En
este Domingo 33 del Tiempo Ordinario, el penúltimo del año litúrgico, se acerca
el final del año litúrgico, dentro de dos semanas comenzará el Adviento.
La liturgia, con lenguaje apocalíptico, pone en boca de Jesús palabras sobre la destrucción del templo y sobre el final catastrófico del tiempo en que los apóstoles y discípulos de Jesús vivían.
A
nosotros, en este siglo XXI, tanto litúrgica como realmente, no nos afectan
demasiado estas palabras. Pueden servirnos, eso sí, para que meditemos sobre la
brevedad de la vida presente, sobre la caducidad de todas las cosas de este
mundo, incluido el ser humano, y sobre la eternidad y grandeza de nuestro Dios.
Debemos vivir sabiendo que nuestras vidas son como los ríos que van al mar, que
es el morir. Como muy dijo santa Teresa, en este mundo todo se muda, pero con
paciencia, en nuestra relación con Dios, todo se alcanza, ya que para nosotros
sólo Dios basta. La palabra “paciencia” podemos cambiarla, dentro del lenguaje
evangélico de este domingo por “perseverancia”. Si perseveramos durante toda
nuestra vida en nuestra fe y en nuestra confianza en Dios, Dios nos salvará. La
verdad es que en nuestra vida diaria es fácil perderse en las ocupaciones y
ajetreos de cada día, olvidando que sólo Dios debe llenar nuestro espíritu, ser
el dulce huésped de nuestra alma, la luz y el gozo en el que debemos
continuamente vivir. En nuestra relación con Dios somos realmente muy poca cosa,
pero sabemos que Dios nos ama dentro de nuestra pequeñez y que si vivimos en
Dios y para Dios somos realmente algo de Dios. Y no olvidemos nunca que para un
buen discípulo de Cristo, vivir en Dios y para Dios es vivir con el prójimo y
para el prójimo. En fin, que en este final del tiempo litúrgico vivamos
conscientes de nuestra caducidad y de nuestra absoluta dependencia de Dios, de
un Dios que nos ama.
La
primera lectura
del profeta Malaquías (Mal
3,19-20a ). En la
primera lectura, el profeta Malaquías nos describe lo que será el Día
del Señor, un momento difícil y terrible que los judíos esperaban como final de
todo y como principio de muchas cosas.
La
lectura del Libro de Malaquías guardia
especial concordancia con el evangelio de Lucas.
La lectura nos pone sobre aviso del futuro con un mensaje de
esperanza. “Mirad que llega el día, ardiente como un horno; malvados y
perversos serán la paja, y los quemaré el día que ha de venir" (Mal 4, 1). Dios avisa
de cuando en cuando a los hombres, nos recuerda que todo esto ha de terminar,
nos hace caer en la cuenta de que todo pasa, de que vendrá un día en el que
caerá el telón de la comedia de esta vida. Día terrible, día de la ira, día de
lágrimas, día de fuego vivo.
A veces nos
asustamos ante el recuerdo de que este mundo puede derrumbarse
estrepitosamente, al saber el potencial de armas atómicas y químicas que hay
almacenado, al conocer que pueden volver los días tristes de una guerra, que
nuevamente podemos vivir huyendo, temiendo que un día nos maten de forma
inmisericorde, como hacen hoy en algunos lugares de la tierra.
Dios no quiere
asustarnos. Dios nos habla con lealtad y, como nos ama entrañablemente, nos
avisa del riesgo que corremos si continuamos metidos en el pecado. Sí, los
perversos, los empecinados en vivir de espaldas a Dios, los malvados serán la
paja seca que devorará el gran incendio del día final.
"Pero a
los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en
las alas...” (Mal 4, 2) No se trata de vivir amedrentados, de estar
siempre asustados; Dios nos quiere
felices, optimistas, llenos de esperanza. Pero esa serenidad, esa paz tiene un
precio. El precio de nuestra respuesta generosa y permanente al gran amor de
Dios. Así los que aman a Dios esperarán el día final con tranquilidad, con
calma, con alegría. Con los mismos sentimientos que embargan al hijo que espera
la vuelta del padre, con el mismo deseo que la amada espera al amado. Para los
que han luchado por amar limpiamente, el fuego final no abrasará, no aniquilará.
Ese fuego será calor suave y vivificante, resplandor que ilumine hasta borrar
todas las sombras, hasta vencer el miedo de la noche con el alegre fulgor de un
día eterno.
El responsorial es el salmo 97
(Sal 97,5-9 ).
El
Salmo 97, que cantamos hoy, es junto al 95, 96, 98 y 99, un himno de un gran
sentido escatológico, que anuncia los tiempos finales. Y todo ello con el poder
y la salvación proveniente de Dios. Es, pues, este salmo 97 típico y adecuado
para estos domingos finales del Tiempo Ordinario.
El salmo 97, pertenece a la
categoría de himnos de alabanza. El salmo tiene un claro significado mesiánico y
escatológico; nos hace contemplar la victoria final de Dios sobre el poder del
mal y la salvación que conseguirá Israel para todos los pueblos: El Señor da a conocer su
victoria.
Es un himno escatológico
inspirado en la última parte del libro de Isaías (caps. 56-66), y muy afín al
salmo 95: "Cantad al Señor un cántico nuevo". Rn algunas biblias se le titula:
"El juez de la tierra".
En
el salmo resuenan palabras proféticas, sobre todo del Segundo Isaías. Tanto el
salmista como el profeta miran hacia atrás y hacia adelante. Las maravillas de
Dios en el pasado remoto y reciente, y la venida del Señor como rey y juez de
toda la tierra enardecen al compositor. A su júbilo se une el de la creación.
Hay que tener muy en cuenta que las maravillas cantadas y la venida esperada
acontecen en el seno del pueblo de Dios. El salmo ha de ambientarse en el culto
post-etílico. Aquí se festejan las maravillas del «segundo Éxodo» y se anticipa
la teofanía última de Yahveh. A estas nuevas acciones de Dios corresponde un
cántico nuevo.
Se
trata pues de un himno al Señor rey del universo y de la historia (cf. v. 6).
El
salmista invita a toda la tierra a cantar al Señor, a aclamar a Dios sonando
toda clase de instrumentos: ahora es la música quien acompaña esta sinfonía
grandiosa de alabanza: "tañed la cítara... suenen los instrumentos".
Los
instrumentos musicales son muy citados en la Biblia como acompañamiento y
complemento de la alegría y alabanza. Baste recordar el último salmo del
salterio con la enumeración de tantos instrumentos al servicio de la liturgia
jubilosa: trompetas, arpas, cítaras, tambores, flautas, platillos sonoros...
Todo esto para aclamar al Señor que es rey sobre su pueblo y sobre el universo,
y para que la alabanza sea más armoniosa, más universal. La Biblia nos da una
muestra más de aprecio por todo aquello que es bueno, alegre, positivo, humano:
todo colabora en el bien del hombre, todo redunda a gloria de Dios. Los salmos
son este eco fiel que van formando la conciencia del pueblo y le educan en una
actitud abierta y generosa que la ennoblece y dignifica.
Aplaudan
los ríos, aclamen los montes (vv. 7-9)
A
esta vasta aclamación de la humanidad, acompañada de la música, se asocia ahora
la naturaleza, como si ella continuase en la misma vibración de la primera
creación, salida de las manos de Dios. Ahora, de un modo semejante, esta misma
naturaleza, siempre solidaria del hombre (el hombre viene de ella: barro de la
tierra), canta las obras de Yahvé: el mar y cuanto él contiene en su inmensidad
y su misterio, los habitantes de la tierra (hemos de pensar aquí en el
variadísimo reino animal), los ríos, como si sus bordes, al decir de un antiguo
rabino, fueran largas manos que aplauden mientras tocan sus orillas. Así, con
una mención de estos elementos más importantes como representantes de toda la
tierra, el salmista asocia a su alabanza el mundo entero.
La
acogida dispensada al Señor que interviene en la historia está marcada por una
alabanza coral: además de la orquesta y de los cantos del templo de Sión (cf.
vv. 5-6), participa también el universo, que constituye una especie de templo
cósmico.
Son
cuatro los cantores de este inmenso coro de alabanza. El primero es el mar, con
su fragor, que parece actuar de contrabajo continuo en ese himno grandioso (cf.
v. 7). Lo siguen la tierra y el mundo entero (cf. vv. 4 y 7), con todos sus
habitantes, unidos en una armonía solemne. La tercera personificación (no está incluido en el texto de hoy) es la de los
ríos, que, al ser considerados como brazos del mar, parecen aplaudir con su
flujo rítmico (cf. v. 8). Por último, vienen las montañas, que parecen danzar
de alegría ante el Señor, aun siendo las criaturas más sólidas e imponentes
(cf. v. 8; Sal 28,6; 113,6).
De
este salmo decia Paul Claudel : "¿Qué
canto, oh Dios mío, podemos inventar al compás de nuestro asombro? El ha roto
todos los velos. Se ha mostrado. Se ha manifestado tal como es a todo el mundo.
La misma caridad, la misma verdad, todo semejante, a lo que quiso con Israel,
¡helo aquí, doquier, brillando a los ojos de todo el mundo! ¡Tierra,
estremécete! ¡Que oiga en tus profundidades el grito de todo un pueblo que
canta y que llora y que patalea! ¡Adelante, todos los instrumentos! ¡Adelante
la cítara y el salmo! ¡Adelante, la trompeta en pleno día con sonido claro, y
esta trompeta, la otra, muy bajo, como un hormigueo de trompetas que yo creía
escuchar durante la noche! ¡Adelante el mar, para sumirme! ¡Adelante, la
redondez de la tierra como un canasto que se sacude! ¡Ríos, aplaudid, y que se
alisten las montañas, porque ha llegado el momento en que Dios va a
"juzgar" a la tierra! ¡Ha llegado el día del rayo del sol, y de la
radiante nivelación de la justicia!".
La segunda lectura sigue siendo de la segunda carta de
tesalonicenses (2 Tes 3,7-12). En Tesalónica había sido mal
interpretada la predicación de San Pablo acerca de la Parusía del Señor. Y los
había que, a pretexto de la proximidad de la Parusía, se daban a la holganza; y
perturbaban la paz de la Comunidad. San Pablo les escribe corrigiendo estos
desvíos. En el pasaje que hoy leemos insiste en el deber del trabajo: de un
trabajo asiduo y ordenado:
San Pablo les recuerda el ejemplo que les dio mientras
estuvo entre ellos. Bien que en razón de su dignidad de Apóstol y de las
urgencias del ministerio podía dispensarse de trabajos manuales, pero para
evitar toda ocasión de murmuración sobre su conducta o intenciones, y para no
ser gravoso a nadie, renunció a los derechos de vivir de limosna; y se impuso
el deber de un trabajo duro: “Con fatiga
y con sudor noche y día trabajábamos” (8). Bien sabía San Pablo que con
esto les daba una lección muy importante: “No
que no tuviéramos derecho (a vivir del ministerio), sino para daros en nosotros
un modelo que imitar” (9).
Les
recuerda que la ley del trabajo urge para todos: “El que no trabaje que no coma”
(10). Con la ociosidad se perjudica a los demás. Primero, porque se perturba su
paz. El ocioso ni trabaja ni deja trabajar. Y segundo, se alimenta y aprovecha
del trabajo de los otros.
Vemos
que uno de los valores que más enaltece Pablo en el trabajo es el de la
caridad. El trabajo es caridad con los otros. Y la ociosidad, pecado contra la
justicia y amor fraterno. San Pablo VI nos dirá: «El cristiano ha de amar tanto a sus hermanos como para entregarse a
ellos por entero. Y es una forma eficaz de entregarse a sus hermanos estar
presente en el proceso del mundo en fase de aumento y desarrollo. Por tanto, la
participación cristiana en el desarrollo se sitúa en un nivel muy elevado,
anclada no solamente en razones de pura justicia, equidad o conveniencia; se
proyecta en el plano del amor verdadero y resulta una auténtica imitación de la
caridad de Cristo, quien dictará su sentencia de Juez sobre la relación de amor
que nos haya tenido vinculados a nuestros hermanos» (Catequesis 29-IX-1966).
El evangelio de San Lucas (Lc 21,5-19 ). Llegamos ya al término de la
vida pública de Jesús, cuando ya todo está centrado en los acontecimientos
centrales que se aproximan.
Jesús
pasa estos últimos días enseñando en el Templo, centro de la vida religiosa de
Israel, indicando así la seguridad con que lleva a cabo su misión y la
autoridad de la que se siente investido. Leemos hoy la mitad del discurso sobre
la caída de Jerusalén.
San
Lucas sitúa el relato en el templo y van
a ser precisamente unos comentarios anónimos sobre la belleza y riquezas del
templo los que van a motivar el tajante comentario de Jesús sobre su
destrucción en un futuro que no precisa (vs. 5-6). Es el detonante para la
pregunta sobre el cuándo preciso y las señales premonitorias de esa destrucción
(v. 7).
San
Lucas dirige el discurso (modificando cuando le parece oportuno el texto
original de Mc) a señalar que los cristianos deben disponerse a una larga etapa
de espera y de persecución. Los discípulos no han de esperar que se les dé una
fecha próxima y definitiva de la parusía: pese a la caída de Jerusalén y a la
destrucción del Templo en el año 70, pese a las persecuciones contemporáneas,
deben seguir esperando y habituarse a mantener su firmeza en la espera.
San Lucas
escribe después del año 70, a unas
primeras comunidades cristianas que estaban totalmente desconcertadas y
oprimidas. Se retrasaba la segunda venida, la parusía, y a ellos les
perseguían, les entregaban a las sinagogas y a la cárcel, les hacían comparecer
ante reyes y emperadores, y todo porque estaban siendo fieles a la predicación
del evangelio de Jesús.
Cuando
San Lucas escribe su evangelio ya se ha producido la destrucción del Templo de
Jerusalén. Fue el emperador Tito quien ordenó que fuera arrasado en el año 70.
Por tanto, lo que se narra como algo apocalíptico, como algo que va a suceder,
en realidad ya se ha producido. Pero lo importante es la enseñanza que quiere
dar el evangelista.
Algunos ponderaban, y con razón, la
belleza y suntuosidad de las construcciones del templo. "Él contestó:
cuidado con que nadie os engañe..." (Lc 21, 8). En tiempo de Jesús, Herodes
quiso congraciarse con los judíos que le odiaban abierta e intensamente. Por
eso no escatimó en gastos ni en tiempo. Quería demostrar lo indemostrable: que
él era también un piadoso creyente en Yahveh, aun cuando no era hebreo sino
idumeo. Los judíos nunca se lo creyeron aunque si reconocían la magnificencia
de este hombre, el afán de asentarse en el trono sin olvidar que para ello era
preciso hacer de la religión un recurso político más.
Grandes piedras de corte herodiano, propio de la época de Augusto
emperador, preparadas para su colocación. Los apóstoles se quedan asombrados y
así lo expresan con toda sencillez delante del Maestro. Pero sus palabras no
encontraron eco en el Señor. Él sabe en qué quedará todo aquello dentro de no
mucho tiempo. Sólo un montón de ruinas y un tramo de muro descarnado, donde los
judíos se lamentarán por siglos.
Jesús
no entra en la dinámica de la pregunta. A lo largo de los domingos de este año
hemos tenido ocasión de constatar cómo en sus respuestas Jesús corrige a menudo los planteamientos de
sus interlocutores. Jesús comienza haciendo unas recomendaciones: "Cuidado con que nadie os engañe" a
propósito del cuándo o de las señales; "no vayáis tras ellos; no tengáis pánico". Cierra estas
recomendaciones una afirmación rotunda: "El final no vendrá en seguida".
En otras palabras: Jesús desautoriza toda especulación sobre el cuándo y las
señales. Más aún: guerras y desórdenes no son señal alguna de fin de mundo. Los
que hablan en este sentido son simples embaucadores. Guerras y desórdenes son,
desgraciada y lamentablemente, una necesidad. Lo mismo pasa con los terremotos,
epidemias y fenómenos cósmicos. Nada de esto es señal de fin de mundo. Esto
supuesto a partir del v. 12 y ya hasta el final, Jesús aborda lo que sí tiene
importancia según él. Y aquí sí que prevé un tiempo no lejano: "Antes de todo eso os echarán mano, os
perseguirán... por causa de mi nombre". Aunque no lo diga
explícitamente, Lucas presupone que son los discípulos los
interlocutores-destinatarios de las palabras de Jesús. De nuevo el acoso, la
acusación, la comparecencia ante los tribunales. Las mismas situaciones con que
nos encontrábamos hace cuatro domingos. Y aún prevé otra: la muerte. ¡La muerte
a manos de quien menos se podía esperar! El odio total por causa del estilo de
vida de Jesús, que no es otro sino el compromiso con los valores del Reino.
Este es el cuadro que Jesús pinta ante los suyos, el futuro que les espera.
Este es el futuro que interesa y no el de las especulaciones sobre el fin del
mundo. Y de cara a ese futuro dos nuevas recomendaciones: espontaneidad y
tesón. El versículo final rezuma esperanza "Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra
perseverancia salvaréis vuestras almas".
El Señor entrevé la caída de Jerusalén, y también
recuerda por unos momentos el fin del mundo. Esos momentos finales en los que
surgirán falsos profetas y mesías, proclamando ser los portadores de la
salvación eterna.
Serán circunstancias terribles, situación que si se
prolongase demasiado acabaría con todos. Pero por amor de los elegidos, dijo el
Señor, aquellos días se acortarán. Por eso hay que
guardar la calma y saber esperar.
Así comenta San Agustín este
texto evangélico: "Mientras nos
hallamos en este mundo, no nos perjudicará el caminar aquí abajo, siempre que
procuremos tener el corazón en lo alto. Caminamos abajo, mientras caminamos en
esta carne. Al fijar nuestra esperanza en lo alto, hemos como clavado el ancla
en lugar sólido, para resistir cualquier clase de olas de este mundo, no por
nosotros mismos, sino por aquel en quien está clavada nuestra ancla, nuestra
esperanza, puesto que quien nos dio la esperanza no nos engañará y a cambio de
la esperanza nos dará la realidad. Pues, como dice el Apóstol, la esperanza que se ve no es esperanza. En
efecto, lo que uno ve, ¿cómo lo espera? Si esperamos lo que no vemos, por la
paciencia lo esperamos (Rom 8,24-25).
Quiero
hablar a vuestra caridad cuanto el Señor me conceda sobre esta paciencia.
También Jesucristo el Señor dice en cierto lugar del evangelio: Con vuestra paciencia poseeréis vuestras
almas (Lc 21,19). Y en
otro lugar dice igualmente: ¡Ay de
aquellos que perdieron la paciencia! (Eclo 2,14). Sea que se hable de paciencia, aguante o tolerancia, se
trata de una única realidad significada con varios términos. Esa única realidad
hemos de fijar en nuestros corazones, no la diversidad de las palabras que la
expresan, y poseer en nuestro interior lo que designamos fuera. Quien sabe que
es un peregrino en este mundo, independientemente del lugar en que se halle
corporalmente, quien sabe que tiene una patria eterna en el cielo, quien tiene
la certeza de que allí, se encuentra la región de la vida feliz, que aquí es
licito desear, pero no es posible tener, y arde en deseo tan bueno, tan santo y
tan casto, ese vive aquí pacientemente. La paciencia no parece necesaria para
las situaciones prósperas, sino para las adversas. Nadie soporta pacientemente
lo que le agrada.
Por
el contrario, siempre que toleramos, que soportamos algo con paciencia, se
trata de algo duro y amargo; por eso no es la felicidad, sino la infelicidad la
que necesita la paciencia. Con todo, como había comenzado a decir, todo el que
arde en deseos de la vida eterna, por feliz que sea en cualquier tierra, tendrá
que vivir necesariamente con paciencia, puesto que le resulta molesto el
tolerar la propia peregrinación hasta que llegue a la patria deseada y amada.
Uno es el amor propio del deseo y otro el de la visión. En efecto el que desea
ama también; y quien desea ama hasta llegar a lo amado; y quien ya lo ve, ama para
permanecer en ello. Si el deseo de los santos, originado por la fe, es tan
ardiente, ¿cómo será en presencia de la realidad? Si tal es nuestro amor cuando
amamos sin haber visto, ¿cómo amaremos cuando veamos?
Así,
pues, tres cosas son las que principalmente nos encarece el Apóstol que
construyamos en el hombre interior: la fe, la esperanza, el amor. Y tras haber
encomiado las tres virtudes, dice para concluir: La mayor de todas es el amor (1 Cor 13,13). Perseguid el amor (1 Cor 14, l). ¿Qué
es, pues, la fe? ¿Qué la esperanza? ¿Qué el amor? ¿Y por qué es mayor el amor?
Según la define cierto texto de la Escritura, la fe es el contenido de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve
(Heb 11,1). Quien espera algo, aún no posee lo que espera, pero mediante
la fe se hace semejante a quien lo posee. La fe es -dice- el contenido de lo que se espera,- aún
no es la realidad misma que poseeremos, pero la fe está en su lugar. No se
puede decir que no tiene nada quien tiene la fe, o que está vacío quien se
encuentra lleno de fe. Por eso es grande su recompensa: porque, aunque no ve,
cree. Si viera, ¿qué recompensa merecería?
FE/VISION:Jn/20/29: Por esa razón, cuando el Señor resucitó de entre
los muertos y se manifestó a sus discípulos, no sólo hasta ser visto, sino
hasta ser tocado con las manos, y convenció a los sentidos humanos de que él,
el que poco antes colgaba del madero, era quien había resucitado, tras vivir
con ellos durante algunos días, los que le parecieron suficientes para afianzar
el evangelio y asegurar la fe en la resurrección, subió a los cielos para que
nadie lo viera, antes bien, lo poseyeran por la fe. Si permaneciese siempre
aquí, visible a los ojos, la fe no merecería elogio alguno. Ahora, en cambio,
se dice a un hombre: «Cree». Pero él quiere ver. Se le replica. «Cree ahora,
para poder ver alguna vez. La fe origina el merecimiento; la visión es el
premio. Si quieres ver antes de creer, pides la recompensa antes de realizar el
trabajo. Eso que quieres poseer tiene un precio. Tú quieres ver a Dios. El
precio de tan gran bien es la fe. ¿Quieres llegar y no quieres caminar? La
visión es la posesión; la fe el camino. Quien rehúsa la fatiga del camino,
¿cómo puede reclamar el gozo de la posesión?».
La
fe no desfallece porque la sostiene la esperanza. Elimina la esperanza y
desfallecerá la fe. ¿Cómo va a mover, aunque sólo sea los pies, para caminar
quien no tiene esperanza de poder llegar? Si, por el contrario, a la fe y a la
esperanza les quitas el amor, ¿de qué aprovecha el creer, de qué sirve el esperar,
si no hay amor? Mejor dicho, tampoco puede esperar lo que no ama. El amor
enciende la esperanza y la esperanza brilla gracias al amor. Pero ¿qué fe habrá
que elogiar, cuando lleguemos a la posesión de aquellas cosas que hemos
esperado creyendo en ellas sin haberlas visto? Porque la fe es la prueba de lo que no se ve (Heb 11,1). Cuando veamos
ya no se hablará de fe. Entonces, verás, no creerás.
Lo
mismo sucederá con la esperanza. Cuando se haga presente la realidad, ya no la
esperarás. Pues lo que uno ve, ¿cómo lo espera? Ved que cuando hayamos llegado
dejará de existir la fe y la esperanza. Y ¿qué pasará con el amor? La fe aboca
en la visión, la esperanza en la realidad. Allí existirá ya la visión y la
realidad, no ya la fe o la esperanza. Y el amor, ¿qué? ¿Acaso puede desaparecer
también él? Si ya se inflamaba ante lo que no se veía, cuando lo vea se
inflamará más. Con razón se dijo: Pero el
amor es la mayor de todas porque a la fe sucede la visión, a la
esperanza la realidad, pero al amor nada le sigue: el amor crece, el amor
aumenta y alcanza su perfección mediante la contemplación" . ( San Agustín. Sermón 359
A, 1-4).
Para nuestra vida.
Hoy, como
desde hace siglos, se sigue hablando si estamos en una etapa final de la
historia, del hombre y del mundo mismo. ¿Qué hacer? ¿Cómo reaccionar? ¿Hacia
dónde caminar? Las pistas nos las ofrece el evangelio de este día: “No hagáis
caso”.
Estamos
en la hora del testimonio. Nos toca, hoy más que nunca, separar la paja del
trigo, la auténtica fe de la religión a la carta. ¿Qué conlleva todo ello?
Incomprensión, persecuciones o incluso el intento sistemático de reducir lo
religioso al ámbito privado. Para los creyentes sigue la llamada a hacer la
voluntad de Dios y a no renunciar a lo que es constitutivo de la misma Iglesia.
De las lecturas de hoy
emana un mensaje de esperanza, el juicio
será para la salvación, no para la condenación. La palabra de Dios nos habla
del final de los tiempos con una literatura apocalíptica. Tanto el evangelio
como la primera lectura del profeta Malaquías nos hablan de catástrofe,
enfrentamientos, divisiones, guerra y destrucción. Sin embargo, lo importante
es el mensaje final en ambas lecturas: "iluminará un sol de justicia que
lleva la salud en las alas", "ni un cabello de vuestra cabeza
perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas".
En
la primera lectura el profeta Malaquías, el último de los profetas
menores, nos dice muy bien que los hombres que se resisten con orgullo o maldad
ante Dios terminarán aniquilados, como seres caducos y pasajeros que son; que
sólo Dios es eterno.
" He aquí que llega el día, ardiente como un horno, en el que todos los
orgullosos y malhechores serán como paja… Pero a vosotros, los que teméis mi
nombre, os iluminará un sol de justicia y hallaréis salud a su sombra".
Pero
las personas que confían en Dios encontrarán paz y salud interior junto a él y
por él. Ser orgulloso ante Dios, además de ser una necedad, es algo que sólo
puede conducirnos al fracaso y a la destrucción. Seamos, pues, siempre
humildes, anta Dios y ante el prójimo, porque el Señor destruye a los soberbios
y enaltece a los humildes.
Malaquías, habla claro: los
perversos serán aniquilados y no quedará de ellos “ni rama ni raíz”; a los
buenos, en cambio, “los iluminará para siempre
un sol de justicia”. La verdad es que en todas las religiones y culturas de
la humanidad se ha creído siempre, aunque de distintas maneras y con distintos
matices, que Dios premiará a los justos, mientras que los malos serán
castigados. Parece un sentimiento espontáneo el pensar que no puede ser igual
hacer el bien que hacer el mal y que algún premio o castigo debe haber por lo
uno o por lo otro.
El
Salmo 97, que se propone hoy como responsorial, es un canto de alabanza a
Yahvé, rey del mundo, cuya actuación no es sino una serie de maravillas y
portentos en favor del hombre y del pueblo de Israel.
Está influenciado, como todos
los de su grupo (salmo 46, 92, 95-98), por el Segundo Isaías en sus miras
universalistas, en su concepción de las nuevas realidades que se acercan para
Israel, en su jubilosa visión del mundo como escena de la actuación de Dios y
eco de su alabanza.
Siguiendo
el salmo, vemos como el salmista piensa en la restauración de Israel después
del exilio de Babilonia, cuando tiene lugar un nuevo inicio en la vida, en la
religión, en la liturgia del templo. Este período feliz vendrá después del
retorno, y este solo pensamiento produce en el salmista (igual que en Isaías)
un potencial enorme de alegría y entusiasmo. Dios realiza estas maravillas de
salvación porque ama a su pueblo, porque nunca lo ha olvidado y ha tenido
siempre presentes su misericordia y su fidelidad.
Los
acontecimientos salvadores de Dios, también son validos para nosotros. El
versículo 3:"se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la
casa de Israel", ha inspirado muy de cerca el Magníficat de María (Lc
1,54), cántico que se mueve en la misma sintonía de alabanza al Dios que actúa
en favor de su pueblo y de los humildes.
La
alabanza incluye el sonido de los instrumentos (vv. 4-6). Las obras de Dios son
contempladas por todo el mundo: "los
confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios".
Es
una acción de Dios que percibe el mundo entero, que conocerán todos los pueblos
y por esto alabarán a Dios. La vuelta a Sión, que según el Segundo Isaías
superará en grandiosidad al mismo Éxodo (Is 49), será el comienzo de esta
justicia de Dios y la celebrarán todos los pueblos porque en la nueva etapa
Israel será algo grande y su nombre se dejará sentir en todas partes.
Por
esto el salmista invita a toda la tierra a cantar al Señor, a aclamar a Dios
sonando toda clase de instrumentos: ahora es la música quien acompaña esta
sinfonía grandiosa de alabanza: "tañed la cítara... suenen los
instrumentos".
En
esa alabanza de la tierra, estamos incluidos todos los creyentes, de cualquier
momento de la historia, incluida lógicamente la presente.
La segunda lectura nos mantiene en la
esperanza y una esperanza activa. San Pablo en ella como en domingos
anteriores, sigue aconsejando a los fieles de Tesalónica.
Algunos tesalonicenses, creían
que la segunda venida del Señor iba a ser inmediata, por eso algunos de ellos
se habían echado a la buena vida, sin trabajar, creyendo que ya estaba todo
hecho. Pero san Pablo les recomienda que se pongan a trabajar, pues la venida
de Jesucristo no será inmediata.
Dos
son las características de estos individuos: por un lado, se ocupan en no hacer
nada y, por eso, se meten en todo. No se entregan a un trabajo que les centre
en algo y puedan dejar de zascandilear sin otra misión que transmitir chismes.
Por otro lado, turban la tranquilidad de los demás. Y su peligrosa ocupación
pone a la comunidad en trance de perder la paz y la armonía.
A
estos cristianos presenta el apóstol su propio ejemplo. Aunque tenía derecho a
ser sostenido por la comunidad en su labor misionera, no aceptó el pan de
balde. Trabajó día y noche, a fin de no ser una carga para nadie.
Y
añade, además, un mandato que puede poner remedio a la situación creada por estos
ociosos: que trabajen, así no vivirán inquietos. Y que lo hagan con
tranquilidad, y así evitarán perturbar a los demás.
San Pablo es directo y
práctico: “el que no trabaje que no coma”.
Como cristianos estamos
llamados a ser portadores de esperanza y perseverar confiando, siempre en el
Señor. Y mientras tanto, no quedarse con los brazos cruzados, esperando el fin
del mundo como les ocurría a los fieles de la iglesia de Tesalónica. Pablo les
insta a trabajar para ganarse el pan de cada día. Es así como Dios nos quiere,
como personas esperanzadas y esperanzadoras, consciente de su misión de
transformar este mundo hasta convertirlo en el auténtico Reino de Dios.
El evangelio nos presenta a Jesús que acaba de entrar triunfal en Jerusalén y
los discípulos se siente maravillados por la belleza del Templo de Jerusalén. En esos momentos, Jesús profetiza
sobre la destrucción total y definitiva de Jerusalén que se iba a producir
menos de cuarenta años después de que Jesús expresara su mensaje. Sus palabras abren un camino de reflexión hacia lo nuevo, hacia
lo que nace tras los tiempos difíciles. Esta lectura se nos proclama a las puertas del
Adviento que no es otra cosa que la espera confiada en la llegada de nuestro
salvador, Jesucristo..
Jesús nos pone en guardia a todos ante
quienes están fijos en catástrofes.
No vayáis tras de ellos, nos dice. No les
creáis cuando afirmen que el fin está ya cerca. Habrá guerras y revoluciones,
pero todavía no ha llegado el momento. Por eso hay que permanecer serenos, no
dejarse llevar por el pánico, tener la confianza puesta en Dios que no nos
abandonará en esos terribles momentos.
Para los judíos del tiempo de
Jesús el Templo de Jerusalén representaba la seguridad. Con tal de cumplir las
leyes y acudir al Templo se "justificaban" ante Dios. Era para ellos
el fundamento de su práctica religiosa. Y Jesús se atreve a decir que no
quedará de él piedra sobre piedra. El Templo no es lo importante, tampoco el
mero cumplimiento de la ley, pues Jesús predicó que no es ni en Jerusalén ni en
Garizín donde se debe dar culto a Dios, sino "en espíritu y en verdad". En nuestra religión cristiana
también nos hemos montado "otros templos", otras normas que nos
"aseguran la salvación". Es más fácil pedir que te digan qué es lo
que tienes que cumplir y asegurar así la salvación, que identificarse con
Cristo, dejar que Él te transforme y estar dispuesto a seguirle con todas las
consecuencias. Lo primero no cuestiona tu vida, lo segundo transforma tu vida y
te convierte en hombre nuevo. La fe es una aventura arriesgada y emocionante,
no es un cumplimiento cómodo y seguro de normas sin implicación de tu persona.
San
Lucas anima a los cristianos desanimados
y les pide que se mantengan firmes en la fe, porque todas esas desgracias
tenían que venir primero, pero el final no vendrá enseguida. Si perseveran
salvarán sus almas.
Desde entonces
hasta ahora se ha repetido bastantes veces la creencia en que el final de los
tiempos ya estaba llegando, pero Dios, por lo que hemos visto, no parece tener
prisa. Lo importante para cada uno de nosotros no es saber cuándo llegará el
momento final, sino vivir cada momento con fidelidad al evangelio, con
paciencia y con perseverancia, como si fuera el momento final.
Aprendamos
a vivir siempre con paz interior, con confianza en la palabra del Señor,
dejando a Dios ser Dios, y actuando nosotros con fuerza y perseverancia
cristiana, como si fuera el momento último de nuestra vida, a pesar de todas
las desgracias que puedan ocurrirnos, a nosotros y a nuestra sociedad en general.
-
La reflexión sobre la segunda venida de Cristo ha provocado continuamente en la
historia preocupaciones, temores y angustias. La venida del Señor no es una
amenaza, sino una esperanza. Por eso no puede producir pánico, temor o miedo,
sino confianza absoluta.
Tengamos en cuenta que el texto
proclamado hoy no es ninguna descripción del fin del mundo. El centro del
relato se encuentra en una frase a mitad del texto: "Pero antes de todo eso..." San Lucas quiere enseñar que no se
sabe cuándo ocurrirá el fin del mundo, y al preguntar los discípulos a Jesús
cuando vendrá el día, la respuesta consiste en decir que deben suceder muchas
cosas que parecerán el fin sin serlo. Lo que importa, pues, no es conocer la
fecha de la parusía, sino tener claro que "antes de todo eso" los
discípulos serán perseguidos. No serán unas persecuciones reservadas al tiempo
final, sino que la persecución se convertirá en característica fundamental de
la vida del cristiano mientras dure la historia del mundo.
-
Ante la conflictividad político-religiosa de la historia hay que vivir en
actitud de discernimiento de las señales que en ella encontramos para actuar.
¿Cómo estamos actuando ante los problemas políticos y religiosos que se viven
en nuestra sociedad?
-
La realidad que vivimos está generando desconcierto, desilusión y desesperanza.
¿Qué estamos haciendo para devolverle a tanta gente la esperanza?
-
Muchos cristianos están luchando por construir una nueva historia y por eso son
perseguidos, calumniados y asesinados. ¿Qué estamos haciendo nosotros por
construir esta nueva historia?.
El
texto también nos plantea la realidad de nuestra vida cristiana. Los tiempos
son difíciles. ¿Qué es para nosotros lo más importante?.¿Nos mantenemos en el
ámbito de la Fe o de la práctica religiosa?.
En
clave "religiosa" se llega a la religión por tradición o herencia; en
clave de "fe", se llega por decisión personal y libre. La religión
puede convertirse en una forma de pensar que acomodo a mi vida, o bien es una
forma de vivir que me compromete. En clave religiosa la referencia soy yo y mis
necesidades; en clave de fe la referencia es Jesús y estoy dispuesto a hacer su
voluntad. Las verdades pueden convertirse en simples doctrinas que hay que
saber, sin embargo para el seguidor de Jesús la única verdad es Jesús y la
escucha de su Palabra. Puedo ser un cristiano que considera el culto como un
conjunto de ritos a los que hay que asistir, o por el contrario para mí el
culto es la celebración gozosa de la experiencia de Jesús en mi vida. Puedo
considerar la Ley como un conjunto de normas que hay que cumplir, o darme
cuenta de que la auténtica Ley del cristiano es vivir en el amor. La Iglesia
puede ser para mí una institución jurídica, o más bien una comunidad de
hermanos.
¿Es para ti la fe un seguro de vida, o es un
regalo, un don gratuito de Dios que celebras con entusiasmo? Pregúntate: ¿en
qué clave se sitúa tu vida cristiana, en la "religiosa", o en la de
la "fe"?
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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