sábado, 26 de mayo de 2018

Comentario a las Lecturas del Domingo de la Santísima Trinidad 27 de mayo 2018

Hoy celebramos la   Fiesta de la Santísima Trinidad y en ella la Iglesia celebra la Jornada “Pro orantibus”. En este día se nos invita a orar por aquellos que oran continuamente por nosotros; invitación más significativa en este año de la Vida Consagrada; orar para que los llamados a esta vocación singular vivan su vocación de contemplación en total fidelidad al Espíritu. El lema de este año, “Sólo Dios basta””, es un conocido verso de un poema de Santa Teresa de Jesús y nos recuerda que seguimos celebrando el Año Jubilar Teresiano. En una fase tan corta se resume lo esencial de la vida contemplativa: entender la vida únicamente desde Dios, relativizando todo aquello que tanto nos ocupa y así recordarnos a todos que estamos llamados a vivir deseando el mundo futuro.
La fiesta de la Santísima Trinidad, que guarda una clara relación con la de Pentecostés, celebrada el domingo pasado, es el principio del Tiempo Ordinario.
Generalmente nos ha preocupado con exceso querer desentrañar cerebralmente el misterio, que no es lo importante. Intelectualmente no se conseguirá nunca. Ahora bien, el corazón es capaz de gozar de la relación personal con Dios, y esto sí que importa y convence.

La primera lectura del libro del Deuteronomio  (Dt . 4, 32-34.39-40) nos  presenta a Dios a partir del recuerdo y la meditación de sus grandes manifestaciones salvadoras en la historia.
Atribuidas a Moisés, las exhortaciones contenidas en este pasaje, pertenecen en realidad a un autor anónimo que vivió en Babilonia en el siglo VI a.C. entre los israelitas conscientes de ser responsables de la condición de la esclavitud en la que se encontraban, y convencidos de haber comprometido definitivamente su historia con los pecados que habían cometido. Están tristes, desalentados y necesitan escuchar palabras de consuelo y esperanza.
El profeta se dirige a estos deportados y les invita a repensar el pasado. Les pide recordar las obras de salvación realizadas por el Señor en Egipto y compararlas con las gestas que los otros pueblos atribuyen a sus dioses. La conclusión es obvia: en todo mundo nadie ha oído hablar nunca de un Dios que haya intervenido con tanto poder para liberar a su pueblo, como el Señor ha hecho con Israel. Ningún Dios ha hablado jamás como Él hizo con Abraham, con los patriarcas y con Moisés en la zarza ardiente; nunca se ha escuchado que ningún Dios haya obrado maravillas extraordinarias, como ha hecho el Señor para salvar a su pueblo (vv. 32-34).
El recuerdo de la liberación de la esclavitud en Egipto (vv. 34.37), de la alianza en el Sinaí (vv. 33.35), y del don gratuito de la tierra prometida (v. 38), hace concluir al autor deuteronomista: "Reconoce, pues, y graba hoy en tu corazón que el Señor es el Dios del cielo y de la tierra y que no hay otro" (v. 39). De esta afirmación teológica fundamental para la fe de Israel, se deriva la exigencia ética esencial de la alianza: "Cumple sus leyes y mandamientos, que yo te prescribo hoy" (v. 40). La fe en el único Dios verdadero, que lo ha liberado y elegido como propiedad suya, exige a Israel la obediencia radical a su voluntad, condición para vivir felizmente a través de todas las generaciones en la tierra que el Señor le ha dado. 
Los dioses de otros pueblos viven en el cielo y no están interesados ​​en lo que sucede en la tierra, moran en templos donde esperan a ser atendidos y recibir los sacrificios de sus devotos; el Dios de Israel, por el contrario, está implicado en la historia de su pueblo.
Si los deportados a Babilonia confían en este Dios atento a las vicisitudes del hombre, no pueden permanecer de brazos caídos: Él ciertamente acudirá a liberarlos, como hizo en tiempos pasados.
Esta revelación de Dios amigo y protector, dirigida por el profeta a los israelitas que están en Mesopotamia, se dirige también hoy a todos los hombres para que, en todas las circunstancias de la vida, se sientan acompañados por el Señor y sepan que Él se alegra de sus éxitos y participa en sus desilusiones. Quienes creen en este Dios, no pierden nunca el ánimo, incluso si existen errores en sus vidas, pues el Señor les comprende y les muestra siempre cómo remediarlos.
Lejos de inducir a cometer pecados, la fe en el Dios de Israel, que es sólo amor y ternura y está siempre dispuesto a rescatar a su pueblo, es un incentivo para cultivar la confianza y acoger sus preceptos como palabras de vida. Por eso la lectura termina con la exhortación: “Guarda los mandamientos y preceptos; así les irá bien a ti y a los hijos que te sucedan” (v. 40).

En el salmo de hoy se nos recuerda la condición de bienaventuranza que supone pertenecer al pueblo escogido. Salmo 32 (Sal  32, 4-5. 6 y 9. 18-19. 20 y 22)
Este salmo es un poema y un himno a la omnipotencia y justicia del Señor. Se canta el señorío de Dios sobre el universo como Creador y su fidelidad hacia su pueblo elegido, Israel, y a los que le son fieles. En este sentido, la composición es como una justificación de la exhortación a alegrarse en el Señor.
 “Porque la palabra del Señor es recta”,  por su misericordia y su protección ante la muerte.". Desde el principio, este salmo, rezuma alegría, canto y júbilo.
El motivo es claro, el triunfo, tal y como ha descubierto el salmista mirando la historia y el universo, no depende de su fuerza o de su valía, sino de Dios. Por eso, para el que se apoya de verdad en Dios no hay dificultad o pesar que le pueda tumbar o ensombrecer. “porque no vence el rey por su fuerza o por su gran ejército…nosotros aguardamos al Señor, en su santo nombre confiamos….” Se puede resumir en una frase antológica de Ignacio de Loyola que resume toda la lucha espiritual: “rezar como si todo dependiese de Dios, trabajar como si todo dependiese de nosotros mismos”. Ten en cuenta esto, en tu camino espiritual.
"Dichoso el pueblo que el señor se escogió en heredad." repetimos en la estrofa.
El salmista hace una invitación a la alabanza, El salmista llama a los justos, es decir a los buenos, a los que son parte del pueblo escogido. Alabanza y acción de gracias se encuentran con frecuencia unidas.
Los justos son los más obligados a alabar al Señor, pues son el objeto predilecto de su providencia en la historia; es así como el salmista quiere que acompañen sus cánticos con toda clase de instrumentos: cítara y arpa de diez cuerdas. Y con ellos deben entonar un nuevo canto de acción de gracias por los beneficios nuevos que cada uno recibe en su vida del Omnipotente. Esta aclamación es acompañada de melodías, interpretadas en honor del Señor, con cantos que son enunciados de fe y anhelos que nacen desde el interior, como manifestación de felicidad y seguridad en Dios.
" Dichoso el pueblo que el señor se escogió en heredad." hemos repetido en cada estrofa salmica.
El salmista se refiere a términos como la “palabra”, con el deseo de celebrar la palabra creadora de Dios, la “lealtad” porque admira la nobleza de Dios, la “justicia”, porque reconoce a un Dios ecuánime y el “Amor”, porque el siente y conoce el cariño y la amistad de su Dios con el y todo su pueblo. Es así entonces que canta con alegría: “Porque la palabra del Señor es recta y él obra siempre con lealtad; él ama la justicia y el derecho, y la tierra está llena de su amor”. Todo ellos porque tiene la confianza que el Señor es fiel a su palabra, y todas sus acciones llevan el sello de la verdad y de la fidelidad a sus promesas de protección a los justos y cumplidores de su Ley. Toda su providencia está gobernada por las exigencias de la justicia y del derecho, que es la aplicación de aquélla en cada acto, es así como toda la tierra rebosa de la bondad y piedad del Señor.
" Los ojos del Señor están puestos en quien lo teme, en los que esperan su misericordia,  para librar sus vidas de la muerte  y reanimarlos en tiempo de hambre."
El salmista nos habla de cómo el Señor mira a sus amigos, a los fieles, “Los ojos del Señor están fijos sobre sus fieles”, frecuentemente agobiados y al borde del peligro de muerte, los estimula a tener esperanza en el Señor de que El nos los abandonará y tampoco permitirá que se hundan en el abismo de la desgracia, refiriéndose a los que “esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y sustentarlos en el tiempo de indigencia”. Por tanto, el salmo pasa a ser una llamada de fe y esperanza en el Señor que se compadece de la debilidad de los hombres.
La omnipotencia divina está al servicio del justo, objeto de sus complacencias; por eso, en las horas del adversidad y de la miseria, los libra de la muerte violenta y los mantiene en y los mantiene y necesidad.
Tal como era el deseo del salmista, es también nuestro anhelo el ser objeto compasivo y amoroso de la piedad divina, por que siempre estamos necesitados de la protección de Dios todopoderoso, por eso nos unimos con entusiasmo al canto, “Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.

En la segunda lectura de la Carta de san Pablo a los romanos  (Rom  8, 14,17), nos recuerda  el don del Espíritu y nuestra constatación de condición de hijos. Desde el principio del capítulo octavo se va desarrollando el tema de cómo Jesucristo libera al hombre de la esclavitud y posibilita que viva según el Espíritu.
En este texto el autor nos habla del binomio "carne/espíritu", insistiendo en la prioridad de la acción de Dios en la santificación del hombre. No son las obras de la "carne" las que nos salvan, sino la presencia del Espíritu en el hombre que le orienta hacia una existencia nueva.
San Pablo se ha referido anteriormente a los que se dejan llevar de la "carne", esto, es de las tendencias contrarias a la voluntad de Dios (v. 7). Para librarnos de esas tendencias que nos esclavizan necesitamos un nuevo espíritu, el Espíritu de Dios que habita en nosotros (vv. 9 y 11). Los que se dejan llevar por ese Espíritu escapan a la influencia de la "carne" y son efectivamente hijos de Dios.
Los versículos de la lectura del día de hoy describen los ejes fundamentales en que se basa esta existencia.
a) La primera dimensión de esta existencia es la de hijo de Dios (vv. 14-15). Dios ha dado al hombre su Espíritu para que este acceda a la casa paterna. Por tanto, el hombre no debe dejarse dominar por un espíritu de temor -espíritu normal para quien cree que la benevolencia divina depende de su propio esfuerzo; se trata simplemente de vivir en unas relaciones filiales que, por sí mismas, ahuyentan el temor.
El privilegio del hijo de Dios consiste en poder llamar a Dios Padre (Abba alude, quizá, a la oración de Padre Nuestro, que quizá algunos de los interlocutores de Pablo conocían en arameo: v. 15). El hijo de Dios no tiene que fabricarse una religión en que, como sucede en la religión judía, sería necesario contabilizar los esfuerzos ante un Dios-Juez, o, como en la religión pagana, acumular los ritos para ganarse la benevolencia de un Dios terrible. El cristiano puede llamar Padre a su Dios, con todo lo que esto supone de familiaridad y, sobre todo, de iniciativa misericordiosa por parte de Dios.
b) La segunda dimensión de esta existencia es la de heredero de Dios (v. 17). Al ser hijo, el hombre tiene derecho a una vida de familia y dispone de los bienes de la casa. El término "heredero" no debe comprenderse aquí en el sentido moderno (el que dispone de los bienes del padre, después de la muerte de este), sino en el sentido hebreo de "tomar posesión". El pensamiento de Pablo se asocia a la concepción que el Antiguo Testamento se hacía de la herencia, pero la completa al unirla a la idea de la filiación. Los hombres adquieren de ahora en adelante la herencia, en relación a su unión al Hijo por excelencia, el único que goza, efectivamente, de todos los bienes divinos, por su naturaleza. Efectivamente, el hijo de Dios hereda la gloria divina, irradiación de la vida de Dios en la persona de Cristo.
Pero la herencia sólo se obtiene mediante el sufrimiento. Se hereda con Cristo si se sufre con El. El sufrimiento conduce a la gloria, no como condición meritoria, sino como signo de vida-en-Cristo, prenda de herencia de la gloria con El.

El evangelio de San Mateo (Mt. 28, 16-20) narra la aparición pascual de Jesús en Galilea con la que concluye el evangelio de Mateo, estructurada en tres partes: la presentación de Cristo, la misión y la promesa de la presencia del Señor hasta el final de los tiempos.
Un monte es de nuevo el escenario propicio para el encuentro del hombre con Dios... El escenario es un "monte", símbolo bíblico que representa un espacio privilegiado de revelación divina . Los discípulos van a "un monte" de Galilea. En un monte Jesús sufrió la tentación del poder, en un monte se transfiguró, en un monte proclamó su mensaje. Seguramente que hay que tener en cuenta todas estas indicaciones del evangelio de Mateo para captar toda la riqueza del "monte", que, además, es lugar de la presencia de Dios.
Los discípulos se prosternan. Se hallan ante una manifestación divina. Jesús, que había rehusado todo tipo de poder, ha recibido todo el poder de Dios.
En el silencio de las alturas es más fácil escuchar la palabra inefable del Señor, en la luz de las cumbres es más asequible contemplar la grandeza divina, sentir su grandiosa majestad. En esta ocasión que nos relata el evangelio, Jesús se despide de los suyos y antes de marchar les recuerda que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Esto supuesto los envía a todo el mundo para que hagan discípulos de entre todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
San Mateo habla aquí por primera y única vez de la reacción de los discípulos de Jesús ante el hecho de la resurrección. En una sola escena recoge la experiencia pascual que todos los evangelistas atestiguan más detalladamente. Por lo tanto, es posible que esta duda de los discípulos o vacilación ocurriera en un momento anterior (Cfr. Lc 24, 11.37, 41; Jn 20, 25). Pero, en cualquier caso, lo importante es notar cómo los discípulos no creyeron fácilmente y no se dejaron llevar por un entusiasmo precipitado que podría disminuir después la credibilidad de su testimonio.
El v. 17 es un esbozo lacónico de toda la experiencia pascual de los discípulos . Estos tuvieron el gozo de ver a Jesús, pasaron por la indecisión de dudar y terminaron con la certeza de adorar.
Las palabras de Jesús (vs. 18-20), son una síntesis de lo más esencial del pensamiento de Jesús acerca de sí mismo, de la Iglesia y del mundo. Su vocabulario y redacción tiene el timbre peculiar e inconfundible de San Mateo. Bajo la aparente rigidez de un mosaico bizantino, en estas palabras se respira el gozo profundo de una comunidad que vivía la experiencia de tener al Señor Jesús, Vida, Luz y Fuerza de Dios.
Las primeras palabras de Jesús (v. 18b) son una revelación: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra". Con esto declara Jesús que es el cumplimiento de la profecía de Daniel (/Dn/07/13-14) respecto al Hijo del hombre (a lo cual había hecho ya referencia Jesús durante el proceso): "En las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre; se dirigió hacia el anciano y fue conducido a su presencia. Se le dio poder, gloria e imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían; su poder era un poder eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás".
Todo el breve discurso de Jesús está dominado por la idea de plenitud y universalidad; el adjetivo "todo" aparece cuatro veces (todo el poder, todas las gentes, todo lo que ha ordenado, todos los días). La idea de la misión universal estaba también en el Antiguo Testamento; pero allí en el orden de la espera (la misión universal era una esperanza reservada para el tiempo mesiánico); aquí en el orden del cumplimiento (la misión universal es un hecho).
Las palabras están estructuradas formando un tríptico: panel central: vs. 19-20a (en imperativo: mandato de misión); paneles laterales: vs. 18b y 20b (en indicativo: fundamento y garantía del mandato, respectivamente). Nótese el énfasis de totalidad, que se manifiesta en la reiteración del adjetivo "todo".
Versículo 18b. El Padre ha comunicado al Hijo la plenitud de su soberanía sobre el universo. El parecido de este poder con el poder humano se limite a la sola fonética de la palabra "poder". El poder de Dios es creativo y liberador.
Versículos 19-20a. En este mandato no hay ni sombra de los antiguos y modernos ensueños de dominio y proselitismo políticos.
El Mesías omnipotente no aspira a hacer de la universal comunidad humana su imperio. Ser discípulo es entrar en una nueva relación con el Padre, el Hijo y el Espíritu de Dios. Esta relación relativiza y está muy por encima de todas las formas humanas de convivencia, sean éstas fascistas o democráticas. Sólo quien haya seguido a Mateo paso a paso desde sus comienzos podrá comprender lo que significa ser discípulo y que el mandato de Jesús no tiene nada de propagandístico.
Versículo 20b. Los discípulos tendrán que llevar a término su misión universal en un contexto de sufrimiento, crisis y persecución. Cuando, en la historia bíblica, Dios encomienda a alguien una misión, asegura al hombre comprometido su asistencia eficaz: No temas, yo estaré contigo. Esta asistencia es garantía de eficacia y estímulo de audacia humilde.
San Mateo concluye su evangelio con las siguientes palabras del Señor, que, terminada su obra, envía a sus discípulos a todo el mundo garantizándoles que el estará acompañándoles siempre :  " Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos" .
Podemos distinguir tres partes en el discurso de Jesús: a) el titulo de suprema autoridad en el que funda su mandato de ir a todas las naciones,
b) el encargo o misión que reciben los discípulos de enseñar y bautizar,
c) la promesa de su asistencia en esta tarea que ha de durar hasta el fin de los tiempos.
El que ha sido bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo es de Dios y a Dios ha de obedecer en todo. Pero la voluntad de Dios no es otra que ésta: que seamos sus hijos y que vivamos como hermanos, cumpliendo lo que Jesús nos ha mandado: que nos amemos los unos a los otros.
San Mateo cierra su evangelio abriendo los ojos al fin de los tiempos, cuando el Señor vuelva. Mientras tanto, hay una promesa consoladora para los que creen en él y cumplen en la tierra la misión que les ha encomendado: El Señor estará con sus discípulos hasta el fin del mundo. La confesión pública de la fe (la ortodoxia) y la práctica manifiesta del amor fraterno (la ortopraxis) son las señales de esta presencia de Jesús en medio de sus discípulos. Ambas cosas son posibles por la fuerza del Espíritu que nos ha sido dado y que alienta nuestra marcha hacia el Padre.

Para nuestra vida
Para la mayoría de nosotros la Trinidad se presenta como una realidad obscura, como un misterio ante el cual tenemos que suspender nuestros razonamientos y no tratar de penetrarlo o comprenderlo. Pero la palabra "misterio" no significa propiamente una realidad obscura e incomprensible, sino algo que no puede ser comprendido de manera inmediata y definitiva, pero que está siempre abierto a una mayor comprensión y penetración. Jamás podremos 'poseer' a Dios, encerrándolo en la racionalidad de nuestro pensamiento; pues Él es "El que Es", y está siempre por encima de nuestra capacidad de comprensión.
No podemos, pues, reducir el misterio de la Trinidad a un concepto, a una idea; pero debemos tratar de descubrir su infinita riqueza, fijándonos en las dimensiones con que se nos manifiesta en la historia humana. De hecho, la Biblia, para revelarnos la realidad de Dios no nos presenta una serie de conceptos abstractos; nos presenta la historia de su actuar con nosotros y en favor nuestro.

En la primera lectura, recordando lo que ha sucedido a Israel, desde la liberación de Egipto, la manifestación de Dios en el Sinaí y otras grandes acciones salvadoras suyas, la tradición del Deuteronomio llega a subrayar el tema fundamental: «El Señor es nuestro Dios». La fe tiene su fundamento en una historia precedente, de la que no podemos prescindir, sino que se nos hace presente y nos interpela directamente; que pide de nosotros no una respuesta abstracta y teórica, sino una adhesión que pone en juego toda nuestra existencia.
Por esa adhesión de fe, se desarrolla en nosotros la vida misma de Dios; don que la benevolencia del Padre promete a todos los seres humanos por medio de Cristo. Esa vida -como nos dice hoy San Pablo en la segunda lectura- es actuada en nosotros por el Espíritu, el cual nos hace participar de tal manera en la vida del Hijo, que podemos dirigirnos al Padre con la misma familiaridad de Jesús. No nos dirigimos ya a Dios como esclavos a su señor, sino como hijos, dándole el nombre de "Abbá Padre".
El Espíritu que recibimos no es un espíritu que lleva a la esclavitud y al temor, como sucedía con la ley antigua. Este Espíritu nos hace participar de la herencia misma de Cristo, de la naturaleza misma de Dios (Cfr. 2 Pe 1,4), y hace que estemos destinados a la gloria.
-¿Cómo presentamos hoy a Dios de forma que el pueblo pueda verlo, sentirlo, experimentarlo? ¿Como una momia acartonada en disquisiciones metafísicas, jurídicas, dogmáticas...? Nada dice a la gente, ¿como un Dios lejano y misterioso que no actúa hoy en nuestra historia? El pueblo prescinde de El ¿cómo un juez que dará a cada uno su merecido en un futuro, pero que no se compromete en la liberación actual del hombre inaugurando ya así un futuro nuevo? Mejor es que nos olvidemos de El.
Las preguntas retóricas del cap. 4 nos interpelan a los lectores actuales del texto y nos exigen una respuesta de fe. ¿Seremos los cristianos capaces también de despertar esa respuesta de fe entre los hombres de hoy?.
¿Qué podemos saber nosotros de Dios? Decimos que Dios es justo, que es misericordioso; que Dios está allí, que Dios está aquí; que Dios es trino y uno... Pero ¿qué sabemos nosotros de Dios? Hablamos con tanta seguridad de sus perfecciones, de sus procesiones, de sus relaciones; definimos con maestría sus atributos, perfilamos su imagen. Pero hemos de corregirla constantemente.
Y ojalá sepamos corregirla porque si no caemos fácilmente en idolatría o fanatismo. Dios supera siempre nuestros conceptos y nuestros dogmas. Dios no es lo que se piensa. A Dios no se llega por la razón.
Vemos cómo Israel llega a Dios por el camino de la experiencia. Dios mismo toma la iniciativa y se va manifestando en los acontecimientos de la vida, en los hechos, que terminan siendo salvadores. Israel experimenta a Dios como algo vivo, como alguien que interpela, como amor que salva.
Y eso es lo grande de Dios, que se acerca. El Dios del cielo está aquí en la tierra, junto a los hombres. No hay nación que tenga los dioses tan cercanos. Y lo admirable de Dios es que se acerca de manera salvadora, que actúa liberadoramente en favor de su pueblo. Y lo incomprensible de Dios es su amor, un amor de predilección hacia los pequeños. Pues «reconoce... y medita... y guarda». No cabe otra respuesta que la confianza y la fidelidad.

En el salmo responsorial hemos entonado un canto de alabanza. Es necesario personalizar este salmo, en nuestra propia vida y en nuestra propio estilo:  alabar... Creer en el poder de Dios... Creer que Dios interviene "hoy y siempre en los  acontecimientos contemporáneos..." "hacerse pobre": la "mirada de Dios" sobre nosotros es  una defensa más segura que todos los medios del poder humano.
Confianza ilimitada en el poder conquistador de Dios: Que resuene sinfónicamente, con la aportación peculiar de cada uno de nosotros, la alabanza del Señor. Dios nos ha hablado. Cristo, que habita por la fe en nuestros corazones, es su Palabra siempre interpeladora y convocadora. Por esta Palabra Dios hizo el cielo, sujetó a la creatura inestable del agua, conduce la historia; por ella hemos adquirido nuestra identidad carismática, nos mantenemos unidos y congregados en el amor comunitario y lanzados hacia la misión.
Motivo de alabanza es la confianza ilimitada en el poder conquistador de Dios, porque su «plan subsiste por siempre y los proyectos de su corazón de edad en edad». Tenemos la certeza de que nuestro servicio a la causa del progresivo reinado de Dios tiene futuro y no es una ilusoria utopía. La certeza no nace de nuestro prestigio social, de nuestras cualidades humanas, de nuestro número o de nuestras técnicas: «No vence el rey por su gran ejército, no escapa el soldado por su mucha fuerza... ni por su gran ejército se salva». La certeza brota de la seguridad de que Dios ha puesto sus ojos en nuestra pobre humanidad, reanimándonos en nuestra escasez, alegrándonos en nuestras penas, auxiliándonos en las situaciones desesperadas: «Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor.»
Dice San Agustín "Cada uno se pregunta cómo cantar a Dios. Cántale, pero hazlo bien. Si se te pide que  cantes para agradar a alguien entendido en música, no te atreverás a cantarle sin la debida  preparación, por temor a desagradarle, ya que él, como perito en la materia, descubrirá  aquellos defectos que pasarían desapercibidos para otro cualquiera. ¿Quién, pues, se  atreverá a cantar con maestría para Dios, que sabe juzgar al cantor, que sabe escuchar con  oído crítico? ... Mas he aquí que Él mismo te sugiere la manera de cómo has de cantarle:  canta con júbilo. Éste es el canto que agrada a Dios, el que se hace con júbilo. ¿Qué quiere  decir con júbilo? Darnos cuenta de que no podemos expresar con palabras lo que se siente  en el corazón. El júbilo es el sonido que indica la incapacidad de expresar lo que siente el  corazón. Y este modo de cantar es el más adecuado cuando se trata del Dios inefable.  Porque, si es inefable, no puede ser vertido en palabras. Y, si no puede ser vertido en  palabras y, por otra parte, no te es lícito callar, lo único que puedes hacer es cantar con  júbilo. De este modo, el corazón se alegra sin palabras y la inmensidad del gozo no se ve  limitada por unos vocablos. Cantadle con maestría y con júbilo."  (S. Agustin, Enarrationes in psalmos. 32, 1, 7)

En la segunda lectura de la carta de San Pablo  a los romanos,  nos asoma a una realidad divina de nuestra existencia, el Apóstol habla de ser «hijos de Dios». Pablo, inmediatamente antes de estos versos, habla de la lógica de la carne (que lleva a la muerte) y de la lógica del Espíritu (que lleva a la vida). Por eso, los que se dejan llevar por el Espíritu sienten algo fundamental e inigualable: se sienten hijos de Dios. Esta experiencia es una experiencia cristiana que va mucho más allá de las experiencias de Israel y su mundo de la Torá. Se trata de una afirmación que nos lleva a lo más divino, hasta el punto de que podemos invocar a Dios, como lo hizo Jesús, el Hijo, como Abbá. Que el cristiano, por medio del Espíritu, pueda llamar a Dios Abba (cf Gál 4,6), viene a mostrar el sentido de ser hijo, porque hace suya la plegaria de Jesús (especialmente tal como se encuentra en Mc 14,36, aunque también en Lc 11,2, mientras que Mt ha preferido en tono más judío o más litúrgico, con “Padre nuestro”. Eso significa, a la vez, una promesa: heredaremos la vida y la gloria del Hijo a todos los efectos. Ahora, mientras, lo vivimos, lo adelantamos, mediante esta presencia de Espíritu de Dios en nosotros.
El texto nos asoma a una realidad divina de nuestra existencia. Decimos divina, porque el Apóstol habla de ser «hijos de Dios». Pero sentirse hijos de Dios es una experiencia del Espíritu. Es verdad que nadie deja de ser hijo de Dios por el hecho de alejarse de El o a causa de vivir según los criterios de este mundo. Pero en lo que se refiere a las experiencias de salvación y felicidad  no es lo mismo tener un nombre que no signifique nada en el decurso del tiempo, a que sintamos ese tipo de experiencia fontal de nuestra vida. Y por ello el Espíritu, que es el «alma» del Dios trinitario, nos busca, nos llama, nos conduce a  Dios para reconocerlo como Padre (Abba), como un niño perdido en la noche de su existencia, y a sentirnos coherederos del Hijo, Jesucristo. Por ello, el misterio del Dios trinitario  es una forma de hablar sobre la riqueza del mismo, que es garantía de que Dios, como Padre, como Hijo y como Espíritu nos considera(n) a nosotros como algo suyo.
El texto nos recuerda que el Espíritu guía al cristiano en el camino de la historia, como Yahvé guiaba a Israel en el desierto (Deut. 1,33): "Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios" (v. 14) . Mientras caminamos, el Espíritu nos hace partícipes de la vida del Hijo, a tal punto que podemos dirigirnos al Padre con la familiaridad con que lo hacía Jesús, no como esclavos llenos de temor, sino como verdaderos hijos: "Padre" (Abbá) (v. 15). El Espíritu, en lo profundo de nuestro espíritu, continuamente da testimonio de que somos hijos de Dios (v. 16). El gran testigo de la filiación divina es el Espíritu. Al final del camino, después de los sufrimientos y pruebas de la historia, el mismo Espíritu nos introducirá en la gloria de Cristo, como "coherederos", "puesto que sufrimos con él para ser glorificados junto con él" (v. 17).
-"Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios": Por este don de la vida según el Espíritu somos hijos de Dios. Hemos nacido de Dios y estamos llamados a disfrutar de la gloria de su presencia.
-Esta vida según el Espíritu es todo lo contrario de un estilo negativista: de ningún modo es una sumisión a las prácticas de la Ley ("habéis recibido, no un espíritu de esclavitud"), ni tampoco una religión basada en el temor. Muy al contrario, el estilo de vida del cristiano es el que viene de la confesión confiada de la paternidad de Dios: "¡Abba" (Padre"). La misma invocación que en el evangelio hallamos en boca de Jesús, ahora está en boca de sus discípulos. Pero sólo es posible por la acción del Espíritu.
-"Y, si somos hijos, también herederos": Por el bautismo hemos entrado en la familia de Dios y podemos participar en los bienes de la casa. Por tanto, así como Cristo ya participa del bien de la glorificación, después de pasar por el sufrimiento y la muerte, también nosotros estamos llamados a participar en ella. Notemos, sin embargo, que san Pablo pone en paralelismo la participación en la glorificación y la participación en los sufrimientos.

En el pasaje del evangelio de hoy, aparecen las tres personas de la Santísima Trinidad, en la 'fórmula' con que los discípulos han de bautizar "a todas las gentes" (Mt 28,19).
El texto  señala  Galilea como el lugar donde ocurrieron los hechos, esto nos remite al comienzo de la actividad de Jesús (Mt. 4, 12). San Mateo hace, pues, coincidir el lugar de comienzo de la actividad de la Iglesia con el de comienzo de la actividad de Jesús. Este procedimiento está al servicio de una intencionalidad precisa: unidad indisociable entre Jesús y su Iglesia. Pero hay todavía más: para San Mateo, Galilea es algo más que un dato geográfico. Galilea funciona en calidad de símbolo de país desilusionado y sin horizontes, al que Jesús devuelve la ilusión y la esperanza. Para Mateo, pues, la Iglesia devuelve la ilusión y la esperanza a una tierra desilusionada y sin horizontes. La Iglesia es el nuevo pueblo de Dios, que toma el relevo del viejo pueblo judío surgido del monte Sinaí (cfr. La mención del monte en el v. 16). Los once funcionan en Mateo en calidad de germen eclesial.
Jesús declara solemnemente su señorío absoluto sobre el cielo y la tierra: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra" (v. 18). La palabra "poder" traduce el término griego exousía, que indica el "poder", el "derecho" y la "capacidad" que caracterizan la palabra y la obra de Jesús para llevar a cabo el proyecto del reino (Mt 7,29: "enseñaba con exousía"; 9,6: "el Hijo del Hombre tiene en la tierra exousía para perdonar pecados"; 21,27: "tampoco yo les digo con qué exousía hago lo que hago"). Jesús Resucitado es Señor de cielo y tierra, con el poder mesiánico para transformar la historia humana y llevarla a la plenitud de Dios.
Jesús ordena a los discípulos: "Id, pues, y enseñad a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándolas a cumplir todo cuanto yo les he mandado" (vv. 19-20). La misión de la Iglesia aparece sin ningún tipo de límites ni restricciones, destinada a alcanzar a todos los hombres de la tierra. La fórmula bautismal, de origen post-pascual, representa la cristalización doctrinal de una larga reflexión de la comunidad de Mateo sobre el rito más importante de la Iglesia primitiva. El "nombre", en sentido bíblico, representa la persona. Bautizar "en el nombre" del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es introducir al bautizado a una comunión vital con la Trinidad.
La última palabra de Jesús en el evangelio de Mateo es una promesa: "Yo estaré con vosotros". En el Antiguo Testamento, la frase: "yo estaré contigo", o "yo estaré con vosotros", expresa la garantía de una presencia salvadora y activa de Dios . Jesús, constituido como Señor universal mediante la resurrección, lleva a plenitud esta presencia salvadora de Dios. El es "Dios-con-nosotros". La eficacia de la misión y la autoridad de la enseñanza de los apóstoles se fundamenta en esta presencia de Jesús.
El evangelio del día usa la fórmula trinitaria  como fórmula bautismal de salvación. Hacer discípulos y bautizar no puede quedar en un rito, en un papel, en una ceremonia de compromiso. Es el resucitado el que “manda” a los apóstoles, en esta experiencia de Galilea, a anunciar un mensaje decisivo. No sabemos cuándo y cómo nació esta fórmula trinitaria en el cristianismo primitivo. Se ha discutido mucho a todos los efectos. Pero debemos considerar que el bautismo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo significa que ser discípulos de Jesús es una llamada para entrar en el misterio amoroso de Dios.
Bautizarse en el nombre del Dios trino es introducirse en la totalidad de su misterio. El Señor resucitado, desde Galilea, según la tradición de Mateo (en Marcos falta un texto como éste) envía a sus discípulos a hacer hijos de Dios por todo el mundo. Podíamos preguntarnos qué sentido tienen hoy estas fórmulas de fe primigenias. Pues sencillamente lo que entonces se prometía a los que buscaban sentido a su vida. Por lo mismo, hacer discípulos no es simplemente enseñar una doctrina, sino hacer que los hombres encuentren la razón de su existencia en el Dios trinitario, el Dios cuya riqueza se expresa en el amor.
A partir de su muerte y resurrección, Jesús ha sido constituido en Señor y ha recibido el "Nombre-sobre-todo-nombre" (Fil 2, 9-11). Consciente de su potestad, el Señor envía a sus apóstoles a proclamar el evangelio a todo el mundo. La resurrección y ascensión del Señor significa la universalización de su obra. Si él se limitó a las "ovejas de Israel", los que él ahora envía no deben detenerse ante ninguna frontera.
La tarea de la Iglesia, formada por creyentes que participan del Espíritu de Cristo, es la misma misión con la que el Hijo vino a este mundo: llevar a todos hacia el Padre. El creyente, injertado en la vida de Dios por medio del bautismo, debe disponerse a cumplir, como Cristo, la voluntad del Padre.

Comprobamos lo  difícil que nos resulta a veces contemplar el misterio de la Santísima Trinidad. Y, sin embargo, podríamos centrar esa contemplación en una frase tan sencilla como cercana: «Dios es una comunidad de amor». Contemplamos a Dios como Padre; en Jesús como el Hijo, y en el Espíritu Santo. El Dios en el que creemos es ante todo Padre, que no se impone por su poder sino por su bondad amorosa. Este Padre se ha dado a conocer en su Hijo, Jesús, quien nos revela un Padre profundamente humano y cercano a todos los seres humanos. Este Dios actúa en la historia por la fuerza del Espíritu Santo. Tres Personas distintas y un solo Dios verdadero. Una comunidad de amor que se derrama continuamente, eternamente, sobre la humanidad. No son tres dioses: Dios es como la madre, Dios es como la Palabra, Dios es como el viento... Dios es como muchas cosas más: como el pastor, como el médico, como el agua, como el pan. Y todo eso lo sabemos por Jesús, el Hijo, el que conocía muy bien el corazón de Dios.

Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com

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