Comentario a las Lecturas del Domingo de la Santísima Trinidad 27 de
mayo 2018
Hoy celebramos
la Fiesta de la Santísima Trinidad y en
ella la Iglesia celebra la Jornada “Pro orantibus”. En este día se nos invita a
orar por aquellos que oran continuamente por nosotros; invitación más
significativa en este año de la Vida Consagrada; orar para que los llamados a
esta vocación singular vivan su vocación de contemplación en total fidelidad al
Espíritu. El lema de este año, “Sólo Dios basta””, es un conocido verso de un
poema de Santa Teresa de Jesús y nos recuerda que seguimos celebrando el Año
Jubilar Teresiano. En una fase tan corta se resume lo esencial de la vida
contemplativa: entender la vida únicamente desde Dios, relativizando todo
aquello que tanto nos ocupa y así recordarnos a todos que estamos llamados a
vivir deseando el mundo futuro.
La fiesta de
la Santísima Trinidad, que guarda una clara relación con la de Pentecostés,
celebrada el domingo pasado, es el principio del Tiempo Ordinario.
Generalmente
nos ha preocupado con exceso querer desentrañar cerebralmente el misterio, que
no es lo importante. Intelectualmente no se conseguirá nunca. Ahora bien, el
corazón es capaz de gozar de la relación personal con Dios, y esto sí que
importa y convence.
La primera
lectura del libro del Deuteronomio (Dt . 4, 32-34.39-40) nos presenta a Dios a partir del recuerdo y la meditación de sus grandes manifestaciones
salvadoras en la historia.
Atribuidas
a Moisés, las exhortaciones contenidas en este pasaje, pertenecen en realidad a
un autor anónimo que vivió en Babilonia en el siglo VI a.C. entre los
israelitas conscientes de ser responsables de la condición de la esclavitud en
la que se encontraban, y convencidos de haber comprometido definitivamente su
historia con los pecados que habían cometido. Están tristes, desalentados y
necesitan escuchar palabras de consuelo y esperanza.
El profeta
se dirige a estos deportados y les invita a repensar el pasado. Les pide
recordar las obras de salvación realizadas por el Señor en Egipto y compararlas
con las gestas que los otros pueblos atribuyen a sus dioses. La conclusión es
obvia: en todo mundo nadie ha oído hablar nunca de un Dios que haya intervenido
con tanto poder para liberar a su pueblo, como el Señor ha hecho con Israel.
Ningún Dios ha hablado jamás como Él hizo con Abraham, con los patriarcas y con
Moisés en la zarza ardiente; nunca se ha escuchado que ningún Dios haya obrado
maravillas extraordinarias, como ha hecho el Señor para salvar a su pueblo (vv.
32-34).
El recuerdo de
la liberación de la esclavitud en Egipto (vv. 34.37), de la alianza en el Sinaí
(vv. 33.35), y del don gratuito de la tierra prometida (v. 38), hace concluir
al autor deuteronomista: "Reconoce, pues, y graba hoy en tu corazón que el
Señor es el Dios del cielo y de la tierra y que no hay otro" (v. 39). De
esta afirmación teológica fundamental para la fe de Israel, se deriva la exigencia
ética esencial de la alianza: "Cumple sus leyes y mandamientos, que yo te
prescribo hoy" (v. 40). La fe en el único Dios verdadero, que lo ha
liberado y elegido como propiedad suya, exige a Israel la obediencia radical a
su voluntad, condición para vivir felizmente a través de todas las generaciones
en la tierra que el Señor le ha dado.
Los dioses
de otros pueblos viven en el cielo y no están interesados en lo
que sucede en la tierra, moran en templos donde esperan a ser atendidos y
recibir los sacrificios de sus devotos; el Dios de Israel, por el contrario,
está implicado en la historia de su pueblo.
Si los
deportados a Babilonia confían en este Dios atento a las vicisitudes del
hombre, no pueden permanecer de brazos caídos: Él ciertamente acudirá a
liberarlos, como hizo en tiempos pasados.
Esta
revelación de Dios amigo y protector, dirigida por el profeta a los
israelitas que están en Mesopotamia, se dirige también hoy a todos los hombres
para que, en todas las circunstancias de la vida, se sientan acompañados por el
Señor y sepan que Él se alegra de sus éxitos y participa en sus desilusiones.
Quienes creen en este Dios, no pierden nunca el ánimo, incluso si existen
errores en sus vidas, pues el Señor les comprende y les muestra siempre cómo
remediarlos.
Lejos de
inducir a cometer pecados, la fe en el Dios de Israel, que es sólo amor y
ternura y está siempre dispuesto a rescatar a su pueblo, es un incentivo para
cultivar la confianza y acoger sus preceptos como palabras de vida. Por eso la
lectura termina con la exhortación: “Guarda los mandamientos y preceptos;
así les irá bien a ti y a los hijos que te sucedan” (v. 40).
En el
salmo de hoy se nos recuerda la condición de bienaventuranza que supone
pertenecer al pueblo escogido. Salmo 32 (Sal 32, 4-5. 6 y 9. 18-19. 20 y 22)
Este salmo es un poema y un himno a
la omnipotencia y justicia del Señor. Se canta el señorío de Dios sobre el
universo como Creador y su fidelidad hacia su pueblo elegido, Israel, y a los
que le son fieles. En este sentido, la composición es como una justificación de
la exhortación a alegrarse en el Señor.
“Porque la palabra del Señor es recta”, por su misericordia y su protección ante la
muerte.". Desde el principio, este salmo, rezuma alegría,
canto y júbilo.
El motivo es claro, el triunfo, tal y como ha descubierto el salmista
mirando la historia y el universo, no depende de su fuerza o de su valía, sino
de Dios. Por eso, para el que se apoya de verdad en Dios no hay dificultad o
pesar que le pueda tumbar o ensombrecer. “porque no vence el rey por su fuerza
o por su gran ejército…nosotros aguardamos al Señor, en su santo nombre
confiamos….” Se puede resumir en una frase antológica de Ignacio de Loyola que
resume toda la lucha espiritual: “rezar como si todo dependiese de Dios,
trabajar como si todo dependiese de nosotros mismos”. Ten en cuenta esto, en tu
camino espiritual.
"Dichoso
el pueblo que el señor se escogió en heredad." repetimos
en la estrofa.
El salmista hace una invitación a la
alabanza, El salmista llama a los justos, es decir a los buenos, a los que son
parte del pueblo escogido. Alabanza y acción de gracias se encuentran con
frecuencia unidas.
Los justos son los más obligados a
alabar al Señor, pues son el objeto predilecto de su providencia en la
historia; es así como el salmista quiere que acompañen sus cánticos con toda
clase de instrumentos: cítara y arpa de diez cuerdas. Y con ellos deben entonar
un nuevo canto de acción de gracias por los beneficios nuevos que cada uno
recibe en su vida del Omnipotente. Esta aclamación es acompañada de melodías,
interpretadas en honor del Señor, con cantos que son enunciados de fe y anhelos
que nacen desde el interior, como manifestación de felicidad y seguridad en
Dios.
"
Dichoso el pueblo que el señor se escogió en heredad." hemos repetido en cada estrofa salmica.
El salmista se refiere a términos
como la “palabra”, con el deseo de celebrar la palabra creadora de Dios, la
“lealtad” porque admira la nobleza de Dios, la “justicia”, porque reconoce a un
Dios ecuánime y el “Amor”, porque el siente y conoce
el cariño y la amistad de su Dios con el y todo su
pueblo. Es así entonces que canta con alegría: “Porque la palabra del Señor es recta
y él obra siempre con lealtad; él ama la justicia y el derecho, y la tierra
está llena de su amor”. Todo ellos porque tiene la confianza que el Señor es
fiel a su palabra, y todas sus acciones llevan el sello de la verdad y de la
fidelidad a sus promesas de protección a los justos y cumplidores de su Ley.
Toda su providencia está gobernada por las exigencias de la justicia y del
derecho, que es la aplicación de aquélla en cada acto, es así como toda la
tierra rebosa de la bondad y piedad del Señor.
" Los ojos del Señor están
puestos en quien lo teme, en los que esperan su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre."
El salmista nos habla de cómo el
Señor mira a sus amigos, a los fieles, “Los ojos del Señor están fijos sobre
sus fieles”, frecuentemente agobiados y al borde del peligro de muerte, los
estimula a tener esperanza en el Señor de que El nos los abandonará y tampoco
permitirá que se hundan en el abismo de la desgracia, refiriéndose a los que
“esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y sustentarlos
en el tiempo de indigencia”. Por tanto, el salmo pasa a ser una llamada de fe y
esperanza en el Señor que se compadece de la debilidad de los hombres.
La omnipotencia divina está al
servicio del justo, objeto de sus complacencias; por eso, en las horas del
adversidad y de la miseria, los libra de la muerte violenta y los mantiene en y
los mantiene y necesidad.
Tal como era el deseo del salmista,
es también nuestro anhelo el ser objeto compasivo y amoroso de la piedad
divina, por que siempre estamos necesitados de la
protección de Dios todopoderoso, por eso nos unimos con entusiasmo al canto,
“Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti. ”
En la segunda
lectura de la Carta de san Pablo a los romanos
(Rom 8,
14,17), nos recuerda el don del Espíritu
y nuestra constatación de condición de hijos. Desde el
principio del capítulo octavo se va desarrollando el tema de cómo Jesucristo
libera al hombre de la esclavitud y posibilita que viva según el Espíritu.
En este texto
el autor nos habla del binomio "carne/espíritu", insistiendo en la
prioridad de la acción de Dios en la santificación del hombre. No son las obras
de la "carne" las que nos salvan, sino la presencia del Espíritu en
el hombre que le orienta hacia una existencia nueva.
San Pablo se
ha referido anteriormente a los que se dejan llevar de la "carne",
esto, es de las tendencias contrarias a la voluntad de Dios (v. 7). Para
librarnos de esas tendencias que nos esclavizan necesitamos un nuevo espíritu,
el Espíritu de Dios que habita en nosotros (vv. 9 y 11). Los que se dejan
llevar por ese Espíritu escapan a la influencia de la "carne" y son
efectivamente hijos de Dios.
Los versículos
de la lectura del día de hoy describen los ejes fundamentales en que se basa
esta existencia.
a) La primera
dimensión de esta existencia es la de hijo de Dios
(vv. 14-15). Dios ha dado al hombre su Espíritu para que este acceda a la casa
paterna. Por tanto, el hombre no debe dejarse dominar por un espíritu de temor
-espíritu normal para quien cree que la benevolencia divina depende de su
propio esfuerzo; se trata simplemente de vivir en unas relaciones filiales que,
por sí mismas, ahuyentan el temor.
El privilegio
del hijo de Dios consiste en poder llamar a Dios Padre (Abba alude, quizá, a la
oración de Padre Nuestro, que quizá algunos de los interlocutores de Pablo
conocían en arameo: v. 15). El hijo de Dios no tiene que fabricarse una
religión en que, como sucede en la religión judía, sería necesario contabilizar
los esfuerzos ante un Dios-Juez, o, como en la religión pagana, acumular los
ritos para ganarse la benevolencia de un Dios terrible. El cristiano puede
llamar Padre a su Dios, con todo lo que esto supone de familiaridad y, sobre
todo, de iniciativa misericordiosa por parte de Dios.
b) La segunda
dimensión de esta existencia es la de heredero de
Dios (v. 17). Al ser hijo, el hombre tiene derecho a una vida de familia y
dispone de los bienes de la casa. El término "heredero" no debe
comprenderse aquí en el sentido moderno (el que dispone de los bienes del
padre, después de la muerte de este), sino en el sentido hebreo de "tomar
posesión". El pensamiento de Pablo se asocia a la concepción que el
Antiguo Testamento se hacía de la herencia, pero la completa al unirla a la
idea de la filiación. Los hombres adquieren de ahora en adelante la herencia,
en relación a su unión al Hijo por excelencia, el único que goza,
efectivamente, de todos los bienes divinos, por su naturaleza. Efectivamente,
el hijo de Dios hereda la gloria divina, irradiación de la vida de Dios en la
persona de Cristo.
Pero la
herencia sólo se obtiene mediante el sufrimiento. Se hereda con Cristo si se
sufre con El. El sufrimiento conduce a la gloria, no como condición meritoria,
sino como signo de vida-en-Cristo, prenda de herencia de la gloria con El.
El evangelio
de San Mateo (Mt. 28, 16-20) narra la
aparición pascual de Jesús en Galilea con la que concluye el evangelio de
Mateo, estructurada en tres partes: la presentación de Cristo, la misión y la
promesa de la presencia del Señor hasta el final de los tiempos.
Un monte es de
nuevo el escenario propicio para el encuentro del hombre con Dios... El
escenario es un "monte", símbolo bíblico que representa un espacio privilegiado
de revelación divina . Los discípulos van a "un monte" de Galilea. En
un monte Jesús sufrió la tentación del poder, en un monte se transfiguró, en un
monte proclamó su mensaje. Seguramente que hay que tener en cuenta todas estas
indicaciones del evangelio de Mateo para captar toda la riqueza del
"monte", que, además, es lugar de la presencia de Dios.
Los discípulos
se prosternan. Se hallan ante una manifestación divina. Jesús, que había
rehusado todo tipo de poder, ha recibido todo el poder de Dios.
En el silencio
de las alturas es más fácil escuchar la palabra inefable del Señor, en la luz
de las cumbres es más asequible contemplar la grandeza divina, sentir su
grandiosa majestad. En esta ocasión que nos relata el evangelio, Jesús se
despide de los suyos y antes de marchar les recuerda que le ha sido dado todo
poder en el cielo y en la tierra. Esto supuesto los envía a todo el mundo para
que hagan discípulos de entre todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
San Mateo
habla aquí por primera y única vez de la reacción de los discípulos de Jesús
ante el hecho de la resurrección. En una sola escena recoge la experiencia
pascual que todos los evangelistas atestiguan más detalladamente. Por lo tanto,
es posible que esta duda de los discípulos o vacilación ocurriera en un momento
anterior (Cfr. Lc 24, 11.37, 41; Jn 20, 25). Pero, en
cualquier caso, lo importante es notar cómo los discípulos no creyeron
fácilmente y no se dejaron llevar por un entusiasmo precipitado que podría
disminuir después la credibilidad de su testimonio.
El v. 17 es un
esbozo lacónico de toda la experiencia pascual de los discípulos . Estos
tuvieron el gozo de ver a Jesús, pasaron por la indecisión de dudar y
terminaron con la certeza de adorar.
Las palabras
de Jesús (vs. 18-20), son una síntesis de lo más esencial del pensamiento de
Jesús acerca de sí mismo, de la Iglesia y del mundo. Su vocabulario y redacción
tiene el timbre peculiar e inconfundible de San Mateo. Bajo la aparente rigidez
de un mosaico bizantino, en estas palabras se respira el gozo profundo de una
comunidad que vivía la experiencia de tener al Señor Jesús, Vida, Luz y Fuerza
de Dios.
Las primeras
palabras de Jesús (v. 18b) son una revelación: "Me ha sido dado todo poder
en el cielo y en la tierra". Con esto declara Jesús que es el cumplimiento
de la profecía de Daniel (/Dn/07/13-14) respecto al
Hijo del hombre (a lo cual había hecho ya referencia Jesús durante el proceso):
"En las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre; se dirigió hacia
el anciano y fue conducido a su presencia. Se le dio poder, gloria e imperio, y
todos los pueblos, naciones y lenguas le servían; su poder era un poder eterno,
que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás".
Todo el breve
discurso de Jesús está dominado por la idea de plenitud y universalidad; el
adjetivo "todo" aparece cuatro veces (todo el poder, todas las
gentes, todo lo que ha ordenado, todos los días). La idea de la misión
universal estaba también en el Antiguo Testamento; pero allí en el orden de la
espera (la misión universal era una esperanza reservada para el tiempo
mesiánico); aquí en el orden del cumplimiento (la misión universal es un
hecho).
Las palabras
están estructuradas formando un tríptico: panel central: vs. 19-20a (en
imperativo: mandato de misión); paneles laterales: vs. 18b y 20b (en
indicativo: fundamento y garantía del mandato, respectivamente). Nótese el
énfasis de totalidad, que se manifiesta en la reiteración del adjetivo
"todo".
Versículo 18b.
El Padre ha comunicado al Hijo la plenitud de su soberanía sobre el universo.
El parecido de este poder con el poder humano se limite a la sola fonética de
la palabra "poder". El poder de Dios es creativo y liberador.
Versículos
19-20a. En este mandato no hay ni sombra de los antiguos y modernos ensueños de
dominio y proselitismo políticos.
El Mesías
omnipotente no aspira a hacer de la universal comunidad humana su imperio. Ser
discípulo es entrar en una nueva relación con el Padre, el Hijo y el Espíritu
de Dios. Esta relación relativiza y está muy por encima de todas las formas
humanas de convivencia, sean éstas fascistas o democráticas. Sólo quien haya
seguido a Mateo paso a paso desde sus comienzos podrá comprender lo que
significa ser discípulo y que el mandato de Jesús no tiene nada de
propagandístico.
Versículo 20b.
Los discípulos tendrán que llevar a término su misión universal en un contexto
de sufrimiento, crisis y persecución. Cuando, en la historia bíblica, Dios
encomienda a alguien una misión, asegura al hombre comprometido su asistencia
eficaz: No temas, yo estaré contigo. Esta asistencia es garantía de eficacia y
estímulo de audacia humilde.
San Mateo
concluye su evangelio con las siguientes palabras del Señor, que, terminada su
obra, envía a sus discípulos a todo el mundo garantizándoles que el estará acompañándoles siempre : " Y sabed que yo estoy con vosotros
todos los días, hasta el final de los tiempos" .
Podemos
distinguir tres partes en el discurso de Jesús: a) el titulo de suprema autoridad
en el que funda su mandato de ir a todas las naciones,
b) el encargo
o misión que reciben los discípulos de enseñar y bautizar,
c) la promesa
de su asistencia en esta tarea que ha de durar hasta el fin de los tiempos.
El que ha sido
bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo es de Dios y a
Dios ha de obedecer en todo. Pero la voluntad de Dios no es otra que ésta: que
seamos sus hijos y que vivamos como hermanos, cumpliendo lo que Jesús nos ha
mandado: que nos amemos los unos a los otros.
San Mateo
cierra su evangelio abriendo los ojos al fin de los tiempos, cuando el Señor
vuelva. Mientras tanto, hay una promesa consoladora para los que creen en él y
cumplen en la tierra la misión que les ha encomendado: El Señor estará con sus
discípulos hasta el fin del mundo. La confesión pública de la fe (la ortodoxia)
y la práctica manifiesta del amor fraterno (la ortopraxis)
son las señales de esta presencia de Jesús en medio de sus discípulos. Ambas
cosas son posibles por la fuerza del Espíritu que nos ha sido dado y que
alienta nuestra marcha hacia el Padre.
Para nuestra vida
Para la
mayoría de nosotros la Trinidad se presenta como una realidad obscura, como un
misterio ante el cual tenemos que suspender nuestros razonamientos y no tratar
de penetrarlo o comprenderlo. Pero la palabra "misterio" no significa
propiamente una realidad obscura e incomprensible, sino algo que no puede ser
comprendido de manera inmediata y definitiva, pero que está siempre abierto a
una mayor comprensión y penetración. Jamás podremos 'poseer' a Dios,
encerrándolo en la racionalidad de nuestro pensamiento; pues Él es "El
que Es", y está siempre por encima de nuestra capacidad de
comprensión.
No podemos,
pues, reducir el misterio de la Trinidad a un concepto, a una idea; pero
debemos tratar de descubrir su infinita riqueza, fijándonos en las dimensiones
con que se nos manifiesta en la historia humana. De hecho, la Biblia, para
revelarnos la realidad de Dios no nos presenta una serie de conceptos
abstractos; nos presenta la historia de su actuar con nosotros y en favor
nuestro.
En la primera lectura, recordando lo que ha
sucedido a Israel, desde la liberación de Egipto, la manifestación de Dios en
el Sinaí y otras grandes acciones salvadoras suyas, la tradición del Deuteronomio
llega a subrayar el tema fundamental: «El Señor es nuestro Dios». La fe tiene su
fundamento en una historia precedente, de la que no podemos prescindir, sino
que se nos hace presente y nos interpela directamente; que pide de nosotros no
una respuesta abstracta y teórica, sino una adhesión que pone en juego toda
nuestra existencia.
Por esa
adhesión de fe, se desarrolla en nosotros la vida misma de Dios; don que la
benevolencia del Padre promete a todos los seres humanos por medio de Cristo.
Esa vida -como nos dice hoy San Pablo en la segunda lectura- es actuada
en nosotros por el Espíritu, el cual nos hace participar de tal manera en la
vida del Hijo, que podemos dirigirnos al Padre con la misma familiaridad de
Jesús. No nos dirigimos ya a Dios como esclavos a su señor, sino como hijos,
dándole el nombre de "Abbá Padre".
El Espíritu
que recibimos no es un espíritu que lleva a la esclavitud y al temor, como
sucedía con la ley antigua. Este Espíritu nos hace participar de la herencia
misma de Cristo, de la naturaleza misma de Dios (Cfr. 2 Pe 1,4), y hace que
estemos destinados a la gloria.
-¿Cómo
presentamos hoy a Dios de forma que el pueblo pueda verlo, sentirlo,
experimentarlo? ¿Como una momia acartonada en disquisiciones metafísicas,
jurídicas, dogmáticas...? Nada dice a la gente, ¿como un Dios lejano y
misterioso que no actúa hoy en nuestra historia? El pueblo prescinde de El
¿cómo un juez que dará a cada uno su merecido en un futuro, pero que no se
compromete en la liberación actual del hombre inaugurando ya así un futuro
nuevo? Mejor es que nos olvidemos de El.
Las preguntas
retóricas del cap. 4 nos interpelan a los lectores actuales del texto y nos
exigen una respuesta de fe. ¿Seremos los cristianos capaces también de
despertar esa respuesta de fe entre los hombres de hoy?.
¿Qué podemos
saber nosotros de Dios? Decimos que Dios es justo, que es misericordioso; que
Dios está allí, que Dios está aquí; que Dios es trino y uno... Pero ¿qué
sabemos nosotros de Dios? Hablamos con tanta seguridad de sus perfecciones, de
sus procesiones, de sus relaciones; definimos con maestría sus atributos,
perfilamos su imagen. Pero hemos de corregirla constantemente.
Y ojalá
sepamos corregirla porque si no caemos fácilmente en idolatría o fanatismo.
Dios supera siempre nuestros conceptos y nuestros dogmas. Dios no es lo que se
piensa. A Dios no se llega por la razón.
Vemos cómo
Israel llega a Dios por el camino de la experiencia. Dios mismo toma la
iniciativa y se va manifestando en los acontecimientos de la vida, en los
hechos, que terminan siendo salvadores. Israel experimenta a Dios como algo
vivo, como alguien que interpela, como amor que salva.
Y eso es lo
grande de Dios, que se acerca. El Dios del cielo está aquí en la tierra, junto
a los hombres. No hay nación que tenga los dioses tan cercanos. Y lo admirable
de Dios es que se acerca de manera salvadora, que actúa liberadoramente en
favor de su pueblo. Y lo incomprensible de Dios es su amor, un amor de
predilección hacia los pequeños. Pues «reconoce... y medita... y guarda». No
cabe otra respuesta que la confianza y la fidelidad.
En el salmo responsorial hemos entonado un canto
de alabanza. Es
necesario personalizar este salmo, en nuestra propia vida y en nuestra propio
estilo: alabar... Creer en el poder de Dios... Creer que Dios interviene
"hoy y siempre en los acontecimientos contemporáneos..."
"hacerse pobre": la "mirada de Dios" sobre nosotros
es una defensa más segura que todos los medios del poder humano.
Confianza
ilimitada en el poder conquistador de Dios: Que resuene sinfónicamente, con la
aportación peculiar de cada uno de nosotros, la alabanza del Señor. Dios nos ha
hablado. Cristo, que habita por la fe en nuestros corazones, es su Palabra
siempre interpeladora y convocadora. Por esta Palabra
Dios hizo el cielo, sujetó a la creatura inestable del agua, conduce la
historia; por ella hemos adquirido nuestra identidad carismática, nos
mantenemos unidos y congregados en el amor comunitario y lanzados hacia la
misión.
Motivo de
alabanza es la confianza ilimitada en el poder conquistador de Dios, porque su
«plan subsiste por siempre y los proyectos de su corazón de edad en edad».
Tenemos la certeza de que nuestro servicio a la causa del progresivo reinado de
Dios tiene futuro y no es una ilusoria utopía. La certeza no nace de nuestro
prestigio social, de nuestras cualidades humanas, de nuestro número o de
nuestras técnicas: «No vence el rey por su gran ejército, no escapa el soldado
por su mucha fuerza... ni por su gran ejército se salva». La certeza brota de la
seguridad de que Dios ha puesto sus ojos en nuestra pobre humanidad,
reanimándonos en nuestra escasez, alegrándonos en nuestras penas, auxiliándonos
en las situaciones desesperadas: «Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor.»
Dice San Agustín "Cada
uno se pregunta cómo cantar a Dios. Cántale, pero hazlo bien. Si se te pide
que cantes para agradar a alguien entendido en música, no te atreverás a
cantarle sin la debida preparación, por temor a desagradarle, ya que él,
como perito en la materia, descubrirá aquellos defectos que pasarían
desapercibidos para otro cualquiera. ¿Quién, pues, se atreverá a cantar
con maestría para Dios, que sabe juzgar al cantor, que sabe escuchar con
oído crítico? ... Mas he aquí que Él mismo te sugiere la manera de cómo has de
cantarle: canta con júbilo. Éste es el canto que agrada a Dios, el que se
hace con júbilo. ¿Qué quiere decir con júbilo? Darnos
cuenta de que no podemos expresar con palabras lo que se siente en el
corazón. El júbilo es el sonido que indica la incapacidad de expresar lo que
siente el corazón. Y este modo de cantar es el más adecuado cuando se
trata del Dios inefable. Porque, si es inefable, no puede ser vertido en
palabras. Y, si no puede ser vertido en palabras y, por otra parte, no te
es lícito callar, lo único que puedes hacer es cantar con júbilo. De este
modo, el corazón se alegra sin palabras y la inmensidad del gozo no se ve
limitada por unos vocablos. Cantadle con maestría y con júbilo." (S. Agustin, Enarrationes
in psalmos. 32, 1, 7)
En la segunda lectura de la carta de
San Pablo a los romanos, nos asoma a una
realidad divina de nuestra existencia, el Apóstol habla de ser «hijos de Dios».
Pablo, inmediatamente antes de estos versos, habla de la lógica de la carne
(que lleva a la muerte) y de la lógica del Espíritu (que lleva a la vida). Por
eso, los que se dejan llevar por el Espíritu sienten algo fundamental e
inigualable: se sienten hijos de Dios. Esta experiencia es una experiencia
cristiana que va mucho más allá de las experiencias de Israel y su mundo de la
Torá. Se trata de una afirmación que nos lleva a lo más divino, hasta el punto
de que podemos invocar a Dios, como lo hizo Jesús, el Hijo, como Abbá. Que el
cristiano, por medio del Espíritu, pueda llamar a Dios Abba (cf Gál 4,6), viene a mostrar el
sentido de ser hijo, porque hace suya la plegaria de Jesús (especialmente tal
como se encuentra en Mc 14,36, aunque también en Lc
11,2, mientras que Mt ha preferido en tono más judío o más litúrgico, con
“Padre nuestro”. Eso significa, a la vez, una promesa: heredaremos la vida y la
gloria del Hijo a todos los efectos. Ahora, mientras, lo vivimos, lo
adelantamos, mediante esta presencia de Espíritu de Dios en nosotros.
El texto nos asoma a una realidad divina de nuestra existencia. Decimos
divina, porque el Apóstol habla de ser «hijos de Dios». Pero sentirse hijos de
Dios es una experiencia del Espíritu. Es verdad que nadie deja de ser hijo de
Dios por el hecho de alejarse de El o a causa de
vivir según los criterios de este mundo. Pero en lo que se refiere a las
experiencias de salvación y felicidad no es lo mismo tener un nombre que
no signifique nada en el decurso del tiempo, a que sintamos ese tipo de
experiencia fontal de nuestra vida. Y por ello el Espíritu, que es el «alma» del
Dios trinitario, nos busca, nos llama, nos conduce a Dios para
reconocerlo como Padre (Abba), como un niño perdido en la noche de su
existencia, y a sentirnos coherederos del Hijo, Jesucristo. Por ello, el
misterio del Dios trinitario es una forma de hablar sobre la riqueza del
mismo, que es garantía de que Dios, como Padre, como Hijo y como Espíritu nos
considera(n) a nosotros como algo suyo.
El
texto nos recuerda que el Espíritu guía al cristiano en el camino de la
historia, como Yahvé guiaba a Israel en el desierto (Deut.
1,33): "Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de
Dios" (v. 14) . Mientras caminamos, el Espíritu nos hace partícipes de la
vida del Hijo, a tal punto que podemos dirigirnos al Padre con la familiaridad
con que lo hacía Jesús, no como esclavos llenos de temor, sino como verdaderos
hijos: "Padre" (Abbá) (v. 15). El Espíritu, en lo profundo de nuestro
espíritu, continuamente da testimonio de que somos hijos de Dios (v. 16). El
gran testigo de la filiación divina es el Espíritu. Al final del camino,
después de los sufrimientos y pruebas de la historia, el mismo Espíritu nos
introducirá en la gloria de Cristo, como "coherederos", "puesto
que sufrimos con él para ser glorificados junto con él" (v. 17).
-"Los que
se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios": Por este
don de la vida según el Espíritu somos hijos de Dios. Hemos nacido de Dios y
estamos llamados a disfrutar de la gloria de su presencia.
-Esta vida
según el Espíritu es todo lo contrario de un estilo negativista:
de ningún modo es una sumisión a las prácticas de la Ley ("habéis
recibido, no un espíritu de esclavitud"), ni tampoco una religión basada
en el temor. Muy al contrario, el estilo de vida del cristiano es el que viene
de la confesión confiada de la paternidad de Dios: "¡Abba"
(Padre"). La misma invocación que en el evangelio hallamos en boca de
Jesús, ahora está en boca de sus discípulos. Pero sólo es posible por la acción
del Espíritu.
-"Y, si
somos hijos, también herederos": Por el bautismo hemos entrado en la
familia de Dios y podemos participar en los bienes de la casa. Por tanto, así
como Cristo ya participa del bien de la glorificación, después de pasar por el
sufrimiento y la muerte, también nosotros estamos llamados a participar en
ella. Notemos, sin embargo, que san Pablo pone en paralelismo la participación
en la glorificación y la participación en los sufrimientos.
En el pasaje del evangelio de hoy, aparecen las
tres personas de la Santísima Trinidad, en la 'fórmula' con que los discípulos
han de bautizar "a todas las gentes" (Mt 28,19).
El texto señala
Galilea como el lugar donde ocurrieron los hechos, esto nos remite al
comienzo de la actividad de Jesús (Mt. 4, 12). San Mateo hace, pues, coincidir
el lugar de comienzo de la actividad de la Iglesia con el de comienzo de la
actividad de Jesús. Este procedimiento está al servicio de una intencionalidad
precisa: unidad indisociable entre Jesús y su Iglesia. Pero hay todavía más:
para San Mateo, Galilea es algo más que un dato geográfico. Galilea funciona en
calidad de símbolo de país desilusionado y sin horizontes, al que Jesús
devuelve la ilusión y la esperanza. Para Mateo, pues, la Iglesia devuelve la
ilusión y la esperanza a una tierra desilusionada y sin horizontes. La Iglesia
es el nuevo pueblo de Dios, que toma el relevo del viejo pueblo judío surgido
del monte Sinaí (cfr. La mención del monte en el v. 16). Los once funcionan en
Mateo en calidad de germen eclesial.
Jesús declara
solemnemente su señorío absoluto sobre el cielo y la tierra: "Me ha sido
dado todo poder en el cielo y en la tierra" (v. 18). La palabra
"poder" traduce el término griego exousía,
que indica el "poder", el "derecho" y la
"capacidad" que caracterizan la palabra y la obra de Jesús para
llevar a cabo el proyecto del reino (Mt 7,29: "enseñaba con exousía"; 9,6: "el Hijo del Hombre tiene
en la tierra exousía para perdonar
pecados"; 21,27: "tampoco yo les digo con qué exousía
hago lo que hago"). Jesús Resucitado es Señor de cielo y tierra, con el
poder mesiánico para transformar la historia humana y llevarla a la plenitud de
Dios.
Jesús ordena a
los discípulos: "Id, pues, y enseñad a todas las naciones, bautizándolas
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándolas a
cumplir todo cuanto yo les he mandado" (vv. 19-20). La misión de la
Iglesia aparece sin ningún tipo de límites ni restricciones, destinada a
alcanzar a todos los hombres de la tierra. La fórmula bautismal, de origen
post-pascual, representa la cristalización doctrinal de una larga reflexión de
la comunidad de Mateo sobre el rito más importante de la Iglesia primitiva. El
"nombre", en sentido bíblico, representa la persona. Bautizar
"en el nombre" del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es
introducir al bautizado a una comunión vital con la Trinidad.
La
última palabra de Jesús en el evangelio de Mateo es una promesa: "Yo
estaré con vosotros". En el Antiguo Testamento, la frase: "yo estaré
contigo", o "yo estaré con vosotros", expresa la garantía de una
presencia salvadora y activa de Dios . Jesús, constituido como Señor universal
mediante la resurrección, lleva a plenitud esta presencia salvadora de Dios. El
es "Dios-con-nosotros". La eficacia de la misión y la autoridad de la
enseñanza de los apóstoles se fundamenta en esta presencia de Jesús.
El evangelio del día usa la fórmula trinitaria como fórmula bautismal
de salvación. Hacer discípulos y bautizar no puede quedar en un rito, en un
papel, en una ceremonia de compromiso. Es el resucitado el que “manda” a los
apóstoles, en esta experiencia de Galilea, a anunciar un mensaje decisivo. No
sabemos cuándo y cómo nació esta fórmula trinitaria en el cristianismo
primitivo. Se ha discutido mucho a todos los efectos. Pero debemos considerar
que el bautismo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo significa
que ser discípulos de Jesús es una llamada para entrar en el misterio amoroso
de Dios.
Bautizarse en el nombre del Dios trino es introducirse en la totalidad de
su misterio. El Señor resucitado, desde Galilea, según la tradición de Mateo
(en Marcos falta un texto como éste) envía a sus discípulos a hacer hijos de
Dios por todo el mundo. Podíamos preguntarnos qué sentido tienen hoy estas
fórmulas de fe primigenias. Pues sencillamente lo que entonces se prometía a
los que buscaban sentido a su vida. Por lo mismo, hacer discípulos no es
simplemente enseñar una doctrina, sino hacer que los hombres encuentren la
razón de su existencia en el Dios trinitario, el Dios cuya riqueza se expresa
en el amor.
A partir de su
muerte y resurrección, Jesús ha sido constituido en Señor y ha recibido el
"Nombre-sobre-todo-nombre" (Fil 2, 9-11). Consciente de su potestad,
el Señor envía a sus apóstoles a proclamar el evangelio a todo el mundo. La
resurrección y ascensión del Señor significa la universalización de su obra. Si
él se limitó a las "ovejas de Israel", los que él ahora envía no
deben detenerse ante ninguna frontera.
La tarea de la
Iglesia, formada por creyentes que participan del Espíritu de Cristo, es la
misma misión con la que el Hijo vino a este mundo: llevar a todos hacia el
Padre. El creyente, injertado en la vida de Dios por medio del bautismo, debe
disponerse a cumplir, como Cristo, la voluntad del Padre.
Comprobamos
lo difícil que nos resulta a veces
contemplar el misterio de la Santísima Trinidad. Y, sin embargo, podríamos
centrar esa contemplación en una frase tan sencilla como cercana: «Dios es una
comunidad de amor». Contemplamos a Dios como Padre; en Jesús como el Hijo, y en
el Espíritu Santo. El Dios en el que creemos es ante todo Padre, que no se
impone por su poder sino por su bondad amorosa. Este Padre se ha dado a conocer
en su Hijo, Jesús, quien nos revela un Padre profundamente humano y cercano a
todos los seres humanos. Este Dios actúa en la historia por la fuerza del
Espíritu Santo. Tres Personas distintas y un solo Dios verdadero. Una comunidad
de amor que se derrama continuamente, eternamente, sobre la humanidad. No son
tres dioses: Dios es como la madre, Dios es como la Palabra, Dios es como el
viento... Dios es como muchas cosas más: como el pastor, como el médico, como
el agua, como el pan. Y todo eso lo sabemos por Jesús, el Hijo, el que conocía
muy bien el corazón de Dios.
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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