarado de sus hipocresías y ambiciones. Cabe también que muchas de estas personas se sintieran defraudadas porque Jesús de Nazaret no les había resuelto, de manera definitiva, los muchos problemas que les acuciaban a ellos cada día. Habían esperado de aquel profeta al que ellos le habían aclamado como Mesías, que les liberara, con la fuerza de Dios, de todos sus males físicos y materiales y de todos los enemigos del pueblo judío. En cambio, Jesús de Nazaret se había limitado a predicar paz, misericordia y conversión. ¡Amar hasta a los enemigos!

En el Domingo de Ramos, Jesús vuelve a pasar ante nosotros con aires de humildad y pobreza, el Señor se nos hace presente en la Iglesia, tan humillada a veces... Ojalá descubramos tras la humanidad de Cristo, su grandeza majestuosa y le aclamemos, más que con palabras, con la vida misma.

Nosotros, hoy, también aclamamos a Jesús con entusiasmo. Queremos que su camino,  su estilo, su manera de hacer, sea también la nuestra. Reconocemos -aunque a veces nos  olvidamos demasiado de ello- que su camino, su estilo, su manera de ser y de vivir, es lo  único que vale la pena.

Nosotros, hoy, sabemos que el camino de Jesús acabará con la muerte en la cruz.  Sabemos que su libertad, su amor, su entrega a los pobres y a los débiles no serán bien  recibidas por los poderes de este mundo, y que le condenarán a muerte, a una muerte  terrible. Nosotros, hoy, al iniciar la Semana Santa, decimos con nuestros ramos y nuestras  palmas que le agradecemos este amor suyo, que creemos en su camino, que creemos en  él, que queremos seguirle.

Y, con fe, con toda la fe, afirmamos que de su cruz, de su amor fiel hasta la muerte,  nacerá vida por siempre, vida para todos, vida capaz de transformarnos a todos: estos días  en que contemplamos la muerte de Jesús terminan con la Pascua, con la fiesta gozosa de  su resurrección. Porque su amor es más fuerte que la muerte, que el mal, que el pecado. Con mucha fe, y con muchas ganas de seguir su camino, aclamemos, pues, hoy, a  nuestro Señor Jesús.

 

En la primera lectura se nos sitúa ante el  Siervo de Yahveh.- "Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado para saber decir al abatido una palabra de aliento" (Is 50, 4). "El Señor, Yahveh, me ha abierto el oído, y yo no he resistido, no me he echado atrás". El profeta contempla absorto la figura del siervo paciente de Yahveh. Sus palabras le atraviesan de parte a parte, su figura extraña y grandiosa le emociona profundamente.

"Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba " (Is 50, 6). El profeta sigue desgranando su largo lamento: "Despreciado, desecho de la humanidad, varón de dolores, avezado al sufrimiento, como uno ante el cual se oculta el rostro, era despreciado y desestimado. Con todo, eran nuestros sufrimientos los que llevaba, nuestros dolores los que le pesaban... Ha sido traspasado por nuestros pecados, deshecho por nuestras iniquidades; el castigo, el precio de nuestra paz, cae sobre él y a causa de sus llagas hemos sido curados".

"Era maltratado y se doblegaba, y no abría su boca; como cordero llevado al matadero, como ante sus esquiladores una oveja muda y sin abrir la boca...". Pero esto no es más que el primer paso hacia el triunfo final, es la batalla sangrienta que hará posible la victoria y la paz luminosa del futuro

 

La segunda lectura nos describe la cruda realidad por la que atravesó Jesús."Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos".

Cristo posee la naturaleza divina con todas sus prerrogativas. Pero esta realidad trascendente no se interpreta y vive con vistas al poder, a la grandeza y al dominio. Cristo no usa su igualdad con Dios, su dignidad gloriosa y su poder como instrumento de triunfo, signo de distancia y expresión de supremacía aplastante (cf. v. 6). Al contrario, él «se despojó», se vació a sí mismo, sumergiéndose sin reservas en la miserable y débil condición humana. La forma (morphe) divina se oculta en Cristo bajo la «forma» (morphe) humana, es decir, bajo nuestra realidad marcada por el sufrimiento, la pobreza, el límite y la muerte (cf. v. 7).

"Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz".

"Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el "Nombre-sobre-todo-nombre"; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble --en el cielo, en la tierra, en el abismo--, y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre."

" Teodoreto, que fue obispo de Ciro, en Siria, en el siglo V: «La encarnación de nuestro Salvador representa la más elevada realización de la solicitud divina en favor de los hombres. En efecto, ni el cielo ni la tierra, ni el mar ni el aire, ni el sol ni la luna, ni los astros ni todo el universo visible e invisible, creado por su palabra o más bien sacado a la luz por su palabra según su voluntad, indican su inconmensurable bondad como el hecho de que el Hijo unigénito de Dios, el que subsistía en la naturaleza de Dios (cf. Flp 2,6), reflejo de su gloria, impronta de su ser (cf. Hb 1,3), que existía en el principio, estaba en Dios y era Dios, por el cual fueron hechas todas las cosas (cf. Jn 1,1-3), después de tomar la condición de esclavo, apareció en forma de hombre, por su figura humana fue considerado hombre, se le vio en la tierra, se relacionó con los hombres, cargó con nuestras debilidades y tomó sobre sí nuestras enfermedades» (Discursos sobre la divina Providencia, 10: Collana di testi patristici, LXXV, Roma 1998, pp. 250-251).

Teodoreto de Ciro prosigue su reflexión poniendo de relieve precisamente el estrecho vínculo, que se destaca en el himno de la carta a los Filipenses, entre la encarnación de Jesús y la redención de los hombres. «El Creador, con sabiduría y justicia, actuó por nuestra salvación, dado que no quiso servirse sólo de su poder para concedernos el don de la libertad ni armar únicamente la misericordia contra aquel que ha sometido al género humano, para que aquel no acusara a la misericordia de injusticia, sino que inventó un camino rebosante de amor a los hombres y, a la vez, dotado de justicia. En efecto, después de unir a sí la naturaleza del hombre ya vencida, la lleva a la lucha y la prepara para reparar la derrota, para vencer a aquel que un tiempo había logrado inicuamente la victoria, para librarse de la tiranía de quien cruelmente la había hecho esclava y para recobrar la libertad originaria» (ib., pp. 251-252)." [San Juan Pablo II, Audiencia general Miércoles 1 de junio de 2005]

 

En el evangelio hoy se nos propone  leer y meditar íntegra la Pasión de Jesús. El relato de Marcos de la Pasión. es concreto, directo, certero y muy claro. No es posible desviar la atención de lo que está ocurriendo. Y ese drama de Jerusalén, aunque sepamos que trajo nuestra salvación, todavía duele y aún resulta difícil admitir el sufrimiento de Cristo. Resuena el eco de ese sufrimiento en toda la Historia universal. Y fue por nosotros. Jesús es paz, Jesús es amor. Jesús supo vivir el dolor para que todos nosotros fuésemos más felices.

Y con esa muestra de paz y de amor que Jesús nos muestra hoy preparémonos de la mejor manera posible para vivir estos días importantes de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesús. No perdamos el tiempo. No olvidemos la necesidad de acompañar a Jesús en estas horas ya que decimos que somos buenos amigos de Jesús.

" La meditación de esta Pasión tiene que ponernos ante la exigencia fundamental del evangelio: sólo se "sigue" a Jesús haciendo lo que Él pide.
Pasión de los abandonosy del terrible silencio de Jesús.

" La pasión según Marcos es la pasión del abandonado. Todos lo abandonan: la gente alegre del día de ramos, los discípulos, Pedro... ¡y hasta el Padre! Nunca se sintió Jesús tan incomprendido y tan solo, entregado a la soldadesca (¡el Hijo de Dios cubierto de esputos y abofeteado!) y tratado como culpable por los jefes religiosos.

Desciende hasta lo más profundo de la soledad humana. El, que hablaba, que había venido para hablarnos, se calla. Son impresionantes dos observaciones de Marcos: "¿No contestas nada?", dice el sumo sacerdote; "¿No respondes?", le dice Pilato.

Silencio de Jesús. Hay momentos en los que Jesús no tiene nada que decir, nada que decirnos. Indicó lo que era, señaló el camino por donde le podemos seguir. Si no lo seguimos, ¿qué puede decirnos ya? - ¿No me respondes? - No. Estás demasiado lejos. Sólo se está cerca de mí por medio de actos de amor y de coraje.

Si no seguimos a Jesús más que escuchando religiosamente sus palabras o predicándolas con elocuencia, sin ponerlas en práctica, somos de los que lo abandonan. Es una verdad muy dura que nos negamos a aceptar. La meditación de esta pasión tiene que ponernos ante la exigencia fundamental del evangelio: sólo se "sigue" a Jesús haciendo lo que él pide.

Pasión de los abandonos y del terrible silencio de Jesús. Pero también pasión de los tres gritos:

- ¿Eres tú el mesías, el hijo del bendito? - ¡Lo soy!, grita Jesús, rompiendo el secreto sobre su mesianidad y su gloria.

Encadenado, humillado, revela finalmente lo inaudito: "Vais a ver cómo el hijo del hombre toma asiento a la derecha del todopoderoso, y cómo viene entre las nubes del cielo". Aquello no podía aceptarse, en aquel lugar y ante aquellos sacerdotes, mas que como una blasfemia. Pero ¿y nosotros? ¿Con qué fe lo miramos nosotros, en este momento? Jesús grita en la cruz su confianza: "¡Dios mío, Dios mío!".

Y lo hace luchando contra el sentimiento más terrible de abandono: "¿Por qué me has abandonado?". Palabra preciosa que ofrece a los que bajan a esos abismos. Si no hubiera llegado hasta allá, ¿sería el Enmanuel prometido, el Dios con nosotros? Jesús, contigo puedo gritar en medio del abandono, pero contigo quiero decir también: "¡Dios mío!" donde creía que ya no podía decirlo.

El tercer grito de esta pasión es aquél al que nos conduce Marcos desde el comienzo de su evangelio. Decir: "¡Tú eres Dios!" no a aquel que electrizaba a la gente, al que fue transfigurado, sino al condenado en la cruz. Una muerte tal que el centurión gritó: "Realmente este hombre era Hijo de Dios". Es el lector del evangelio el que dice esto al final de esta pasión. Pero una vez más: es inútil decirlo, si esto no nos cambia" . [1]

No olvidemos que Jesús sigue contando con nosotros. "El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga" (Mc 8,34). Nos sigue invitando a que no nos olvidemos de nosotros mismos y nos centremos en intentar hacer felices a los demás, en que caminemos por sus caminos y no por los nuestros, en dejar que se cumpla su plan en nosotros. Sólo respondiendo a la llamada que nos hace a cada uno de nosotros descubriremos el verdadero sentido de la muerte de Cristo e iremos preparando el camino para que el Señor resucite en nuestro corazón hasta poder descubrir que la Resurrección convierte el árbol muerto de la Cruz en símbolo de vida para siempre. Solo al final del evangelio Marcos desvela el misterio de la identidad de Jesús, cuando el centurión que estaba junto a la cruz exclama: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios[2]. En la muerte de Jesús en la Cruz se nos muestra su fidelidad insobornable a Dios Padre. En la Cruz contemplamos al testigo del amor y la misericordia de Dios. El crucificado es el que ha de guiar nuestros pasos. Optemos por la Cruz de la vida. Optemos por ser sarmientos de la vid verdadera. Olvidémonos de nosotros mismos. Carguemos con nuestras pequeñas cruces…y sigamos el camino que Dios nos sugiere.  

¡Feliz Semana Santa, ! Vivamosla con intensidad. Acompañemos al Señor que, durante estos días, nos dejará impresionantes lecciones de amor (en palabras y obras) y, sobre todo, preparémonos con alegría desbordante al fruto de la Pascua: su resurrección.

¿Cómo procuraremos que rinda durante el Triduo Sacro? ¿lo echaremos todo a perder desaprovechando la ocasión y marchando a gozar de las vacaciones indiferentes que la sociedad otorga, como disfruta cualquier persona alejada de la Fe?

Como cristianos, no olvidemos (y así lo hagamos ver) que es Semana Santa para vivir devociones y no para más vacaciones.

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 



[1] André Seve. El evangelio  de los domingos.  pág. 111.  Edit. Verbo divino Estella 1984.

[2] Mt27:54-56