Comentario a las Lecturas de la Solemnidad de Todos los
Santos 1 de noviembre 2018
Todos los
Santos
Patriarcas
que fuisteis semillas
del árbol de
la fe en siglos remotos,
al vencedor
divino de la muerte
rogadle por
nosotros.
Profetas que
rasgasteis inspirados
del porvenir
el velo misterioso,
al que sacó
la luz de las tinieblas,
rogadle por
nosotros.
Almas
cándidas, santos Inocentes,
que
aumentáis de los ángeles el coro,
al que llamó
a los niños a su lado,
rogadle por
nosotros.
Apóstoles
que echasteis en el mundo
de la
Iglesia el cimiento poderoso,
al que es de
verdad depositario,
rogadle por
nosotros.
Mártires que
ganasteis vuestra palma
en la arena
del circo en sangre roja,
al que os
dio fortaleza en los combates,
rogadle por
nosotros.
Vírgenes
bellas cual las azucenas
que el
verano vistió de nieve y oro,
al que es
fuente de vida y hermosura,
rogadle por
nosotros.
Monjes que
de la vida en el combate
pedisteis
paz al claustro silencioso,
al que es
iris de calma en las tormentas,
rogadle por
nosotros.
Doctores
cuyas plumas nos legaron
de virtud y
rico tesoro,
al que es
caudal de ciencia inextingible,
rogadle por
nosotros.
Soldados del
ejército de Cristo,
santas y
santos todos,
rogadle que perdone
nuestras culpas
a aquel que
vive y reina entre nosotros.
(Gustavo Adolfo Bécquer)
Hoy recordamos a todas aquellas personas que gozan
de la compañía de Dios en el cielo. Santos no son sólo los que están en los
altares con figura hierática o "vestidos de blanco". Dice el
Apocalipsis que es "una muchedumbre
inmensa" que nadie podría contar”.
Hoy no es un día de tristeza, aunque muchos acudan a
los cementerios a recordar a sus seres queridos y añoren su presencia entre
nosotros. Hoy es un día de alegría porque muchos hermanos nuestros han llegado
a la meta del encuentro con el Padre. Y son personas normales, que se
santificaron en el día a día, son padres y madres de familia que, a pesar de
las dificultades, confiaron siempre en el Señor y transmitieron a sus hijos el
don de la fe ¿por qué solo se canoniza a los obispos, papas, curas o monjas?,
¿es que es menos santo el que realizó su tarea de padre o madre con un
dedicación ejemplar? Hoy es un día para dar gracias a Dios por tantas personas
buenas que nos han precedido en la fe.
La Solemnidad de Todos los Santos nos abre así el
espíritu y el corazón a las consecuencias de la Resurrección. Lo que sucedió en
Jesús se realizó también en sus bien amados, nuestros antepasados en la fe; y
nos dice igualmente al respecto: bajo las hojas muertas, bajo la piedra del
sepulcro, la vida continúa, misteriosa, para revelarse en el Gran Día, cuando
llegue el fin de los tiempos. Para Jesús, fue al tercer día; para sus amigos,
eso sucederá más tarde.
Recomendamos como la mejor referencia a la Fiesta de
hoy, el capítulo V de la Constitución Dogmática de la Iglesia “Lumen Gentium”,
del Vaticano II, sobre el “Universal llamado a la santidad”. Antes del Concilio
se solía pensar que había una especie de «profesionales de la santidad», que se
dedicaban de un modo especializado a conseguirla, como los monjes y los
religiosos/as, que se decía que vivían en el «estado de perfección»; a los
demás, los laicos/as o seglares, como que se les consideraba de alguna manera
dispensados de tener que tender a la santidad.
La primera
lectura tomada del Libro del Apocalipsis (Ap. 7, 2-4.9-14). San Juan escribe el
libro del Ap (que significa "revelación") hacia los años 94-96, en
unas circunstancias particularmente adversas para las comunidades cristianas.
La persecución de Nerón, iniciada con el incendio de Roma hacia el año 64, se
había extendido por todas partes en tiempos de Domiciano. El Apocalipsis es,
por la tanto, un libro de la clandestinidad, lo que explica en parte la
dificultad de su interpretación. Es también un libro en el que el autor exhorta
a los cristianos y levanta el ánimo de las iglesias, un libro de la resistencia
cristiana o de la "paciencia", que es algo muy distinto de la simple
resignación. La paciencia vive de la esperanza, de una esperanza invencible.
El Vidente de Patmos ve los acontecimientos e
interpreta los signos o señales de los tiempos a la luz del Día del Señor,
revelando así el verdadero sentido de las persecuciones de la iglesia en el
decurso de la historia. De ahí que la exhortación del Apocalipsis tenga todavía
para nosotros vigente actualidad.
Para el autor del Ap, la reunión de los siervos de
Dios delante del trono divino (Ap 7.) constituye uno de los preliminares del
"Gran Día" o Día del Juicio Final.
Este capitulo, entre dos series de juicios y
castigos, es un mensaje de consuelo y esperanza. Quiere infundir confianza ante
la catástrofe anunciada. Dios no abandonará a los suyos cuando llegue la hora
de la prueba. Es un mensaje de esperanza y seguridad. El ángel pone a cada uno
un distintivo.
En el anuncio del castigo el autor supone que la
tierra es cuadrada. Por eso presenta a los ángeles encargados de las fuerzas
destructoras colocados en los cuatro ángulos que equivalen a nuestros cuatro
puntos cardinales. Símbolos de salvación:
El ángel que sube de oriente. El oriente es el lado
de donde proviene la luz. Corresponde al ángel portador de la salvación.
El sello del Dios vivo. El sello indicaba pro-
piedad. Por eso los preservados por el sello son considerados como patrimonio
especial de Dios. En la antigüedad se marcaba no sólo a los animales, sino a
los esclavos y a los soldados. Así llevaban en su carne la señal de pertenencia
a su dueño. Esta señal era al mismo tiempo signo de pertenencia y garantía de
protección. Parece natural ver en el sello una alusión al bautismo. Los
bautizados se llamaban "sellados". Pablo habla del sello del Espíritu
(cfr. 2 Co 1,22; Ef 1, 13; 4, 30). El número de los salvados es un número
simbólico. Indica la totalidad de los salvados, es toda la Iglesia. Está
compuesta por gente de toda nación, razas, pueblos y lenguas.
En pie, vestidos de largas túnicas, con palmas en
las manos. La descripción del Apocalipsis corresponde a la celebración del
triunfo imperial, pero parece más obvio interpretar el capítulo siete en
relación con la fiesta de los Tabernáculos en uso en la liturgia judía. Esta
fiesta era como una promesa y una anticipación del Israel ideal que debía ser
restaurado por Dios. Así se prepara la gloria futura del pueblo de Dios. Es la
visión de Israel que se reúne, el Israel perfecto extendido por todo el
universo. Juan ha superado la situación de Pablo. Ya no hay dialéctica
judío-gentiles. Para Juan no hay dos pueblos. Es la Iglesia compuesta por
hombres que vienen de todas las naciones.
Una idea muy acariciada en el Ap es el tema de la
espera, del aplazamiento. Juan ve los cuatro vientos dispuestos a lanzarse
sobre la humanidad, de modo semejante a como aparece en la descripción de Za 6.
1-7. Pero se produce un hecho nuevo que Zacarías no había previsto: la orden de
suspender la tempestad para que los elegidos pudieran reunirse en el lugar
fijado. El fin no llegará inmediatamente después, pues habrá que esperar a que
la Iglesia pueda cumplir su misión, cual es la de congregar a todos sus
miembros. La reunión que, en la representación judía, era simplemente un
momento de la escatología, se convierte en la ocupación esencial del
"aplazamiento" que constituye el tiempo de la Iglesia.
La reunión
concierne en primer lugar a las doce tribus (v. 4). Esta presencia de las
tribus puede resultar sorprendente en un contexto cristiano. No se trata de los
judíos convertidos, sino del todo Israel espiritual que es la Iglesia: los
144.000 son, pues, cristianos sin más, sean o no de origen judío. Los salvados
no son una muchedumbre anónima, sino un pueblo organizado y estructurado. Es
preciso notar, además, que las doce tribus no existían ya en el pueblo judío en
el tiempo de san Juan, aun cuando la esperanza mesiánica preveía su
restablecimiento.
Con esta multitud reunida delante del trono de Dios
se designa también la totalidad de las naciones (v. 9). No hay que oponer esta
muchedumbre innumerable a las doce tribus de los versículos precedentes. De
hecho, Juan superpone dos visiones distintas de la misma realidad: la Iglesia,
considerada ya como cumplimiento del Israel espiritual, ya representada como el
cumplimiento de la salvación del mundo entero. Las dos imágenes se superponen
para elaborar una eclesiología completa. El hecho de la multitud innumerable
muestra que la Iglesia es verdaderamente universal y no una secta, un grupo, un
"ghetto" de separados.
La nota de unidad se encuentra más bien en la imagen
de las doce tribus.
Los vv. 9-14 se refieren ya a la multitud de los
mártires que, vencidos a los ojos de los hombres, son en realidad vencedores.
Nótese que, a diferencia de la simbología tradicional, el color de los mártires
es el blanco, porque la sangre del Cordero, en la que por su martirio se han
lavado, los ha purificado, y que las palmas no aluden primariamente al martirio
(como en nuestra iconografía), sino a la fiesta de las Tiendas o Cabañas,
celebrada gozosamente en el desierto tras haber salido triunfalmente de Egipto.
El v. 14 parece dar una definición precisa de los
siervos reunidos ante el trono de Dios: "Estos son los que vienen de la
gran tribulación". Juan piensa ciertamente en la persecución de Nerón, que
considera como el prototipo de todas las tribulaciones que habrán de afrontar
los cristianos. No es preciso, por tanto, reducir la muchedumbre innumerable a
los mártires propiamente dichos.
Salmo
responsorial es el Salmo 23( Sal 23, 1-2, 3-4ab, 5-6). Es un texto en acción con dos grupos de participantes: un
grupo se acerca en procesión a las puertas del templo; otro grupo los recibe y
les abre.
VV. 1-2: El comienzo es de himno sin introducción, y
enuncia el poder universal de Dios. Las aguas son el elemento inestable, Dios
ha afirmado sobre ellas la tierra.
VV. 3-5: Al llegar a la puerta, pregunta la
procesión las condiciones para entrar en el templo. Responde un sacerdote
resumiendo en dos condiciones positivas y dos negativas la preparación moral para
la acción cúltica.
V. 6: Dirigida en segunda persona a Dios, equivale a
una presentación del grupo de los fieles: realmente vienen buscando a Dios, en
el templo, su presencia y su compañía; no es una procesión formalista.
Así comenta San Juan Pablo II este salmo: “ 1. El antiguo canto del pueblo de Dios, que
acabamos de escuchar, resonaba ante el templo de Jerusalén. Para poder
descubrir con claridad el hilo conductor que atraviesa este himno es necesario
tener muy presentes tres presupuestos fundamentales. El primero atañe a la
verdad de la creación: Dios creó el
mundo y es su Señor. El segundo se refiere al juicio al que somete a sus
criaturas: debemos comparecer ante su presencia
y ser interrogados sobre nuestras obras. El tercero es el misterio de la venida
de Dios: viene en el cosmos y en la
historia, y desea tener libre acceso, para entablar con los hombres una
relación de profunda comunión. Un comentarista moderno ha escrito: "Se trata de tres formas elementales de
la experiencia de Dios y de la relación con Dios; vivimos por obra de Dios, en
presencia de Dios y podemos vivir con Dios" (G. Ebeling, Sobre los Salmos,
Brescia 1973, p. 97).
2. A estos
tres presupuestos corresponden las tres partes del salmo 23, que ahora
trataremos de profundizar, considerándolas como tres paneles de un tríptico
poético y orante. La primera es una breve aclamación al Creador, al cual
pertenece la tierra, incluidos sus habitantes (vv. 1-2). Es una especie de
profesión de fe en el Señor del cosmos y de la historia. En la antigua visión
del mundo, la creación se concebía como una obra arquitectónica: Dios funda la tierra sobre los mares, símbolo
de las aguas caóticas y destructoras, signo del límite de las criaturas,
condicionadas por la nada y por el mal. La realidad creada está suspendida
sobre este abismo, y es la obra creadora y providente de Dios la que la
conserva en el ser y en la vida.
3. Desde el
horizonte cósmico la perspectiva del salmista se restringe al microcosmos de
Sión, "el monte del Señor". Nos encontramos ahora en el segundo
cuadro del salmo (vv. 3-6). Estamos ante el templo de Jerusalén. La procesión
de los fieles dirige a los custodios de la puerta santa una pregunta de
ingreso: "¿Quién puede subir al
monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?". Los sacerdotes
-como acontece también en algunos otros textos bíblicos llamados por los
estudiosos "liturgias de ingreso" (cf. Sal 14; Is 33, 14-16; Mi 6,
6-8)- responden enumerando las condiciones para poder acceder a la comunión con
el Señor en el culto. No se trata de normas meramente rituales y exteriores,
que es preciso observar, sino de compromisos morales y existenciales, que es
necesario practicar. Es casi un examen de conciencia o un acto penitencial que
precede la celebración litúrgica.
4. Son tres
las exigencias planteadas por los sacerdotes. Ante todo, es preciso tener
"manos inocentes y corazón puro". "Manos" y
"corazón" evocan la acción y la intención, es decir, todo el ser del
hombre, que se ha de orientar radicalmente hacia Dios y su ley. La segunda
exigencia es "no mentir", que en el lenguaje bíblico no sólo remite a
la sinceridad, sino sobre todo a la lucha contra la idolatría, pues los ídolos
son falsos dioses, es decir, "mentira". Así se reafirma el primer
mandamiento del Decálogo, la pureza de la religión y del culto. Por último, se
presenta la tercera condición, que atañe a las relaciones con el prójimo: "No jurar contra el prójimo en
falso". Como es sabido, en una civilización oral como la del antiguo
Israel, la palabra no podía ser instrumento de engaño; por el contrario, era el
símbolo de relaciones sociales inspiradas en la justicia y la rectitud.”
(San Juan Pablo II. Audiencia general del Miércoles 20 de junio de 2001).
Primera Carta
del apóstol San Juan (1Jn 3, 1-3), nos recuerda nuestra condición de hijos de
Dios. NADA MENOS QUE HIJOS DE DIOS. La segunda parte de la primera carta de
San Juan se abre con el mensaje de que todos somos hijos de Dios. A este
mensaje sigue una exigencia: debemos vivir como hijos de Dios. Para los
sinópticos la filiación divina es una realidad escatológica. Con san Pablo ya
se hace presente en este mundo, (cfr. Rm 8, 16; Ga 4, 5s).
En san Juan la filiación divina es actual y llega a
todos los hombres que aman a Jesús y guardan sus mandamientos. Las palabras con
que empieza el c. 3 de la 1 de Juan son una expresión de la admiración que nace
de la fe y de la experiencia del Resucitado. Dios nos ha amado en Cristo, en su
entrega y solidaridad hacia los hombres, hasta el punto de hacernos "hijos".
El autor de la carta expresa mediante tres términos
la realidad de la situación humana presente y futura ante Dios: "ser
hijos", "ver a Dios" y "ser puro". Hay una continuidad
y una ruptura entre lo que somos y lo que seremos. Continuidad pues, en el
bautismo y la conversión, hemos ya inaugurado nuestra relación reconciliada con
el Padre, gracias a la vida de Cristo. Ruptura, pues la esperanza a la que
somos llamados la vivimos todavía desde nuestra limitación, desde nuestra
debilidad frente a la tentación y el pecado. Vemos a Dios, pero no tal cual es.
El cristiano vive en estado de
"esperanza", de constante purificación, hasta que llegue el día de
contemplar a Dios cara a cara, siendo semejante (¡no iguales!) a él. Nuestra
realización es histórica, debe atravesar un proyecto de menos a más. Con
nuestra vida actual estamos construyendo nuestro destino futuro.
"Somos
hijos de Dios". Este es el gran don que hemos recibido, y significa
saber descubrir en Dios al Padre que en su Hijo Jesús se nos da a conocer y nos
ofrece la salvación. Los que no han conocido a Dios no pueden tampoco reconocer
a los cristianos como hijos suyos.
Y en JC, el Hijo, tenemos la imagen clara de lo que
significa ser hijos de Dios. Si ser hijos es ya una realidad, es también una
ESPERANZA, UN CAMINO DE REALIZACIÓN HACIA UNA PLENITUD FUTURA, cuando Dios se
nos dé a conocer totalmente como Padre y nosotros seamos totalmente hijos. El
Cristiano manifiesta esta esperanza en el esfuerzo constante por vivir
siguiendo a Cristo ("Todo el que tiene esta esperanza en él, se hace puro
como puro es él").
"Pues ¡lo
somos!".-Este es nuestro título de gloria, profundamente arraigado en
nuestro ser. Cuando cierro los ojos y me digo "¿quién soy yo?" puedo
responder de mil maneras: con mi nombre, el lugar y la fecha de nacimiento, los
padres y hermanos, el pueblo, los estudios, la profesión, las aficiones, la
filiación política... Nada, sin embargo, me define tan profundamente -ni tan
realmente- como mi relación con aquél que es el origen, el término, el
horizonte constantemente presente: yo soy hijo, ¡hijo de Dios! (ya ahora). Por
eso la gloria de los santos será también mi gloria. No será sino la eclosión de
mi condición de hijo.
Dejemos que esta convicción aflore en nuestra
conciencia: trae gozo, alegría y agradecimiento admirado: "Mirad qué amor
nos ha tenido el Padre". Pero es también fuente de la cual brota nuestro
comportamiento: el camino de los "hijos de Dios" es el camino del
"Hijo de Dios" por excelencia, Jesús.
El evangelio
de hoy está tomado de San Mateo (Mt 5, 1-12a ), "
La liturgia de hoy nos presenta las Bienaventuranzas
como síntesis del mensaje cristiano, como proyecto de vida para vivir la
santidad de Dios. Exegéticamente, el género bienaventuranza no es nuevo en el
NT, ni tampoco es exclusivo de los evangelios.
El texto comienza con un escenario de excepción. Con
bastante probabilidad, en la intención del autor, el monte desborda toda
ubicación geográfica en Palestina para situarse en el Sinaí, el monte por
excelencia en la tradición judía, donde tuvo lugar la constitución del pueblo
de Dios. Este pueblo había ido perdiendo su identidad hasta el punto de ser uno
más en el conjunto de pueblos, con los mismos recursos, los mismos intereses y
las mismas metas.
Presentando a Jesús subiendo al monte, Mateo quiere
significar con ello que va a tener lugar el acto fundacional del nuevo pueblo
de Dios, con Jesús como nuevo Moisés, como nuevo líder.
El acto constitucional del nuevo pueblo no son
principios abstractos, sino que recoge situaciones de hecho de sus miembros.
De estas situaciones, unas son pasivas, en cuanto
que sus miembros las padecen (vs.3. 4. 6. 10 y 11), y otras activas, en cuanto
las generan (vs. 5. 7-9). A las primeras pertenecen la pobreza, el llanto, el
hambre y la sed, los malos tratos y la persecución. Se trata de situaciones de
sufrimiento físico que el miembro del pueblo de Dios se ve obligado a padecer
por causa de su dedicación a la justicia, es decir, a la construcción de un
nuevo modelo de sociedad llamado Reino de Dios. No se deja vencer por ellas,
sino que las sufre con gozo. A estos que viven así el realismo de la vida,
Jesús los declara bienaventurados. No son, pues, las situaciones las que son
objeto de la bienaventuranza de Jesús, sino las personas que no se dejan
derrotar por ellas; las personas, por ejemplo, que aceptan vivir el mal de la
pobreza.El Sermón de la Montaña, cuyo prólogo o introducción lo forman las
bienaventuranzas, estaba dirigido no
sólo a los discípulos y apóstoles que estaban más cerca, sino a todos cuantos
seguían a Jesús.
Las ocho bienaventuranzas con que Mateo introduce el
Sermón de la Montaña se muestran literariamente bien construidas, lo que nos
muestra la mano del redactor eclesial: la primera y la última contienen la
misma promesa y la cuarta y la octava (dos mitades!) mencionan la justicia.
Cuatro de ellas presentan situaciones de conflicto: pobreza, llanto,
sufrimiento, hambre-sed y persecución. Y tres se centran en acciones positivas:
misericordia, limpieza de corazón, esfuerzo por la paz. No pretenden ser
exhaustivas, presentar todas las situaciones humanas susceptibles de dicha
evangélica: pero sí nos muestran un amplio abanico de situaciones de indigencia
y de compromiso por el prójimo: en todos ellos se hace patente el rostro de
Dios.
En la novena bienaventuranza recae el acento: en la
misma persecución por causa del Evangelio se manifiesta el gozo de Dios.
Cualquier situación humana, vivida en la línea del Evangelio, es buena para
realizar el proyecto de santidad que Dios espera de nosotros. La santidad que
las bienaventuranzas comporta no es el privilegio de unos cuantos. A todos nos
llama Jesús para que seamos perfectos como nuestro Padre Dios lo es. Es cierto
que cada uno lo será según sus propias circunstancias, pero en todo discípulo
del Señor tiene que darse esa humildad y confianza, esa sencillez y generosidad
que comportan las bienaventuranzas. Lo contrario sería reservar la dicha de ser
fieles a unos pocos.
Las Bienaventuranzas revelan la realidad misteriosa
de la vida en Dios, iniciada en el Bautismo. A los ojos del mundo, lo que los
servidores de Dios sufren, son efectivamente formas de muerte: ser pobre,
soportar las pruebas (los que lloran) o las privaciones (tener hambre y sed) de
justicia, ser perseguido, ser partidario de la paz, de la reconciliación y de
la misericordia, en un mundo de violencia y de lucro, todo eso aparece como
algo no rentable, abocado al fracaso y, consecuentemente, a la muerte.
¿Pero qué piensa Cristo? Él, al contrario, proclama
dichosos a todos sus amigos, a los que el mundo desprecia y considera como
muertos; les consuela, les alimenta, les llama hijos de Dios, les introduce en
el Reino y en la Tierra Prometida.
Para nuestra vida
Sólo Dios sabe el número exacto y la calidad precisa
de sus santos. Y hay muchos más fuera de las peanas de los altares. Por eso una
gran mayoría de santos se habrían quedado sin fiesta, sin agasajados. Son
personas a las que hemos conocido e, incluso, tratado y que dejaron una huella
indeleble en nosotros. Incluso, otros que fueron olvidados totalmente y que,
sin embargo, hicieron, desde la modestia y el anonimato, mucho bien a sus
hermanos. Son los que el Papa Francisco llama en su Exhortación Gaudete et
Exultate: “ los santos de la puerta de al
lado…”. Y todos ellos, ahora,
contemplando el rostro de Dios son importantes intercesores por nosotros aunque
no lo sepamos. Hay a veces personas que recuerdan con gran intensidad a sus
padres, a sus abuelos, a sus hermanos ya fallecidos. Confiesan sentir una
fuerza que viene de arriba. Esto forma parte de una realidad que la Iglesia ha
explicado desde siempre. Es la Comunión de los Santos: el permanente contacto
de todos los bautizados, vivos o muertos, gracias al infinito poder,
generosidad y amor de Dios.
El Vaticano II nos recordó que todos estamos
llamados a la santidad. Los santos no son de otras épocas, hoy sigue habiendo
santos. Personas que han dedicado todas sus energías al evangelio, héroes
anónimos que se desvivieron por los más necesitados, misioneros que dejaron su
patria y familia para ayudar a gentes de tierras lejanas. No hace falta que
realicen milagros, la madre Teresa de Calcuta no hubiera necesitado hechos
extraordinarios para ser proclamada santa, el principal milagro fue su propia
vida. El pueblo de Dios testifica la santidad de muchas personas, con eso basta.
¿Cómo santificarnos? A veces da la sensación de que
tenemos que hacer lo que hizo éste o aquél santo para llegar al cielo. Por
cierto, lo que hicieron algunos -como el Estilita que se pasó la vida subido en
una columna- es desaconsejable para la salud y ante los ojos de hoy
antievangélico. Tampoco podemos ponernos un listón que todos tenemos que saltar
para llegar a ser santos. Cada cual se santifica a su modo, con sus cualidades,
con los dones que le ha dado el Señor. Es santo aquél que vive según el espíritu
de las bienaventuranzas. Como todo ideal es imposible de cumplir -entonces
dejaría de ser ideal- pero la cuestión está en vivir según ese estilo e
intentar ser manso, pacífico, misericordioso, pobre de espíritu, sufrido,
luchador en favor de la justicia, limpio de corazón. Esta manera de vivir
contrasta con lo que dice el mundo, pero es la única manera de seguir a Jesús.
Es su principal mensaje, lo que distingue a un cristiano, pues de los que viven
a así "es el Reino de los cielos"
Desde el Apocalipsis nos preguntamos: ¿Quiénes son?
¿De dónde vinieron? ¿A dónde van? Ellos, los santos y santas de Dios, sin
desfallecer llegaron a una meta que fue la de la perfección cristiana. Lo
tuvieron difícil. Vivieron sus años con el Evangelio como código de conducta.
Soñaron con un más allá prometido por Cristo. La fiesta de Todos los Santos es
una llamada a recuperar el ánimo y el temple cristiano.
La primera
lectura tomada del Libro del Apocalipsis nos recuerda la realidad de los santos
incontables. UNA MUCHEDUMBRE INMENSA. "Estos son los que vienen de la gran tribulación..." (Ap 7,
1-4). El vidente de Patmos, en medio de su destierro en aquella isla, recibe el
consuelo de otra visión gloriosa. Para que se consuele de sus pesares, y para
que la transmita a cuantos como él también sufrían la persecución injusta y
cruel del emperador. Aquí ve al Pueblo de Dios que ha llegado ya a la Tierra
prometida, la Iglesia triunfante que canta gozosa por toda la eternidad.
Llama la atención la insistencia en el elevado
número de los que forman esa muchedumbre de los santos en el cielo. Son ciento
cuarenta y cuatro mil por cada una de las doce tribus de Israel, y luego habla
de un gentío inmenso de toda raza, "que nadie puede contar". No podía
ser de otra manera, ya que el sacrificio redentor de Cristo tiene valor
infinito. Pero al mismo tiempo señala que vienen de la gran tribulación, han
pasado primero por el Calvario para así llegar al Tabor, por la Cruz llegaron a
la Luz.
Este texto habla de la comunidad cristiana en
tribulación -tema de todo escrito- protegida por Dios en este mundo y en el
otro. Es como un paréntesis en estas primeras partes del libro que hablan más
del futuro.
Los vv. 7, 1-8 en conjunto hablan de esa protección
divina a su comunidad en un mundo de malvados. Es de notar que la literatura
apocalìptica no matiza. Buenos y malos están muy bien divididos. No hay que
tomarlo como una descripción de la realidad, sino como una simplificación más
aclaratoria que otra cosa. En realidad se trata de una afirmación de fe. Dios
protege a su iglesia, a toda ella como muestra el número simbólico de 144.000
(doce veces mil, número perfecto multiplicado por sí mismo para indicar
totalidad).
Los vv. 9-14 se refieren a la comunidad celeste,
continuación de la actual. Lo principal es la glorificación que esa comunidad
hace de Dios y de Cristo, el Cordero en terminología de muchas partes del
Apocalipsis. Esta tarea, si así se pude llamar, es la actitud religiosa
fundamental, reconocimiento de Dios de forma total. Que hacen no sólo la
iglesia, sino todo lo que no es Dios.
Y ello ha de entenderse no como una descripción de
algo simplemente para que se sepa, sino para animar a asumir esa actitud que va
a ser la eterna de quienes están unidos con Dios.
Todo ello gracias a la propia acción de Cristo, su
Muerte (y Resurrección). Blanquear y lavar no van a ser términos exactos, sino
metáforas también de los efectos de esa acción de Cristo.
Todos tenemos cabida en esa multitud, no importando
nada, ni muerte ni vida, ni condición, ni edad. Todos alabamos y adoramos al
Señor por Cristo.
El salmo 23 ,
proclamado hoy, es, posiblemente, un formulario litúrgico compuesto para los
peregrinos que se dirigen al templo con ocasión de la fiesta de los
Tabernáculos. En un primer acercamiento se constata la siguiente
composición: una pieza hímnica que alaba al Dios creador, una reflexión
sapiencial sobre la integridad del hombre (sólo el justo puede acercarse a
Dios) y una nueva composición hímnica cuyo tema es Dios-Rey. Esta división
heterogénea adquiere su unidad si consideramos que el Señor del universo y el
Dios de la gloria es el Dios que pide integridad a quienes creen en Él.
Nos fijamos en la segunda estrofa que hemos
escuchado: «Señor, ¿quién puede acudir a tu templo?»
Si Dios es tan poderoso que pone puertas al océano
destructor, ¿no se sentirá el hombre aplastado por una fuerza tan ingente?
¿Quién podrá habitar en el monte de su morada? Sólo quien piensa, habla y obra
rectamente con relación a su prójimo pertenece al verdadero Pueblo de Dios. Esto
es valedero ante todo para el cristiano que ha de amar a Dios y al prójimo con
un mismo e indiviso amor. Quien así ama es auténtico pueblo de Dios y su
corazón es tan puro que un día verá a Dios: cuando Dios y el Cordero sean
Santuario donde no tienen cabida los «cobardes, los incrédulos, los
abominables, los asesinos, los impuros, los hechiceros, los idólatras y todos
los embusteros» (Ap 21,8).
La oración de este salmo nos sitúa ante la actitud universalista, la amplitud del
corazón y de la mente hacia la universalidad, a la acogida de todos sin
etiquetas particularistas, siempre nos cuestiona la imagen de Dios. Dios no
puede ser sólo nuestro Dios, el nuestro, el que piensa como nosotros e
intervendría en la historia siempre según nuestras categorías y de acuerdo con
nuestros intereses... Dios, si es verdaderamente Dios, ha de ser el Dios de
todos los santos, el Dios de todos los nombres, el Dios de todas las utopías,
el Dios de todas las religiones (incluida la religión de los que con sinceridad
y sabiendo lo que hacen optan con buena conciencia por dejar a un lado “las
religiones”, aunque no «la religión verdadera» de la que por ejemplo habla
Santiago en su carta, 1,27). Dios es «católico» pero en el sentido original de
la palabra. Está más allá de toda religión concreta. Está «con todo el que ama
y practica la justicia, sea de la religión que sea», como dijo Pedro en casa de
Cornelio (Hch 10).
La segunda
lectura de hoy nos nos recuerda nuestra filiación divina "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre..."
(1 Jn 3, 1).- Sin duda que la grandeza del don entregado es índice de la
grandeza del amor que lo entrega. Por eso Jesús le dice a Nicodemo, para que se
haga idea del amor divino, que tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo
Unigénito... Por otra parte dice San Juan en el evangelio que a los que
creyeron en Cristo les dio el poder ser hijos de Dios. Una filiación que no
deriva de la sangre ni de la carne, sino que viene de Dios.
Es algo tan grande que llena de asombro a San Juan,
quien después de tanto tiempo aún se queda pasmado al considerar la índole de
esa filiación que, aunque de forma incoada y parcial, ya disfrutamos en esta
vida y cuya plenitud llegará más tarde, cuando veamos a Dios tal cual es...Sin
duda que estamos ante una realidad que supera nuestra capacidad de
entendimiento. De todos modos, una cosa sí podemos decir: la filiación divina
es lo más grande que un hombre puede tener.
La razón de fondo es el amor del Padre. El autor no
puede contener su admiración ante el don maravilloso que Dios nos ha hecho a
los hombres: la filiación divina. Al decir: "Mirad qué amor..." nos
invita a mirar no con los ojos del cuerpo sino a verificar, constatar, que
aunque el amor es una realidad invisible es perceptible por los efectos.
La filiación divina es obra del amor del Padre. Si
Dios ama tanto a los hombres que llega a entregarles a su propio Hijo es para
darles la vida eterna, para hacerlos hijos de Dios. "El mundo no
conoce..". El conocimiento supone un vínculo de unidad entre el que conoce
y lo conocido. De ahí que el conocimiento que ahora tenemos sea imperfecto. En
la vida presente la realidad de la filiación se posee en forma limitada y por
tanto el conocimiento es parcial. No conocemos todavía lo que llegaremos a ser.
Toda la vida cristiana debe tender a manifestar que
somos hijos de Dios y que amamos como él amó. Esta vida se vive ahora en medio
de dificultades y el gran amor que nos tiene el Padre no lo llegamos a ver en
su totalidad, pero mantenemos la esperanza firme de que un día se manifestará.
El evangelio
nos presenta el texto de las Bienaventuranzas,
El texto comienza con un escenario de excepción. Con
bastante probabilidad, en la intención del autor, el monte desborda toda
ubicación geográfica en Palestina para situarse en el Sinaí, el monte por
excelencia en la tradición judía, donde tuvo lugar la constitución del pueblo
de Dios. Este pueblo había ido perdiendo su identidad hasta el punto de ser uno
más en el conjunto de pueblos, con los mismos recursos, los mismos intereses y
las mismas metas.
Presentando a Jesús subiendo al monte, Mateo quiere
significar con ello que va a tener lugar el acto fundacional del nuevo pueblo
de Dios, con Jesús como nuevo Moisés, como nuevo líder.
El acto constitucional del nuevo pueblo no son principios
abstractos, sino que recoge situaciones de hecho de sus miembros.
De estas situaciones, unas son pasivas, en cuanto
que sus miembros las padecen (vs.3. 4. 6. 10 y 11), y otras activas, en cuanto
las generan (vs. 5. 7-9). A las primeras pertenecen la pobreza, el llanto, el
hambre y la sed, los malos tratos y la persecución. Se trata de situaciones de
sufrimiento físico que el miembro del pueblo de Dios se ve obligado a padecer
por causa de su dedicación a la justicia, es decir, a la construcción de un
nuevo modelo de sociedad llamado Reino de Dios. No se deja vencer por ellas,
sino que las sufre con gozo. A estos que viven así el realismo de la vida,
Jesús los declara bienaventurados. No son, pues, las situaciones las que son
objeto de la bienaventuranza de Jesús, sino las personas que no se dejan
derrotar por ellas; las personas, por ejemplo, que aceptan vivir el mal de la
pobreza.
Esto es lo que significa la formulación "pobres
de espíritu" de Mateo.
El comienzo del acto constitucional del nuevo pueblo
de Dios es un canto a las personas que sufren por intentar hacer posible el
Reino de Dios. Es un canto fantástico por su sencillez y que ciertamente gustan
en toda su hondura las personas que saben de sufrimiento por construir algo
mejor.
Las bienaventuranzas son en verdad el camino de la
santidad universal ; en y con las Bienaventuranzas como carta de navegación
para nuestra vida es posible alcanzar la meta de nuestra santificación,
entendida como la lucha constante por lograr en el cada día el máximo de
plenitud de la vida según el querer de Dios.
Las bienaventuranzas comparten una visión
«macro-ecuménica»: valen para todos los seres humanos. El Dios que en ellas
aparece no es «confesional», de una religión, no es «religiosamente tribal». No
exige ningún ritual de ninguna religión. Sino el «rito» de la simple religión
humana: la pobreza, la opción por los pobres, la transparencia de corazón, el
hambre y sed de justicia, el luchar por la paz, la persecución como efecto de
la lucha por la Causa del Reino... Esa «religión humana básica fundamental» es
la que Jesús proclama como «código de santidad universal», para todos los
santos, los de casa y los de fuera, los del mundo «católico»...
Vivir las bienaventuranzas no consiste en aceptar,
más o menos pasivamente, el sufrimiento, la pobreza, el hambre y la persecución
que la vida de cada uno comporta, ni tampoco en ese "estar dispuesto"
a ser pobre, o pasar hambre..., subterfugios con que a veces ocultamos nuestros
egoísmos y cobardías. El programa de las bienaventuranzas es un programa
fundamentalmente activo. Para Cristo es bienaventurado el que trabaja por el
Reino, el que se identifica con él, el que vive de tal manera su amor que ese
amor le lleva a hacerse pobre, a sufrir con quien sufre, a padecer persecución,
a vivir y hasta morir al estilo del propio Jesucristo.
Con demasiada frecuencia cargamos el acento, al
reflexionar sobre las bienaventuranzas, en las circunstancias personales de
aquéllos a quienes el Señor llama bienaventurados (en la pobreza, en la mansedumbre,
en el sufrimiento...), como si estas circunstancias fueran la causa fundamental
de su felicidad, olvidándonos de la verdadera razón por la que los pobres y los
mansos y quienes sufren persecución son llamados felices por el Señor. Y lo
importante es esto último: la identificación con Cristo y con su Reino, que,
progresivamente, a medida que la vayamos viviendo, nos llevará de modo
ineludible a vivir la vida terrena y sufriente de los bienaventurados.
En efecto; a medida que nos vayamos identificando
con Jesucristo y trabajemos por construir su Reino, ¿no nos iremos
desprendiendo progresivamente de nuestros bienes para aliviar las necesidades
de los hermanos y, por tanto, no nos iremos haciendo cada vez más pobres
realmente?; ¿no nos iremos haciendo cada vez más sensibles ante los dolores de
los hermanos y sufriremos con ellos?; ¿no nos dolerán las injusticias y las
desigualdades y nos comprometeremos en la lucha por un mundo distinto, aunque
ello nos acarree persecuciones y calumnias? A medida que vayamos viviendo los
valores del Reino, ¿no nos iremos identificando progresivamente con Jesucristo,
con su Cruz y con su Muerte? Y todo ello no nos hará desgraciados ni infelices.
Muy al contrario, seremos bienaventurados porque habremos entregado nuestra
vida al Reino y el Reino nos pertenecerá.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusale.com
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