“Amanece el
Señor, y los pueblos caminan a su luz”
La Iglesia celebra la
epifanía a los doce días de la navidad. Se trata de una fiesta que tiene un
carácter similar al de la anterior. Son fiestas compañeras, si no gemelas. El
nombre de "pequeña navidad" dado a la epifanía expresa la idea
popular de la fiesta en la Iglesia occidental. Parece como una repetición, a
menor escala, de las celebraciones navideñas. Entre los cristianos de Oriente
sucedía exactamente lo contrario. También ellos celebran la navidad, pero no le
conceden el mismo rango que a la epifanía. Les parece apropiado dar a navidad
el título de "pequeña epifanía".
La Iglesia universal
celebra ambas solemnidades. Navidad y epifanía son fiestas complementarias que
se enriquecen mutuamente. Ambas celebran, desde diferentes perspectivas, el
misterio de la encarnación, la venida y manifestación de Cristo al mundo.
Navidad acentúa más la venida, mientras que epifanía subraya la manifestación.
La epifanía es de origen
oriental y, probablemente, comenzó a celebrarse en Egipto. De allí pasó a otras
iglesias de Oriente, y posteriormente fue traída a Occidente, primero a la
Galia, más tarde a Roma y al norte de Africa.
La aparición de esta
fiesta al principio del siglo IV coincidió aproximadamente con la institución
de la navidad en Roma. Durante este siglo tuvo lugar un proceso de imitación
recíproca de ambas iglesias. Mientras que las iglesias occidentales adoptaban
la fiesta de la epifanía, las orientales, con algunas excepciones, no tardaron
mucho en introducir la fiesta de navidad. Como resultado de esta nivelación o
"gemelización", ya en el siglo IV
o v las iglesias orientales y occidentales celebraban dos grandes fiestas en el
tiempo de navidad.
Se ha descrito la fiesta
del 6 de enero como la navidad de la Iglesia de Oriente. El término mismo,
proveniente del griego epiphaneia ("manifestación"),
arroja luz sobre la significación originaria de la fiesta. En el griego
clásico, la palabra podía expresar dos ideas, secular una, religiosa la otra.
En el uso secular podía referirse a una llegada. San Pablo utiliza la
palabra en el sentido de cuando un rey visitaba una ciudad y hacía su entrada
solemne, se recordaba ese evento como una epifanía refiriéndose a
Cristo. Su venida a la tierra fue una epifanía, como la de un gran monarca que
entra en una ciudad. Si tenemos presente este uso neotestamentario
del término epiphaneia, así la idea de
nacimiento entró en la concepción de la fiesta de la epifanía, ya que celebraba
la venida, la llegada y la presencia de la palabra encarnada entre nosotros.
Existía, además, el uso
religioso del término en la cultura griega. Aquí tiene un sentido bastante
diferente. Denotaba alguna manifestación de poder divino en beneficio de los
hombres. Aquí estamos más cerca de la interpretación litúrgica de la
epifanía. Es una fiesta de manifestación. Dios manifestaba su poder benevolente
en la encarnación. La venida de Cristo a la tierra era una epifanía en sí
misma. Hubo, además, otras manifestaciones: la adoración de los magos, el
bautismo en el Jordán, la conversión del agua en vino y otras más.
Parece, pues, que la
fiesta de la epifanía tuvo desde el principio un carácter más bien complejo.
Fue una fiesta de natividad pero también fue algo más. No se limitaba a
celebrar la venida histórica de nuestro Señor y Salvador Jesucristo a la tierra,
sino también los diversos "signos" por los que durante su vida reveló
su poder y su gloria.
Hemos señalado con
anterioridad que en la Iglesia de Oriente el foco del interés tendía a
centrarse en el bautismo de Cristo. Y no sin razón, pues fue precisamente en
ese acontecimiento donde el Padre dio testimonio de que éste era su Hijo amado,
y el Espíritu Santo se posó sobre él en forma visible. Esa fue la manifestación
que inauguró su ministerio público y le reveló como el Mesías.
Con la introducción de
la epifanía en Roma y en otras iglesias de Occidente, el significado de la
fiesta experimentó un cambio. Entonces, el episodio de los magos que siguen a
la estrella y vienen con sus regalos a adorar al Mesías se convirtió en el tema
principal de la fiesta. Se atribuyó un simbolismo profundo al relato
evangélico. Representaba la vocación de los gentiles a la Iglesia de Cristo.
La llamada a todas las
naciones. Cuando
la epifanía se popularizó, se implantó la costumbre de añadir las tres figuras
de los magos a la cuna de navidad. Ellos llegaron a conquistar la fantasía
popular. La leyenda les dio unos nombres y los convirtió en reyes. En la gran
catedral gótica de Colonia se puede ver la urna de los tres reyes. Sus
"huesos" fueron llevados allí, desde Milán, en 1164, por Federico Barbarroja.
Los grandes padres
latinos, san Agustín, san León, san Gregorio y otros, se sintieron fascinados
por esas tres figuras, pero por una razón distinta. No sentían curiosidad por
conocer quiénes eran o su lugar de procedencia. Su interés se centraba en
determinar lo que ellos representaban, su función simbólica, la teología
subyacente en el relato evangélico.
La primera lectura es del libro de Isaias ( Is 60,1-6). El texto forma parte de la tercera parte del libro de
Isaías, la recopilación escrita después del retorno del exilio de Babilonia. Los exiliados ya han
vuelto, la ciudad aún está por reconstruir, pero el profeta ve y anuncia la
gloria de esta reconstrucción. En el fondo, es una llamada a los que han vuelto
para que vivan la tarea de reconstrucción como una labor gozosa, que Dios
guiará y llevará a feliz término.
Todo el capitulo es un
himno a la nueva Jerusalén como símbolo de una humanidad transformada por Dios
en un pueblo justo, pacífico y feliz. Dios será todo en todos y todos se
sentirán como hijos de Dios, sin odios ni ruines ambiciones. El prestigio de la
ciudad santa será inmenso y se incorporará a ella lo mejor de todas las
naciones, sus hijos más nobles.
El profeta mira a la
Jerusalén humilde que apenas renace de sus ruinas. Esa, de repente, se
transfigura con la luz de la futura Jerusalén, llena de las riquezas de Yavhé, y que será su propia esposa.
Allí se realizarán todas
las aspiraciones de una humanidad purificada y reunida en la luz de Dios (cf. Ap 21). Allí, la humanidad tendrá plenamente lo que
anhelaba.
El autor describe, con
imágenes de gran belleza, el resplandeciente resurgimiento de la derruida
ciudad de Jerusalén. Sión se convierte de nuevo en el lugar de la presencia de
Yahvé, que con su manifestación esplendorosa domina las tinieblas que estrechan
y ahogan a los pueblos paganos. Largas filas de hombres y de bestias marchan
hacia el centro ecuménico de todas las naciones. Aparecen, en primer lugar, los
pueblos de Arabia, los hijos de la esclava, siempre despreciados, que se
reintegran así a la descendencia de Abrahán, del que provienen a través de
Ismael. La visión universalista se completa con el homenaje de los antiguos
enemigos que reconocen el kabod ( =
manifestación poderosa y salvadora de Dios) del Señor.
El oráculo tiene la
forma de una llamada a la ciudad de Jerusalén para que se dé cuenta de todo lo
que está pasando y lo viva como una gran alegría. La Jerusalén recobrada, dice
el profeta, se ha convertido nuevamente en luz entre las tinieblas, porque en
ella está el Señor.
Y, a partir de aquí, el
profeta imagina como una nueva caravana que se acerca a la ciudad.
Esta nueva caravana está
formada, por una parte, por los "hijos e hijas" que aún no están en
Jerusalén: tanto los que se han quedado en el exilio como los que están
dispersos por otros países. Y, por otra parte, está formada también por los
pueblos extranjeros que, atraídos por la luz del Señor, se acercan con sus
dones para ayudar en la reconstrucción de la ciudad.
Este oráculo, de hecho, es
un texto de exaltación nacionalista (el país reconstruido, y los extranjeros
ayudando a la reconstrucción). Pero apunta a otro sentido nuevo y
universalista, entendiendo Jerusalén como símbolo de la presencia de Dios en el
mundo: así es comprendido en la liturgia de hoy.
El profeta invita a la
ciudad a que se deje ya de lamentos y levante la cabeza para que, iluminado su
rostro con la luz que viene sobre ella, resplandezca de alegría:
"Levántate, brilla Jerusalén...!".
El advenimiento de Yavé convierte a Jerusalén en un foco de luz para todo el
mundo, en un faro que orienta todos los caminos. Los pueblos que yacían en las
tinieblas de la muerte se levantan y emprenden la marcha bajo la nueva luz.
El profeta invita a
Jerusalén a levantar la vista en torno suyo: He aquí que sus hijos y sus hijas
vuelven hacia ella de la diáspora y del destierro, y los mismos pueblos
extranjeros que los detuvieron en la cautividad son ahora los que les ayudan
para que les sea aún más agradable la repatriación. Jerusalén se convierte en
el centro del universo, en el lugar señalado para la reunión de los hijos de
Israel y para el encuentro de todos los pueblos; pues el Señor convoca a todas
las naciones para celebrar la misma salvación que ha surgido en Jerusalén.
Jerusalén, asombrada
ante lo que ve venir, ensancha las murallas y el corazón para recibir
muchedumbres y regalos innumerables. En ella hay lugar para todos. Con naves y
camellos, por el mar y por el desierto acudirán a Jerusalén los pueblos de
Occidente, "las Islas", y los de Oriente. Traerán en las manos el oro
y el incienso; y en sus labios, una canción de alabanza a Yavé.
Y todos se unirán en una misma ofrenda al Señor y en una misma reconciliación
entre los pueblos. Ya no habrá cautivos ni exiliados, todos serán un solo
pueblo en presencia del Señor.
vv. 1-3: se habla de una
manifestación o epifanía salvadora del Señor. El poeta está tan seguro de ese
futuro que usa los tiempos en pasado, como si ya se hubiese realizado (pasado
profético).
Hay un contraste entre
la luz y las tinieblas (=presencia y ausencia de Dios). La luz, tan ansiada, ya
está amaneciendo sobre la Ciudad Santa, en contraste con las tinieblas que se
extienden sobre las otras naciones. Este amanecer no guarda relación alguna con
la salida del sol sino que hace más bien referencia a la gran epifanía o
manifestación de Dios. Donde está Dios está la luz y está la vida; si Jerusalén
desea vivir deberá estar unido a su Dios. Y ante esta epifanía del Señor
también los otros pueblos se ponen en movimiento saliendo de la oscuridad.
vv. 4-7: recalca el
carácter de urgencia e inmediatez del mensaje. Una nueva época se instaura en
la ciudad: no sólo vuelven los desterrados sino también los otros pueblos,
atraídos por la luz del Señor se dirigen a Jerusalén. Es la antítesis de la
dispersión del año 586. El edicto de repatriación de Ciro sólo hizo volver a
algunos, pero la epifanía de Dios, a todos, incluso a los más lejanos que traen
los dones más preciados de Oriente. Cuando todo esto acaezca ya no será
necesario dar ánimos a Jerusalén. Ella lo verá con sus propios ojos y su rostro
se volverá risueño.
El responsorial es el Salmo 71 (Sal 71,2.7-8.10-13), salmo que probablemente
corresponde a la liturgia de coronación de un nuevo rey en Jerusalén.
El salmo, escrito después del exilio, en
una época en que ya la dinastía de David no estaba en el trono, se refiere
directamente al "rey-Mesías", ¡al reino Mesiánico esperado como
"universal' y "eterno"! Sólo Dios puede tener un reino eterno,
"que dure tanto como el sol, hasta la consumación de los siglos". En
vano un rey cualquiera puede pretender tal cosa. Como en los demás salmos,
encontramos en éste, el procedimiento literario llamado de
"revestimiento": se trata de un lenguaje florido, que utiliza el
"estilo de las cortes reales de oriente", con sus hipérboles
gloriosas y su ideología real, para expresar un "misterio", para
"revestir" una revelación no sobre un sistema político sino sobre
Dios mismo.
Salmo marcadamente mesiánico, con la riqueza y la fuerza evocativa de sus
imágenes proclama el reino universal de justicia y de prosperidad, de paz y
abundancia de liberación y rehabilitación del rey-mesías, el esperado de
Israel. En el texto se destaca la figura ideal del descendiente de David, el
verdadero ungido de Dios, dibujado con prerrogativas grandiosas; en
efecto, él realizará cosas maravillosas y manifestará su gloria, que es la
gloria misma de Dios.
La oración
de Israel por su rey era una oración por la justicia, por el juicio imparcial y
por la defensa de los oprimidos. Mi oración por el gobierno de mi país y por
los gobiernos de todo el mundo es también una oración por la justicia, la
igualdad y la liberación.
«Dios mío, confía tu juicio
al rey, tu justicia al hijo de reyes: para que rija a tu pueblo con justicia, a
tus humildes con rectitud. Que los montes traigan paz, y los collados justicia.
Que él defienda a los humildes del pueblo, socorra a los hijos del pobre y
quebrante al explotador».
Israel
seguirá rezando por su rey:
«Porque él librará al pobre
que clamaba, al afligido que no tenía protector; él se apiadará del pobre y del
indigente, y salvará la vida de los pobres; él rescatará sus vidas de la
violencia, su sangre será preciosa a sus ojos».
Y el Señor
bendecirá a su rey y a su pueblo:
«Que dure tanto como el sol,
como la luna de edad en edad; que baje como lluvia sobre el césped, como
llovizna que empapa la tierra; que en sus días florezcan la justicia y la paz
hasta que falte la luna; que domine de mar a mar, del Gran Río al confín de la
tierra».
Que reine
la justicia en la tierra.
Fundamentándose en las
promesas a David, se proclama un doble deseo: una actuación en favor de los
pobres y los débiles, y una ampliación de sus dominios.
“Se postrarán ante ti,
Señor, todos los reyes de la tierra”
La lectura litúrgica ve aquí el sentido
pleno de la bendición perenne realizada en Jesucristo.
Asi comenta San Juan Pablo II el salmo 71 “Es fácil intuir que la figura del
rey davídico, con frecuencia decepcionante, fuera sustituida --ya a partir de
la caída de la dinastía de Judá (siglo VI a.C.)-- por la fisonomía luminosa y
gloriosa del Mesías, según la línea de la esperanza profética expresada por
Isaías: «Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los
pobres de la tierra» (11,4). O, según el anuncio de Jeremías, «Mirad que días
vienen --dice el Señor-- en que suscitaré a David un germen justo: reinará un
rey prudente, practicará el derecho y la justicia en la tierra» (23,5).
3. Después de esta viva y apasionada
imploración del don de la justicia, el Salmo amplía el horizonte y contempla el
reino mesiánico-real en su desarrollo a través de dos coordinadas, las del
tiempo y el espacio. Por un lado, de hecho, se exalta su duración en la
historia (Cf. Salmo 71, 5.7). Las imágenes de carácter cósmico son vivas: se
menciona el pasar de los días al ritmo del sol y de la luna, así como el de las
estaciones con la lluvia y el nacimiento de las flores.
Un reino fecundo y sereno, por
tanto, pero siempre caracterizado por esos valores que son fundamentales: la
justicia y la paz (Cf. versículo 7). Estos son los gestos de la entrada del
Mesías en la historia. En esta perspectiva es iluminador el comentario de los
padres de la Iglesia, que ven en ese rey-Mesías el rostro de Cristo, rey eterno
y universal.
4. De este modo, san Cirilo de
Alejandría en su «Explanatio in Psalmos»
observa que el juicio que Dios hace al rey es el mismo del que habla san Pablo:
«hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza» (Efesios 1, 10). «En sus días
florecerá la justicia y abundará la paz», como diciendo que «en los días de
Cristo por medio de la fe surgirá para nosotros la justicia y al orientarnos
hacia Dios surgirá la abundancia de la paz». De hecho, nosotros somos
precisamente los «humildes» y los «hijos del pobre» a los que socorre y salva
este rey: y, si llama ante todo «"humildes" a los santos apóstoles,
porque eran pobres de espíritu, a nosotros nos ha salvado en cuanto "hijos
del pobre", justificándonos y santificándonos por medio del Espíritu» (PG
LXIX, 1180).
5. Por otro lado, el salmista
describe también el espacio en el que se enmarca la realeza de justicia y de
paz del rey-Mesías (Cf. Salmo 71, 8-11). Aquí aparece una dimensión universal
que va desde el Mar Rojo o el Mar Muerto hasta el Mediterráneo, del Éufrates,
el gran «río» oriental, hasta los más lejanos confines de la tierra (Cf.
versículo 8), evocados con Tarsis y las islas, los
territorios occidentales más remotos según la antigua geografía bíblica (Cf.
versículo 10). Es una mirada que abarca todo el mapa del mundo entonces
conocido, que incluye a árabes y nómadas, soberanos de estados lejanos e
incluso los enemigos, en un abrazo universal que es cantado con frecuencia por
los salmos (Cf. Salmos 46,10; 86,1-7) y por los profetas (Cf. Isaías 2,1-5;
60,1-22; Malaquías 1,11).
El broche de oro de esta visión
podría formularse con las palabras de un profeta, Zacarías, palabras que los
Evangelios aplicarán a Cristo: «¡Exulta sin freno,
hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu
rey. Es justo... Suprimirá los cuernos de Efraím y los caballos de Jerusalén;
será suprimido el arco de combate, y proclamará la paz a las naciones. Su
dominio irá de mar a mar y desde el Río hasta los confines de la tierra»
(Zacarías 9, 9-10; Cf. Mateo 21, 5). (San Juan Pablo II. Audiencia general del miércoles 1 diciembre 2004).
La segunda lectura de la carta a los efesios ( Ef 3,2-3a; 5-6), es parte de la sección Ef
3. 1-13 en la que se habla de la misión del apóstol como anunciador y pregonero
del Misterio, que es el tema principal de Efesios.
Este Misterio es, en el fondo, el de
la Revelación total de Dios en Cristo. El misterio de Dios es aquí lo mismo que
el plan de Dios, concretamente el plan de llamar a todos los hombres sin
excepción para que sean partícipes en Jesucristo de la promesa hecha a Abrahan y a sus descendientes. Naturalmente ello no era
conocido antes de la venida del Hijo. Pero una vez realizado entre nosotros, no
hay fronteras para ese anuncio.
Nos habla del carácter de
"revelación" que asume el plan de Dios. El "misterio" que
se ha dado a conocer a Pablo es el plan salvífico que estaba escondido desde la
eternidad en Dios. Su revelación es una decisión libre de Dios, fruto del amor
que tiene al hombre. Es la salvación que se realiza en Cristo y por Cristo.
Pablo afirma que en el tiempo
presente se da una más profunda penetración del misterio de Dios. El proceso de
penetración del plan de salvación con frecuencia sigue un camino lleno de
dificultades como lo demuestra la misión apostólica de Pablo.
San Pablo confiesa abiertamente que
con la gracia y la misión apostólica ha recibido también la revelación del
misterio, de aquel misterio en otro tiempo oculto en la intimidad de Dios y
ahora manifestado por el Espíritu Santo a los apóstoles y profetas.
Los gentiles, que estaban "sin
esperanza y sin Dios" (Ef. 2, 12), han sido equiparados en todo a los
judíos. Unos y otros, si creen en el Evangelio de N. S. Jesucristo, forman una
misma iglesia y son como un mismo cuerpo.
La iglesia de judíos y gentiles ha
de ser para los hombres y los pueblos como una señal y un instrumento de
reconciliación, pues Dios ha querido recapitular todas las cosas en Cristo.
El texto es del evangelio de San Mateo (Mt 2,1-12), contiene el
principio del capítulo 2 de Mateo (2,1-29) al que le siguen otros tres cuadros
narrativos: la fuga a Egipto (2,13-15): la matanza de los inocentes (2,16-18) y
el regreso a Egipto (2,19-23). Si en el primer capítulo del evangelio de Mateo
el intento del evangelista es mostrar la identidad de Jesús (quién es Jesús),
en el segundo, el misterio de la figura de Jesús viene engarzado con algunos
lugares que señalan el comienzo de su vida terrestre.
Cuando nace el Niño
Jesús, a Herodes sólo le quedaban unos cuatro años de vida. Ante esas
circunstancias las intrigas palaciegas se multiplicaban. Su mismo hijo Arquelao forma parte de una conspiración que, descubierta
por su padre, le costó no sólo el trono sino también la vida. Por eso la
presencia de unos extranjeros preguntando por el rey de los judíos que acababa
de nacer, produce una gran consternación en la corte real.
Trató de engañar a los
ilustres visitantes. Pero su astucia y su maldad no sirvió
de nada. Y los Reyes Magos se volvieron por otro camino, llenos de gozo por
haber visto al Rey del mundo, recostado en el regazo de una joven madre llamada
María.
Para una mejor comprensión del mensaje en 2,1-13
resulta más provechoso subdividir el relato de los Magos en dos partes
siguiendo el criterio de los cambios de lugar: Jerusalén (2,1-6) y Belén (2,
7-12). Debemos aclarar que en el corazón de la historia de los Magos
encontramos una cita bíblica que focaliza la importancia de Belén en este
período de la infancia de Jesús. “Y tú,
Belén, tierra de Judá, no eres, no, la menor entre los principales clanes de
Judá: pues de ti, saldrá un caudillo que apacentará a mi pueblo, Israel”
(Mt 2,6).
Las dos ciudades constituyen el fondo de esta epopeya
de los Magos y están unidas por dos hilos temáticos: la estrella (vv 2.7.9.10) y la adoración del Niño (vv
2.11).
Aunque en Is 1-6 la ciudad
de Jerusalén está llamada a “levantarse y acoger la gloria del Señor”, ahora en
Mateo se asiste a una reacción de rechazo por parte del rey y de Jerusalén con
relación al Mesías nacido en Belén. Tal conducta prefigura el comienzo de las
hostilidades que llevarán a Jesús a ser condenado precisamente en Jerusalén. No
obstante tal reacción, que impide a los Magos acercarse a la salvación
precisamente en la ciudad elegida para ser instrumento de comunión de todos los
pueblos de la tierra con Dios, los acontecimientos del nacimiento de Jesús se
trasladan a Belén. Dios que guía los sucesos de la historia hace que se vayan
de Jerusalén los Magos, que se pongan en camino y encuentren al Mesías, en la
ciudad que fue patria de David, Belén.
"Jesús nació en
Belén de Judá en tiempo del rey Herodes..." (Mt 2, 1)
En esta ciudad David
había recibido la investidura real con la unción dada por Samuel, ahora, por el
contrario, el nuevo rey recibe una investidura divina: no con óleo, sino en el
Espíritu Santo (1,18.20). A esta ciudad suben ahora los pueblos, representados
por los magos, para contemplar el Emmanuel, el Dios con nosotros, y para hacer
experiencia de paz y de fe...
Lo
realizado por los Magos fue un auténtico camino de fe, mucho más, ha sido el
itinerario de aquéllos que, aunque no pertenecen al pueblo elegido, han
encontrado a Cristo. Al comienzo de un camino hay siempre una señal que pide
ser vista allí donde todo hombre vive y trabaja. Los Magos han escrutado el
cielo, para la Biblia sede de la divinidad, y de allí han tenido una señal: una
estrella. Pero para comenzar el recorrido de fe no basta escrutar los signos de
la presencia de lo divino. Un signo tiene la función de suscitar el deseo, que
necesita para realizarse un arco de tiempo, un camino de búsqueda, una espera.
El motor de su itinerario es el aparecer de una estrella, asociada enseguida al
nacimiento de un nuevo rey: “ hemos visto su estrella
en el Oriente” . La estrella es aquí sólo una señal, un indicio que comunica a
los Magos la iniciativa de ponerse en camino. Al principio puede ser que estén
movidos por la curiosidad, pero enseguida esta curiosidad se transformará en
deseo de búsqueda y descubrimiento. Se da el hecho que aquel indicio de la
estrella ha conmovido a los personajes y los ha empujado a buscar para
encontrar una respuesta: ¿quizás a un profundo deseo? ¡Quién lo sabe! El texto
muestra que los Magos tienen en el corazón una pregunta y que no temen
repetirla, haciéndose inoportunos: “¿Dónde está el rey de los Judíos?”
La pregunta se la hacen al rey
Herodes e, indirectamente, a la ciudad de Jerusalén. La respuesta viene dada por
los expertos, sumos sacerdotes, escribas: es necesario buscar el nuevo rey en
Belén de Judá, porque así lo ha profetizado Isaías: “Y tú, Belén, tierra de
Judá, no eres, no , la menor entre los principales
clanes de Judá; porque de ti saldrá un caudillo que apacentará a mi pueblo
Israel” (Mt 2,6). El texto profético sale al encuentro de las dificultades
de los Magos: la Palabra de Dios se convierte en luz para su camino.
En fuerza de aquella información,
sacada de la profecía isaiana, y confortados por el
reaparecer de la estrella los Magos emprenden de nuevo el camino teniendo como
meta, Belén. La estrella que los guía se para sobre la casa en la que se
encuentra Jesús. Es extraño que los que viven en Belén o en los alrededores de
la casa en la que se encuentra Jesús no vean aquella señal. Además, aquellos
que poseen la ciencia de las Escrituras conocen la noticia del nacimiento del
nuevo rey de Israel, pero no se mueven para ir a buscarlo. Al contrario, la
pregunta de los Magos había, más bien, provocado en sus corazones miedo y
turbación. En definitiva, aquellos que están cerca del acontecimiento del
nacimiento de Jesús no se dan cuenta de los acaecido, mientras los lejanos,
después de haber recorrido un accidentado camino, al final encuentran lo que buscaban.
Pero, en realidad, ¿qué es lo que ven los ojos de los Magos? Un niño con su
madre, dentro de una pobre casa. El astro que los acompañaba era aquel sencillo
y pobre niño, en el cual reconocen al rey de los Judíos.
Se postran delante de Él y le ofrecen
dones simbólicos: oro ( porque se trata de un rey); el
incienso ( porque detrás de la humanidad del niño está presente la divinidad);
mirra ( aquel astro es un hombre auténtico destinado a morir).
Para nuestra vida.
Hoy celebramos la fiesta de la "Epifanía",
que quiere decir "El Señor se ha manifestado". La fiesta de los Reyes
es la epifanía de un niño adorado por los “magos”, que representan al mundo
pagano y a los extranjeros. Es el universalismo de la Salvación.
La más antigua mención
de la celebración de una fiesta cristiana el 6 de enero, parece ser la de los «Stromata» (1:21) de Clemente de Alejandría, quien murió
antes del año 216. Dicho autor afirma que la secta de los Basilianos
celebraba la conmemoración del Bautismo del Señor con gran solemnidad, en
fechas que parecen corresponder al 10 y al 6 de enero. Esto tendría en sí mismo
poca importancia, si no existieran abundantes pruebas de que en los dos siglos
siguientes, el 6 de enero se convirtió en una festividad principal en la
Iglesia de Oriente, y que tal festividad estaba estrechamente relacionada con
el Bautismo del Señor. En un documento conocido con el nombre de «Cánones de
Atanasio», cuyo texto pertenece básicamente a la época de san Atanasio, digamos
hacia el año 370, el autor nos dice que las tres fiestas más importantes del
año eran Pascua, Pentecostés y Epifanía. El mismo documento prescribe a los
obispos que reúnan a los pobres en las ocasiones solemnes, particularmente «en
la gran fiesta del Señor» (Pascua), en Pentecostés, «cuando el Espíritu Santo
descendió sobre su Iglesia», y en «la fiesta de la Epifanía del Señor en el mes
de Tubi, es decir, la fiesta de su Bautismo» (canon
16). El canon 66 repite: «la fiesta de la Pascua, la fiesta de Pentecostés y la
fiesta de la Epifanía, que es el decimoprimero día del mes de Tubi.»
En la primera lectura, tomada de Isaías 60,1-6, el
profeta predice el retorno de los exiliados a Jerusalén. Se representa a la
ciudad como a una madre que guarda luto por la dispersión de sus hijos y que se
regocijará pronto por su vuelta.
El autor asume en este
poema el motivo de la epifanía de Yavé y, recordando
la prodigiosa liberación de los cautivos de Babilonia y su regreso por el
desierto a la Ciudad de David, espiritualizando y universalizando también este
acontecimiento del pasado, proyecta en el último futuro la definitiva
"epifanía" del Señor cuando vuelva al fin de los tiempos. La venida o
el adviento del Señor es contemplada como un amanecer sobre Jerusalén, de una
gran luz, de un sol victorioso.
Alza en torno los ojos y
contempla,
todos se reúnen y vienen a
ti,
tus hijos llegan de lejos,
y tus hijas son traídas
en brazos.
Una visión de
universalidad, como una gran procesión de pueblos que proceden de todas las
partes del mundo y convergen en la ciudad santa, la Iglesia. Y estos pueblos no
vienen con las manos vacías, sino llevando dones: "Porque a ti afluirán
las riquezas del mar, y los tesoros de las naciones llegarán a ti". ¿Cómo
tenemos que entender esos dones? ¿Se trata simplemente de riquezas y de
recursos naturales, o representan riquezas espirituales?.
Son tesoros invisibles; que incluyen la sabiduría, la cultura heredada y las
tradiciones religiosas de cada nación. No se puede aceptar todo. Algunos
elementos deberán pasar por una purificación, o incluso deberán ser rechazados;
pero la Iglesia reconoce que cuantos valores de verdad y de bondad se
encuentran entre esos pueblos son signos de la presencia oculta de Dios entre
ellos. Como declara el concilio Vaticano II: "Cuanto de bueno se halla sembrado
en el corazón y en la mente de los hombres o en los ritos y culturas propios de
los pueblos no solamente no perece, sino que es purificado, elevado y consumado
para gloria de Dios".
El profeta Isaías habla
de una luz de Dios que se posará sobre una Jerusalén triunfadora y radiante,
luz que llenará de orgullo y de alegría a un pueblo que ha sido guiado a la
victoria final por su Dios, por Yahveh. Nosotros, en
cambio, tendremos que aprender a ver a Dios de una manera más sencilla y menos
espectacular. Tenemos que aprender a ver la luz de Dios en la humildad de sus
criaturas, de manera especial en las personas humanas. Tenemos, sobre todo, que
aprender a ver a Dios en el interior de nuestro corazón.
El salmo71 es como una profecía que anuncian los "magos": "Los
reyes de Tarsis y las islas le pagarán tributo. Los
reyes de Arabia y de Sabá traerán presentes". Tal vez fue este salmo
el que dio pie a la tradición, presente ya en Tertuliano, de que los magos eran
reyes. Posteriormente se dio una interpretación mística incluso a los dones
mismos. Significaban misterios divinos. El oro reconocía el poder regio de
Cristo; el incienso, su sumo sacerdocio, y la mirra, su pasión y sepultura. Pero más allá de los detalles
concretos de este género, este salmo en su totalidad tiene que ver con Jesús,
amigo y protector de los pobres, defensor de los desgraciados, vencedor del
mal, que hace "lamer el polvo" a nuestros enemigos: ¡el pecado y la
muerte! No hay otro rey como El. ¡Sólo aquel reino, el suyo, el reino del amor
sin fronteras, es eterno! Y nosotros estamos invitados a hacerlo
"llegar": "Adveniat regnum tuum... ¡Que venga tu
reino!".
En la segunda lectura, San Pablo reconoce que cuanto tiene
le ha sido otorgado por la liberalidad divina. "Habéis oído hablar de la
distribución de la gracia de Dios que se me ha dado en favor vuestro" (Ef 3, 2). Nunca estima que tenga algo por
mérito propio. Reconocerá sí que ha procurado responder a las gracias
recibidas, e incluso dirá que no las ha recibido en vano. Pero nunca presume de
cosa alguna como propia. Él se reconoce débil e incapaz de superar por sí sólo
las dificultades. Sin embargo, afirma convencido que todo lo puede en Aquel que
le conforta.
Y al mismo tiempo
comprende que cuanto ha recibido no es para su bien personal, algo para su
propio provecho, sino unos dones que ha de comunicar a los demás, haciéndoles
partícipes de ese cúmulo de gracias divinas... En definitiva, todo don nos
viene de Dios y no sólo para nuestro provecho.
“Ahora ha sido revelado que también los gentiles son coherederos” Noticia de que también los
gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa
en Jesucristo por el Evangelio, es la motivación principal de la misión de S. Pablo.
La gracia de Dios es para todos. Así
lo anuncia sin poderlo silenciar, porque está persuadido de que es así.
Precisamente porque ya está presente en la realidad, ha de conseguirse una mayor
conciencia de ello, con la alegría y tranquilidad consiguientes.
No podemos renunciar al
universalismo so pena de renunciar a creer en Jesús como Unigénito de Dios,
Primogénito e Imagen de toda la creación. Esto vale tanto para cristianos que
quieran poseer y controlar el mensaje como para no cristianos que pretenden que
a ellos no les afecta el mismo mensaje.
En Mateo 2,1-12 también los sabios de Oriente representaban
a las naciones del mundo. Ellos fueron los primeros frutos de las naciones
gentiles que vinieron a rendir homenaje al Señor. Ellos simbolizaban la
vocación de todos los hombres a la única Iglesia de Cristo.
Aquellos hombres que
buscaban ansiosamente simbolizan la sed que tienen los pueblos que todavía no
conocen a Jesús. La Epifanía además de ser un recuerdo, es sobre todo un
misterio actual, que viene a sacudir la conciencia de los cristianos dormidos.
Para la Iglesia la Epifanía constituye un reto misional: o trabaja generosa e
inteligentemente para manifestar a Cristo al mundo, o traiciona su misión. La
tarea esencial e ineludible de la Iglesia es trabajar para llevar a Cristo a
todos aquellos que no lo conocen. La llegada de los magos, que no pertenecen al
pueblo elegido, nos revela la vocación universal de la fe. Todos los pueblos
son llamados a reconocer al Señor para vivir conforme a su mensaje y alcanzar
la salvación.
La descripción que hace
el Evangelio de la llegada de los magos a Jerusalén y luego a Belén, la
reacción de Herodes y la actuación de los doctores de la ley, encierra una
carga impresionante de enseñanza. Unos hombres extranjeros siguen el camino
indicado por la estrella, para adorar al recién nacido Rey de los judíos. El
rey Herodes ante el temor de que surja un rey "mayor" que él se deja
llevar por la envidia y reacciona cruelmente. Los conocedores de las Escrituras
en Jerusalén quedan indiferentes ante aquella luz del cielo, que anuncia el
acontecimiento esperado por siglos.
La estrella que guió a los sabios a
Belén. La estrella es un elemento indispensable en la narración de san Mateo;
pero la tradición cristiana la interpreta no como un fenómeno natural, sino
como un símbolo de fe.
La intención de S. Mateo era dejar bien sentada la
universalidad de la salvación de Cristo, y más teniendo en cuenta que los
destinatarios principales de su evangelio eran judíos, marcados aún por el
particularismo. En el momento de redactar su mensaje, la ruptura de fronteras y
razas era ya una realidad. El encuentro de Jesús con culturas y personas supera
aquel nacionalismo a ultranza.
Fiesta de Epifanía. Dios
se manifiesta a todos los pueblos.
Con esta interpretación
de epifanía, la fiesta toma un carácter más universal. Amplía nuestro campo de
visión, abre nuevos horizontes. Dios deja de manifestarse sólo a una raza, a un
pueblo privilegiado, y se da a conocer a todo el mundo. La buena nueva de la
salvación es comunicada a todos los hombres. El pueblo de Dios se compone ahora
de hombres y mujeres de toda tribu, nación y lengua. La raza humana forma una
sola familia, pues el amor de Dios abraza a todos.
Con los magos, tan
distintos y tan unidos en un objetivo (buscar a Dios) nos sentimos todos
agraciados: ¡El Señor es para todos! No es para unos pocos. Ya no existe un
pueblo exclusivo. Todos estamos llamados a disfrutar de la gran herencia
divina.
Vayamos, y como los
magos, postrémonos ante la gran manifestación de un Dios que ha nacido para
todos los pueblos de la tierra.
Las palabras clave son
búsqueda y encuentro, Dios se revela a quien busca.
¿Somos como aquella
Jerusalén, "conocedora de las Escrituras", pero incapaz de reconocer
y menos de seguir el camino de la Luz de Cristo?
O ¿somos como los magos
de oriente, en búsqueda siempre de la verdad y dispuestos a ponerse en camino
hacia Jesús, Rey y Señor de la historia?
¿Qué buscaban los magos?
¿A quién?
¿Por qué? Lo poseían
todo: reino, oro y plata, nobleza y riquezas. Pero les faltaba el supremo
tesoro. De repente y ante tanta riqueza, Dios, se manifiesta revestido de
pobreza.
Buscaban porque, sus
fortunas, no les satisfacía todas sus ansias de felicidad.
Buscaban porque, aun
siendo reyes, querían ser siervos de Aquel que había sido anunciado,
profetizado y silenciado por poderes que querían anteponerse al mismo Dios.
¿A quién buscamos
nosotros? ¡Cuánto nos asustan las dificultades! A los magos, lejos de
acobardarles los inconvenientes, cruzaron desiertos y montañas, dominios y
traidores gruta de Belén.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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