lunes, 25 de diciembre de 2017

Comentario a las Lectura del Domingo IV de Adviento 24 de diciembre 2017

Llegamos al final del Adviento. Hoy completamos la iluminación del altar con la cuarta vela de nuestra corona. Y que es --¿que ha sido?-- el Adviento para nosotros. Se define muy bien en el Libro del Apocalipsis, cuando Jesús dice: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y el conmigo". (Ap 3, 20)
Estos domingos de Adviento quieren prepararnos para que vayamos centrando todo nuestro corazón, toda nuestra mente, todos nuestros sentidos en Jesús de Nazaret. 
-Los domingos anteriores era Juan Bautista quien nos decía: no estáis preparados para recibir el regalo de Dios... "preparad el camino del Señor... está en medio de vosotros y no le conocéis"...
Habéis de cambiar mucho si queréis ver y oír lo que el Señor ha decidido hacer para bien de la humanidad que tanto quiere. El Bautista es, pues, la voz de generaciones de profetas que gritan sin parar: abrid al Señor que incansablemente llama a vuestra puerta.
-En este domingo, ya tan próximo a la fiesta de la Navidad, es la mujer María quien afortunadamente se encuentra ya preparada para acoger el don de Dios.

La primera lectura es del segundo libro de Samuel (Sam 7,1-5. 8b-12. 14a.16). El texto proclama que quien obra es Dios, el Señor Todopoderoso
Retomando la historia de David que no era más que un muchacho, el menor de sus hermanos, que acompañaba a los pastores de los rebaños de su padre. Cuando Samuel recibió la orden de ungir a un nuevo rey, no se pudo imaginar que el elegido sería aquel imberbe, cuya única arma era una honda. El Señor quiso demostrar una vez más que él no mira a las apariencias sino al corazón, al interior del hombre. Por otra parte, con esa elección inesperada nos enseña que en definitiva es él quien vence y triunfa por medio de su elegido, mero instrumento en sus divinas manos.
"Yo te saqué de los apriscos, de andar entre las ovejas, para que fueras jefe de mi pueblo Israel..." (2 S 7, 8)
El profeta Natán, después de muchos años, le recuerda al rey David lo humilde de sus orígenes y que es a Dios a quien debía su poder. Con ello previene al rey de Israel contra el orgullo y la soberbia, le exhorta a no presumir de nada, pues todo lo que tiene lo ha recibido del Señor... Una lección importante que cada uno de nosotros hemos de aprender y practicar.
"Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia..." (2 S 7, 16). Le recuerda a david una promesa de futuro. David, como todos los reyes de la tierra, sabía que a su muerte el trono que ocupaba podría ser ocupado por cualquiera. Él vio como la dinastía de Saúl desapareció al morir éste. Lo mismo podría ocurrir, tarde o temprano, con su reinado. Pero Dios le había mirado con una predilección particular. Del linaje David, por designio divino, habría de nacer el Rey de Israel por antonomasia, el Ungido de Yahvé, el Mesías, el Redentor y Salvador del mundo. Todo en la figura de un niño, nacido en un portal.

El responsorial es el Salmo 88 (Sal 88, 2-3 4-5. 27 y 29 )
El salmo es una bella acción de gracias.
"Cantaré eternamente las misericordias del Señor..." (Sal 88, 2).
En el salmo brilla el carácter de oración escrita "por Israel" brilla en cada una de sus líneas. La situación humana evocada es la de una "entronización real" en la dinastía de David rey de Jerusalén. El cuadro de fondo del salmo, es el dramático fin de la realeza bajo los golpes de Nabucodonosor. El decorado es la geografía de la tierra de Palestina: se nombran los montes del Tabor y Hermón, las fronteras al occidente están marcadas por el Mar Mediterráneo y al oriente por los ríos Tigris y Eufrates. Cuando se desea éxito al rey en sus campañas, se hace decir a Dios: "Extenderé su poder sobre el mar y su dominio hasta el Gran río". El fondo cultural y religioso de este salmo es el de Israel, basado en "la Alianza" entre Dios y el pueblo elegido...
* He aquí un "salmo real", cuyo fondo es la ceremonia de entronización de un nuevo rey: el trono, los atavíos reales, la corte, el palacio, los guardias, la campaña para vencer a los enemigos.
Pero estamos en Israel, sabemos que el régimen político de este pueblo tenía un carácter muy particular: el verdadero "rey" era Dios. De ahí que el comienzo del poema es un "himno" que canta el poder real de Yahveh.
"La alianza": "Bienaventurado el pueblo que sabe aclamar, que camina a la luz de Tu rostro... Danza de alegría todo el día. Tú eres nuestra fuerza, Tú acrecientas nuestro vigor".Israel tiene conciencia de ser amado, elegido, mimado, por Dios. Dos palabras que forman una especie de pareja se repiten siete veces (no es mera coincidencia, pues el número siete es la cifra de la perfección): "¡amor" y "fidelidad!". La unión de estas dos palabras, hace énfasis en la estabilidad, en la perennidad del amor, ideas que se refuerzan aún más mediante la repetición por siete veces de las palabras "sin fin", "para siempre".
"La Alianza" con el conjunto del pueblo está simbolizada mediante la "Alianza" con el "Rey". David es el modelo. Toda la segunda parte del salmo es un recordatorio del famoso Oráculo-Profecía de Natán, que anunciaba la estabilidad de la Dinastía de David hasta el fin de los tiempos (2 Samuel 7 - I Crónicas 17,1-15 - Jeremías 33,14-26).
Las dos primeras partes (Himno-Oráculo) no son sino la introducción de la tercera, que es una Lamentación por el desastre del fin de la realeza de Jerusalén.
El salmista bajo la luz de la inspiración divina ha intuido de tal modo la misericordia infinita del Señor, que se siente pletórico de gozo y de felicidad. Ese amor divino le da tema para una eterna canción, es motivo y causa de una alegría sin fin.
Anunciaré a todos tu fidelidad, dice a continuación el salmo interleccional de hoy. Tu misericordia, Señor, es como un edificio eterno, está más firme que los cielos, jamás se vendrá abajo, nunca se derrumbará...
Ante nuestras miserias de siempre está la capacidad infinita de perdón que Dios tiene. Basta con que le digamos, humildes y arrepentidos, perdóname, Dios mío, para que él nos perdone. Pedir perdón y ser perdonados, es todo una sola cosa. Por otro lado, pedir perdón es manifestar el dolor de haber desagradecidos al Señor y desear acudir cuanto antes al sacramento de la Reconciliación.
"Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono por todas las edades" (Sal 88, 2) Son las palabras de la promesa hecha a David, según la cual llegaría el momento en que un descendiente suyo se sentaría para siempre en su trono, tendría un reinado sin fin. Se le anunciaba a él y a todo el pueblo que el Rey prometido no moriría jamás, y que su soberanía se extendería por todo el universo y por toda la eternidad.
San Pablo hoy en la segunda lectura (Carta a los romanos 16,25-27) nos recuerda los origenes de la promesa de salvación.  Al principio cuando Adán se rebeló contra los planes de Dios, entonces ya se habló del Misterio de la Salvación: Un descendiente de la mujer nacería sobre la tierra y con fortaleza sobrehumana vencería al temible enemigo de todos los tiempos, la serpiente maligna que sedujo a la desdichada Eva.

La segunda lectura es de San Pablo en su Carta a los Romanos (Rom 16,25-27), describe breve pero profundamente, lo que los tiempos esperaban con la llegada del Mesías.
Doxología conclusiva de la carta a los Romanos, en la que Pablo alaba a Dios por su "plan". El plan es que todos los pueblos conozcan a Jesucristo, más allá de toda frontera. Y este plan es la Buena Noticia, la gran noticia que debe llegar a todo el mundo.
La carta a los Romanos está escrita desde la tensión que comporta a Pablo y a la primera comunidad la superación de las fronteras de Israel. Pablo reivindica, a lo largo de la carta, el papel de Israel. Y ahora al final también: por eso quiere subrayar que "los escritos proféticos" ya lo anunciaban.
Pero ahora todo esto ya está superado, y hay que alabar a Dios por esta Buena Noticia para todos.
El texto contiene  párrafos de una enorme hondura: "revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos eternos y manifestado ahora en los escritos proféticos, dado a conocer por decreto del Dios eterno, para traer a todas las naciones a la obediencia de la fe". Eso es lo que esperamos y que se cumplió con la llegada del Niño al mundo en Belén. Y que nos puede valer como pauta de la Segunda Venida, de la Parusía.
El recuerdo de la promesa de salvación seguiría en el mensaje esperanzado de los profetas. En el horizonte de todos los paisajes humanos brillaría siempre, a veces velada por la niebla del pecado, la luz del que había de venir para salvar a todos los hombres.
Siglos de espera, y muchos anhelos de que llegara el momento de cumplirse la promesa.
El Misterio se ha revelado. De improviso la noche de la historia había roto su silencio y las tinieblas habían sido invadidas por la más intensa y fuerte luz. Dios mismo, un niño de pecho, había nacido de una Virgen.
"Al Dios, único Sabio, por Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos. Amén" (Rm 16, 27)
Gloria reconocida por las figuras de los relatos bíblicos de Navidad.
María, la virgen silente, callada, adoraba llena de temor y de gozo a su pequeño que era Dios mismo, humillado y escondido por salvar a los hombres. José de Nazaret, aquel hombre sencillo y bueno, aquel hombre justo, miraba arrobado la grandeza sublime y serena del momento más importante de la Historia.
Luego serían los pastores. Ellos también rompieron el silencio de la noche con sus villancicos de escarcha y romero. Y es que los sencillos, los de alma llana, los humildes de corazón, los pobres de espíritu, sólo ellos pudieron participar de la revelación gozosa del Misterio...
Los Magos, ejemplo de quien busca en los signos y acontecimientos de la vida, también reconocen en el misterio la grandiosidad de la manifestación de Dios.
 También nosotros queremos cantar, como los niños, las alegres coplas de la Navidad.

El evangélico es de San Lucas (Lc 1, 26- 38). Nos narra la escena de la Anunciación. Es el mismo que proclamamos hace un par de semanas en la Solemnidad de la Inmaculada. El Evangelio, pues, refleja la bella narración de Lucas sobre el dialogo del Arcángel San Gabriel con María. Y en lo más profundo de esa escena sobresale que la omnipotencia de Dios no desea limitar la libertad del género humano y, así, un ángel del Señor llega a Nazaret a solicitar la conformidad de la persona elegida para iniciar los pasos de la Salvación. Es en el momento en que María dice que sí, cuando comienza todo.
Las palabras de la primera lectura , con la promesa de la supervivencia de su dinastía, resuenan en el mensaje evangélico del arcángel san Gabriel. En efecto, en su embajada a María le anuncia que de sus entrañas nacerá el Hijo del Altísimo, el cual se sentará sobre el trono de David su padre y su reinado durará por siempre. Con ello se cumplen en Jesús las promesas, en él se realiza la más preciosa esperanza de Israel, el anhelo más íntimo y recóndito de los hombres, mantenido generación tras generación, la salvación de la Humanidad.
La escena de la anunciación, redactada con notables ecos de pasajes del A.T., tiene una gran intensidad teológica y subraya aspectos importantes de la obra salvadora de Dios. María es de Nazaret, un pueblo irrelevante de la región alejada y cosmopolita de Galilea. Allí recibe la llamada. El saludo del ángel hace notar dos cosas: que es Dios quien actúa, y lo hace lleno de magnanimidad ("llena de gracia" se podría traducir: "tú que has sido llenada de gracia"), y que tiene un encargo importante para María ("el Señor está contigo" quiere decir "el Señor está contigo para una determinada misión"). La segunda salutación ("No temas...") viene a reafirmar esta misma idea.
a)El marco y el contexto histórico (vv. 26-27):
La aparición de Gabriel da el tono a la escena de la Anunciación y la sitúa dentro del contexto profético y escatológico. Gabriel era considerado como el ángel especialista de la medida de las 70/semanas anunciadas antes del establecimiento del reino definitivo (Dn 9, 24-26).
Efectivamente, conforme al procedimiento midráshico de Lc 1-2, Gabriel aparece primero en Lc 1, 19 en el templo; después, al cabo de seis meses (180 días), a María, Lc 1, 26; nueve meses después (270 días) nace Cristo, y 40 días más tarde hace su entrada en el templo. Pues bien, estas cifras hacen un total de 490 días, es decir, ¡SETENTA SEMANAS! Cada una de esas etapas es señalada, además, con la expresión "Cuando se cumplieron los días..." (Lc 1, 23; 2, 6; 2, 22).
Cristo es, pues, el Mesías previsto en Dn 9, a la vez Mesías humano y también misterioso Hijo del hombre, de origen cuasidivino (Dn 7, 13). Los acontecimientos que anuncian su nacimiento no son más que los preparativos de la entrada de la gloria de Yahvé, personificada en Jesús, en su templo definitivo.
 (vv. 27-28)Los títulos de María:
La escena se desarrolla dentro de una casita de Galilea, esa región despreciada (Jn 1, 46; 7, 41), por oposición a la escena grandiosa de la anunciación del Bautista en el templo (Lc 1, 5-25): ya se dibuja la oposición entre María y Jerusalén, una oposición que se perfila desde el momento de la salutación del ángel.
La expresión "llena de gracia" ha recibido de la teología posterior una explicación que no estaba probablemente implícita en el pensamiento de S. Lucas. María comprende que Dios va a realizar con ella el misterio de los esponsales prometidos por el A.T. Este misterio alcanzará incluso un realismo inaudito, merced a que las dos naturalezas -divina y humana- se unirán en la persona del Hijo de María con un lazo mucho más fuerte que el de los cuerpos y las almas en el abrazo conyugal.
(vv. 31-33)Los títulos del Mesías:
El primer grupo de títulos atribuidos al Hijo de María evoca las promesas mesiánicas del profeta Natán (2 S 7, 11-16). En este texto antiguo encontramos el vocabulario real que inspira a Lc 1, 32-33. Jesús será "grande" (cf. 2 S 7, 11); será Hijo del Altísimo, título reservado a los grandes personajes (Sal 2, 7; 28/29,) y previsto para el Mesías. Se sentará sobre el trono de David como quieren también Is 9, 6, pero el ángel supera las previsiones de Natán, puesto que ve a Cristo extender su reino a la casa de Jacob (las diez tribus del Norte). Realizará, pues, la unidad de Judá y de Israel (Ez 37, 15-28; Dn 7, 14; Mi 4, 4-47), en espera de poder realizar la de los judíos y de las naciones.
El ángel no exige a la Virgen que imponga a su Hijo el nombre de Emmanuel, previsto en Is 7, 14. No hay nada de extraordinario en ello, puesto que ya de antemano se habían aplicado al Mesías una decena de nombres en los medios del judaísmo; pero ninguna tradición había pensado en "Jesús", que significa "Yahvé, nuestro Salvador". Este nombre recuerda a dos personajes del A.T., los cuales han señalado circunstancias importantes de la salvación en la historia del pueblo: Josué, "salvador" del desierto (Si 46, 1-2), y Josué, sacerdote cuando el "salvamento" de Babilonia (Za 3, 1-10; Ag 2, 1-9). Jesús realizará una salvación mucho más decisiva cuando pase, como cabeza de fila, a través del sufrimiento y de la muerte para lograr la salvación de toda la humanidad.
 (vv. 34-38)Las circunstancias de la concepción:
El ángel predice la concepción del niño en términos tomados del Ex 40, 35, en donde la aparición de la nube manifiesta la presencia de Dios. El niño que va a nacer será el fruto de una intervención muy especial de Dios; pertenecerá a ese mundo divino y celestial que la nube simboliza generalmente (v. 35).
Esta intervención divina supone, sin embargo, una colaboración libre (v. 37); pero ésta pretendía, al parecer, permanecer virgen. Las jóvenes podían obtener esta autorización de sus esposos especialmente en el contexto esenio. Sin embargo, parece que la afirmación de María de no conocer en modo alguno varón (siendo así que estaba comprometida con José) debe entenderse a la manera simbólica de todo este "midrash". María representa a Jerusalén, objeto de promesa de fecundidad. No conocer varón, para Jerusalén, es vivir al marasmo de su situación de repudiada, de abandonada, de desamparada (cf Is 60, 15; 62, 1-4). María lleva sobre sí la desolación de la ciudad repudiada, cuando oye que le dicen que serán celebradas nuevas bodas en las que Dios recuperará, en ella, a su antigua prometida. La anunciación realiza el misterio de las bodas de Dios y de su pueblo.
Lucas habla de María y de su virginidad, pero lo hace en el marco preciso de su comunión nupcial con Dios y a fin de poder hablar mejor del fruto de esta comunión: el Mesías.
En cualquier caso, creer en esta virginidad de María en sus bodas espirituales con Dios es afirmar algo sobre Jesucristo. La óptica sigue siendo fundamentalmente cristológica.
"A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios…" (Lc 1, 26) Los hebreos habían imaginado de muchas formas la llegada del Mesías. Algunos pensaron que llegaría de modo apoteósico, descendiendo desde lo alto hasta el atrio del Templo, ante la expectación y el asombro de todo el pueblo allí reunido. Nadie había imaginado que su venida ocurriría en el silencio y en el anonimato. Mucho menos pudieron pensar que nacería de una joven y humilde virgen de Nazaret.
Toda la grandeza y el esplendor de la Encarnación permanecieron velados en el seno inmaculado de María. Desde que ella dijo que sí a la embajada de San Gabriel, el Verbo se hizo carne y comenzó a habitar entre nosotros, para gozo y esperanza de la Humanidad. Fue uno de los momentos cruciales de la Historia, un hecho que constituye una verdad fundamental de nuestra fe.
El nuevo Pueblo de Dios, la gente sencilla y buena ha comprendido la trascendencia de ese momento y lo ha plasmado en una devoción multisecular, que aún hoy sigue vigente entre nosotros: el rezo del Ángelus. Un breve alto en el camino de cada jornada, para recordar y agradecer vivamente que el Hijo de Dios se haya hecho hombre y esté cerca de todos nosotros.
La Virgen se llenó de temor al oír el saludo del arcángel, le resultaba dificil comprender, tanta era su humildad, que la hubiera llamado la llena-de-gracia y bendita, además, entre todas las mujeres, la más agraciada. Pero el mensajero de Dios la tranquiliza y le explica que ha sido elegida para ser madre, sin dejar de ser virgen, del Hijo del Dios, al que pondrá por nombre Jesús, que quiere decir Salvador.
En Jesús de Nazaret se cumple la promesa. Él es el Mesías prometido. Él es el anunciado por los profetas durante siglos y siglos. Él es el deseado de su pueblo, el esperado por todos. Ante su llegada el orbe entero tiembla de gozo, todo vibra de emoción, todo se llena de luz.
En nuestra vida cristiana, también nosotros hemos de avivar en nuestro interior el deseo de su venida, el anhelo de su llegada, la emoción de su cercanía. Y prepararnos íntimamente mediante una auténtica conversión, una purificación honda a través de una buena confesión. La cercanía del Señor nos invita a dejarnos reconciliar con Él. Pedir perdón al Señor de nuestras faltas y pecados.

Para nuestra vida.
Hoy el hilo conductor de las lecturas es el cumplimiento de las promesas de Dios.
-El trono de David subsistirá siempre.
-Dios revela ahora el misterio mantenido en secreto durante siglos.-El anuncio a María.
La primera lectura de hoy nos ofrece una posibilidad de reflexión ante la inmediata celebración de la Navidad. Quizá nosotros, como David, estaríamos tentados -con la mayor buena fe, como él- a pensar que debemos corresponder al amor de Dios haciendo algo. David quería construir un templo para el Señor; nosotros quizá pensemos en dar algo, en hacer mañana o en uno de estos días de Navidad aquello que llamamos "una obra de caridad". Celebraremos con sincera alegría la Navidad, nos sentiremos -nos parecerá que nos sentimos- mejores, que queremos ser mejores.
Pero el Señor dice a David que lo que importa no es tanto que le construya un templo sino estar siempre junto con su pueblo. Es el gran anuncio de lo que nosotros llamamos la Encarnación de Dios:
Dios se identifica con el hombre, con su vida real más honda. No vale situarle -limitarle- en algo de más a más, en un templo, en una caridad, en una buena acción. Dios -es el sentido de que se haga hombre como nosotros- quiere que le recibamos, que le acojamos, en el centro, en el corazón de nuestra vida.

El salmo de hoy es largo, pero el mensaje breve. El largo poema suaviza la rudeza del ruego desnudo. Yo tengo confianza contigo, Señor, para presentar primero el ruego en toda su dureza y extenderlo después resignadamente en la poesía del salmo. Pocos salmos me llegan tanto al alma como éste, Señor.
El llamamiento es claro y definitivo. Tú eres poderoso, Señor, tú lo puedes todo en el cielo que tú has hecho y en la tierra que has creado. Nada ni nadie puede resistirte, y si tú decides dejar de hacer algo, no es porque no tengas el poder de hacerlo. Y aparte de ser poderoso, eres fiel, cumples siempre las promesas que haces. Pues bien, tú le prometiste a David que sus descendientes gobernarían a Israel para siempre, y añadiste que tu promesa seguiría en pie aunque esos descendientes no fueran dignos. Declaraste que el trono de David en Israel sería tan firme como el sol y la luna en los cielos. Y sé muy bien que Israel es tu Iglesia, y David figura de tu Hijo Jesús. Y ahora escucha, Señor: el sol y la luna siguen en su sitio, pero el trono de David está en ruinas. Jerusalén ha sido destruida, e Israel derrotado. ¿Cómo es esto, Señor?
«Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades. Porque dye: tu misericordia es un edificio eterno, más que el cielo has afianzado tu fidelidad».
Este salmo 88 fue elegido para servir de respuesta a esta primera lectura: "Sellé una alianza con mi elegido jurando a David mi siervo: Te fundaré un linaje perpetuo edificaré tu trono para todas las edades".

En la segunda lectura, San Pablo escribiendo a los romanos, no puede dejar de admirarse ante la realización del plan divino de reconstrucción elaborado por Dios, anunciado en el mismo momento del pecado en la promesa hecha a Eva, realizado en secreto durante siglos eternos. El misterio, escondido desde siglos, es revelado ahora. El misterio, lejos de ser como lo concebimos habitualmente, es decir, algo que no podemos ni ver ni comprender, es, para San Pablo, lo que es revelado a todos para la salvación de todos. "... Revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos eternos y manifestado ahora en la Sagrada Escritura, dado a conocer por decreto del Dios eterno, para atraer a todas las naciones a la obediencia de la fe". Y el Apóstol concluye con entusiasmo: "Al Dios, único Sabio, por Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos".
Termina Pablo su carta a la comunidad "desconocida" de Roma, dando recuerdos muy personales y concretos a determinadas personas que él sabía estaban integradas en la comunidad romana y que muy probablemente provenían de Asia Menor y habían sido miembros de las comunidades fundadas por Pablo.
El hecho de "señalar con el dedo" indica que en aquellas primeras iglesias cristianas se practicaba el verdadero comunitarismo. O sea, una "iglesia" no era un lugar público a donde podían entrar todos los que pasaran por la calle para recibir unos determinados "servicios litúrgicos". Esto era inconcebible en aquellas primeras generaciones cristianas.
Pero cuando la Iglesia ha dejado de ser aquello para lo que fue fundada y se ha convertido en una pieza, más o menos esencial del "establishment", se comprende la fiebre por levantar magníficos y suntuosos templos, abiertos indiscriminadamente a las masas, sin que éstas de hecho formaran comunidad.
Los novísimos intentos de volver a las "comunidades" corresponden a este espíritu esencial del cristianismo. Lógicamente estas comunidades deberán federarse entre sí, servirse, acogerse, ayudarse. Pero no basta un frío carnet burocrático -la "inscripción bautismal"- para convencerse de que uno es miembro de la Iglesia.
Las últimas frases de la Carta son una doxología, que implica ese instinto de la gratuidad divina que acompañó siempre a Pablo en su función de "liturgo del Evangelio": el Evangelio no se puede anunciar sino desde esa misteriosa llamada gratuita de Dios, que, sin saberse por qué, nos escoge para esta misión difícil y dolorosa, pero magnífica y grandiosa al mismo tiempo.

El evangelio nos presenta el relato de la anunciación. Ante el relato del anuncio a María, tan frecuentemente puesto en escena por la literatura e ilustrado por la iconografía, la fe debe reaccionar como reacciona María. Los elementos del relato son sencillos y como ocurre con todas las cosas grandes que cuesta pensarlas, lo complicamos a la hora de intentar una explicación: la elección de Dios, la intervención del Espíritu, la aceptación de María en la fe, el Hijo de Dios que nace de una mujer. Detrás de las palabras del ángel, se anuncia la realización de la promesa hecha a David por el Profeta Natán. Ese es el objeto de la primera lectura: "Te haré famoso como a los más famosos de la tierra... Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia y tu trono durará por siempre".
Después viene el mensaje, dicho con términos absolutos, sin posibilidades de réplica: "Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo...". Realmente, Dios tiene muy claro que quiere realizar su salvación a través de María. Y las características y títulos que se afirman de aquel hijo corroboran este carácter de presencia fuerte y decisiva del Dios que viene a salvar: son todos ellos títulos que en el AT afirman esta presencia salvadora de Dios. La objeción de María ("¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?"), no encaja con el hecho de estar desposada con José. Quizá María imagina una concepción inmediata, y en aquella época por ley tenía que pasar un tiempo entre los esponsales y la vida marital en común. Seguramente es mejor no intentar precisar históricamente la escena. Se trata de subrayar que allí se realiza una obra poderosa de Dios que va más allá de lo que es habitual y normal en la vida humana. Y de hecho, la respuesta del ángel a la objeción utiliza un lenguaje de acción escatológica ("el Espíritu Santo vendrá... la fuerza del Altísimo te cubrirá...") que muestra como, en aquel momento, Dios está iniciando los últimos tiempos: los tiempos de su fuerza y su actuación definitiva en la humanidad. La referencia a Isabel muestra también como esta fuerza de Dios se concreta en la salvación cotidiana, en favor de los débiles.
Vivimos afanados por muchas cosas, y una sola es necesaria (Lc 10,41s): realizar en nosotros la vocación a la que el Padre nos llama. Y para ello necesitamos iluminar nuestras vidas con la luz del evangelio, que es una profecía: revela lo que está pasando y pasará siempre. Debemos leerlo a la luz de nuestra experiencia personal, pensando que todo lo que en él se cuenta pasa también en nuestra vida; que todo lo que les sucedió a los primeros testigos, nos sucede igualmente a nosotros; que los evangelios no han hecho más que traducir al lenguaje de su tiempo una experiencia que nos es común. Dios camina con nosotros, vive en nuestra historia, está presente dondequiera que estemos, vive en nosotros, ama con nosotros. Toda nuestra vida está entretejida de llamadas de Dios y de respuestas o evasivas nuestras, llena de "ángeles", de mensajeros. Todas esas llamadas divinas a lo largo de la historia han sido "promesas" que en la mano de los hombres estuvo que se convirtieran en realidad.
Dios se nos comunica a través de las pequeñas ocupaciones de nuestra vida cotidiana. No vayamos a buscarlo a otra parte.
Nuestra vida puede convertirse en una anunciación continuada: hoy puedo ser yo el elegido para algo, hoy puede pedirme el Señor una respuesta, necesitar mi colaboración. Hoy y siempre, la palabra de Dios busca entrañas maternales que la acojan, alimenten y comuniquen. Hoy y siempre, el Señor espera escuchar el "sí" de los pequeños y obedientes, el "sí" de los libre y solidarios, el "sí" de todos los hombres de buena voluntad. Porque también existe el "no" de los opresores y ambiciosos, el "no" del dinero y del odio... Porque la lucha con la "serpiente" continúa; ella y su ralea ya están vencidas, pero no rematadas. Hay que seguir luchando para derribar a los poderosos, enaltecer a los humildes (Lc 1,52) y crear fraternidad. Hay que decir "no" a los que se endiosan y "sí" a los que se humanizan.
María cierra la escena con unas palabras que son paradigma de la actitud del creyente: disponerse confiadamente a ser instrumento de la acción de Dios (y eso es la fe que salva, como dirá después Isabel: Lc 1,45).
El ejemplo de María -pobre y pequeña- nos está diciendo que también la esterilidad de nuestra vida puede ser fecundada por la acción de Dios si nos abrimos a ella como supo hacer María. Dejémonos de defender de Dios, derribemos el muro de nuestras suficiencias, recelos y miedos. También en nosotros Dios quiere obrar maravillas (Lc 1,49).
¿Cómo hacer para seguir el ejemplo de María? En primer lugar, hemos de abrirnos como ella a la Palabra, a la gracia, a la venida de Dios: valorando la oración, la lectura evangélica, la acogida a los hermanos, el silencio interior, la comunicación... En segundo lugar, ser fieles a la lucha contra todo mal: reconocer y tratar de superar nuestros propios pecados, el mal de nuestra sociedad, sabernos llamados a un camino de progreso constante, buscar los medios comunitarios y personales que favorezcan esta lucha y este progreso...

No nos engañemos celebrando la Navidad en aspectos superficiales de nuestra vida. Sí, será bueno celebrarla con fiesta, abrirnos a nuestros hermanos más necesitados con una ayuda económica, con una visita, con un gesto de amor. Pero no se juega ahí lo más importante: sólo celebraremos auténticamente la Navidad si acogemos la venida del Señor a lo más importante, a lo más hondo, a lo que pesa más de nuestra vida de cada día.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org


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