Comentario a las Lectura del Domingo IV de Adviento 24 de diciembre 2017
Llegamos al
final del Adviento. Hoy completamos la iluminación del altar con la cuarta vela
de nuestra corona. Y que es --¿que ha sido?-- el Adviento para nosotros. Se
define muy bien en el Libro del Apocalipsis, cuando Jesús dice: "Mira que
estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en
su casa y cenaré con él y el conmigo". (Ap 3,
20)
Estos domingos
de Adviento quieren prepararnos para que vayamos centrando todo nuestro
corazón, toda nuestra mente, todos nuestros sentidos en Jesús de Nazaret.
-Los domingos
anteriores era Juan Bautista quien nos decía: no estáis preparados para recibir
el regalo de Dios... "preparad el camino del Señor... está en medio de
vosotros y no le conocéis"...
Habéis de
cambiar mucho si queréis ver y oír lo que el Señor ha decidido hacer para bien
de la humanidad que tanto quiere. El Bautista es, pues, la voz de generaciones
de profetas que gritan sin parar: abrid al Señor que incansablemente llama a
vuestra puerta.
-En este
domingo, ya tan próximo a la fiesta de la Navidad, es la mujer María quien
afortunadamente se encuentra ya preparada para acoger el don de Dios.
La primera
lectura es del segundo libro de Samuel (Sam 7,1-5. 8b-12.
14a.16). El texto proclama que quien obra es Dios, el Señor Todopoderoso
Retomando la
historia de David que no era más que un muchacho, el menor de sus hermanos, que
acompañaba a los pastores de los rebaños de su padre. Cuando Samuel recibió la
orden de ungir a un nuevo rey, no se pudo imaginar que el elegido sería aquel
imberbe, cuya única arma era una honda. El Señor quiso demostrar una vez más
que él no mira a las apariencias sino al corazón, al interior del hombre. Por
otra parte, con esa elección inesperada nos enseña que en definitiva es él
quien vence y triunfa por medio de su elegido, mero instrumento en sus divinas
manos.
"Yo te
saqué de los apriscos, de andar entre las ovejas, para que fueras jefe de mi
pueblo Israel..." (2 S 7, 8)
El profeta Natán,
después de muchos años, le recuerda al rey David lo humilde de sus orígenes y
que es a Dios a quien debía su poder. Con ello previene al rey de Israel contra
el orgullo y la soberbia, le exhorta a no presumir de nada, pues todo lo que
tiene lo ha recibido del Señor... Una lección importante que cada uno de
nosotros hemos de aprender y practicar.
"Tu casa
y tu reino durarán por siempre en mi presencia..." (2 S 7, 16). Le recuerda a david una promesa de futuro. David, como
todos los reyes de la tierra, sabía que a su muerte el trono que ocupaba podría
ser ocupado por cualquiera. Él vio como la dinastía de Saúl desapareció al
morir éste. Lo mismo podría ocurrir, tarde o temprano, con su reinado. Pero
Dios le había mirado con una predilección particular. Del linaje David, por
designio divino, habría de nacer el Rey de Israel por antonomasia, el Ungido de
Yahvé, el Mesías, el Redentor y Salvador del mundo. Todo en la figura de un
niño, nacido en un portal.
El responsorial es el Salmo 88 (Sal 88, 2-3 4-5.
27 y 29 )
El salmo es una bella acción de gracias.
"Cantaré
eternamente las misericordias del Señor..." (Sal 88, 2).
En el salmo
brilla el carácter de oración escrita "por Israel" brilla en cada una
de sus líneas. La situación humana evocada es la de una "entronización
real" en la dinastía de David rey de Jerusalén. El cuadro de fondo del
salmo, es el dramático fin de la realeza bajo los golpes de Nabucodonosor. El
decorado es la geografía de la tierra de Palestina: se nombran los montes del
Tabor y Hermón, las fronteras al occidente están
marcadas por el Mar Mediterráneo y al oriente por los ríos Tigris y Eufrates. Cuando se desea éxito al rey en sus campañas, se
hace decir a Dios: "Extenderé su poder sobre el mar y su dominio hasta el
Gran río". El fondo cultural y religioso de este salmo es el de Israel,
basado en "la Alianza" entre Dios y el pueblo elegido...
* He aquí un
"salmo real", cuyo fondo es la ceremonia de entronización de un nuevo
rey: el trono, los atavíos reales, la corte, el palacio, los guardias, la
campaña para vencer a los enemigos.
Pero estamos
en Israel, sabemos que el régimen político de este pueblo tenía un carácter muy
particular: el verdadero "rey" era Dios. De ahí que el comienzo del
poema es un "himno" que canta el poder real de Yahveh.
"La
alianza": "Bienaventurado el pueblo que sabe aclamar, que camina a la
luz de Tu rostro... Danza de alegría todo el día. Tú eres nuestra fuerza, Tú
acrecientas nuestro vigor".Israel tiene
conciencia de ser amado, elegido, mimado, por Dios. Dos palabras que forman una
especie de pareja se repiten siete veces (no es mera coincidencia, pues el
número siete es la cifra de la perfección): "¡amor" y
"fidelidad!". La unión de estas dos palabras, hace énfasis en la
estabilidad, en la perennidad del amor, ideas que se refuerzan aún más mediante
la repetición por siete veces de las palabras "sin fin", "para
siempre".
"La
Alianza" con el conjunto del pueblo está simbolizada mediante la
"Alianza" con el "Rey". David es el modelo. Toda la segunda
parte del salmo es un recordatorio del famoso Oráculo-Profecía de Natán, que anunciaba la estabilidad de la Dinastía de David
hasta el fin de los tiempos (2 Samuel 7 - I Crónicas 17,1-15 - Jeremías
33,14-26).
Las dos
primeras partes (Himno-Oráculo) no son sino la introducción de la tercera, que
es una Lamentación por el desastre del fin de la realeza de Jerusalén.
El salmista
bajo la luz de la inspiración divina ha intuido de tal modo la misericordia
infinita del Señor, que se siente pletórico de gozo y de felicidad. Ese amor
divino le da tema para una eterna canción, es motivo y causa de una alegría sin
fin.
Anunciaré a
todos tu fidelidad, dice a continuación el salmo interleccional de hoy. Tu
misericordia, Señor, es como un edificio eterno, está más firme que los cielos,
jamás se vendrá abajo, nunca se derrumbará...
Ante nuestras
miserias de siempre está la capacidad infinita de perdón que Dios tiene. Basta
con que le digamos, humildes y arrepentidos, perdóname, Dios mío, para que él
nos perdone. Pedir perdón y ser perdonados, es todo
una sola cosa. Por otro lado, pedir perdón es manifestar el dolor de haber desagradecidos
al Señor y desear acudir cuanto antes al sacramento de la Reconciliación.
"Te
fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono por todas las edades" (Sal
88, 2) Son
las palabras de la promesa hecha a David, según la cual llegaría el momento en
que un descendiente suyo se sentaría para siempre en su trono, tendría un
reinado sin fin. Se le anunciaba a él y a todo el pueblo que el Rey prometido
no moriría jamás, y que su soberanía se extendería por todo el universo y por
toda la eternidad.
San Pablo hoy en la segunda lectura (Carta a los romanos 16,25-27) nos recuerda los origenes
de la promesa de salvación. Al principio
cuando Adán se rebeló contra los planes de Dios, entonces ya se habló del
Misterio de la Salvación: Un descendiente de la mujer nacería sobre la tierra y
con fortaleza sobrehumana vencería al temible enemigo de todos los tiempos, la
serpiente maligna que sedujo a la desdichada Eva.
La segunda lectura es de San Pablo en su Carta a
los Romanos
(Rom 16,25-27), describe breve pero
profundamente, lo que los tiempos esperaban con la llegada del Mesías.
Doxología
conclusiva de la carta a los Romanos, en la que Pablo alaba a Dios por su
"plan". El plan es que todos los pueblos conozcan a Jesucristo, más
allá de toda frontera. Y este plan es la Buena Noticia, la gran noticia que debe
llegar a todo el mundo.
La carta a los
Romanos está escrita desde la tensión que comporta a Pablo y a la primera
comunidad la superación de las fronteras de Israel. Pablo reivindica, a lo
largo de la carta, el papel de Israel. Y ahora al final también: por eso quiere
subrayar que "los escritos proféticos" ya lo anunciaban.
Pero ahora
todo esto ya está superado, y hay que alabar a Dios por esta Buena Noticia para
todos.
El texto contiene párrafos de una enorme hondura: "revelación del misterio mantenido en
secreto durante siglos eternos y manifestado ahora en los escritos proféticos,
dado a conocer por decreto del Dios eterno, para traer a todas las naciones a
la obediencia de la fe". Eso es lo que esperamos y que se cumplió con
la llegada del Niño al mundo en Belén. Y que nos puede valer como pauta de la
Segunda Venida, de la Parusía.
El recuerdo de
la promesa de salvación seguiría en el mensaje esperanzado de los profetas. En
el horizonte de todos los paisajes humanos brillaría siempre, a veces velada
por la niebla del pecado, la luz del que había de venir para salvar a todos los
hombres.
Siglos de
espera, y muchos anhelos de que llegara el momento de cumplirse la promesa.
El Misterio se
ha revelado. De improviso la noche de la historia había roto su silencio y las
tinieblas habían sido invadidas por la más intensa y fuerte luz. Dios mismo, un
niño de pecho, había nacido de una Virgen.
"Al Dios,
único Sabio, por Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos. Amén"
(Rm 16, 27)
Gloria
reconocida por las figuras de los relatos bíblicos de Navidad.
María, la
virgen silente, callada, adoraba llena de temor y de gozo a su pequeño que era
Dios mismo, humillado y escondido por salvar a los hombres. José de Nazaret,
aquel hombre sencillo y bueno, aquel hombre justo, miraba arrobado la grandeza
sublime y serena del momento más importante de la Historia.
Luego serían
los pastores. Ellos también rompieron el silencio de la noche con sus
villancicos de escarcha y romero. Y es que los sencillos, los de alma llana, los
humildes de corazón, los pobres de espíritu, sólo ellos pudieron participar de
la revelación gozosa del Misterio...
Los Magos,
ejemplo de quien busca en los signos y acontecimientos de la vida, también
reconocen en el misterio la grandiosidad de la manifestación de Dios.
También nosotros queremos cantar, como los
niños, las alegres coplas de la Navidad.
El evangélico es de San Lucas (Lc 1, 26- 38). Nos narra la
escena de la Anunciación. Es el mismo que proclamamos hace un par de semanas en
la Solemnidad de la Inmaculada. El Evangelio, pues, refleja la bella narración
de Lucas sobre el dialogo del Arcángel San Gabriel con María. Y en lo más
profundo de esa escena sobresale que la omnipotencia de Dios no desea limitar
la libertad del género humano y, así, un ángel del Señor llega a Nazaret a
solicitar la conformidad de la persona elegida para iniciar los pasos de la
Salvación. Es en el momento en que María dice que sí, cuando comienza todo.
Las palabras
de la primera lectura , con la promesa de la supervivencia
de su dinastía, resuenan en el mensaje evangélico del arcángel san Gabriel. En
efecto, en su embajada a María le anuncia que de sus entrañas nacerá el Hijo
del Altísimo, el cual se sentará sobre el trono de David su padre y su reinado
durará por siempre. Con ello se cumplen en Jesús las promesas, en él se realiza
la más preciosa esperanza de Israel, el anhelo más íntimo y recóndito de los
hombres, mantenido generación tras generación, la salvación de la Humanidad.
La escena de
la anunciación, redactada con notables ecos de pasajes del A.T., tiene una gran
intensidad teológica y subraya aspectos importantes de la obra salvadora de
Dios. María es de Nazaret, un pueblo irrelevante de la región alejada y
cosmopolita de Galilea. Allí recibe la llamada. El saludo del ángel hace notar
dos cosas: que es Dios quien actúa, y lo hace lleno de magnanimidad
("llena de gracia" se podría traducir: "tú que has sido llenada
de gracia"), y que tiene un encargo importante para María ("el Señor
está contigo" quiere decir "el Señor está contigo para una
determinada misión"). La segunda salutación ("No temas...")
viene a reafirmar esta misma idea.
a)El marco y el
contexto histórico (vv. 26-27):
La aparición
de Gabriel da el tono a la escena de la Anunciación y la sitúa dentro del
contexto profético y escatológico. Gabriel era considerado como el ángel
especialista de la medida de las 70/semanas anunciadas antes del
establecimiento del reino definitivo (Dn 9, 24-26).
Efectivamente,
conforme al procedimiento midráshico de Lc 1-2, Gabriel aparece primero en Lc
1, 19 en el templo; después, al cabo de seis meses (180 días), a María, Lc 1, 26; nueve meses después (270 días) nace Cristo, y 40
días más tarde hace su entrada en el templo. Pues bien, estas cifras hacen un
total de 490 días, es decir, ¡SETENTA SEMANAS! Cada una de esas etapas es
señalada, además, con la expresión "Cuando se cumplieron los días..."
(Lc 1, 23; 2, 6; 2, 22).
Cristo es,
pues, el Mesías previsto en Dn 9, a la vez Mesías
humano y también misterioso Hijo del hombre, de origen cuasidivino
(Dn 7, 13). Los acontecimientos que anuncian su
nacimiento no son más que los preparativos de la entrada de la gloria de Yahvé,
personificada en Jesús, en su templo definitivo.
(vv. 27-28)Los
títulos de María:
La escena se
desarrolla dentro de una casita de Galilea, esa región despreciada (Jn 1, 46; 7, 41), por oposición a la escena grandiosa de la
anunciación del Bautista en el templo (Lc 1, 5-25):
ya se dibuja la oposición entre María y Jerusalén, una oposición que se perfila
desde el momento de la salutación del ángel.
La expresión
"llena de gracia" ha recibido de la teología posterior una
explicación que no estaba probablemente implícita en el pensamiento de S.
Lucas. María comprende que Dios va a realizar con ella el misterio de los
esponsales prometidos por el A.T. Este misterio alcanzará incluso un realismo
inaudito, merced a que las dos naturalezas -divina y humana- se unirán en la
persona del Hijo de María con un lazo mucho más fuerte que el de los cuerpos y
las almas en el abrazo conyugal.
(vv. 31-33)Los títulos del Mesías:
El primer
grupo de títulos atribuidos al Hijo de María evoca las promesas mesiánicas del
profeta Natán (2 S 7, 11-16). En este texto antiguo
encontramos el vocabulario real que inspira a Lc 1,
32-33. Jesús será "grande" (cf. 2 S 7, 11); será Hijo del Altísimo,
título reservado a los grandes personajes (Sal 2, 7; 28/29,) y previsto para el
Mesías. Se sentará sobre el trono de David como quieren también Is 9, 6, pero el ángel supera las previsiones de Natán, puesto que ve a Cristo extender su reino a la casa
de Jacob (las diez tribus del Norte). Realizará, pues, la unidad de Judá y de
Israel (Ez 37, 15-28; Dn 7, 14; Mi 4, 4-47), en
espera de poder realizar la de los judíos y de las naciones.
El ángel no exige
a la Virgen que imponga a su Hijo el nombre de Emmanuel, previsto en Is 7, 14. No hay nada de extraordinario en ello, puesto que
ya de antemano se habían aplicado al Mesías una decena de nombres en los medios
del judaísmo; pero ninguna tradición había pensado en "Jesús", que
significa "Yahvé, nuestro Salvador". Este nombre recuerda a dos
personajes del A.T., los cuales han señalado circunstancias importantes de la
salvación en la historia del pueblo: Josué, "salvador" del desierto
(Si 46, 1-2), y Josué, sacerdote cuando el "salvamento" de Babilonia
(Za 3, 1-10; Ag 2, 1-9). Jesús realizará una
salvación mucho más decisiva cuando pase, como cabeza de fila, a través del
sufrimiento y de la muerte para lograr la salvación de toda la humanidad.
(vv. 34-38)Las
circunstancias de la concepción:
El ángel
predice la concepción del niño en términos tomados del Ex 40, 35, en donde la
aparición de la nube manifiesta la presencia de Dios. El niño que va a nacer
será el fruto de una intervención muy especial de Dios; pertenecerá a ese mundo
divino y celestial que la nube simboliza generalmente (v. 35).
Esta
intervención divina supone, sin embargo, una colaboración libre (v. 37); pero
ésta pretendía, al parecer, permanecer virgen. Las jóvenes podían obtener esta
autorización de sus esposos especialmente en el contexto esenio. Sin embargo,
parece que la afirmación de María de no conocer en modo alguno varón (siendo
así que estaba comprometida con José) debe entenderse a la manera simbólica de
todo este "midrash". María representa a
Jerusalén, objeto de promesa de fecundidad. No conocer varón, para Jerusalén,
es vivir al marasmo de su situación de repudiada, de abandonada, de desamparada
(cf Is 60, 15; 62, 1-4).
María lleva sobre sí la desolación de la ciudad repudiada, cuando oye que le
dicen que serán celebradas nuevas bodas en las que Dios recuperará, en ella, a
su antigua prometida. La anunciación realiza el misterio de las bodas de Dios y
de su pueblo.
Lucas habla de
María y de su virginidad, pero lo hace en el marco preciso de su comunión
nupcial con Dios y a fin de poder hablar mejor del fruto de esta comunión: el
Mesías.
En cualquier
caso, creer en esta virginidad de María en sus bodas espirituales con Dios es
afirmar algo sobre Jesucristo. La óptica sigue siendo fundamentalmente
cristológica.
"A los
seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios…" (Lc
1, 26) Los
hebreos habían imaginado de muchas formas la llegada del Mesías. Algunos
pensaron que llegaría de modo apoteósico, descendiendo desde lo alto hasta el
atrio del Templo, ante la expectación y el asombro de todo el pueblo allí
reunido. Nadie había imaginado que su venida ocurriría en el silencio y en el
anonimato. Mucho menos pudieron pensar que nacería de una joven y humilde
virgen de Nazaret.
Toda la
grandeza y el esplendor de la Encarnación permanecieron velados en el seno
inmaculado de María. Desde que ella dijo que sí a la embajada de San Gabriel,
el Verbo se hizo carne y comenzó a habitar entre nosotros, para gozo y
esperanza de la Humanidad. Fue uno de los momentos cruciales de la Historia, un
hecho que constituye una verdad fundamental de nuestra fe.
El nuevo
Pueblo de Dios, la gente sencilla y buena ha comprendido la trascendencia de
ese momento y lo ha plasmado en una devoción multisecular, que aún hoy sigue
vigente entre nosotros: el rezo del Ángelus. Un breve alto en el camino de cada
jornada, para recordar y agradecer vivamente que el Hijo de Dios se haya hecho
hombre y esté cerca de todos nosotros.
La Virgen se
llenó de temor al oír el saludo del arcángel, le resultaba dificil
comprender, tanta era su humildad, que la hubiera llamado la llena-de-gracia y
bendita, además, entre todas las mujeres, la más agraciada. Pero el mensajero
de Dios la tranquiliza y le explica que ha sido elegida para ser madre, sin
dejar de ser virgen, del Hijo del Dios, al que pondrá por nombre Jesús, que
quiere decir Salvador.
En Jesús de
Nazaret se cumple la promesa. Él es el Mesías prometido. Él es el anunciado por
los profetas durante siglos y siglos. Él es el deseado de su pueblo, el
esperado por todos. Ante su llegada el orbe entero tiembla de gozo, todo vibra
de emoción, todo se llena de luz.
En nuestra
vida cristiana, también nosotros hemos de avivar en nuestro interior el deseo
de su venida, el anhelo de su llegada, la emoción de su cercanía. Y prepararnos
íntimamente mediante una auténtica conversión, una purificación honda a través
de una buena confesión. La cercanía del Señor nos invita a dejarnos reconciliar
con Él. Pedir perdón al Señor de nuestras faltas y pecados.
Para nuestra vida.
Hoy el hilo
conductor de las lecturas es el cumplimiento de las promesas de Dios.
-El trono de
David subsistirá siempre.
-Dios revela
ahora el misterio mantenido en secreto durante siglos.-El anuncio a María.
La primera
lectura de hoy nos ofrece una posibilidad de reflexión ante la inmediata
celebración de la Navidad. Quizá nosotros, como David, estaríamos tentados -con
la mayor buena fe, como él- a pensar que debemos corresponder al amor de Dios
haciendo algo. David quería construir un templo para el Señor; nosotros quizá
pensemos en dar algo, en hacer mañana o en uno de estos días de Navidad aquello
que llamamos "una obra de caridad". Celebraremos con sincera alegría
la Navidad, nos sentiremos -nos parecerá que nos sentimos- mejores, que
queremos ser mejores.
Pero el Señor
dice a David que lo que importa no es tanto que le construya un templo sino
estar siempre junto con su pueblo. Es el gran anuncio de lo que nosotros
llamamos la Encarnación de Dios:
Dios se
identifica con el hombre, con su vida real más honda. No vale situarle
-limitarle- en algo de más a más, en un templo, en una caridad, en una buena
acción. Dios -es el sentido de que se haga hombre como nosotros- quiere que le
recibamos, que le acojamos, en el centro, en el corazón de nuestra vida.
El salmo de hoy es largo, pero el mensaje breve.
El largo poema suaviza la rudeza del ruego desnudo. Yo tengo
confianza contigo, Señor, para presentar primero el ruego en toda su dureza y
extenderlo después resignadamente en la poesía del salmo. Pocos salmos me
llegan tanto al alma como éste, Señor.
El llamamiento
es claro y definitivo. Tú eres poderoso, Señor, tú lo puedes todo en el cielo
que tú has hecho y en la tierra que has creado. Nada ni nadie puede resistirte, y si tú decides dejar de hacer algo, no es
porque no tengas el poder de hacerlo. Y aparte de ser poderoso, eres fiel,
cumples siempre las promesas que haces. Pues bien, tú le prometiste a David que
sus descendientes gobernarían a Israel para siempre, y añadiste que tu promesa seguiría en pie aunque esos descendientes no
fueran dignos. Declaraste que el trono de David en Israel sería tan firme como
el sol y la luna en los cielos. Y sé muy bien que Israel es tu Iglesia, y David
figura de tu Hijo Jesús. Y ahora escucha, Señor: el sol y la luna siguen en su
sitio, pero el trono de David está en ruinas. Jerusalén ha sido destruida, e
Israel derrotado. ¿Cómo es esto, Señor?
«Cantaré
eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las
edades. Porque dye: tu misericordia es un edificio
eterno, más que el cielo has afianzado tu fidelidad».
Este salmo 88
fue elegido para servir de respuesta a esta primera lectura: "Sellé una alianza con mi elegido
jurando a David mi siervo: Te fundaré un linaje perpetuo edificaré tu trono
para todas las edades".
En la segunda lectura, San Pablo escribiendo a los
romanos, no puede dejar de admirarse ante la realización del plan divino de
reconstrucción elaborado por Dios, anunciado en el mismo momento del
pecado en la promesa hecha a Eva, realizado en secreto durante siglos eternos. El
misterio, escondido desde siglos, es revelado ahora. El misterio, lejos de ser
como lo concebimos habitualmente, es decir, algo que no podemos ni ver ni
comprender, es, para San Pablo, lo que es revelado a todos para la salvación de
todos. "... Revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos
eternos y manifestado ahora en la Sagrada Escritura, dado a conocer por decreto
del Dios eterno, para atraer a todas las naciones a la obediencia de la
fe". Y el Apóstol concluye con entusiasmo: "Al Dios, único Sabio, por
Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos".
Termina Pablo
su carta a la comunidad "desconocida" de Roma, dando recuerdos muy
personales y concretos a determinadas personas que él sabía estaban integradas
en la comunidad romana y que muy probablemente provenían de Asia Menor y habían
sido miembros de las comunidades fundadas por Pablo.
El hecho de
"señalar con el dedo" indica que en aquellas primeras iglesias
cristianas se practicaba el verdadero comunitarismo.
O sea, una "iglesia" no era un lugar público a donde podían entrar
todos los que pasaran por la calle para recibir unos determinados
"servicios litúrgicos". Esto era inconcebible en aquellas primeras
generaciones cristianas.
Pero cuando la
Iglesia ha dejado de ser aquello para lo que fue fundada y se ha convertido en
una pieza, más o menos esencial del "establishment",
se comprende la fiebre por levantar magníficos y suntuosos templos, abiertos
indiscriminadamente a las masas, sin que éstas de hecho formaran comunidad.
Los novísimos
intentos de volver a las "comunidades" corresponden a este espíritu
esencial del cristianismo. Lógicamente estas comunidades deberán federarse
entre sí, servirse, acogerse, ayudarse. Pero no basta un frío carnet
burocrático -la "inscripción bautismal"- para convencerse de que uno
es miembro de la Iglesia.
Las últimas
frases de la Carta son una doxología, que implica ese instinto de la gratuidad
divina que acompañó siempre a Pablo en su función de "liturgo
del Evangelio": el Evangelio no se puede anunciar sino desde esa
misteriosa llamada gratuita de Dios, que, sin saberse por qué, nos escoge para
esta misión difícil y dolorosa, pero magnífica y grandiosa al mismo tiempo.
El evangelio nos presenta el relato de la
anunciación.
Ante el relato del anuncio a María, tan frecuentemente puesto en escena por la
literatura e ilustrado por la iconografía, la fe debe reaccionar como reacciona María. Los elementos del relato son
sencillos y como ocurre con todas las cosas grandes que cuesta pensarlas, lo
complicamos a la hora de intentar una explicación: la elección de Dios, la
intervención del Espíritu, la aceptación de María en la fe, el Hijo de Dios que
nace de una mujer. Detrás de las palabras del ángel, se anuncia la realización
de la promesa hecha a David por el Profeta Natán. Ese
es el objeto de la primera lectura: "Te haré famoso como a los más famosos
de la tierra... Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia y tu
trono durará por siempre".
Después viene
el mensaje, dicho con términos absolutos, sin posibilidades de réplica:
"Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo...". Realmente, Dios
tiene muy claro que quiere realizar su salvación a través de María. Y las
características y títulos que se afirman de aquel hijo corroboran este carácter
de presencia fuerte y decisiva del Dios que viene a salvar: son todos ellos
títulos que en el AT afirman esta presencia salvadora de Dios. La objeción de
María ("¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?"), no encaja con el
hecho de estar desposada con José. Quizá María imagina una concepción
inmediata, y en aquella época por ley tenía que pasar un tiempo entre los
esponsales y la vida marital en común. Seguramente es mejor no intentar
precisar históricamente la escena. Se trata de subrayar que allí se realiza una
obra poderosa de Dios que va más allá de lo que es habitual y normal en la vida
humana. Y de hecho, la respuesta del ángel a la objeción utiliza un lenguaje de
acción escatológica ("el Espíritu Santo vendrá... la fuerza del Altísimo
te cubrirá...") que muestra como, en aquel momento, Dios está iniciando
los últimos tiempos: los tiempos de su fuerza y su actuación definitiva en la
humanidad. La referencia a Isabel muestra también como esta fuerza de Dios se
concreta en la salvación cotidiana, en favor de los débiles.
Vivimos
afanados por muchas cosas, y una sola es necesaria (Lc
10,41s): realizar en nosotros la vocación a la que el Padre nos llama. Y para
ello necesitamos iluminar nuestras vidas con la luz del evangelio, que es una
profecía: revela lo que está pasando y pasará siempre. Debemos leerlo a la luz
de nuestra experiencia personal, pensando que todo lo que en él se cuenta pasa
también en nuestra vida; que todo lo que les sucedió a los primeros testigos,
nos sucede igualmente a nosotros; que los evangelios no han hecho más que
traducir al lenguaje de su tiempo una experiencia que nos es común. Dios camina
con nosotros, vive en nuestra historia, está presente dondequiera que estemos,
vive en nosotros, ama con nosotros. Toda nuestra vida está entretejida de
llamadas de Dios y de respuestas o evasivas nuestras, llena de
"ángeles", de mensajeros. Todas esas llamadas divinas a lo largo de
la historia han sido "promesas" que en la mano de los hombres estuvo
que se convirtieran en realidad.
Dios se nos
comunica a través de las pequeñas ocupaciones de nuestra vida cotidiana. No
vayamos a buscarlo a otra parte.
Nuestra vida
puede convertirse en una anunciación continuada: hoy puedo ser yo el elegido
para algo, hoy puede pedirme el Señor una respuesta, necesitar mi colaboración.
Hoy y siempre, la palabra de Dios busca entrañas maternales que la acojan,
alimenten y comuniquen. Hoy y siempre, el Señor espera escuchar el
"sí" de los pequeños y obedientes, el "sí" de los libre y
solidarios, el "sí" de todos los hombres de buena voluntad. Porque
también existe el "no" de los opresores y ambiciosos, el
"no" del dinero y del odio... Porque la lucha con la "serpiente"
continúa; ella y su ralea ya están vencidas, pero no rematadas. Hay que seguir
luchando para derribar a los poderosos, enaltecer a los humildes (Lc 1,52) y crear fraternidad. Hay que decir "no"
a los que se endiosan y "sí" a los que se humanizan.
María cierra
la escena con unas palabras que son paradigma de la actitud del creyente:
disponerse confiadamente a ser instrumento de la acción de Dios (y eso es la fe
que salva, como dirá después Isabel: Lc 1,45).
El ejemplo de
María -pobre y pequeña- nos está diciendo que también la esterilidad de nuestra
vida puede ser fecundada por la acción de Dios si nos abrimos a ella como supo
hacer María. Dejémonos de defender de Dios, derribemos el muro de nuestras
suficiencias, recelos y miedos. También en nosotros Dios quiere obrar
maravillas (Lc 1,49).
¿Cómo hacer para
seguir el ejemplo de María? En primer lugar, hemos de abrirnos como ella a la
Palabra, a la gracia, a la venida de Dios: valorando la oración, la lectura
evangélica, la acogida a los hermanos, el silencio interior, la comunicación...
En segundo lugar, ser fieles a la lucha contra todo mal: reconocer y tratar de
superar nuestros propios pecados, el mal de nuestra sociedad, sabernos llamados
a un camino de progreso constante, buscar los medios comunitarios y personales
que favorezcan esta lucha y este progreso...
No nos
engañemos celebrando la Navidad en aspectos superficiales de nuestra vida. Sí,
será bueno celebrarla con fiesta, abrirnos a nuestros hermanos más necesitados
con una ayuda económica, con una visita, con un gesto de amor. Pero no se juega
ahí lo más importante: sólo celebraremos auténticamente la Navidad si acogemos
la venida del Señor a lo más importante, a lo más hondo, a lo que pesa más de
nuestra vida de cada día.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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