sábado, 7 de noviembre de 2020

Comentario de las Lecturas del XXXII Domingo del Tiempo Ordinario 8 de noviembre 2020

 La primera lectura de hoy nos hace una  exhortación a la búsqueda de la sabiduría, resaltando la facilidad con que se puede accederse a ella.  Así se decía que la Sabiduría madrugaba para salir al paso de los deseos de sabiduría.

También en el salmo se expresa esa actitud madrugar para encontrarse con Dios.

San Pablo presenta a los cristianos de Tesalónica una catequesis sobre la suerte de los difuntos y los acontecimientos del fin del mundo. Escuchemos atentamente, porque estas indicaciones son para nosotros que esperamos la segunda venida de Cristo.

En el Evangelio se habla del reino de los cielos bajo el simbolismo de una fiesta de bodas, pero esta vez no se habla del festín, sino de la espera previa y vigilante, como aquellas doncellas que esperaban a su esposo.

 

La primera lectura es del Libro de la Sabiduría (Sab 6, 12-16) Comienza el capítulo con una exhortación a buscar la sabiduría, puesta en labios de Salomón, dirigida a los gobernantes de la tierra (vs. 1-11).

Los vs. 12-16 hablan del valor de la sabiduría, así como de la posibilidad de encontrarla; por ello obtenemos la inmortalidad y el reino eterno (vs. 17-21).

¿En qué consiste esta sabiduría? Nos lo aclara el final del capítulo (vs. 22-23).

Fijémonos en el fragmento de hoy. Se describe la posibilidad de un encuentro personal entre el ser humano y la sabiduría (personificada en los vs. 12-16). Aparece radiante, hermosa cual esposa que hechiza y embelesa a su amado (cfr. 7, 29; 8, 2...). La divinidad, a pesar de que el hombre se empeñe en negarlo, sigue atrayéndonos, ya que es fuente y origen de todos nuestros bienes: "con ella me vinieron todos los bienes juntos, en sus manos había riquezas incontables.." (7, Il). Es, además, el único bien inmarcesible.

Por eso debemos pensar en ella, madrugar y buscarla afanosamente (v. 13), velar por ella (vs. 14-15), amarla (v. 12). Actividad frenética que implica un gran esfuerzo humano, pero la sabiduría no se queda a la zaga, sino que, solícita, sale al encuentro y aborda a los caminantes, sentada a la puerta, y se da a conocer a los que la buscan (vs. 13-14). Esfuerzo humano y correspondencia divina.

Se presenta aquí la Sabiduría de Dios personificada por una joven hermosa que solicita a su amante para un encuentro feliz.

La Sabiduría no se comporta como una mujer esquiva; todo lo contrario: se hace la encontradiza para los que la aman, para los que la desean y la buscan. El verdadero conocimiento de Dios no es el resultado de una laboriosa operación intelectual, es un don que se ofrece con generosidad a cuantos se disponen a recibirlo con un corazón abierto. 

v. 15:La Sabiduría de Dios madruga más que quienes la desean.

Cuando éstos despiertan y empiezan a buscarla, he aquí que la encuentran esperando a la puerta. No necesitan andar detrás de ella todo el día. Dios se presenta al hombre que le busca y se anticipa a sus deseos.

v. 17:De manera que la primera iniciativa para el encuentro la lleva la Sabiduría de Dios. Es decir, el mismo Dios busca a los que se muestran dignos de conocerlo. Más aún, el hombre no buscaría a Dios, si Dios no lo hubiera alcanzado antes. En todas las preguntas y deseos, en todas las búsquedas y pensamientos, ya está la Sabiduría de Dios haciendo que pregunten por ella, que la deseen y la busquen. Así que no es difícil conocer a Dios si no estamos interesados en ignorarle.

 

El responsorial es el Salmo 42 (Sal 62, 2. 3-4. 5-6. 7-8). Las cuatro primeras estrofas cantan la alegría de un huésped del Señor. Feliz de visitar a Dios en su casa, su templo, y de habitar allí como un levita. Se canta aquí, la alegría de la intimidad con Dios y de la meditación. Notemos particularmente este tuteo amoroso: Tú eres mi Dios, Te busco, tengo sed de Ti, Tu fuerza, Tu gloria, Tu amor, Tu nombre, etc... (17 pronombres personales o posesivos en segunda persona). Una manera de meditar este salmo, es precisamente adoptar este juego de lenguaje, insistiendo interiormente en estos pronombres: "¡Tú estás allí, Señor, Te hablo, escúchame!".

Las dos últimas estrofas son la evocación del combate escatológico que acabará con el mal de la tierra. Algunos exegetas piensan que estas dos estrofas no hacen parte del salmo original. Esta situación es chocante para alguien que no conoce bien el sentido profundo de este salmo (Expresión de violencia que repugna a una mentalidad actual de tolerancia de no sectarismo). Pero la mayor parte de los "salmos de intimidad con Dios" tienen este género de estrofas contra los enemigos de Dios, la plena realización del amor a alguien, pide que desaparezcan aquellos que hacen mal a quien se ama, esto pone de relieve, que la felicidad de estar con Dios no es ni mucho menos una huida, un refugio perezoso... sino la iniciación al compromiso total, al combate de cada día contra el mal. La oración, en Israel, jamás estuvo separada de la vida.

Así comenta San Juan Pablo II este salmoEl alma sedienta de Dios

1. El salmo 62, sobre el que reflexionaremos hoy, es el salmo del amor místico, que celebra la adhesión total a Dios, partiendo de un anhelo casi físico y llegando a su plenitud en un abrazo íntimo y perenne. La oración se hace deseo, sed y hambre, porque implica el alma y el cuerpo.

Como escribe santa Teresa de Ávila, "sed me parece a mí quiere decir deseo de una cosa que nos hace tan gran falta que, si nos falta, nos mata" (Camino de perfección, c. 19). La liturgia nos propone las primeras dos estrofas del salmo, centradas precisamente en los símbolos de la sed y del hambre, mientras la tercera estrofa nos presenta un horizonte oscuro, el del juicio divino sobre el mal, en contraste con la luminosidad y la dulzura del resto del salmo.

2. Así pues, comenzamos nuestra meditación con el primer canto, el de la sed de Dios (cf. versículos 2-4). Es el alba, el sol está surgiendo en el cielo terso de la Tierra Santa y el orante comienza su jornada dirigiéndose al templo para buscar la luz de Dios. Tiene necesidad de ese encuentro con el Señor de modo casi instintivo, se podría decir "físico". De la misma manera que la tierra árida está muerta, hasta que la riega la lluvia, y a causa de sus grietas parece una boca sedienta y seca, así el fiel anhela a Dios para ser saciado por él y para poder estar en comunión con él.

Ya el profeta Jeremías había proclamado: el Señor es "manantial de aguas vivas", y había reprendido al pueblo por haber construido "cisternas agrietadas, que no retienen el agua" (Jr 2, 13). Jesús mismo exclamará en voz alta: "Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba, el que crea en mí" (Jn 7, 37-38). En pleno mediodía de una jornada soleada y silenciosa, promete a la samaritana: "El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna" (Jn 4, 14).

3. Con respecto a este tema, la oración del salmo 62 se entrelaza con el canto de otro estupendo salmo, el 41: "Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo" (vv. 2-3). Ahora bien, en hebreo, la lengua del Antiguo Testamento, "el malma" se expresa con el término nefesh, que en algunos textos designa la "garganta" y en muchos otros se extiende para indicar todo el ser de la persona. El vocablo, entendido en estas dimensiones, ayuda a comprender cuán esencial y profunda es la necesidad de Dios: sin él falta la respiración e incluso la vida. Por eso, el salmista llega a poner en segundo plano la misma existencia física, cuando no hay unión con Dios: "Tu gracia vale más que la vida" (Sal 62, 4).

También en el salmo 72 el salmista repite al Señor: "Estando contigo no hallo gusto ya en la tierra. Mi carne y mi corazón se consumen: ¡Roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre! (...) Para mí, mi bien es estar junto a Dios" (vv. 25-28).

4. Después del canto de la sed, las palabras del salmista modulan el canto del hambre (cf. Sal 62, 6-9). Probablemente, con las imágenes del "gran banquete" y de la saciedad, el orante remite a uno de los sacrificios que se celebraban en el templo de Sion: el llamado "de comunión", o sea, un banquete sagrado en el que los fieles comían la carne de las víctimas inmoladas. Otra necesidad fundamental de la vida se usa aquí como símbolo de la comunión con Dios: el hambre se sacia cuando se escucha la palabra divina y se encuentra al Señor. En efecto, "no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor" (Dt 8, 3; cf. Mt 4, 4). Aquí el cristiano piensa en el banquete que Cristo preparó la última noche de su vida terrena y cuyo valor profundo ya había explicado en el discurso de Cafarnaúm: "Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él" (Jn 6, 55-56).

5. A través del alimento místico de la comunión con Dios "el alma se une a él", como dice el salmista. Una vez más, la palabra "alma" evoca a todo el ser humano. No por nada se habla de un abrazo, de una unión casi física: Dios y el hombre están ya en plena comunión, y en los labios de la criatura no puede menos de brotar la alabanza gozosa y agradecida. Incluso cuando atravesamos una noche oscura, nos sentimos protegidos por las alas de Dios, como el arca de la alianza estaba cubierta por las alas de los querubines. Y entonces florece la expresión estática de la alegría: "A la sombra de tus alas canto con júbilo" (Sal 62, 8). El miedo desaparece, el abrazo no encuentra el vacío sino a Dios mismo; nuestra mano se estrecha con la fuerza de su diestra (cf. Sal 62, 9).

6. En una lectura de ese salmo a la luz del misterio pascual, la sed y el hambre que nos impulsan hacia Dios, se sacian en Cristo crucificado y resucitado, del que nos viene, por el don del Espíritu y de los sacramentos, la vida nueva y el alimento que la sostiene.

Nos lo recuerda san Juan Crisóstomo, que, comentando las palabras de san Juan: de su costado "salió sangre y agua" (cf. Jn 19, 34), afirma: "Esa sangre y esa agua son símbolos del bautismo y de los misterios", es decir, de la Eucaristía. Y concluye: "¿Veis cómo Cristo se unió a su esposa? ¿Veis con qué nos alimenta a todos? Con ese mismo alimento hemos sido formados y crecemos.

En efecto, como la mujer alimenta al hijo que ha engendrado con su propia sangre y leche, así también Cristo alimenta continuamente con su sangre a aquel que él mismo ha engendrado" (Homilía III dirigida a los neófitos, 16-19, passim: SC 50 bis, 160-162). (San Juan Pablo II. Audiencia general Miércoles 25 de abril de 2001).

 

La segunda lectura es de 1 Tesalonicenses (1 Tes 4, 13-18) De esta carta, hemos leído hasta ahora tres fragmentos que hablaban de las relaciones de Pablo con aquella comunidad y recordaban los momentos felices de la evangelización. Hoy y el próximo domingo, en cambio, leemos la respuesta de Pablo a unas preocupaciones que debían de ser vivas en aquella comunidad. Se trata de lo que se refiere a la segunda venida de Xto para llevarse a sus fieles a su reino. Concretamente, el texto de hoy habla de lo que acontecerá a los que han muerto antes de esa segunda venida, y el del próximo domingo, de la fecha de la venida.

En un ambiente como el de la primera comunidad, de entusiasmo por la salvación recibida de la resurrección de JC, se vivía la espera de la segunda venida como algo inminente, en la línea de las esperanzas judías de una renovación universal: renovación que se había iniciado con Jesús y que a continuación se esperaba que tuviera lugar con todos los creyentes.

A los tesalonicenses les resultaba un problema que, antes de esa segunda venida, algunos cristianos de la comunidad ya hubiesen muerto: les entristecía pensar que quizás éstos quedarían fuera de la llamada universal que Jesús haría cuando volviese. Ante esto, Pablo responde diciendo que la tristeza por la muerte de gente amada no ha de ser solamente tristeza, como los paganos: los muertos no quedarán fuera de la llamada de Jesús, sino que resucitarán y serán incorporados al séquito de los salvados. Y Pablo lo dice manteniéndose en la hipótesis contemporánea de una venida inmediata de Jesús: considera posible que, en esta segunda venida, él se halle vivo todavía.

San Pablo comienza afirmando la identidad del destino del cristiano con Cristo resucitado. Este tema es el principal. El cristiano ha establecido una unión con Cristo cuando ha creído, se ha unido a Él, se ha bautizado, que no se rompe nunca y que hace que cuanto ocurre y ha ocurrido a Cristo, le ocurra también a quien ha establecido esa comunidad con Él. Naturalmente es afirmación de fe. En ese sentido también de esperanza, porque no es controlable empírica y actualmente. San Pablo sabe que vivimos en Cristo y, por lo tanto, lo que Dios hizo con su Hijo, resucitándolo y haciéndole vivir para siempre, llegará un momento de nuestro tiempo, justamente cuando lo necesitemos al morir, en que lo hará también con nosotros. Y como Dios es fiel, la certeza es también absoluta. Sobre esa victoria de la vida no le caben dudas a Pablo. es la liberación del sentido fatal y definitivo de morir, el que puede tener para quien no hay otra perspectiva que la del final de la existencia, los "hombres sin esperanza".

La segunda parte (vv. 14-16) es menos importante. Está llena de imaginaciones apocalípticas e influenciada por la expectación inminente de la parusía del Señor, que Pablo, como tantos cristianos primitivos tenía. Lo importante aquí es saber que habrá una coronación general de este destino individual expuesto en la primera parte.

La descripción de la parusía se hace según la cosmología de la época: el cielo está arriba, y de él baja el Señor después del grito de un arcángel; viene la resurrección de los muertos; y finalmente todos suben al encuentro del Señor, hacia la nube.

 

El evangelio es de San Mateo (Mt 25, 1-13) Comenzamos a leer hoy el cap. 25 de Mt, que terminaremos dentro de 15 días, en la solemnidad de Cristo Rey. Quedan ya sólo tres domingos para que finalice el año litúrgico, y la lectura de San Mateo nos hace penetrar en el primero de los tres relatos que componen el capítulo 25, que vienen a ser como un esquema para evaluar la actuación cristiana: ¿construimos realmente, con nuestra manera de vivir, el nuevo pueblo de Dios iniciado por Jesús? Fijémonos en los contenidos:

* Domingo 32 (la parábola de las diez vírgenes): ¿Estamos preparados para tener suficiente aceite para alumbrar cuando llegue el esposo? Es una invitación a recordar que nuestra vida tendrá un final.

* Domingo 33 (la parábola de los talentos): ¿Hacemos fructificar para el Reino de Dios todas nuestras posibilidades, o nos las guardamos para nosotros?

* Cristo Rey (el juicio final): Qué clase de aceite hay que tener preparado, y qué quiere decir hacer fructificar los talentos: el criterio básico de todo es el bien de los que necesitan de nosotros, porque en los necesitados es donde está presente el Señor, el Rey.

El Reino de los cielos se parecerá a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo… Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora". La fiesta nupcial judía, cargada de ritos simbólicos, sirve a Jesús para hablar del Reino de los cielos. Se fija en la ceremonia de recepción y de acompañamiento que hacen las amigas solteras de la novia a la feliz pareja. Con sus lámparas encendidas y su alegría juvenil contribuían, sin duda, a la felicidad de los novios. Todos juntos iban hacia la sala del banquete, inundada de luz y de alegría. Se cerraba entonces la puerta y la noche, oscura y triste, quedaba fuera, en fuerte contraste con la luz y el alborozo que había dentro, en la sala del banquete.

Jesús se refiere al Reino de los cielos: esta vez lo compara con diez doncellas, cinco necias y cinco prudentes. Les dice a sus discípulos que el que espera el Reino de los cielos debe imitar a las cinco doncellas prudentes que esperaron al esposo con las lámparas encendidas.


¿Qué quiere decirnos a nosotros esta parábola? Que debemos vivir siempre preparados para encontrarnos con Jesús, con Dios, cuando tengamos que comparecer ante él, en cualquier momento que él nos llame. Y como no sabemos cuándo nos va a llamar, debemos vivir preparados, es decir, esperándole siempre, durante toda nuestra vida. Y debemos hacerlo con esperanza activa, como lo hicieron las cinco vírgenes prudentes; no imitar nunca a las cinco vírgenes necias. Las vírgenes prudentes esperaron al esposo con esperanza activa, es decir, velando, estando continuamente vigilantes. No podemos pensar que es suficiente dejar la preparación para cuando seamos viejos, o estemos gravemente enfermos. La esperanza activa supone una vigilancia continua sobre nuestra manera de pensar, de hablar, de comportarnos. ¿Cómo pensamos, cómo hablamos, cómo nos comportamos? ¿Lo hacemos pensando sólo en nuestros intereses psicológicos y materiales, o lo hacemos como lo haría en nuestro caso el mismo Jesús? Ser buen cristiano supone un esfuerzo, una lucha, contra nuestras malas inclinaciones naturales. Porque, de hecho, todos nacemos con una inclinación original al pecado, al mal. Es cierto que también nacemos con buenas inclinaciones, con inclinación al bien, pero nuestras buenas inclinaciones naturales siempre, durante toda nuestra vida, están mezcladas y muy limitadas por nuestras inclinaciones malas. Ser bueno, ser buena persona, no es un regalo de ningún dios, supone, como hemos dicho, lucha continua y un esfuerzo personal continuado. Imitemos a las cinco doncellas prudentes de la parábola, con el aceite de la virtud siempre encendido, para que podamos recibir a Dios, cuando nos llame, con nuestras lámparas de la virtud encendidas.

Sólo así podremos entrar al banquete de bodas que es el Reino de los cielos, y que Dios tiene preparado para todos sus hijos desde el principio de la creación.

Así comenta San Agustín este evangelio:

Mt 25,1-13: La virginidad del cuerpo la poseen pocos; la del corazón han de poseerla todos

Aquellas vírgenes simbolizan a las almas. En realidad no eran sólo cinco, pues eran símbolo de millares de ellas. Además, ese número cinco comprende tanto varones como mujeres, pues ambos sexos están representados por una mujer, es decir, por la Iglesia. Y a ambos sexos, estos es, a la Iglesia, se la llama virgen: Os he desposado con un único varón para presentaron a Cristo cual virgen casta (2 Cor 11,2). Pocos poseen la virginidad de la carne, pero todos deben poseer la del corazón. La virginidad de la carne consiste en la pureza del cuerpo; la del corazón en la incorruptibilidad de la fe. A la Iglesia entera, pues, se la denomina virgen y, con nombre masculino, pueblo de Dios; uno y otro sexo es pueblo de Dios, un solo pueblo, el único pueblo; y una única Iglesia, una única paloma. Y en esta virginidad se incluyen muchos miles de santos. Luego las cinco vírgenes simbolizan a todas las almas que han de entrar en el reino de Dios.

Y no carece de motivo el que se haya elegido el número cinco, porque cinco son los sentidos del cuerpo conocidísimos de todos. Cinco son las puertas por las que las cosas entran al alma mediante el cuerpo: o por los ojos, o por el oído, o por el olfato, o por el gusto, o por el tacto; por uno de ellos entra cualquier cosa que apetezcas desordenadamente. Quien no admita corrupción alguna por ninguna de estas puertas ha de ser contado entre las vírgenes. Se da paso a la corrupción también por los deseos ilícitos. Qué sea lícito y qué ilícito, aparece en cada página de los libros de las Escrituras. Es preciso, pues, que te encuentres dentro de aquellas cinco vírgenes. Entonces no temerás las palabras: «Que nadie entre». Así se dirá y se hará, pero una vez que hayas entrado tú. Nadie cerrará la puerta ante tus narices; mas cuando hayas entrado, se cerrarán las puertas de Jerusalén y se asegurarán sus cerrojos. Pero si tú quieres o bien no ser virgen, o bien virgen necia, quedarás fuera y en vano llamarás.

¿Quiénes son las vírgenes necias? También ellas son cinco. Son las almas que conservan la continencia de la carne, evitando toda corrupción, procedente de los sentidos, que acabo de mencionar. Evitan ciertamente la corrupción, venga de donde venga, pero no presentan el bien que hacen a los ojos de Dios en la propia conciencia, sino que intentan agradar con él a los hombres, siguiendo el parecer ajeno. Van a la caza de los favores del populacho y, por lo mismo, se hacen viles, cuando no les basta su conciencia y buscan ser estimadas por quienes las contemplan. Evidentemente no llevan el aceite consigo, aceite que es el hecho de gloriarse, en cuanto que procura brillo y esplendor. Pero ¿qué dice el Apóstol? Observa a las vírgenes prudentes que llevan consigo el aceite: Cada uno examine su obra, y entonces hallará el motivo de gloria en sí mismo, no en otro (Gál 6,4). Éstas son las vírgenes prudentes.

Las necias encienden ciertamente sus lámparas; parece que lucen sus obras, pero decaen en su llama y se apagan, porque no se alimentan con el aceite interior. Como el esposo se retrase, quedan dormidas todas, en cuanto que todos los hombres, de una y otra categoría, se duermen en el momento de la muerte. Al retrasarse la venida del Señor sobreviene, tanto a las necias como a las sabias, la muerte de la vida corporal y visible, a la que la Escritura llama sueño, como saben todos los cristianos. Hablando de ciertos enfermos, dice el Apóstol: Porque hay entre vosotros muchos débiles y enfermos y muchos duermen. Dice duermen, en lugar de «mueren».

Mas he aquí que el esposo ha de venir; todas se levantarán, pero no todas han de entrar. Faltarán las obras a las vírgenes necias, por no tener el aceite de la conciencia, y no encontrarán a quién comprar lo que solían venderles los aduladores. Las palabras: Id a comprarlo para vosotras las pronuncia una boca burlona, no un corazón envidioso. Las vírgenes necias se lo habían pedido a las prudentes, diciéndoles: Dadnos aceite, pues nuestras lámparas se apagan. Y qué les dijeron las vírgenes prudentes? Id más bien a quienes lo venden y compradlo para vosotras, no sea que no haya bastante para nosotras y vosotras. Era como decirles: ¿De qué os sirven ahora todos aquellos a quienes solíais comprar la adulación? Y mientras ellas fueron a comprarlo, entraron las prudentes y se cerró la puerta (Mt 25,1-13). Cuando se alejan con el corazón, cuando piensan en tales cosas, cuando dejan de mirar a la meta y volviéndose atrás recuerdan sus méritos pasados, es como si fueran a los vendedores; pero entonces ya no encuentran a los protectores, ya no encuentran a quienes las alababan entonces y las estimulaban a hacer el bien, no por la fortaleza de la buena conciencia, sino por el estímulo de la lengua ajena" . (San Agustín. Comentario al salmo 147,10-11).

 

Para nuestra vida

Hoy  celebramos el Día de la Iglesia Diocesana. Cada uno de nosotros, con nuestros talentos y capacidades, formamos la Iglesia Diocesana. No es algo extraño a nosotros. Es la gran familia que rompe las distancias locales y se abre a la comunión con otras parroquias de la misma provincia. Y cada una de las diócesis se une también en comunión con la Iglesia Universal. La Diócesis es nuestra gran familia, la casa grande donde todos cabemos y tenemos nuestro sitio. Hoy es su día. Hoy pedimos en nuestra Eucaristía por todas las parroquias de nuestra diócesis, por todas sus actividades pastorales

 

En la primera lectura  se nos presenta la Sabiduría de Dios personificada en una joven que busca encontrarse con su amado.. "Fácilmente la ven los que la aman y la encuentran los que la buscan". No se comporta como una mujer que hace desaires. Al contrario, la Sabiduría se hace la encontradiza para los que la aman, para los que la desean y la buscan. El verdadero conocimiento de Dios no es el resultado de una laboriosa operación intelectual, es un don que se ofrece con generosidad a cuantos se disponen a recibirlo con un corazón abierto.

La sabiduría de la que aquí se habla es algo muy distinto de lo que habitualmente entendemos por ciencia o conocimientos sobre una materia determinada. Un científico puede no ser nada sabio y un sabio puede ser una persona no científica. El sabio es la persona que sabe comportarse con prudencia, con justicia, con fortaleza y con templanza ante Dios, ante el prójimo y consigo mismo. Todos conocemos a alguna persona con pocos conocimientos científicos y a la que de verdad consideramos muy sabia, porque sabe discernir muy bien entre el bien y el mal, entre lo que se debe hacer en cada momento y lo que no se debe hacer. Es evidente que la verdadera sabiduría de la que habla  este texto, es de la Sabiduría como un don de Dios. Pero los dones de Dios debemos nosotros trabajarlos con humildad y perseverancia. Todos los cristianos debemos aspirar a ser sabios, a saber comportarnos en cada momento como Dios quiere que nos comportemos, como lo haría en nuestro lugar Jesús de Nazaret en cada momento determinado. Pidamos a Dios que nos conceda el don de la sabiduría y que nosotros la amemos y la busquemos constantemente y digámosle al Señor con humildad, como nos dice el salmo 62: ¡Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío!

La sabiduría "Se anticipa a darse a conocer a los que la desean. Quien temprano la busca, no se fatigará, pues a su puerta la hallará sentada". La Sabiduría de Dios madruga más que los que la desean. Cuando éstos despiertan y empiezan a buscarla, se la encuentran esperando a la puerta. No necesitan andar tras de ella todo el día. Dios se presenta siempre al hombre que le busca y se anticipa a sus deseos. Desgraciadamente, muchas veces nosotros los cristianos no somos capaces de imaginar que Dios esté sentado junto a nuestra puerta, esperando para regalarnos su amor. Dios nos ama gratuitamente y se ofrece constantemente para que nos llenemos de su vida. Acudamos a El para iluminar nuestra oscuridad y saciar nuestra sed de felicidad.

En este mundo donde imperan las prisas, hoy nos invita a detenernos, a descansar, a calmarnos y sobre todo a estar vigilantes.

Cuando la sabiduría exhorta a los gobernantes y reyes de la tierra a que la escuchen y les recuerda que el poder les ha sido dado por Dios, está muy lejos de querer justificar las estructuras humanas de poder. Se dirige a ellos porque son los responsables más directos del gobierno del mundo y quiere inculcarles una manera completamente nueva y revolucionaria de regir las naciones. El reinado de Dios no se puede instaurar sin aceptar su plan, y el plan divino no se puede aceptar si no se conoce la sabiduría, que lo revela y lo graba en lo más profundo de la persona.

Jesús, al asumir las enseñanzas del A.T. y presentarse como auténtica sabiduría, dio un vuelco a la historia. En lugar de dirigirse a los sabios y poderosos se dirigió a los sencillos. Si no se cambia por completo la escala de valores, no se puede captar el sentido profundo de las máximas de la sabiduría. Sólo se acepta lo que agrada y lo que justifica las posiciones a que uno se agarra desesperadamente. Es preciso que el justo muera prematuramente a los ojos del mundo por haber aceptado unos valores que los poderosos consideran ridículos y utópicos: es el único modo de llegar a reinar según las coordenadas de la sabiduría divina. Esta multitud de sabios es la que salva al mundo. Son «sabios» los discípulos de la Sabiduría del Padre.

 

El salmo es uno de los muchos que se utilizaban en la oración individual. Aunque este 62 tiene un especial registro de búsqueda esforzada de Dios, como muy necesitados de la cercanía del Señor. Todos –hoy y siempre— necesitamos de Dios y podemos invocar al Señor como lo hizo el Rey David cuando estaba –sólo y triste— en el desierto.

"Oh dios, tú eres mi Dios..." (Sal 62, 2) Ocurre a veces que el latido místico e íntimo del cantor de Dios aflora a la superficie de sus palabras. El salmo de hoy expresa, en efecto, los más hondos sentimientos del hombre ante Dios. "Mi alma está sedienta de ti -dice con emoción-, mi carne tiene ansia de ti como tierra reseca, agostada, sin agua".

El salmista se siente seco por dentro, con una ansiedad incontenible, con una sed indefinible de algo que sólo le puede venir de lo Alto. Y por eso clama con acentos de humilde súplica y llama al Señor, diciéndole: Oh Dios, Tú eres mi Dios, mi todo, mi bien supremo, mi verdad única, mi más firme esperanza de amor eterno. Humildemente, con sencillez de niño enfermo, vamos a acercarnos en el silencio de la oración hasta nuestro Dios y Señor. Vamos a decirle cuanto sentimos o cuanto no sentimos y quisiéramos sentir. Digamos también con honda emoción, o sin ella: "Oh Dios, tú eres mi Dios...".

"Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote..." (Sal 62, 5) Sigue el salmista desgranando sus versos inspirados, sigue brotando a borbotones el agua limpia de su fuente interior. Toda la vida te bendeciré, mi Dios y Señor; en todas las circunstancias te cantaré con gratitud y amor. Pase lo que pase, sea bueno lo que me ocurra o sea lo peor cuanto me pueda ocurrir, alzaré las manos hacia ti para invocarte, humilde y confiado.

También nosotros  podemos acercarnos a Dios en la íntima soledad de nuestro corazón, donde él está. Si lo hacemos, sentiremos que nuestra vida se colma, se sacia, se apacigua en las ansias más profundas. Digámosle  entonces al Señor, con palabras de ese salmo: "Mis labios te alabarán jubilosos. En el lecho me acuerdo de ti y velando medito en ti, porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo".

Tener sed de Dios, anhelar su cercanía más que cosa alguna. Buscarle si le hemos perdido de vista, correr tras él hasta encontrarlo de nuevo. Quedarse entonces junto a él para nunca más separarse, persuadidos de que sólo así alcanzaremos alivio para nuestra ardiente sed.

 

En la segunda lectura, de la Carta a los Tesalonicenses, San Pablo va refiriéndose al final de los tiempos. En estos últimos domingos del año litúrgico, el Apóstol nos muestra ese camino de salvación en el que, también, la esperanza y la prudencia son factores importantes.

En el momento en el que escribe San Pablo esta primera carta a los cristianos de Tesalónica, estos primeros cristianos esperaban ansiosamente la segunda venida, que creían inminente, del Señor Jesús. La pregunta que se hacían era esta: ¿qué será de los cristianos que han muerto antes de que venga el Señor?. "No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los hombres sin esperanza". Nosotros, los cristianos de ahora, no nos hacemos, evidentemente, esta pregunta

San Pablo les dice que tendrán la misma suerte que los que vivan cuando él venga: todos los que hemos creído en él resucitaremos con él.

La esperanza en la resurrección se funda en el hecho de que Jesús ya ha resucitado. Cristo es "el primogénito de los muertos", el primer nacido o resucitado para la verdadera vida. Él es también nuestra cabeza, principio de unidad y solidaridad de todos los miembros para formar un mismo cuerpo. Si Cristo, la cabeza, ha resucitado, también resucitarán sus miembros. Describe la venida del Señor y la resurrección de los muertos con símbolos tomados de la literatura apocalíptica. Lo que importa es la afirmación de la vida sobre la muerte y la comunión de todos con el Señor que ha de volver. Como todos los fieles de su generación, espera que esta venida sea muy pronto. Pero esta creencia no se funda en ninguna palabra de Jesús, y lo único que puede decir Pablo en nombre del Señor es que "el día llegará como un ladrón en la noche". Sabemos que vendrá, pero no sabemos cuándo.

Nuestra fe nos dice que todos los que hayamos creído en Cristo durante nuestra vida resucitaremos con él, después de nuestra muerte. Creamos firmemente esto y consolémonos con las palabras del Señor que nos ha prometido que si le seguimos mientras vivimos en esta tierra, resucitaremos para siempre, para toda la eternidad, con él en el cielo. Consolémonos, pues, mutuamente, con estas palabras.

 

 El evangelio de hoy nos invita a revisar dos características esenciales en la vida de un creyente: la prudencia y la esperanza. Teniendo en cuenta que la manera de actuar de Dios no es nuestra manera y su tiempo no es nuestro tiempo. San Mateo nos presenta ya a un Jesús de Nazaret en la cercanía de la Pasión. Y quiere instruir a sus discípulos en esa línea de prudencia y esperanza. La imagen de las vírgenes necias es muy inquietante, pero hemos de tenerlo en cuenta. La salvación tiene su precio y mucho esfuerzo, aunque la inestimable ayuda de Jesús nos facilite ese camino de manera fundamental.

La Carta a Diogneto, del siglo II, define a los cristianos como hombres que «habitan en sus propias patrias, pero como extranjeros; participan en todo como los ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña». Se trata, sin embargo, de una manera especial de ser «extranjero». Algunos pensadores de la época también definían al hombre «extranjero en el mundo por naturaleza». Pero la diferencia es enorme: éstos consideraban el mundo como obra del mal y, por ello, no recomendaban el compromiso con él que se expresa en el matrimonio, en el trabajo, en el Estado. En el cristiano no hay nada de todo esto. Los cristianos, dice la Carta, «se casan como todos y engendran hijos», «participan en todo».

 «En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: «el Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite; las prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas. Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron. Mas a media noche se oyó un grito: “¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!”. Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas...».

El banquete de bodas  viene a ser el Reino de los cielos, un banquete de bodas reales. En la noche, cuando menos se espera quizá, llegará el esposo, Cristo Jesús, para celebrar por siempre la gran fiesta nupcial. Entonces el que tenga su lámpara encendida, quien tenga su alma en gracia, viva la fe, despierta la esperanza y ardiente la caridad, ese entrará en la sala del Reino, participará de esa fiesta que nunca cesará. En cambio, el que tenga su lámpara sin aceite, quien tenga el corazón seco y frío, quien vista los harapos del pecado, quien duerma el sueño de los indolentes y los frívolos, quien sólo piense en sí mismo, ese se quedará fuera, inmerso en esa oscura noche, sin amanecida posible.

En la parábola de las diez vírgenes, vemos que hay algo que les une: todas están saliendo al encuentro del esposo, y algo que les diferencia (cinco son prudentes y cinco necias).Esto nos permite reflexionar sobre un aspecto fundamental de la vida cristiana, su orientación escatológica; es decir, la espera del regreso del Señor y nuestro encuentro con él.

Nos ayuda a responder a la eterna e inquietante pregunta: ¿Quiénes somos y adónde vamos?.

La Escritura dice que en esta vida somos «peregrinos forasteros», somos «párrocos», pues «paróikos» es la palabra del Nuevo Testamento que se traduce como peregrino y forastero (Cf. 1 Pedro 2,11), como «paroikía» (parroquia) es la traducción de peregrinación o exilio (Cf. 1 Pedro 1, 17). El sentido es claro: en griego «pará» es un adverbio y significa junto: «oikía» es un sustantivo y significa casa; por tanto: vivir junto, cerca, no dentro, sino a un lado. Por este motivo el término pasa a indicar después a quien vive en un puesto durante un tiempo, el hombre de paso, o el exiliado; «paroikía» indica, por tanto, una casa provisional.

La vida de los cristianos es una vida de peregrinos y forasteros, pues estamos «en» en el mundo, pero no son «del» mundo (Cf. Juan 17,11.16); pues su verdadera patria está en los cielos, de donde esperan que venga Jesucristo el Salvador (Cf. Filipenses 3, 20); pues aquí no tienen una morada estable, sino que están en camino hacia la futura (Cf. Hebreos 13, 14). Toda la Iglesia no es más que una gran «parroquia».

Su manera de ser «extranjero» es escatológica, es decir, el cristiano se siente extranjero por vocación, no por naturaleza; en cuanto que está destinado a otro mundo, y no en cuanto que procede de otro mundo. El sentimiento cristiano de reconocerse extranjero se fundamenta en la resurrección de Cristo: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba» (Colosenses, 3, 1). Por eso, no rechaza la creación ni su bondad fundamental.

Vivir en espera del regreso del Señor no significa ni siquiera desear morir pronto. «Buscar las cosas de arriba» significa más bien orientar la existencia de cara al encuentro con el Señor, hacer de este acontecimiento el polo de atracción, el faro de la vida. El «cuándo» es secundario y hay que dejarlo en la voluntad de Dios.

Debemos de estar muy atentos a nuestras actitudes, a nuestra vida de cristianos. ¿Hemos pensado alguna vez en la escena de encontrarnos con Jesús, el amado Maestro, y que no nos reconociera? El epílogo del texto evangélico de hoy es estremecedor. Las doncellas llaman desde fuera: "Señor, señor, ábrenos." Pero él responde: "Os lo aseguro: no os conozco". Hay un riesgo grave entre los hombres y mujeres de fe. Y es caer --y tolerar-- el engaño. Dejar de ser cristianos en lo hondo, aunque lo parezcan en la superficie. Muchos de los que acuden a los templos están muy alejados del Espíritu del Señor. Y esconden tras su aparente buena fe y cercanía a Jesús, graves circunstancias que les hacen estar más cerca del "enemigo" que del Maestro. La hipocresía, la soberbia, el pecado, la incapacidad para el arrepentimiento ira produciendo una especie de abandono intimo que matará la semilla del Espíritu. Y todo puede llegar por desidia por abandono.

Los primeros cristianos han querido ver a la Iglesia-esposa en las diez vírgenes, tanto las prudentes como las necias, pues la Iglesia, antes que las bodas se celebren, está compuesta de buenos y pecadores. La parábola es una llamada a nuestra responsabilidad. Precisamente porque sabemos que el Padre nos invita a la gran fiesta, no tenemos que dejarnos perder la "sabiduría radiante" de la que nos habla la primera lectura de hoy. Las cinco jóvenes poco previsoras reciben una dura sentencia condenatoria sin haber hecho nada malo. Ni siquiera maltrataron a los criados, como el mayordomo infiel. Tropezamos aquí con el tema clásico de la omisión y la neutralidad. El teórico "no hacer nada malo" es también una manera de hacer el mal. Algo así como el negar auxilio en carretera. Es no dar de comer al hambriento, es no vestir al desnudo. La neutralidad no existe.

Nos podemos hacer una pregunta que nos sirva de luz para nuestra vida eclesial. ¿Por qué no prestan su aceite las sensatas a las necias?  El aceite y la lámpara encendida significan aquí algo personal e intransferible, que forma parte de la propia identidad, que está o no está en toda la biografía personal. ¿Qué significa tener aceite y tener lámparas encendidas? La liturgia sugiere una cierta identidad entre el aceite de la parábola y la Sabiduría. Quien la tiene, tiene la plenitud de la vida.

La Eucaristía de hoy tiene que ensanchar nuestro corazón y ahondar nuestro gozo de sabernos llamados al gran banquete de bodas: ya estamos en la casa de la novia con las lámparas encendidas, pero aún no ha llegado el novio. Entretanto la Eucaristía tiene que multiplicar y renovar, cada domingo, el aceite de nuestras lámparas, la verdadera sabiduría, que es Jesucristo. Y al mismo tiempo tiene que ser una llamada -que bien necesitamos- a la responsabilidad de nuestra vida cristiana.

-¿A qué vigilancia se nos invita?

La comunidad eclesial es esencialmente "escatológica", o sea, un pueblo en marcha, peregrino, que mira hacia adelante, que espera la Venida última de su Señor y Esposo. Es una actitud fundamental para todo cristiano: además de la fe y de la caridad, un cristiano es una persona que espera, que está en vela mirando al futuro. Los  cristianos vivimos entre el recuerdo del gran acontecimiento de Cristo y la tensión hacia su vuelta final.

Nuestra vigilancia como cristianos es vivir en esta atención despierta. Los judíos no supieron estar atentos a la llegada del Esposo. Pero también nosotros corremos el peligro de adormecernos y dejar pasar el momento de gracia una y otra vez. Podemos pasar los días y los años distraídos; o bien locos tras otros valores (tras el anuncio de otros esposos y otras fiestas). Y luego, cuando llega el verdadero esposo, estamos desprevenidos. Y eso que una y otra vez Cristo nos ha avisado de que llegará en el momento menos esperado.

Las enseñanzas del evangelio no sólo se refieren a la Vuelta final de Cristo, ni tampoco sólo al momento de nuestra propia muerte, aunque son los dos momentos culminantes de la historia comunitaria y personal.

No olvidemos que hay otras "venidas" de Cristo, el Esposo, a las que también debemos estar preparados y con los ojos bien abiertos. Toda nuestra  vida está llena de momentos importantes, irrepetibles. Entre la venida primera y la última de Cristo, está su venida continuada, diaria, a nuestra vida personal y eclesial: "yo estoy con vosotros todos los días..." El cristiano sabio es el que está atento a esta presencia, el que sabe descubrir la cercanía de Cristo y de Dios en su vida, el que ve todas las cosas con los ojos de la fe, el que orienta su vida desde la perspectiva de Cristo. La verdadera vigilancia es una actitud continua de atención, de espera gozosa.

 "Vigilar" no es estar siempre con miedo, ni dejarnos atenazar por la angustia. Un cristiano no deja de vivir, y de gozar la vida, y de incorporarse seriamente a las tareas de la sociedad y de la Iglesia. Lo que pasa es que lo hace con responsabilidad, con la atención puesta en los verdaderos valores, los que valen en verdad la pena, sin dejarse amodorrar por las innumerables drogas de este mundo, o por la pereza y la inercia. Vivir en tensión gozosa.

Estamos invitados a vivir los años que vivamos de modo que acertemos en la clave fundamental de nuestra existencia. La presencia -invisible- del Esposo y su vuelta -visible y gloriosa- le sirven de focos que iluminan cada uno de sus pasos.

Fijémonos en aquellos aspectos de nuestra celebración dominical que "miran al futuro": el canto del Sanctus, "bendito el que viene"; la aclamación "ven, Señor Jesús"; las palabras de la Plegaria Eucarística, "mientras esperamos su venida gloriosa...". En nuestra celebración  no sólo esperamos la venida futura, sino que nos gozamos ya en la presencia actual, porque comulga con el Cristo ya presente, que nos invita a su cena de bodas.

Recordemos otra palabra de Jesús: "Que así resplandezca vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre del cielo". (Mt 5,16) Es así como tenemos que esperar al Señor,  encendidas las lámparas de nuestras buenas obras.

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 

 


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