TERCER
DOMINGO DE CUARESMA
San Juan 4,5-42. La mujer samaritana.
"Es por ti por quien Jesús está
fatigado del camino. En Cristo encontramos la fuerza y la debilidad: se nos
muestra a la vez poderoso y anonadado. Poderoso porque "en el Principio la
Palabra existía, y la Palabra era Dios, en el Principio él estaba en
Dios". ¿Quieres saber cuál es el poder de este Hijo de Dios? "Todas
las cosas fueron hechas por él, y sin él nada fue hecho". ¿Hay algo más fuerte
que aquel que ha hecho todas las cosas sin experimentar cansancio? ¿Quieres
conocer su debilidad? "La palabra se hizo carne y habitó entre
nosotros". El poder de Cristo te ha creado; su debilidad te ha recreado.
El poder de Cristo ha dado el ser a lo que no era; la debilidad de Cristo ha
evitado que pereciese lo que era. En su fuerza nos ha creado, en su
desvalimiento ha venido en nuestra busca" (San Agustín, Tratado sobre San
Juan, 15, 6; CCL. 36, 152).
La transformación que la gracia opera
en esa mujer es maravillosa (Jn 4,28-29). El pensamiento de la samaritana se
centra ahora solamente en Jesús y, olvidándose del motivo que le había llevado
al pozo, deja su cántaro y se dirige al pueblo, deseando comunicar su
descubrimiento. «Los Apóstoles, cuando fueron llamados, dejaron las redes; ésta
deja su cántaro y anuncia el Evangelio, y no llama solamente a uno, sino que
remueve toda la ciudad» (S. Juan Crisóstomo, In Ioannem 33).
El episodio presenta todo un proceso
de evangelización que se inicia con el entusiasmo de la samaritana (Jn
4,39-42). «Lo mismo sucede hoy a los que están fuera y no son cristianos:
comienzan sus amigos cristianos por darles noticias de Cristo, como hizo
aquella mujer, lo mismo que hace la Iglesia; luego vienen a Cristo, esto es,
creen en Cristo por esta noticia y, finalmente, Jesús se queda con ellos dos
días, y con esto creen mucho más y con más firmeza que Él es en verdad el
Salvador del mundo» (San. Agustín, Tratado sobre San Juan,15,33).
TRATADO
15
Comentario
a Jn 4,1-42, predicado en Hipona en junio de 407
" Se anuncian cosas sublimes en este mensaje
1. No es nuevo para los oídos de Vuestra
Caridad que el evangelista Juan, cual águila, vuela muy alto, trasciende las
tinieblas de la tierra y contempla con mirada firmísima la luz de la verdad. De
hecho, son muchos ya los pasajes de su evangelio que con la ayuda de Dios y por
ministerio mío se han tratado. Ahora bien, por orden sigue esta lectura que hoy
se ha recitado. Más para recordarlo que para aprenderlo, vais a oír muchos lo
que por donación del Señor voy a decir. Sin embargo, no porque no haya
instrucción, sino recuerdo, debe por eso ser perezosa la atención. Se nos ha
leído esto y tengo en las manos esta lectura para tratar de ella: junto al pozo
de Jacob hablaba con una mujer samaritana el Señor Jesús. De hecho se dijeron
allí grandes misterios e imágenes de cosas importantes, que alimentan al alma
hambrienta y dan nuevas fuerzas a la enferma.
De nuevo vuelve a Galilea
2. Como el Señor hubiese oído que los
fariseos sabían que hacía y bautizaba más discípulos que Juan
—aunque bautizaba no Jesús, sino sus discípulos—, abandonó la tierra de Judea
y se fue de nuevo a Galilea. Sobre esto no hay que disertar más tiempo, no
sea que por detenerme en lo evidente ande falto de tiempo para escrutar y
aclarar lo oscuro. Si el Señor supiera que los fariseos conocían de él que
hacía más discípulos y que bautizaba a más, de forma que conocer eso les
valiera para la salvación de seguirlo, para ser discípulos también ellos y
querer ellos ser bautizados por él, más bien no abandonaría la tierra de Judea,
sino que por ellos permanecería allí, sí; pero, porque conoció el saber de
ellos y a la vez conoció también su envidia —que se enteraron de esto no para
seguirle, sino para perseguirle—, se marchó de allí. Ciertamente, porque pudo
no nacer si no quería, también podía él, presente, no ser detenido por ellos si
no quería; no ser asesinado si no quería. Pero, porque en toda cosa que realizó
como hombre daba ejemplo a los hombres que iban a creer en él —porque ningún
siervo de Dios peca si, al ver el furor de quienes quizá le persiguen o de
quienes buscan su vida para mal, se retira a otro lugar; en cambio, al siervo
de Dios le parecería que pecaba si lo hacía, a no ser que el Señor hubiese precedido
en hacerlo—, aquel Maestro bueno hizo esto para enseñar, no porque temiera.
Como bautizaba Jesús
3. Tal vez pueda turbar esto también,
por qué está dicho: «Jesús bautizaba a más que Juan», y, después de que
está dicho «bautizaba», se ha añadió: Aunque bautizaba no Jesús, sino
sus discípulos. ¿Qué, pues? «Se había dicho una falsedad y fue corregida
cuando se añadió: Aunque bautizaba no Jesús, sino sus discípulos? ¿O una
y otra cosa es verdad: Jesús bautizaba y no bautizaba? Bautizaba, en
efecto, porque él en persona purificaba; no bautizaba porque él en persona no
sumergía en el agua. Los discípulos prestaban el servicio del cuerpo, él
prestaba la ayuda de la majestad. ¿Cuándo, en efecto, cesaría de bautizar
mientras no cesa de limpiar? De él está dicho por el mismo Juan, mediante la
persona de Juan Bautista, que dice: Éste es quien bautiza. Jesús, pues,
bautiza todavía y seguirá bautizando hasta que seamos bautizados. Acérquese
seguro el hombre al ministro inferior, pues tiene un Maestro superior.
El bautismo: agua y palabra
4. Pero quizá afirma alguien: «Cristo
bautiza, sí, pero en el espíritu, no en el cuerpo», como si en el sacramento
del bautismo corporal y visible es imbuido alguno por el don de otro que aquél.
¿Quieres saber que él en persona bautiza no sólo con el Espíritu, sino también
con el agua? Escucha al Apóstol: Como Cristo, dice, amó a la Iglesia
y se entregó a sí mismo por ella, para limpiarla con el baño del agua mediante la
palabra, para presentar él mismo a sí la Iglesia gloriosa, que no tiene
mancha ni arruga ni algo de esta laya. Para limpiarla. ¿Con qué? Con el
baño del agua mediante la palabra. ¿Qué es el bautismo de Cristo? Un
baño del agua mediante la palabra. Quita el agua: no hay
bautismo; quita la palabra: no hay bautismo.
El pozo de Jacob
5. Tras esta introducción mediante la
que llega al coloquio con aquella mujer, veamos, pues, lo que resta, lleno de
misterios y preñado de sacramentos. Pues bien, afirma, era preciso
que él atravesase Samaría. Llegó, pues, a una ciudad de Samaría, que se
llama Sicar, junto a la finca que Jacob dio a su hijo José. Ahora bien, allí
estaba la fuente de Jacob. Era un pozo, pero todo pozo es una fuente, no
toda fuente es un pozo. En efecto, donde el agua mana de la tierra y se ofrece
al uso de quienes la sacan, se habla de fuente; pero, si está a la mano y en la
superficie, se habla sólo de fuente; si, en cambio, está en lo hondo y
profundo, se llama pozo, sin perder el nombre de fuente. Jesús débil y Jesús
fuerte
6. Jesús, pues, fatigado del viaje,
estaba sentado así sobre la fuente. Era como la hora sexta. Ya comienzan
los misterios, pues no en vano se fatiga Jesús; no en vano se fatiga la Fuerza de
Dios; no en vano se fatiga quien reanima a los fatigados; no en vano se
fatiga quien, si nos abandona, nos fatigamos; si está presente, nos afianzamos.
Se fatiga empero Jesús y se fatiga del viaje, se sienta; se sienta junto
al pozo, y fatigado se sienta a la hora sexta. Todo eso insinúa
algo, quiere indicar algo, llama nuestra atención, nos exhorta a aldabear.
Abra, pues, a mí y a vosotros quien se dignó exhortar, diciendo: Aldabead y
se os abrirá. Por ti está Jesús fatigado del viaje. Hallamos
a Jesús fuerte y hallamos a Jesús débil; a Jesús fuerte y débil: fuerte porque en
el principio existía la Palabra, y la Palabra existía en Dios, y la Palabra era
Dios; ésta existía al principio en Dios. ¿Quieres ver cuán fuerte es ese
Hijo de Dios? Todo se hizo mediante ella, y sin ella no se hizo nada y todo
se hizo sin esfuerzo. ¿Qué, pues, más fuerte que ese mediante quien todo
se hizo sin esfuerzo? ¿Quieres conocer que es débil? La Palabra se hizo
carne y habitó entre nosotros. La fortaleza de Cristo te creó y la
debilidad de Cristo te reanimó. La fortaleza de Cristo hizo que existiera lo
que no existía; la debilidad de Cristo hizo que lo que existía no pereciese.
Con su fortaleza nos creó, con su debilidad nos buscó.
La debilidad de Jesús
7. Él en persona, débil, nutre a los
débiles, como la gallina a sus pollos, pues a ésta se hizo similar: ¡Cuántas
veces quise, dice a Jerusalén, congregar a tus hijos bajo las alas, como
gallina a sus pollos, y no quisiste! Por vuestra parte, hermanos, veis cómo
la gallina se enferma con sus pollos. No se conoce ave ninguna que sea madre.
Vemos a varios pájaros hacer el nido ante nuestros ojos; cada día vemos que
golondrinas, cigüeñas, palomas hacen su nido, pero sólo al verlos en el nido
reconocemos que son padres. La gallina, en cambio, enferma por sus polluelos de
tal modo que, aunque ellos mismos no la sigan y no veas a los hijos, sin
embargo, reconoces a la madre. Así sucede por las caídas, las plumas erizadas,
la voz ronca, todos sus miembros caídos y bajos, de manera que, como he dicho,
aunque no veas a los hijos, entiendes que es madre. Así, pues, es Jesús
enfermo, fatigado del viaje. Su viaje es la carne asumida por
nosotros. Por cierto, ¿cómo está de viaje quien está en todas partes, quien
nunca está ausente? ¿A dónde va o por qué va, sino porque no vendría a nosotros
si no asumiera la forma de la carne visible? Porque, pues, se ha dignado venir
a nosotros, apareciendo, asumida la carne, en forma de esclavo, esa
asunción de la carne es su viaje. Por eso, «fatigado del viaje»
¿qué otra cosa significa sino fatigado en la carne? Jesús es débil en su
carne; pero tú no te debilites; tú sé fuerte por su debilidad, porque lo que
es débil de Dios es más fuerte que los hombres.
Adán y Cristo
8. Bajo esta imagen de las cosas, Adán, que
era forma del futuro, nos ofreció indicio grande de un misterio;
mejor dicho, Dios lo ofreció en él. En efecto, mientras dormía, mereció recibir
esposa y de su costilla le fue hecha la esposa, porque de Cristo dormido en la
cruz iba a proceder de su costado la Iglesia —a saber, del costado de quien
dormía—, porque también del costado de quien pendía en la cruz, costado
golpeado por una lanza, descendieron los sacramentos de la Iglesia. Pero
¿por qué he querido decir esto, hermanos? Porque la debilidad de Cristo nos
hace fuertes. ¡Gran imagen precedió allí! Pudo Dios arrancar al hombre carne
con que formar a la mujer; y, más bien, parece que esto pudo ser lógico. Se
formaba, en efecto, el sexo muy débil y la debilidad debió ser hecha de carne
más que de hueso, pues en la carne los huesos son los más firmes. No arrancó
carne con que hacer a la mujer, sino que sacó un hueso y, sacado el hueso, fue
formada la mujer y en el lugar del hueso se rellenó la carne. Podía devolver un
hueso por otro; para hacer a la mujer podía arrancar no una costilla, sino
carne. Por tanto ¿qué significó? La mujer fue hecha fuerte, digamos, en la
costilla; en la carne fue hecho Adán débil, digamos. Se trata de Cristo y la
Iglesia: su debilidad es nuestra fortaleza.
La hora sexta
9. ¿Por qué, pues, a la hora sexta?
Por ser la sexta edad del mundo. Según el evangelio, computa tú como hora
primera la primera edad, desde Adán hasta Noé; la segunda, desde Noé
hasta Abrahán; la tercera, desde Abrahán hasta David; la cuarta, desde
David hasta la deportación a Babilonia; la quinta, desde la deportación
a Babilonia hasta el bautismo de Juan; la sexta se desarrolla a partir de
ahí. ¿De qué te admiras? Llegó Jesús y rebajándose llegó al pozo.
Llegó fatigado porque cargó con la débil carne. A la hora sexta,
porque corría la sexta edad del mundo. Al pozo, porque llego hasta la
profundidad de esta morada nuestra. Por ende se dice en Salmos: Desde las
profundidades clamé a ti, Señor. Se sentó, como he dicho, porque se rebajó.
La samaritana, figura de la Iglesia
10. Y llega una mujer, forma de la
Iglesia, no ya justificada, sino por justificar ya, porque de ello trata la
conversación. Viene ignorante, lo halla y con ella se desarrolla algo.
Veamos qué, veamos por qué. Llega una mujer de Samaría a sacar agua. Los
samaritanos no pertenecían a la nación de los judíos, pues fueron extranjeros,
aunque habitaban tierras vecinas. Es largo relatar el origen de los
samaritanos, no sea que nos retengan muchas cosas y no diga lo necesario;
basta, pues, que tengamos por extranjeros a los samaritanos. Y, para que no
creáis que he dicho esto con más audacia que verdad, escuchad qué dijo el Señor
Jesús mismo de aquel samaritano, uno de los diez leprosos que había limpiado,
único que regresó a dar gracias: ¿Acaso no han sido limpiados los diez? ¿Y
los nueve dónde están? ¿No había otro que diera gloria a Dios sino ese
extranjero? Que esa mujer que llevaba el tipo de la Iglesia venga de
extranjeros, atañe a la imagen de un hecho, pues la Iglesia iba a venir de los
gentiles, extranjera para la raza judía. En ella, pues, oigámonos a nosotros,
reconozcámonos en ella y en ella demos gracias a Dios por nosotros. Ella era,
en efecto, una figura, no la realidad, porque esa misma envió por delante una
figura y sucedió la realidad, porque creyó en ese que, a partir de ella, nos
ponía delante la figura. Viene, pues, a sacar agua. Había venido
sencillamente a sacar agua, como suelen los varones o las mujeres.
La sed de Jesús
11. Le dice Jesús: Dame de beber. Por
cierto, sus discípulos se habían ido a la ciudad a comprar alimentos. Le dice,
pues, la mujer samaritana: ¿Cómo tú, aunque eres judío, me pides de beber a mí,
que soy mujer samaritana? Los judíos, en efecto, no se tratan con samaritanos. Veis que son extranjeros: en
absoluto usaban sus recipientes los judíos. Y, precisamente porque la mujer
llevaba un recipiente con que sacar agua, se extrañó de que un judío le pedía
de beber, cosa que no solían hacer los judíos. Ahora bien, quien pedía de
beber, tenía sed de la fe de esa misma mujer.
Jesús pide lo que ofrece
12. Finalmente oye quién pide de beber. Respondió
Jesús y le dijo: Si conocieras el don de Dios y quién es quien te dice: «Dame
de beber», tú le habrías tal vez pedido y él te habría dado agua viva. Pide
de beber y promete beber. Necesita como para recibir, y está sobrado como para
saciar. Si conocieras, dice, el don de Dios. El don de Dios es el
Espíritu Santo. Pero a la mujer habla todavía veladamente y poco a poco entra
en su corazón. Tal vez instruye ya, pues ¿qué más suave y amable que esta
exhortación? Si conocieras el don de Dios y quién es quien te dice: «Dame de
beber», tú le habrías tal vez pedido y él te habría dado agua viva. Hasta
aquí la mantiene en suspenso. Llamamos vulgarmente agua viva a la que sale de
la fuente, pues al agua que de la lluvia se recoge en lagunas o cisternas no se
la llama agua viva. Y, si manase de una fuente y se estancase en algún lugar y
hubiera perdido el reguero venido directamente del manantial, como si estuviera
separada de él, tampoco a ésta se la llama agua viva; sino que se llama agua
viva la que se recoge tras manar. Tal agua había en aquella fuente. ¿Por qué,
pues, promete lo que estaba pidiendo?
La respuesta, una llamada
13. Sin embargo, la mujer afirma
indecisa: Señor, no tienes con qué sacar, y el pozo es hondo. Ved cómo
entendió ella el agua viva, o sea, el agua que había en aquella fuente: «Tú
quieres darme agua viva y yo llevo con qué sacar, mas tú no llevas. El agua
viva está ahí; ¿cómo vas a dármela?». Porque entiende y saborea carnalmente
otra cosa, aldabea en cierto modo, para que el Maestro abra lo que está
cerrado. Aldabeaba con ignorancia, no con afán; todavía es digna de lástima,
aún no ha de instruírsela.
El agua invisible
14. Del agua viva habla el Señor con
total evidencia. Había dicho, en efecto, la mujer: ¿Acaso eres tú mayor que
nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo y de él bebió él mismo y sus hijos y
sus ganados? De esta agua viva no puedes darme, porque no tienes pozal.
¿Quizá prometes otra fuente? ¿Puedes ser mejor que nuestro padre, que
cavó este pozo y él mismo lo usó con los suyos? El Señor, pues, diga a qué llamó
agua viva. Respondió Jesús y le dijo: Todo el que bebiere de esta agua
tendrá de nuevo sed; en cambio, quien bebiere del agua que yo le daré, no
tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré se convertirá en él en fuente
que salta para vida eterna. Con toda claridad ha dicho el Señor: Se
convertirá en él en fuente de agua que salta para vida eterna. Quien bebiere de
esta agua no tendrá sed jamás. Es del todo evidente que prometía agua no
visible, sino invisible; es del todo evidente que hablaba en sentido no carnal,
sino espiritual.
15. Sin embargo, la mujer está aún
centrada en la carne. Le complació no tener sed y suponía que el Señor le había
prometido esto según la carne. Sí, esto se realizará, pero en la resurrección
de los muertos. Ella lo quería ya, pues en cierta ocasión Dios había dado a su
siervo Elías no padecer hambre ni sed durante cuarenta días. Quien pudo
dar esto durante cuarenta días, ¿no pudo darlo siempre? Suspiraba empero ella,
pues no quería necesitar, no quería trabajar. Se veía forzada a venir con
frecuencia a esa fuente, a cargarse de peso con que suplir la necesidad y,
terminada el agua que había sacado, a regresar de nuevo; ese trabajo era
cotidiano para ella, porque la necesidad se aliviaba, pero no se extinguía.
Complacida, pues, por tal don, ruega que le dé agua viva.
La sed que vuelve
16. Sin embargo, no pasemos por alto que
el Señor prometía algo espiritual. ¿Qué significa: Quien bebiere de esta
agua tendrá de nuevo sed? Es verdad según esta agua, y es verdad según lo
que significaba esa agua. En efecto, el agua en el pozo es el placer del mundo
en tenebrosa profundidad; de ahí la sacan los hombres con la hidria de los
deseos nefastos. Se inclinan hacia abajo para hacer bajar el deseo nefasto y
llegar al placer sacado de la profundidad; y disfrutan del placer, tras haber
precedido y sido enviado por delante el deseo nefasto, porque no puede llegar
al placer quien no hubiere enviado por delante el deseo nefasto. Imagina, pues,
como hidria el deseo nefasto, y como placer el agua de la profundidad; cuando
alguien llegare al placer de este mundo —comida, bebida, baño, espectáculo,
unión sexual—, ¿acaso no tendrá de nuevo sed? Quien bebiere de esta agua,
afirma, tendrá de nuevo sed; si de mí, en cambio, recibiere agua, no
tendrá sed jamás. Nos saciaremos, afirma, con los bienes de tu casa. ¿De
qué agua, pues, va a dar sino de la que se dijo: En ti está la fuente de la
vida? Pues ¿cómo tendrán sed quienes se embriagarán de la fertilidad de
tu casa?
17. Prometía, pues, cierta comida
sustanciosa y la saciedad del Espíritu Santo, y ella no entendía aún y, al no
entender, ¿qué respondía? Le dice la mujer: Señor, dame esta agua para que
no tenga sed ni venga acá a sacar. La carencia forzaba al esfuerzo y la
debilidad rehusaba el esfuerzo. ¡Ojalá oyera: Venid a mí todos los que os
fatigáis y estáis abrumados, y yo os devolveré las fuerzas! De hecho, se lo
decía Jesús para que ya no se fatigase. Pero ella no entendía aún.
Llama a tu marido
18. Finalmente, porque quería que
entendiese, le dice Jesús: Anda, llama a tu marido y vuelve acá. ¿Qué
significa: Llama a tu marido? ¿Mediante su marido quería darle esa agua?
¿O, porque no entendía, quería enseñarle mediante su marido? ¿Quizá como el
Apóstol dice de las mujeres: Ahora bien, si quieren aprender algo,
interroguen en casa a sus maridos? Pero se dice: «Interroguen a sus
maridos en casa», allí donde no está Jesús para enseñar; además se dice a
mujeres a las que el Apóstol prohibía hablar en la Iglesia. Pero, cuando estaba
allí el Señor en persona y presente hablaba a quien estaba presente, ¿qué
necesidad había de hablarle mediante el marido? ¿Acaso a María, sentada a sus pies
y que recogía su palabra, le hablaba mediante el marido, cuando Marta,
atareadísima en mucho servicio, refunfuñaba también por la
felicidad de su hermana? Oigamos, pues, hermanos míos, y entendamos lo que dice
el Señor a la mujer: Llama a tu marido. En efecto, quizá dice también a
nuestra alma: Llama a tu marido. Preguntemos también por el marido del
alma. ¿Por qué el verdadero marido del alma no es ya Jesús mismo? ¡Acuda el
entendimiento, porque lo que voy a decir apenas lo comprenden sino los atentos!
¡Acuda el entendimiento, pues, para que sea comprendido, y tal vez el
entendimiento mismo será marido del alma.
El entendimiento y su iluminación
19. Al ver, pues, Jesús que la mujer no
entendía y queriendo que entendiese, ordena: «Llama a tu marido», pues
desconoces lo que te digo, precisamente porque tu inteligencia no acude. Yo
hablo según el espíritu, tú oyes según la carne. Lo que digo no tiene que ver
con el placer del oído ni con los ojos ni con el olfato ni con el gusto ni con
el tacto. Sola la mente lo comprende, solo el entendimiento lo extrae; ese
entendimiento no acude a ti, ¿cómo comprenderás lo que digo? Llama a tu
marido, presenta tu entendimiento. ¿De qué te sirve, en efecto, tener alma?
No es gran cosa, porque las bestias la tienen también. ¿Por qué eres de más
valor? Porque tienes entendimiento, cosa que no tienen las bestias. ¿Qué
significa, pues: Llama a tu marido? No me comprendes, no me entiendes.
Te hablo del don de Dios; tú, en cambio, piensas en la carne; no quieres
sentir sed según la carne, yo hablo al espíritu. Está ausente tu entendimiento:
Llama a tu marido. No seas como el caballo y el mulo, que no tienen
entendimiento.
Hermanos
míos, tener, pues, alma y no tener entendimiento, esto es, no usarlo ni vivir
según él, es vida de bestia. Efectivamente, en nosotros hay algo de bestia, con
lo que vivimos en la carne; pero debe ser regido por el entendimiento. En
efecto, el entendimiento rige desde un plano superior los impulsos del alma que
se mueve según la carne y desea desbordarse inmoderadamente hacia los placeres
carnales. ¿A quién debemos llamar marido, al que rige o a quien es regido? Sin
duda, cuando la vida está ordenada, el entendimiento, aun perteneciente al alma
misma, rige al alma, pues el entendimiento no es otra cosa que alma, sino que
algo del alma es el entendimiento, como el ojo no es otra cosa que la carne,
sino que algo de la carne es el ojo. Ahora bien, aunque el ojo es algo de la
carne, disfruta empero de la luz él solo; en cambio, los demás miembros
carnales pueden ser inundados de luz, no pueden percibirla; solo el ojo es
inundado por ella y disfruta de ella. Así, en nuestra alma hay algo que
llamamos entendimiento. Esto mismo del alma, que es el entendimiento, se llama
mente; la ilumina una luz superior. Por otra parte, esa luz superior que
ilumina la mente humana es Dios, pues existía la Luz verdadera que ilumina a
todo hombre que viene a este mundo. Tal luz era Cristo; tal luz hablaba
con la mujer. Pero ella no acudía con el entendimiento, para ser
iluminado por esa luz y que no sólo lo inundase, sino que también disfrutase de
ella. El Señor, pues, como si dijera: «Quiero iluminar, pero no hay a quién. Llama,
dice, a tu marido. Usa el entendimiento mediante el que seas
adoctrinado, para que te rija». Al alma sin entendimiento imagínala, pues, como
a una mujer; imagina, en cambio, que tiene como marido al entendimiento. Pero
este marido no rige bien a su mujer sino cuando es regido por un superior, pues
cabeza de la mujer es el marido, pero la cabeza del marido es
Cristo. La cabeza del marido hablaba con la mujer, y no estaba
presente el marido. Y, como si el Señor dijera: «Haz venir a tu cabeza para que
él acoja a su cabeza, llama, pues, a tu marido y ven acá. Esto
es, acude, hazte presente, pues estás como ausente mientras no entiendes el
lenguaje de la Verdad presente. Hazte presente, pero no sola; acude con tu
marido.
El conocimiento de Jesús
20. Mas ella, sin llamar todavía a ese
marido, no entiende; aún está centrada en la carne, pues el marido está
ausente: No tengo marido, dice. El Señor continúa y habla de misterios.
Entiende tú que, de verdad, esta mujer no tenía entonces marido; pero convivía
con no sé qué marido no legítimo, adúltero más que marido. Y el Señor a
ella: Bien dijiste que «No tengo marido». «¿Por qué, pues, has dicho: Llama
a tu marido?». Oye tú también que el Señor sabía bien que ella no tenía
marido. Para que la mujer no supusiera quizá que el Señor le había dicho: «Bien
dijiste que “No tengo marido”», precisamente porque lo supo por la mujer,
no porque él mismo lo hubiera conocido en razón de la divinidad, le dice también
lo demás: «Escucha algo que no has dicho, pues cinco maridos tuviste, y el
que ahora tienes no es tu marido; con verdad has dicho esto».
Cinco maridos, cinco sentidos
21. De nuevo me veo forzado a indagar
algo más sutil sobre estos cinco maridos. Muchos entendieron, por cierto no
absurdamente, que los cinco maridos de esta mujer son los cinco libros de
Moisés. Los samaritanos, en efecto, los usaban y estaban bajo idéntica Ley,
porque de ella tenían también ellos la circuncisión. Pero, porque me angustia
lo que sigue: «Y el que tienes ahora no es tu marido», me parece más
fácil que nosotros podamos aceptar que los cinco primeros maridos del alma son
los cinco sentidos del cuerpo. De hecho, cuando uno nace, antes de poder usar
la mente y la razón, no lo rigen sino los sentidos de la carne. En un niño pequeñín
el alma apetece o rehúye esto: lo que se oye, lo que se ve, lo que tiene olor,
lo que tiene sabor, lo que se siente por el tacto. Apetece cualquier cosa que
encanta, rehúye cualquier cosa que molesta a estos cinco sentidos. De hecho,
encanta a estos cinco sentidos el placer, les molesta el dolor. El alma, al
principio, vive según estos cinco sentidos, como cinco maridos, porque la
rigen. Ahora bien, ¿por qué se los ha llamado maridos? Porque son legítimos.
Dios, en efecto, los ha hecho y Dios los ha dado al alma. Es débil todavía la
que rigen esos cinco sentidos y actúa bajo el dominio de esos cinco maridos.
Pero, cuando llegue a los años de ejercitar la razón, si se encargan de aquélla
la disciplina y la doctrina de la sabiduría, a los cinco maridos no les sucede
en el gobierno sino el auténtico marido legítimo, mejor que todos ellos, para
regirla mejor y guiarla a la eternidad, cultivarla para la eternidad,
instruirla para la eternidad. De hecho, estos cinco sentidos nos guían no a la
eternidad, sino a apetecer o rehuir esas cosas temporales. Pero, cuando el
entendimiento, imbuido en sabiduría, comienza a regir al alma, sabe ya no sólo
rehuir el hoyo y caminar por tierra llana —cosa que los ojos muestran al alma
débil—, ni escuchar sólo los sonidos agradablemente armoniosos y rechazar los
disonantes, o deleitarse en olores seductores y repeler los pestilentes, o ser
captada por la dulzura y molestarse por la amargura, o dejarse encantar por lo
suave y sentirse herido por lo áspero. Todo eso, en efecto, es necesario al
alma débil. ¿Qué gobierno, pues, se proporciona mediante el entendimiento?
Distinguir no lo blanco y lo negro, sino lo justo y lo injusto, el bien y el
mal, lo útil e inútil, la castidad y la indecencia, para amar a aquélla y
evitar ésta; la caridad y el odio, para estar en aquélla y no estar en éste.
22. En esa mujer todavía este marido no
había sustituido a los cinco maridos, pues donde él no ha llegado, domina el
error. En verdad, cuando el alma es capaz de razonar, se rige por una mente
sabia o por el error. Pero el error no rige, arruina. Aquella mujer, pues,
todavía erraba tras esos cinco sentidos, y el error la llevaba de acá para
allá. Por su parte, ese error era marido no legítimo, sino adúltero. Por eso le
dice el Señor: Bien dijiste que «No tengo marido», pues cinco maridos
tuviste; primero te rigieron los cinco sentidos de la carne; viniste a la
edad de usar la razón, mas no llegaste a la sabiduría, sino que caíste en el
error. Tras esos cinco maridos, pues, ese que ahora tienes no es tu marido. Y,
si marido no era, ¿qué era sino un adúltero? Llama, pues, no al
adultero, sino a tu marido, para que me entiendas con el entendimiento y
por error no pienses de mí algo falso. En efecto, erraba la samaritana que
pensaba en aquella agua, aunque el Señor hablaba ya del Espíritu Santo. ¿Por
qué erraba, sino porque tenía no marido, sino a un adúltero? Quita, pues, de
aquí a ese adúltero que te corrompe, y anda, llama a tu marido. Llámalo
y ven a entenderme.
El templo y el monte
23. Le dice la mujer: Señor, veo que
tú eres profeta. Comenzó a llegar el marido. Aún no ha venido del todo.
Tenía al Señor por profeta. Ciertamente era también profeta, porque de sí mismo
afirma: No hay profeta sin honor sino en su patria. Y también de él está
dicho a Moisés: Les suscitaré de entre sus hermanos un profeta similar a ti.
Similar, evidentemente, en cuanto a la forma de la carne, no en cuanto a la
eminencia de su majestad. Hemos hallado, pues, que al Señor Jesús se le ha
llamado profeta. Por tanto, esta mujer ya no yerra mucho. Veo, dice, que
tú eres profeta. Y comienza a llamar al marido, a expulsar al adúltero. Veo
que tú eres profeta. Y comienza a preguntar lo que suele preocuparle. En
efecto, entre judíos y samaritanos había una discusión: los judíos adoraban a
Dios en el templo construido por Salomón; los samaritanos, lejos de esto, no lo
adoraban en él. Los judíos se jactaban de ser mejores precisamente porque
adoraban en el templo a Dios. Los judíos, en efecto, no se tratan con
samaritanos porque les decían: «¿Cómo os jactáis y aseguráis que vosotros
sois mejores que nosotros precisamente por tener un templo que nosotros no
tenemos? ¿Acaso nuestros padres, que agradaron a Dios, adoraron en ese templo?
¿No adoraron en ese monte donde estamos nosotros? Con mayor razón, dicen,
rogamos, pues, nosotros a Dios en este monte donde lo hicieron nuestros padres.
Unos y otros, ignorantes porque no tenían marido, disputaban; unos a favor del
templo, otros a favor del monte, se ensoberbecían unos contra otros.
Adorar en espíritu y verdad
24. El Señor, sin embargo, ¿qué enseña a
la mujer, como si su marido hubiese comenzado a estar presente? Le dice la
mujer: Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte,
y vosotros decís que es en Jerusalén donde es preciso adorar. Le dice Jesús:
Créeme, mujer. Vendrá, en efecto, la Iglesia, como está dicho en el Cantar
de los Cantares, vendrá y pasará desde el comienzo de la fe. Vendrá para
pasar; pero no puede pasar sino desde el comienzo de la fe. Presente ya
el marido, con razón oye: «Mujer, créeme, pues hay ya alguien en ti que
crea, porque está presente tu marido. Comenzaste a estar presente con el
entendimiento cuando me llamaste profeta». Mujer, créeme, porque si
no creéis no entenderéis. Así que, mujer, créeme, que vendrá la hora
cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo
que no conocéis. Nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación
procede de los judíos. Pero vendrá la hora —¿cuándo?— y es ahora.
¿Qué hora, pues? Cuando los adoradores verdaderos adorarán al Padre en
espíritu y verdad; no en un monte, no en un templo, sino en espíritu y
verdad. Porque también el Padre busca a tales que lo adoren. ¿Por
qué busca el Padre a tales que lo adoren no en un monte, no en un
templo, sino en espíritu y verdad? Dios es espíritu. Si Dios fuese un
cuerpo, sería preciso adorarlo en un monte, porque el monte es corpóreo; sería
preciso adorarlo en un templo, porque el templo es corpóreo. Dios es
espíritu y es preciso que quienes lo adoran adoren en espíritu y verdad.
Acercarse a Dios
25. Lo hemos oído y está bien claro:
habíamos ido fuera, hemos sido metidos dentro. ¡Si pudiera encontrar, decías,
algún monte alto y solitario! Como yo creo que Dios está en las alturas, me oiría
mejor desde las alturas. ¿Crees que por estar en un monte estás más cerca de
Dios? ¿Crees que te va a escuchar en seguida, como si le llamases desde cerca?
Dios habita en las alturas, pero se fija en lo de abajo. Cerca está el Señor.
¿De quiénes? ¿Quizá de los elevados? De quienes trituraron el corazón.
Cosa admirable: habita en las alturas y se acerca a lo de abajo; se fija en
lo de abajo; en cambio, de lejos conoce lo excelso. Desde lejos ve a los
soberbios, tanto menos se les acerca cuanto más altos se creen. ¿Buscabas,
pues, un monte? Desciende para llegar. Pero ¿quieres ascender? Asciende, no
busques un monte. Dice un salmo: En el valle del llanto, ascensiones en su
corazón1. El valle tiene bajura. Dentro, pues, haz todo. Y, si acaso buscas
un lugar alto, un lugar santo, dentro ofrécete a Dios como templo, pues
santo es el templo de Dios, que sois vosotros. ¿Quieres orar en un templo?
Ora en ti. Pero sé primero templo de Dios, porque él escuchará en su templo al
orante.
Dios no rechazó a los samaritanos
26. Viene, pues, la hora, y es ahora cuando
los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y verdad. Nosotros
adoramos lo que conocemos, porque la salvación procede de los judíos. Mucho
dio a los judíos, pero no entiendas que ésos son réprobos. Entiende el muro aquel
al que se ha añadido otro para que se unan, pacíficos en la piedra angular que
es Cristo. En efecto, un muro viene de los judíos, otro de los gentiles.
Alejados entre sí están esos muros, pero hasta que se unan en un ángulo. Los extranjeros,
en cambio, eran huéspedes y extraños a los testamentos de Dios. Según
esto, pues, está dicho: Nosotros adoramos lo que sabemos. En
representación de los judíos está dicho, pero no de todos los judíos, no de los
judíos réprobos, sino de esos de entre los que fueron los apóstoles, cuáles
fueron los profetas, cuales fueron todos aquellos santos que vendieron todo lo
suyo y colocaron el precio de sus cosas a los pies de los apóstoles.
Dios, en efecto, no rechazó a su pueblo que había preconocido.
El Mesías
27. Oyó esto esa mujer y añadió. Ya antes
le había llamado profeta. Vio que ese con quien hablaba decía tales cosas que
eran ya demasiado para un profeta, y ved qué respondió: Le dice la mujer: Sé
que vendrá un Mesías, que se llama Cristo; cuando, pues, venga él, nos
mostrará todo. ¿Qué significa esto? Ahora, dice, los judíos discuten acerca
del templo y nosotros discutimos acerca del monte. Cuando venga él,
despreciará el monte y destruirá el templo. Ése nos enseñará todo, para
que sepamos adorar en espíritu y en verdad. Sabía quién podía enseñarle,
pero no reconocía aún a quien ya enseña. Era, pues, digna ya de que se le
manifestase. Por otra parte, mesías significa ungido; ungido en griego se dice Cristo,
en hebreo mesías. Por eso en púnico messe significa unge tú. Afines,
en efecto, y vecinas son esas lenguas, la hebraica, la púnica y la siríaca.
28. La mujer, pues, le dice: Sé que vendrá un
Mesías, que se llama Cristo; cuando, pues, venga él, nos anunciará todo. Jesús
le dice: Soy yo, el que hablo contigo. Llamó a su marido, su marido se
convirtió en cabeza de la mujer, Cristo se convirtió en cabeza
del marido. La mujer está ya ordenada en la fe y es regida para vivir bien.
Después de haber oído esto: «Soy yo, el que hablo contigo», ¿qué más
diría ya, cuando Cristo el Señor ha querido manifestarse a la mujer a quien
había dicho «Créeme»?
29. Inmediatamente llegaron sus
discípulos y se extrañaban de que hablaba con una mujer. Les extrañaba que, quien había
venido a buscar lo que había perecido, buscaba a la perdida. Se extrañaban, en
efecto, de un bien, no sospechaban un mal. Sin embargo, nadie dijo: ¿Qué
buscas o por qué hablas con ella?
La samaritana apóstol
30. Dejó, pues, la mujer su hidria. Oído: «Soy yo, el que hablo
contigo», y recibido en el corazón Cristo el Señor, ¿qué haría sino dejar
ya la hidria y correr a evangelizar? Arrojó sus pasiones y se lanzó a anunciar
la verdad. Aprendan quienes quieren evangelizar, arrojen la hidria junto al
pozo. Recordad qué he dicho anteriormente sobre la hidria: era una vasija con
que se sacaba el agua. En griego se llama «hydria», porque agua se dice en
griego ὕδωρ; como si dijéramos aguadera. Arrojó, pues, la hidria que,
más que servirle, le era una carga; ávida, deseaba ciertamente saciarse del
agua aquella. Para anunciar a Cristo, tirada la carga, corrió a la ciudad y
dice a aquellos hombres: Venid y ved un hombre que me dijo todo lo que hice.
¡Con precaución, para que ellos no se airasen, digamos, ni se indignasen ni la
persiguieran! Venid y ved un hombre que me dijo todo lo que hice. ¿Acaso
ese mismo es el Mesías? Salieron de la ciudad y venían a él.
Tengo otro alimento
31. Y mientras tanto los discípulos le
rogaban diciendo: Rabí, come. Habían ido, en efecto, a comprar alimentos y
habían venido. Pero él dijo: Yo tengo para comer un alimento que vosotros no
conocéis. Decían, pues, unos a otros los discípulos: ¿Acaso alguien le trajo de
comer? ¿Qué tiene de extraño que la mujer no entendiera lo del agua? He
aquí que los discípulos aún no entendieran lo de la comida. Ahora bien, oyó sus
pensamientos y ya instruye como maestro; no con rodeos, como a aquella por cuyo
marido preguntaba aún, sino abiertamente ya: Mi alimento, afirma, es
hacer la voluntad de quien me envió. La bebida misma, pues, respecto a
aquella mujer era que cumpliera la voluntad de quien lo había enviado.
Por eso decía: «Tengo sed, dame de beber», a saber, para realizar en
ella la fe, beber su fe y trasvasar a la mujer a su cuerpo, pues su cuerpo
es la Iglesia. Afirma, pues: ése es mi alimento: hacer la voluntad de
quien me envió.
Sembradores y segadores
32. ¿Acaso no decís vosotros que aún hay
cuatro meses y viene la siega? Con
ardor hervía por su obra y decidía enviar obreros. Vosotros contáis cuatro
meses hasta la siega, yo os muestro otra mies blanca y preparada. He
aquí que os digo: Levantad vuestros ojos y ved que los campos están ya blancos
para la siega. Va a enviar, pues, segadores. Efectivamente, respecto a
esto es verdadero el proverbio: que uno es quien siega, otro quien siembra. Así,
quien siembra se alegra a la vez que quien siega. Yo os envié a segar lo que no
habéis trabajado; otros han trabajado y vosotros habéis entrado en su labor.
¿Qué,
pues? ¿Envió segadores, no sembradores? Segadores ¿a dónde? Adonde ya otros han
trabajado. Porque donde ya se había trabajado, se había sembrado, sí, y lo
que se había sembrado había ya madurado, deseaba la hoz y la trilla. ¿A dónde,
pues, había que enviar segadores? Adonde los profetas habían ya predicado, pues
ellos son los sembradores porque, si no lo fueran, ¿cómo había llegado a la
mujer lo de «Sé que un Mesías vendrá? Esa mujer era ya fruto maduro, las
mieses estaban blancas y pedían la hoz. Os envié, pues. ¿A qué? A
segar lo que no habéis sembrado. Otros sembraron y vosotros habéis entrado en
sus labores. ¿Quiénes trabajaron? Abrahán mismo, Isaac y Jacob. Leed sus
labores: en todas sus labores hay profecía de Cristo; por eso son sembradores.
Moisés, los demás patriarcas y todos los profetas, ¡cuánto aguantaron en el
frío cuando sembraban! En Judea, pues, la siega estaba ya preparada. Con razón
hubo allí como una cosecha madura, cuando tantos miles de hombres llevaban el
precio de sus cosas y, tras ponerlo a los pies de los apóstoles,
expeditos los hombros de los fardos del mundo, seguían a Cristo el Señor. ¡Mies
verdaderamente madura!
¿Qué
ocurrió después? De la cosecha misma se arrojaron pocos granos, sembraron el
orbe de las tierras y surge otra mies que ha de segarse al final del mundo. De
esa cosecha se dice: Quienes siembran con lágrimas, segarán con gozo. A
esa siega, pues, serán enviados no los apóstoles, sino los ángeles. Los
segadores, afirma, son los ángeles. Esa mies, pues, crece entre la
cizaña y aguarda ser purificada al final. En cambio, estaba ya madura la mies
adonde primero fueron enviados los apóstoles: donde trabajaron los profetas.
Pero en todo caso, hermanos, ved qué está dicho: Quien siembra se alegra a
la vez que quien siega. Tuvieron labores dispares en tiempo, pero
disfrutarán igualmente de gozo, a una van a recibir en pago la vida eterna.
Primero la palabra, luego la presencia
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