sábado, 27 de mayo de 2017

Comentario a las lecturas de la Solemnidad de la Ascensión del Señor 28 de mayo de 2017

La resurrección, la ascensión y pentecostés son aspectos diversos del misterio pascual. Si se presentan como momentos distintos y se celebran como tales en la liturgia es para poner de relieve el rico contenido que hay en el hecho de pasar Cristo de este mundo al Padre.
La resurrección subraya la victoria de Cristo sobre la muerte, la ascensión su retorno al Padre y la toma de posesión del reino y pentecostés, su nueva forma de presencia en la historia.
El hilo conductor de este domingo  es la partida de Jesús,  la ascensión del Señor va unida  al tiempo de la responsabilidad cristiana.
El domingo que viene acabaremos las fiestas de Pascua celebrando el don del Espíritu Santo. Es el don que Jesús prometió a sus discípulos cuando se iba al cielo. El don que da fuerza para ser testigos de la Buena Nueva de Jesús, continuadores de la obra del amor de Dios que hemos conocido en Jesús. Preparémonos para ello de todo corazón.

La primera lectura es  del libro de los hechos de los apóstoles (Hech 1,1-11), corresponde al inicio del segundo escrito de San Lucas. Estas primeras palabras del libro sirven de introducción y de conexión con el tercer evangelio perteneciente al mismo autor y dedicado igualmente al mismo amigo Teófilo. Aquí no se habla ya de Jesús recorriendo Palestina con sus discípulos, sino de Jesús resucitado. Por supuesto que es la misma persona, pero Jesús ha pasado definitivamente las puertas de la muerte. Ya vive en el más allá, compartiendo la gloria del Padre; solamente que por algunos días quiere manifestarse a sus seguidores y entregarles sus últimas instrucciones.
De la ascensión San Lucas nos ha dejado dos relatos muy diferentes. El primero sirve de doxología a la vida pública del Señor; el segundo sirve de introducción al Libro de los Hechos y a los comienzos de la Iglesia. El primero, de inspiración litúrgica (cf. Lc 24, 44-53: comparar, por ejemplo, con Eclo 50, 20; Núm 6; Heb 6, 19-20; 9, 11-24), nace de un género literario documental; el segundo, de inspiración cósmica y misionera, es mucho más simbólico y exige una cierta desmitificación. En efecto, mientras que algunos relatos de la ascensión (primer y tercer Evangelios, porque el de Marcos es muy tardío) sólo la presentan como la otra cara del misterio pascual, el relato de los hechos materializa el acontecimiento y exige, por tanto, un tratamiento especial.
La Ascensión aparece la inauguración de la misión de la Iglesia en el mundo. Los cuarenta días (v. 3) fijados por Lucas como la duración de la estancia en la tierra del Resucitado deben ser comprendidos en el sentido de un último tiempo de preparación (el número 40 designa siempre en la Escritura un período de espera), son pues una medida proporcional y no cronológica. La Resurrección no es pues un final, sino el preámbulo de una nueva etapa del Reino: la estancia de Cristo sentado a la derecha del Padre y de la misión de la Iglesia. Es muy significativa la advertencia de los ángeles que invitan a los apóstoles a no quedarse mirando al ciclo (v. 11).
No quedarse «ahí plantados mirando al cielo». Volver a la ciudad,... pero siendo sus testigos aquí y allá. Que la memoria de Jesús no sea nostalgia ni simple recuerdo, sentimiento intimista inoperante, intrascendente. Sino impulso de seguirle hacia los hombres, hacia el Reino.
Y se vuelven a Jerusalén con la alegría metida en el alma.
Es todo un programa de vida. Y para ello:
"Seréis bautizados con Espíritu Santo". Esta será la fuerza de Dios en nuestra debilidad. Uno se sorprende al ver la serenidad, la ciencia y fortaleza de aquellos primeros discípulos, pescadores temerosos y desalentados; ¡cómo cambió su suerte! Durante esta semana pidamos con insistencia la venida del Espíritu Santo.
Cristo sentado a la derecha de Padre es evidentemente una imagen. Lucas no quiere localizar la presencia del Señor, sino solamente hacer comprender que el Resucitado es a partir de este momento aquel a quien Dios ha enviado el Espíritu, fuente y origen de la misión universal de la Iglesia y de todo lo que tiene carácter universalista en el mundo.
La imagen de la nube es el signo de la presencia divina. No se trata de un fenómeno meteorológico, sino de un acontecimiento teológico: la entrada de Jesús de Nazaret en la gloria del Padre y la certidumbre de su presencia en el mundo. Jesús resucitado es a partir de este momento el lugar de la presencia de Dios en el mundo. El único lugar sagrado de la nueva humanidad.
San Lucas da al acontecimiento un tono dramático. Es el único que presenta a Cristo como "arrebatado" (v. 11; cf. Mc 16, 19) o "llevado" (v. 9). Hay aquí una idea de separación y de ruptura, aún más acrecentada por la afirmación de que no corresponde a los hombres conocer el final de su historia (v. 7) y por la llamada a los apóstoles al realismo del que querían evadirse (v. 11). Sin duda Lucas quiere mostrar que Cristo no puede menos que separarse de gentes que sólo piensan en el inmediato establecimiento del Reino (v. 6) y que sólo está presente en aquellos que aceptan el largo caminar que pasa por la misión y el servicio de los hombres (v. 8). También quiere mostrar que para que la Iglesia comience su misión es necesario que rompa con el Cristo carnal. De ahora en adelante sólo es posible unirse a Cristo por intermedio de los apóstoles revestidos del Espíritu de Cristo. Tras la insistencia de Lucas sobre la separación entre Jesús y los suyos se dibuja pues una manera de ver la Iglesia.
La finalidad de todo este fragmento es la de presentar el grupo de los apóstoles como depositario legítimo y oficial de la doctrina y de la misión de Jesús. Por consiguiente todo el desarrollo posterior de la vida de la Iglesia, de su predicación, de su vida, su misión, encontrarán su punto de apoyo en este grupo nuclear. El autor de Hechos piensa ya en la extensión de la misión eclesial entre los paganos y los conflictos que ello ocasionó en el seno de la primera generación cristiana. Esta decisión de la Iglesia encuentra su fundamento en la autoridad del Resucitado depositada en el grupo apostólico.
El carácter histórico de la resurrección y ascensión de Jesús nos permite afirmar también el carácter trascendente y escatológico de la Iglesia. Si Jesús resucitado y glorificado vive en su Iglesia, ésta tiene una dimensión trascendente y escatológica.
Si negamos el carácter histórico de la resurrección y ascensión, negamos al mismo tiempo el carácter trascendente y escatológico de la Iglesia de Jesús. La Iglesia no nace porque Jesús se va o porque no retorna, sino que nace justamente porque el resucitado no se va. Es la presencia y no la ausencia de Jesús resucitado lo que hace posible la Iglesia. La teología liberal ha presentado el surgimiento de la Iglesia, especialmente en los Hechos de los Apóstoles, como una necesidad para suplir la no-realización de la segunda venida de Jesús, que se pensaba era inminente. Para responder a la frustración de la no venida de Cristo, la segunda generación cristiana, y en ella especialmente Lucas, plantea la necesidad de la construcción de la Iglesia para esta época entre la resurrección de Jesús y su venida al final de los tiempos.

El  responsorial es el Salmo 46 (Sal 46,2-3.6-7.8-9). Este salmo aclama a Dios como rey universal; parece oírse en él el eco de una gran victoria: Dios nos somete los pueblos y nos sojuzga las naciones. Posiblemente, este texto es un himno litúrgico para la entronización del arca después de una procesión litúrgica -Dios asciende entre aclamaciones- o bien un canto para alguna de las fiestas reales en que el pueblo aclama a su Señor, bajo la figura del monarca.
Tocad con maestría. Esta maestría -'sapienter'- es la propia de los Santos, que son los que poseen un exquisito conocimiento del Misterio de Cristo; incluye la comprensión espiritual de aquello que se canta  y concluye con la regla de oro de la oración litúrgica: Salmodiemos de modo que nuestra mente sea concorde con nuestras voces, dice San Benito.<![if !supportFootnotes]>[1]<![endif]>
En esta hora -tras los primeros tanteos del alba- invoquemos al Espíritu Santo para que nos conceda el don de sabiduría -'sapienter'-, a fin de que esta celebración nos resulte 'sapida scientia',146 una ciencia sabrosa acerca de Dios mismo y también de sus designios para con nosotros.

La segunda lectura de la carta del apóstol san Pablo a los efesios (Ef 1,17-23). presenta dentro de un contexto de acción de gracias al Padre, la petición a Dios que conceda a los efesios "espíritu de sabiduría y revelación" para conocerlo, pues el "Padre de la gloria" es el principio de la salvación operada en Cristo y de la luz que se requiere para conocerlo. No se trata de dotes intelectuales para conocer una verdad abstracta, sino del don de sabiduría que lleva al conocimiento y a la aceptación de los designios amorosos de la voluntad de Dios.
  La sabiduría que Pablo pide a Dios para los efesios (versículo 17) es ese don sobrenatural ya conocido por los sabios del Antiguo Testamento, pero considerablemente ampliado en su definición cristiana, pues no es ya solamente la práctica de la ley, el conocimiento de la voluntad divina sobre el mundo, ni tampoco una explicación del mundo, sino la revelación del destino de un hombre (v. 17) y de la herencia de gloria que resulta de ello, en total contraste con la miseria de la resistencia humana ; es el descubrimiento del poder de Dios, manifestado ya en la resurrección de Cristo (v. 20), que garantiza nuestra propia configuración.
Este poder divino San Pablo lo describe mediante tres términos sinónimos: poder, vigor y fuerza (v. 19). Este poder no es ya sólo el que Dios ha desplegado para crear la tierra e imponerle su voluntad, sino que incluso cambia estas leyes, puesto que es capaz de cambiar a un crucificado en Señor resucitado (v. 21a) y de poner a punto desde ahora las estructuras del mundo futuro (v. 21b). Por esto la sabiduría es una esperanza (v. 18), porque es confianza en la acción en el mundo del Dios de Jesucristo.
El poder de Dios no reserva sólo para el futuro la manifestación de su vigor, sino que desde ahora todo es realizado por El: El ha puesto a Cristo como cabeza de todos los seres en el misterio mismo de la Iglesia, su plenitud (vv. 22-23). Estas actuaciones de Dios no están aún palmariamente claras para nuestros sentidos corporales. Por eso Pablo, en los versos 20-23, las señala como subordinadas a cuatro grandes hechos que Dios ya ha realizado en Cristo. Pero las consecuencias de todas estas cosas realizadas en Cristo llegan ya a los creyentes como miembros del cuerpo de aquél
San Pablo suspira porque los creyentes tengan luz en su mente y en su corazón para comprender las actuaciones de Dios:
* en primer lugar, qué maravillosa esperanza pueden albergar por el hecho de que Dios los ha llamado; en *segundo lugar, qué riqueza supone la herencia que les ha sido destinada, una vez que ahora pueden contarse en la comunidad de los santos y justos que configuran el gran pueblo de Dios;
*en tercer lugar, qué admirable actuación lleva a cabo Dios en ellos con su poder y, además, la que ha de llevar a cabo cuando los resucite y los conduzca a una vida eterna.
Pablo ha pedido para los efesios el don de la sabiduría para que comprendan ante todo cómo la Iglesia es signo del poder de Dios manifestado en Jesucristo. En efecto, es un privilegio inaudito para la Iglesia tener como jefe al Señor del universo, así como ser su Cuerpo. Por tanto, la Iglesia no está solamente sometida al Señor de la misma manera que el universo, porque le está ya indisolublemente unida, como un cuerpo a su cabeza.

aleluya mt 28, 19. 20 Id y haced discípulos de todos los pueblos --dice el Señor--; yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.
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El evangelio vuelve a ser el propio del ciclo A  (San Mateo) (Mt 28,16-20). El relato se sitúa en Galilea. Este dato nos remite al comienzo de la actividad de Jesús (Mt. 4, 12). San Mateo hace, pues, coincidir el lugar de comienzo de la actividad de la Iglesia con el de comienzo de la actividad de Jesús. Este procedimiento está al servicio de una intencionalidad precisa: unidad indisociable entre Jesús y su Iglesia. Galilea es para Mateo, algo más que un dato geográfico. Galilea funciona en calidad de símbolo de país desilusionado y sin horizontes, al que Jesús devuelve la ilusión y la esperanza. Para Mateo, pues, la Iglesia devuelve la ilusión y la esperanza a una tierra desilusionada y sin horizontes. La Iglesia es el nuevo pueblo de Dios, que toma el relevo del viejo pueblo judío surgido del monte Sinaí (cfr. La mención del monte en el v. 16). Los once funcionan en Mateo en calidad de germen eclesial.
El v. 17 es un esbozo lacónico de toda la experiencia pascual de los discípulos . Estos tuvieron el gozo de ver a Jesús, pasaron por la indecisión de dudar y terminaron con la certeza de adorar.
"Al verlo ellos se postraron, pero algunos vacilaban". Se postran al aceptarlo como Señor. A la vez vacilan porque aún no tienen la fe suficiente para asumir el destino de Jesús con todas sus imprevisibles consecuencias. Es la duda constante que embarga a los cristianos sobre el sentido de la presencia de Jesús y sobre su acción en la Iglesia.
Los vs. 18-20 son una síntesis lapidaria de lo más esencial del pensamiento de Jesús acerca de sí mismo, de la Iglesia y del mundo. En estas palabras se respira el gozo profundo de una comunidad que vivía la experiencia de tener al Señor Jesús, Vida, Luz y Fuerza de Dios.
Las palabras están estructuradas formando un tríptico: panel central: vs. 19-20a (en imperativo: mandato de misión);
paneles laterales: vs. 18b y 20b (en indicativo: fundamento y garantía del mandato, respectivamente). Nótese el énfasis de totalidad, que se manifiesta en la reiteración del adjetivo "todo".
Las primeras palabras de Jesús (v. 18b) son una revelación: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra". El Padre ha comunicado al Hijo la plenitud de su soberanía sobre el universo. El parecido de este poder con el poder humano se limite a la sola fonética de la palabra "poder". El poder de Dios es creativo y liberador. Jesús resucitado ha recibido del Padre "pleno poder" sobre toda la realidad, fruto de su entrega total. Un poder que es servicio, porque se fundamenta en el amor. Este poder universal y absoluto del Resucitado es la raíz de donde brota el universalismo de la misión.
Versículos 19-20a. El Mesías omnipotente no aspira a hacer de la universal comunidad humana su imperio. Ser discípulo es entrar en una nueva relación con el Padre, el Hijo y el Espíritu de Dios. Esta relación relativiza y está muy por encima de todas las formas humanas de convivencia, sean éstas fascistas o democráticas. Sólo quien haya seguido a Mateo paso a paso desde sus comienzos podrá comprender lo que significa ser discípulo. El fin de la misión es "hacer discípulos" (19a).
Versículo 20b. Los discípulos tendrán que llevar a término su misión universal en un contexto de sufrimiento, crisis y persecución. Cuando, en la historia bíblica, Dios encomienda a alguien una misión, asegura al hombre comprometido su asistencia eficaz. Esta asistencia es garantía de eficacia y estímulo de audacia humilde.

Para nuestra vida
La Ascensión se celebra el domingo anterior a Pentecostés. Han quedado acumuladas así dos fiestas, separadas tradicionalmente por un domingo que era preparación y espera para la venida del Espíritu Santo.
La Ascensión es un doble de la Pascua: ésta subraya que el crucificado vive y no ha abandonado a los suyos; aquella, que fue exaltado a la derecha del Padre, al ámbito de Dios. No celebramos una partida o una despedida: a la partida de Jesús asistíamos conmovidos el viernes santo y su despedida la celebrábamos el jueves, con la Cena. Jesús nos "deja" como nos dejamos todos nosotros: por la muerte. La Ascensión no tiene nada de sentimiento; todo es en ella alegría exultante, porque celebramos la exaltación del crucificado.

La primera lectura es el comienzo del  Libro de los hechos de los apóstoles. Estos primeros versículos enlazan con el evangelio, del mismo autor. Pero lo primero importante que aparece es el encargo de Jesús a los apóstoles sobre la espera del Espíritu Santo: precisamente por la despedida de Jesús, el Espíritu Santo entra más de lleno en el campo de mira y actuación de los apóstoles.
Jesús se despide y parte de los suyos a la gloria del Padre, deja el encargo de esperar la fuerza de lo alto, que es el Espíritu de Dios, con la que podrán llevar a cabo la misión encomendada. Sin embargo, todavía aparece la pregunta sobre el momento de la restauración del reino de Israel. La respuesta es contundente: no tienen por qué preocuparse los discípulos de la alta intención de Dios; más bien tienen que pensar en la tarea que están a punto de comenzar con el impulso del Espíritu: como testigos de Jesús, llevar a los hombres la realidad de la salvación establecida por él en la palabra y en la gracia.
En el texto es importante el significado fundamental de la palabra "testigo" en relación con el esquema del campo de misión ("Jerusalén-Judea-Samaría- confines de la tierra"), es decir, la tarea se orienta universalmente, a lo ancho del mundo; esquema que ya es repetición de Lc 24, 47s. En este sentido es importante ver que sólo el Jesús resucitado da esta misión ("confines de la tierra", "a todos los pueblos", "a toda criatura"), mientras que Jesús al principio se había limitado a Israel.
Junto al testimonio de la real ascensión de Jesús al Padre, el consuelo de estas revelaciones se centra en la promesa de su retorno. Entre el Señor que marcha y el que ha de venir se halla el tiempo del testimonio de la iglesia. Aquí queda fundada la espera (esperanza) de los cristianos, que en el tiempo de los apóstoles estuvo impregnada de una fuerte convicción de la inmediata llegada de la parusía
El relato de la ascensión de Jesús tiende a subrayar la responsabilidad nuestra como  creyentes. Así como "en el principio creó Dios el cielo y la tierra" y todas las cosas y, una vez creado el mundo, lo sometió a la responsabilidad del hombre, que habrá de dar cuenta de la gestión ante el Creador, así también el relato de la ascensión acentúa la subida al cielo de Jesús, para que quede patente que la tierra queda en manos y bajo la responsabilidad de los discípulos de Jesús, que tendremos que responder ante Jesús, que ha de volver a pedirnos cuentas.
La ascensión expresa el cambio en Jesús resucitado, una nueva manera de ser, gloriosa, glorificada, pero siempre histórica, pues Jesús glorificado sigue viviendo en la comunidad.
La Ascensión es una invitación al realismo cristiano y no una evasión a un falso cielo deseado. Los ángeles invitan a mirar a la tierra y preparar su vuelta aquí entre los hombres. La fe es una alienación si uno se despreocupa del mundo. Pero esta fe alienante está condenada por los mismos ángeles: «Galileos, qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse». Teilhard de Chardin: «La fe en JC se podrá en el futuro conservar o defender sólo a través de la fe en el mundo».
Es más fácil ubicar a Cristo, el Hijo de Dios, a la derecha del Padre en el cielo, que hacer sitio al Hijo del hombre en nuestro mundo y por encima de nuestros intereses. Creer en Dios no es muy difícil, sobre todo si lo situamos en el cielo. Lo difícil -y eso es el cristianismo- es aceptar que Dios se ha hecho hombre, que es hombre, que vive y está con nosotros, precisamente en el prójimo. Eso es difícil de creer, porque eso nos compromete y nos complica la vida, cuestionando nuestra seguridad, nuestro bienestar, nuestro progreso frente al riesgo, malestar y subdesarrollo de tantos millones de cristianos vivientes... en los que no creemos y a los que olvidamos y rechazamos.
La Ascensión es el punto de partida de la misión de la Iglesia, una gran confusión perdura aún en el espíritu de los apóstoles y se encuentra todavía en la Iglesia actual. Fácilmente se cree que es hoy cuando el Señor va a establecer su Reino y esta creencia obstaculiza a la misión de la Iglesia y al rostro que ella adopta en el mundo. Querer que el Reino venga hoy es transformar a la Iglesia, aún provisional, en Reino definitivo y absolutizar algunos de sus rasgos provisionales.
Lo que importa no es admirar o criticar a la Iglesia, sino crearla. Pero en tanto en cuanto se la "crea" es que aún no se "ve" el Reino.
En realidad la Iglesia se define con relación al Reino a partir de nociones como "todavía no" (lo que explica su situación de camino) y, "no obstante ya" (lo que quiere decir que ya hoy, independientemente de que el Reino no ha venido aún, todos están llamados a una actitud de fe y de conversión). La Iglesia está al servicio del Reino porque ella es en el mundo quien interpela hoy a los hombres pecadores.
La Iglesia  nace, de una presencia gozosa de Jesús vivida históricamente. La presencia de Jesús es histórica, no como presencia visible y empírica, sino como presencia trascendente vivida en la historia. La experiencia escatológica fundamental de la Iglesia es esta experiencia histórica de la resurrección de Jesús en el mundo y en la comunidad. La Iglesia en los Hechos de los Apóstoles es una Iglesia escatológica, no porque espera para pronto la segunda venida de Jesús, sino porque vive desde ya históricamente la experiencia de Cristo resucitado y glorificado en el mundo y en la comunidad. Esta dimensión escatológica de la Iglesia se expresa en los Hch en las apariciones de Jesús resucitado en los momentos difíciles de la Iglesia (a Esteban, a Pedro, a Pablo), pero sobre todo la vive en la experiencia permanente del Espíritu Santo. La eclesiología de Lucas es histórica, justamente porque es definitivamente una eclesiología escatológica y pneumática.

Con el salmo 46, los cristianos aclamamos a Cristo resucitado, en la hora misma de su resurrección. El Señor sube a la derecha del Padre, y a nosotros nos ha escogido como su heredad. Su triunfo es, pues, nuestro triunfo e incluso la victoria de toda la humanidad, porque fue «por nosotros los hombres y por nuestra salvación que «subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre». Por ello, no sólo la Iglesia, sino incluso todos los pueblos deben batir palmas y aclamar a Dios con gritos de júbilo.
El salmo 46 tiene un puesto privilegiado en la liturgia de la Ascensión del Señor. Por medio de él, la Iglesia celebra el triunfo de Cristo al fin de su vida mortal y su entrada solemne en el Cielo, después de haber conquistado para nosotros la Tierra Prometida. El salmo, pues, nos ayuda a asistir al momento culminante de la Pascua del Señor Resucitado, a su entronización y glorificación.
Ellas muestran hasta qué punto la debilidad se ha convertido en fortaleza, la mortalidad en eternidad y los ultrajes en gloria. Mientras se elevaba en su naturaleza humana, comenzó, sin embargo, a estar inefablemente más cercano en su Divinidad pues, gracias a la fe, ya no era preciso sentir la necesidad de palpar la sustancia corpórea de Cristo.

En la segunda lectura se ofrece otro significado teológico de la ascensión: la exaltación total de Cristo. En el texto paulino no aparece la mención explícita de la Ascensión, que es propio de San Lucas principal y quizá exclusivamente.
Aquí se habla de la glorificación total de Jesús. En realidad, ello ya ha sucedido en la Resurrección. Por lo cual trazar fronteras claras entre ella y la ascensión es trabajo destinado al fracaso; son más bien escenificaciones diversas de lo mismo; o, por mejor decir, la ascensión es explicitación de algo previo: la glorificación de Jesús, su exaltación y sesión a la derecha del Padre.
Se trata de fijarse en Jesús una vez más, pero en su condición definitiva y total, si bien aún aquí se hace una alusión a la Iglesia, para hacer ver que no son cosas independientes. De hecho, Jesús y su Cuerpo forman una unidad y hasta que este Cuerpo no llegue a participar del todo en la suerte de su Cabeza, no estará completa la obra del Señor Jesús.
El misterio de nuestra salvación nos desborda. Necesitamos "espíritu de sabiduría» y la sabiduría del Espíritu, para llegar a comprender «la extraordinaria grandeza» de los dones que Dios nos concede por medio de Jesucristo.
Lo que nosotros esperamos, «la riqueza de gloria que nos da en herencia», podemos imaginarlo viendo el despliegue de poder y gloria realizado en Jesucristo. Veamos cómo Dios, «el Padre de la gloria», resucitó a su Hijo, lo sentó a su derecha y lo puso por encima de todo. La Iglesia, nosotros, somos su complemento y plenitud.

El evangelio presenta el final del evangelio de San Mateo. Los discípulos van a "un monte" de Galilea. En un monte Jesús sufrió la tentación del poder, en un monte se transfiguró, en un monte proclamó su mensaje. Seguramente que hay que tener en cuenta todas estas indicaciones del evangelio de Mateo para captar toda la riqueza del "monte", que, además, es lugar de la presencia de Dios.
Los discípulos se prosternan. Se hallan ante una manifestación divina. Jesús, que había rehusado todo tipo de poder, ha recibido todo el poder de Dios. Y, con este poder, confía una misión a los discípulos. Los envía a todos los pueblos, también al de Israel, para "hacer discípulos".
Los discípulos deben tomar el relevo de su obra. Jesús ya no está visible para anunciar su buena noticia a los hombres. Somos los que creemos en él los que debemos hacerlo, los que debemos proclamar que hay un Dios que es amor, un Dios que quiere que los hombres vivamos en plenitud. Esta es la única razón de la Iglesia: continuar con fidelidad el camino marcado por Jesús. E Iglesia somos todos. La misión a la que envía Jesús a sus seguidores es universal, y consiste en "hacer discípulos". No se trata de ofrecer un mensaje, sino de establecer entre los hombres y Jesús resucitado una relación personal y un seguimiento. Lo fundamental es posibilitar el encuentro con Jesús, no la doctrina, para que el hombre se comprometa a compartir su proyecto de vida.
Este "haced discípulos" se concreta en "bautizar" y "enseñar". Bautizar en el nombre de alguien significa establecer con él una relación personal. Por el bautismo entramos en relación personal con el Dios de Jesús, Padre, Hijo y Espíritu Santo. La enseñanza no es otra que la misma de Jesús. "Enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado". La fe es un don al que hay que permanecer fieles. Los cristianos tenemos que vivir en permanente recuerdo-presencia de la persona, palabras y acciones de Jesús. Su Espíritu nos ha sido dado para ello. Jesús es origen, camino y meta de toda nuestra vida. La vitalidad de la Iglesia, de cada comunidad y de cada cristiano, será proporcional a la fidelidad con que escuche la voz del Espíritu y la siga. Voz que quiere llevarnos siempre a Jesús, para que, reencontrándonos a nosotros mismos mediante la contemplación amorosa del Hijo, la meditación atenta y asidua de su palabra y la encarnación arriesgada de su mensaje, nos renovemos incesantemente.
Jesús no encarga a sus discípulos únicamente que enseñen una doctrina, sino que animen a practicarla. Deben enseñar su mensaje completo a través de sus propias vidas, de su propia fidelidad a las palabras de Jesús. Es la vida de las comunidades cristianas la escuela donde se inician los nuevos creyentes. Deben enseñar sabiendo que no son maestros, sino discípulos del único Maestro; que no enseñan algo propio. Su enseñanza debe tener la fidelidad y la dependencia más absolutas de la de Jesús. Nace de una escucha.
Finalmente Jesús promete su presencia continuada en sus discípulos hasta el fin del mundo.
Aquel deseo del pueblo de Israel se ha cumplido. Dios es el Emmanuel, Dios-con-nosotros. Así, el final del evangelio remite al comienzo, cuando el ángel comunica a José que al niño "le pondrán Emmanuel".
La Ascensión es la plenitud de la Encarnación. Cuando se hizo carne no se pudo encarnar más que en un solo hombre, al que asumió personalmente el Verbo de Dios. Pero mediante la Ascensión, por la fuerza del Espíritu que lo resucitó de entre los muertos, se hace «más íntimo a nosotros que nosotros mismos», de tal modo que Pablo pudo decir «vivo yo, pero no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí».

Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org

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<![endif]>
<![if !supportFootnotes]>[1]<![endif]> S. Benito, Regula Benedicti, 19; CSEL 75.

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