Comentario a las Lecturas de La Natividad del Señor, Misa del Gallo. 24 de diciembre 2017
“El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande”
En el silencio de una noche mágica Dios quiso
transformar el mundo, simplemente, haciéndose Niño. ¿Por qué nos empeñamos en
romper el mundo siendo demasiado adultos?
Ante
el anuncio divino desaparece la lógica humana, o mejor dicho, se sublima la
razón, se leva y se capacita para descubrir que,
detrás de las apariencias humanas, está oculta la grandeza divina… Cuando uno
se fía en exceso de su propio parecer, se cierra a entender, aunque sea a
medias, el misterio inefable de Dios. Es preciso reconocer nuestra limitación a
la hora de juzgar o explicar algunas cosas, sobre todo cuando se trata de
verdades trascendentes y sobrenaturales.
En
esa noche, los ángeles interrumpieron
e interrumpen el sueño de los mortales.
Algunos, como los contemporáneos del Niño Jesús, no se percatarán de su
nacimiento
Otros,
cerrando sus corazones, serán reflejo de aquellas otras posadas que dijeron
¡no! al paso de la Familia Sagrada
Y,
otros más, entretenidos en sus cosas, en su mundo y mirando a otra parte…serán
incapaces de descubrir, ver y seguir el destello de una estrella que conduce
hasta el Dios Humanado.
Puede
que,
como los pastores, también nosotros veamos unos simples pañales, un austero
portal.
Puede
que,
como los pastores, nuestros ojos no descubran nada extraordinario. Pero, es que
en esa aparente invisibilidad del señorío de Dios, está la dignidad de su
pobreza y la pobreza en su grandeza. Sólo, con un corazón sobrecogido por el
misterio, podremos ver el prodigio que está contenido en un mísero establo. Nunca,
tanta riqueza, se hizo tan gran mendigo para solicitar del hombre eso: cariño,
amor, ternura, asombro, respeto, adoración y fe.
Posiblemente
hemos de recurrir a la ayuda. Acudir, como hacen los niños, a nuestra madre la
Virgen María e implorarle con humildad y sencillez que, como los pastores,
también nosotros vayamos presurosos a Belén y contemplemos con asombro y
alegría a ese Niño recién nacido.
Las
lecturas tienen como hilo conductor la esperanza, la fe en el obrar de Dios y
la alegría que ello supone. Y todo ello centrado en la figura de un niño.
La primera lectura es del Profeta Isaías (Is 9, 2-7). El libro del Enmanuel
-6,1-9,6- tiene la función de testimoniar que la palabra del profeta es la
palabra de Dios y, por tanto, es una palabra que se cumplirá.
La estructura interna de este texto, que
podríamos titular "la gran fiesta de la liberación y de la paz", es
sencilla. En los capítulos siete y ocho, el profeta anuncia la total
destrucción del reino del norte. Pero el castigo, la destrucción, no es el fin
o la intención de Dios. Dios no abandona a su pueblo. El pueblo de las doce
tribus volverá a reunirse y será un pueblo nuevo.
Isaías ha sido llamado, desde el tiempo
de san Jerónimo, el "evangelista". Hoy las principales afirmaciones
mesiánicas del libro de Isaías son sometidas a crítica, pero está fuera de toda
duda que el trasfondo del anuncio de salvación de Is
9, 1-6 es un tiempo de dificultad, de inseguridad. El peligro y la
insatisfacción hacían que el pueblo estuviera dispuesto a acoger el anuncio de
paz que Dios le ofrecía.
El hecho histórico es la conversión del
norte oriental de Palestina en provincia asiria. En este contexto histórico el
oráculo es un canto de esperanza. Dios no abandona para siempre a su pueblo y a
su territorio al capricho de los enemigos.
La contraposición entre luz y tinieblas,
entendidas como símbolos de la salvación y condenación, tienen una referencia
al lenguaje típico de la creación en la que Dios, creador de la luz, vence al
caos y a las tinieblas.
La imagen de la alegría la toma del libro
de los Jueces 7, 20ss. La derrota total de los madianitas. Israel deja de ser
un animal encadenado reducido a trabajos forzados. El motivo de la paz y el
hecho de la liberación es el nacimiento del nuevo rey. Así como en Egipto, el
día de la entronización, se daban al soberano nombres nuevos así se le imponen
al niño que ha nacido. Entre estos nombres no aparece el de Yavhé
pero tienen un significado teológico. El poder y la plenitud que expresan
superan todo lo que se puede decir del rey teocrático de Jerusalén.
Las imágenes usuales se presentan en
clave escatológica. Desde esta clave interpretativa se refieren al príncipe con
quien se cerrará la historia, en el que se realizarán todas las promesas hechas
a la casa de David desde Natán. Celebramos su venida, pero su obra no ha
llegado a plenitud. El reino de paz se está haciendo realidad pero todavía no
es "la realidad".
El profeta pasa de
la descripción de una ruina total del pueblo a la de la una ocasión de
esperanza y restauración. Probablemente Isaías aprovecha una pieza de la
liturgia de entronización real, no para decirnos nada de un rey histórico, sino
para realzar la entrada del rey ideal, mesiánico. De otro modo, no se hubiera
atrevido a usar la expresión “Dios guerrero” (Dios fuerte) atribuyéndosela al
Rey que viene.
El responsorial es el
salmo 95 (Sal 95,1-3.11-13:) “Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el
Señor”.
Es una invitación a cantar un cántico nuevo. Este salmo nos invita con
insistencia a "cantar". La palabra se repite tres veces al comienzo
de las tres primeras líneas. Más adelante, por tres veces, vuelve la
insistencia: "Dad gloria al Señor"... "Dad gloria al
Señor"... "¡Dad pues gloria al Señor!".
Hay que recitar este
salmo con los "ángeles de Navidad" que "cantaron aquella
noche": "Gloria a Dios, paz a los hombres". Nosotros junto con
ellos cantemos también "alegría en el cielo, fiesta en la tierra"...
"¡El cielo se alegra, la tierra exulta!" "¡Gloria a Dios!"
"¡Adorad a Dios!" "¡El Señor es rey! Que nuestra oración jamás
olvide esta actitud. La adoración, el sentimiento de anonadamiento, es el
fundamento de todo primer descubrimiento de Dios. Dios es el "totalmente
Otro", el trascendente, aquel que supera toda imaginación. Y la revelación
de la proximidad de Dios que se hizo "uno de nosotros", que se hizo
"niño" en Navidad "no disminuye en nada este sentimiento de
adoración: paradójicamente la infinidad de Dios brilla hasta en el exceso de
amor que lo hizo nacer en un pesebre de animales".
El Salmo se halla
sustancialmente constituido por dos cuadros. La primera parte (cf. vv. 1-9).
comienza con una invitación jubilosa a alabar a Dios, una invitación que abre
inmediatamente una perspectiva universal: "cantad al Señor, toda la
tierra" (v. 1). Se invita a los fieles a "contar la gloria" de
Dios "a los pueblos" y, luego, "a todas las naciones" para
proclamar "sus maravillas" (v. 3). En el fluye intensamente la
alabanza ante la majestad divina: "Cantad al Señor un cántico nuevo,
(...) cantad (...), cantad (...), bendecid (...), proclamad su victoria (...),
contad su gloria, sus maravillas (...), aclamad la gloria y el poder del Señor,
aclamad la gloria del nombre del Señor, entrad en sus atrios trayéndole
ofrendas, postraos (...)" (vv. 1-3).
En el
al segundo cuadro, se abre con la proclamación de la realeza del Señor (cf. vv.
10-13). Quien canta aquí es el universo, incluso en sus elementos más
misteriosos y oscuros, como el mar, según la antigua concepción bíblica:
"Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena;
vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque,
delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra" (vv. 11-13).
Toda la tierra debe
unirse a la melodía. Todos debemos sumergirnos en el portento que inunda a
todas las naciones, pese a que muchos de sus ciudadanos lo ignoren. De la
manera que podamos debemos decirlo: NOS HA NACIDO UN SALVADOR, ES EL MESÍAS, EL
SEÑOR.
Comentaba San Juan Pablo
II este salmo diciendo: " San Gregorio Nacianceno, al inicio del discurso
pronunciado en Constantinopla en la Navidad del año 379 o del 380, recoge
algunas expresiones del salmo 95: "Cristo nace: glorificadlo.
Cristo baja del cielo: salid a su encuentro. Cristo está en la tierra:
levantaos. "Cantad al Señor, toda la tierra" (v. 1); y, para unir a
la vez los dos conceptos, "alégrese el cielo, goce la tierra" (v. 11)
a causa de aquel que es celeste pero que luego se hizo terrestre" (Omelie sulla natività, Discurso 38, 1, Roma 1983, p. 44).
De este modo, el
misterio de la realeza divina se manifiesta en la Encarnación. Más aún, el que
reina "hecho terrestre", reina precisamente en la humillación de la
cruz. Es significativo que muchos antiguos leyeran el versículo 10 de este
salmo con una sugestiva integración cristológica: "El Señor reina
desde el árbol de la cruz".
Por esto, ya la Carta
a Bernabé enseñaba que "el reino de Jesús está en el árbol de la
cruz" (VIII, 5: I Padri apostolici, Roma 1984, p. 198) y el mártir san Justino,
citando casi íntegramente el Salmo en su Primera Apología, concluía
invitando a todos los pueblos a alegrarse porque "el Señor reinó desde el
árbol de la cruz" (Gli apologeti greci, Roma 1986,
p. 121).
En esta tierra floreció
el himno del poeta cristiano Venancio Fortunato, Vexilla
regis, en el que se exalta a Cristo que reina
desde la altura de la cruz, trono de amor y no de dominio: Regnavit a ligno Deus.
En efecto, Jesús, ya durante su existencia terrena, había afirmado:
"El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor;
y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, pues
tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su
vida como rescate por muchos" (Mc 10, 43-45)".
(Catequesis del Papa San Juan Pablo II., en la audiencia general del miércoles,
18 de septiembre de 2002).
La segunda lectura de San Pablo a Tito (Tt
2,11-14) “Ha aparecido la gracia de Dios para los hombres”.
Esta lectura quiere ofrecer el motivo fundamental del deber cristiano de
santificar la vida cotidiana. Dentro de la sección 1, 5-3,11, en que se dan las
instrucciones para organizar la comunidad, la perícopa de hoy trata de la
estructura interna de la comunidad.
La
vida cristiana tiene su fuente en la aparición y realidad de la salvación entre
nosotros. Vivimos de una forma determinada porque Jesús nos ha salvado. La
"gracia de Dios" de que habla la lectura es convenientemente
interpretada con la aparición de Jesús entre los hombres.
La
primera venida de Cristo, con todo, prepara la segunda y definitiva. A ella hay
que irse disponiendo con un modo de vida acorde con la de Jesús. No vale mirar
sólo hacia un pasado aparentemente remoto, sino hay que mirar hacia adelante
apoyado en lo ya sucedido.
Los
cristianos debemos dar testimonio de Dios con nuestra vida a fin de que sea
conocido y amado.
La
acción-vida del hombre es una respuesta a la acción salvífica de Dios. La
"epifanía", aparición, de la gracia de Dios puesta al principio de
esta lectura orienta el sentido de todas las demás afirmaciones. En la
tradición bíblica las "epifanías" eran signos de la intervención de
Dios. La Iglesia primitiva ha asumido este concepto para anunciar a Cristo que
se manifiesta en la carne para la salvación del mundo. El texto proclama la
actividad terrena de Jesús como revelación de la gracia de Dios... El hombre no
se libera a sí mismo sino que debe acoger la salvación que viene de Dios.
Este
texto es como la recapitulación de la fe de la Iglesia primitiva. El autor
describe la acción maravillosa que Dios ha realizado en Cristo. Se anuncia el
misterio de la encarnación pero se recuerda el sacrificio expiatorio y la
gloria que recibe en la resurrección.
El evangelio de San Lucas (Lc 2,1-14) Resulta
sugestiva la secuencia de nombres de lugares. El relato empieza hablando de
"el mundo entero", luego de Siria, después de Galilea y Nazaret, de
Judea y Belén y, finalmente, de la posada y del pesebre. De esta forma, con un movimiento
semejante al de una cámara que, en el marco de un vasto paisaje al que se
acerca poco a poco, se fija progresivamente en un único punto, dejando todo lo
demás hasta no ver más que aquel punto, el autor conduce nuestra mirada desde
las lejanas fronteras del universo hasta el pesebre de Belén.
El sentido del procedimiento es fácil de
entender. Porque entre los nombres de lugares, los hay relacionados con
personas.
César Augusto y "el mundo
entero"...; Cirino y Siria; Belén y David, finalmente, Jesús y el pesebre.
Por lo tanto, el autor ha hecho desfilar sucesivamente ante nosotros a las diversas
autoridades reconocidas por los hombres, con la indicación del campo en el que
ejercen su poder, hasta conducirnos, finalmente, a aquel que posee la verdadera
autoridad, el único verdadero poder: no ya César, reinando sobre toda la
tierra, ni Cirino, el gobernador de Siria, ni siquiera David en su ciudad de
Belén, sino Jesús en su pesebre, aquel a quien hay que llamar el Mesías-Señor.
El que Jesús ocupe el lugar de esas
autoridades reconocidas o establecidas, se deduce de los títulos que le son
atribuidos.
El es, dice el ángel, "Salvador,
Mesías-Señor". En tiempos de Lucas, los romanos gratificaban a sus
emperadores con los títulos de "Salvador", de "Señor"; y
mucho antes, la tradición bíblica había considerado a los reyes del Antiguo
Testamento, a aquellos "ungidos", "mesías", "cristos" (2 Sam 1, 14-16), como
"salvadores": "El salvará a los hijos de los pobres",
canta, por ejemplo, el salmo 72, a propósito del "rey" y del
"hijo del rey" (vv. 1 y 4). Así, pues, a partir de "hoy", todos
los monarcas humanos, sean cuales fueren, paganos o judíos, no tienen ya el
privilegio de tales títulos, de los que el nacimiento de Jesús les desposee.
Únicamente éste que acaba de nacer puede ser llamado y lo es verdaderamente,
Salvador, Mesías y Señor.
El acontecimiento es considerable para
los hombres que saben por dura experiencia que "los reyes de las naciones
gobiernan como señores absolutos, y los que ejercen la autoridad sobre ellos se
hacen llamar Bienhechores" (Lc 22, 25). Pero se
ha producido un parón en esta sed de consideración y de prestigio, porque el
que ahora posee la autoridad se presenta a los hombres de una forma
desacostumbrada: "envuelto en pañales y acostado en un pesebre... porque
no había sitio para ellos en la posada". Es comprensible que el que así
nace, el que no se comporta como los poderosos de este mundo, pida un día a sus
discípulos "que el mayor entre vosotros sea el que sirve" (22, 26).
El acontecimiento es, aún ahora, más
considerable de lo que parece. El niño es llamado "Señor", con un título
que se atribuían los monarcas terrenos pero que en el lenguaje cristiano -el
del evangelista, por lo tanto- adquiere un sentido mucho más rico. Esto se ve
confrontando tres pasajes de los Hechos donde se proclaman los mismos títulos
que los ángeles dieran a Jesús. El primer pasaje habla de la Buena Noticia del
Cristo Jesús (5, 42); el segundo, de "la Buena Noticia del Cristo
Señor" (11, 20); el tercero, de la Buena Noticia de "este Jesús a
quien Dios ha constituido Señor y Cristo" (2, 36). De modo que, el Señorío
de Jesús, manifestado mediante su resurrección y su ascensión, que han revelado
en él al Hijo de Dios (Lc 1, 35), es proclamado por
los ángeles en el momento mismo de su nacimiento. Desde ese día, a Jesús se le
llama "Señor", porque lo es, no solo a la manera con que se saludaba
a los emperadores, sino a la manera con que Dios era celebrado en el Antiguo
Testamento.
No es, pues, únicamente un Cristo, un
salvador, un señor, de este mundo el que yace en el pesebre, sino el Cristo de
Dios, el Señor. Sorprendente trueque de las cosas que lleva, además, en sí
mismo un motivo para suscitar la convicción. Los pastores<![if !supportFootnotes]>[1]<![endif]>, se
nos dice, verán un "signo", pero ese signo no será otra cosa que la
realidad... oculta, escondida. Escondida e invisible para quienes permanecen en
la noche; luminosa como la claridad angélica para quienes saben verla.
Maravillosa Buena Noticia, pues: "Os traigo la buena noticia, la gran
alegría".
Los pastores se encontraban en la noche
antes de que se les comunicara y fuera proclamada a sus oídos la Buena Noticia;
he aquí que con los mensajeros del sorprendente misterio aparece una extremada
claridad, que es "la Gloria del Señor". Cambio total de las cosas,
indicio de un mundo verdaderamente nuevo en el que las realidades aparecen al fin
tal como son.
El secreto de la maravilla, objeto del
discurso angélico, se dice con una frase muy breve cuyo sentido ha sido una
lástima que lo falseara una antigua traducción: el ángel habla de los
"hombres que Dios ama". El texto no insiste en esta palabra-clave que
queda sin comentario. Advirtamos que el mismo término vuelve a salir en 10, 21:
"el bien-querer" del Padre ("beneplácito" suena quizá peor
hoy día), su "benevolencia" ha dirigido la predicación de Jesús; y la
misma raíz vuelve a encontrarse en 3, 22, en las palabras que Dios dirige a
Jesús, ese "hijo en quien ha puesto todo su amor". Por eso, porque
los hombres son el objeto de la benevolencia, del amor divino, se opera la
maravilla que convierte a la noche de los hombres tan luminosa súbitamente como
el día.
Finalmente, hay que prestar atención a
los personajes: José y María pasan rápidamente por la escena y dejan el lugar a
dos grupos de interlocutores: el ángel del Señor, por una parte, en seguida
rodeado de "una legión del ejército celestial", y los pastores, por
otra. Estos últimos permanecen callados, destinados a tomar la palabra en el
segundo acto. El ángel responde a su pregunta incluso sin que la hayan
formulado (vv. 9 s). De este modo, los hombres quedan sorprendidos de improviso,
con la boca abierta, pasivos ante la súbita irrupción del don de Dios.
Los ángeles hablan... Su discurso tiene
un doble registro. Hablan a la manera de los predicadores apostólicos al
publicar la Buena Noticia de Jesús, Cristo y Señor... Pero luego cantan "Gloria
a Dios". Interesante yuxtaposición de los procesos: la palabra de
evangelización y la palabra de alabanza, la que publica la Buena Noticia y la
que formula la Gloria de Dios. No es fácil unir en una vida humana, tan bien
como lo hacen los ángeles, los dos procesos; sin embargo, aquí se entrevé que
están muy cerca uno de otro. El primero dice a los hombres las maravillas
divinas, que vuelve a ponderar el segundo para felicitar por ellas a su Autor.
Para nuestra vida.
Las
fiestas de Navidad sustituyeron, en su origen, a unas fiestas bulliciosas y
desmadradas, llenas de crápula y desenfreno. Eran las fiestas que la sociedad
celebraba en honor al sol invicto. Como se creía que el 25 de diciembre
comenzaba el solsticio de invierno, es decir, que ese día el sol comenzaba a
crecer, pues ese día comenzaban unas fiestas ruidosas y bullangueras,
desmadradas, como hemos dicho, fiestas que duraban hasta el fin del año y el
comienzo del año nuevo. Los cristianos participaban, como ciudadanos que eran,
de la alegría de esas fiestas y también se podían ver envueltos en el clima de
juergas y atropellos que se cometían en esos días. Contra estas fiestas quiso
luchar la Iglesia y buscó un motivo religioso que pudiera cambiar estas
celebraciones paganas por una celebración religiosa. Estamos a finales del
siglo III y comienzos del siglo IV y la Iglesia dice a los cristianos que
nuestro sol invicto es realmente Cristo Jesús y que debemos celebrar su
nacimiento con más alegría aún que la que demostraban los paganos en memoria
del nacimiento del sol.
De esa manera comenzó a
celebrarse la Navidad cristiana. Frente a la alegría ruidosa y desmadrada de
las fiestas paganas, los cristianos debemos manifestar en estos días una
alegría igualmente grande, pero no una alegría pagana y externa, sino una
alegría interior y religiosa. Siguiendo este deseo de la Iglesia, también ahora
nosotros, los cristianos, debemos celebrar la <Nochebuena> y las fiestas
de Navidad con gran alegría humana, interior y exterior.
En esta noche santa debemos vestir el alma con
traje de inocencia, de ilusión confiada, de fe sencilla y santa alegría. El
principal motivo de nuestra alegría navideña no puede ser otro que la esperanza
y la certeza de la venida de un Dios que, por amor, ha venido a salvarnos. Ha venido
a salvarme a mí y, por eso, mi alegría es, en primer lugar, una alegría
personal e íntima.
La alegría es una nota
distintiva de estas fiestas navideñas, alegría individual, alegría familiar,
alegría comunitaria, alegría interior y religiosa, alegría también social y
pública.
Tanto
el profeta Isaías como el evangelista Lucas y el autor de la carta a Tito nos
muestran al Niño que ha nacido con palabras hermosas y llenas de contenido
agradecido.
En
la primera lectura, Isaías nos anuncia los acontecimientos que celebramos en
esta Noche santa: Dios cumple sus promesas.
-"El pueblo que caminaba en
tinieblas vio una luz grande": Las tinieblas, signo del caos y de la
muerte, nos indican la situación de opresión y también de infidelidad del
pueblo. La luz, signo de nueva creación y de vida, nos indica la liberación y
la restauración. Este paso es motivo del gozo, comparable al de una buena
cosecha o al de una victoria sobre los enemigos. La posesión de la tierra y su
fecundidad están siempre en el centro de atención del pueblo de Israel.
-"... los quebrantaste como el día
de Madián": La liberación y la iluminación es
una acción de Dios, que se compara a la victoria de Gedeón sobre los madianitas
(Jc 7, 16-23): en medio de la noche, los israelitas
con antorchas encendidas y tocando los cuernos ahuyentan a los enemigos. La luz
y la palabra liberan en medio de la noche.
-"Porque un niño nos ha
nacido...": ¿En qué consiste esta acción de Dios? Aparentemente las
palabras del profeta se mueven a nivel de una historia concreta: la continuidad
de la dinastía de David. Pero los mismos términos de la profecía se abren en un
sentido que va más allá de la historia menuda. Cuatro nombres de uso cortesano
definen, en principio, al niño: consejero, guerrero, padre, príncipe. Pero cada
uno de ellos va acompañado de un calificativo que lo sitúa en un ámbito y en
una amplitud que va más allá de las realidades humanas: "Maravilla de
Consejero, Dios guerrero. Padre perpetuo, Príncipe de la paz".
-"... con una paz sin límites sobre el
trono de David...": la profecía de Isaías reasume la profecía de Natán,
con una insistencia en su perpetuidad que desborda las posibilidades
históricas: "por siempre". Su fundamento es el mismo Dios: el celo de
Dios, que se puede manifestar en el castigo, se manifestará "desde ahora y
por siempre" en el amor por su pueblo a través del Mesías.
El salmo responsorial nos invita a la alegría:
«Cantad al Señor un cántico nuevo».
A primera vista, éste es el mandamiento
imposible. ¿Cómo cantar un cántico nuevo cuando todos los cantos, en todas las
lenguas, te han cantado una y otra vez, Señor? ¿Cómo puedes pedirme, que
en circunstancias a veces
dramáticas, te cante un cántico nuevo?
Sé la respuesta antes de acabar con la
pregunta. El cántico puede ser el mismo, pero el espíritu con que lo canto ha
de ser nuevo cada día. El fervor, el gozo, el sonido de cada palabra y el vuelo
de cada nota han de ser diferentes cada vez que esa nota sale de mis labios,
cada vez que esa oración sale de mi corazón.
Ese es el secreto para mantener la vida
siempre nueva, y así, al pedirnos el Señor que cantemos un canto nuevo, nos
está enseñando el arte de vivir una vida nueva cada día con la lozanía temprana
del amanecer en cada momento de nuestra existencia. Un cántico nuevo, una vida
nueva, un amanecer nuevo, un aire nuevo, una energía nueva en cada paso, una
esperanza nueva en cada encuentro. Todo es lo mismo y todo es distinto, porque
los ojos, que miran los mismos objetos que ayer, son nuevos hoy.
El arte de saber mirar con ojos nuevos me
capacita para disfrutar los bienes de la naturaleza en toda la plenitud de su
pujante realidad. Los cielos y la tierra y los campos y los árboles son ahora
nuevos, porque mi mirada es nueva. Se me unen para cantar todos juntos el nuevo
cántico de alabanza.
«Alégrese el cielo, goce la tierra,
retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos,
aclamen los árboles del bosque delante del Señor, que ya llega, ya llega a
regir la tierra».
Este es el cántico nuevo que llena nuestra
vida y llena el mundo que nos rodea, el único canto que es digno de Aquel cuya
esencia es ser nuevo en cada instante con la riqueza irrepetible de su ser
eterno.
«Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad
al Señor toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre, proclamad día
tras día su victoria».
En la epístola a Tito San Pablo escribe que "Ha
aparecido la gracia de Dios...": La gracia de Dios se ha manifestado ya en
JC, pero se manifestará en plenitud cuando vuelva glorioso al fin del mundo. Esta revelación
histórica del plan de Dios en la persona de Jesús tiene siempre en el
pensamiento de Pablo una finalidad: la salvación de todos los hombres. Por eso
congrega a un pueblo que renuncia "a la impiedad y a los deseos
mundanos" y vive en la expectativa del cumplimiento de esta salvación
universal.
-"Él se entregó por
nosotros para rescatarnos...": Dios realiza su plan salvador en la persona
de JC, "gran Dios y Salvador nuestro". Así como en la antigua
alianza, Dios congregó a un pueblo suyo, ahora Cristo con su muerte sacrificial
reúne un nuevo pueblo, liberado del pecado y "dedicado a las buenas obras.
¿Hay que seguir
"aguardando la dicha que esperamos"? Si la dicha es JC, hay que
esperar y no hay que esperar: porque Él está con nosotros, pero Él tiene que
venir; mientras no hayamos renunciado del todo a una vida sin religión y a una
religión sin vida, hay que seguir esperando.
Toda la vida cristiana
tiene su comienzo en esta aparición del Señor y Salvador que celebramos ahora.
La "gracia de Dios" de que habla la lectura, ¿qué mejor
interpretación puede recibir que la de la persona de Jesús?.
La moral cristiana se
deja "enseñar" a través de esas manifestaciones de bondad y de
gloria, siendo ella misma manifestación de la salvación en el mundo. Depende,
pues, del comportamiento cristiano que el mundo crea en la salvación y espere
la revelación final de Dios. En la medida en que la vida cristiana sea pura
pondrá de manifiesto, en efecto, que está liberada del pecado por la Sangre de
Cristo y que pertenece realmente a la soberanía de Cristo (Tt
2. 14).
El evangelio nos da el
marco del nacimiento de Jesús destacando
dos aspectos:
*
1) la descripción del censo (marco universal, implicación de todos los pueblos)
que lleva a José y María a Belén (lugar clave de la manifestación del Mesías
davídico), vv. 1-5;
*
2) la descripción del nacimiento en Belén, indicando la colocación del niño en
el pesebre, vv. 6-7. Recuerden que en Is 1, 3
encontramos: "conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo, pero
Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento".
Lucas
pone de relieve que Jesús nace en la ciudad de David, no en un alojamiento como
un extraño (¡es el conocido!), sino en un pesebre, donde Dios sostiene a su
pueblo. Una vez situados en un marco universal (el censo) y a la vez muy
concreto (un pesebre). Le presenta la anunciación del acontecimiento a los
pastores. Los pastores (que, viviendo al aire libre, velan, v.8) simbolizan la
Iglesia que acoge la irrupción de la gloria de Dios en el espacio/tiempo y, al
mismo tiempo, representan a todos los anawim,
prototipo de los que lo esperan.
A ellos les manda Dios, antes que a
nadie, el recado del nacimiento del Mesías: "Os traigo una buena noticia,
una gran alegría que lo será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David,
os ha nacido un salvador, que es el Mesías Señor". Ellos, marginados y
despreciados por los buenos, oprimidos y explotados por los ricos, son los
elegidos por Dios para conocer antes que nadie que ha nacido el Mesías; a ellos,
antes que al resto del pueblo, se les comunica la buena noticia que, más para
ellos que para cualesquiera otros, convierte aquella noche en nochebuena.
La Navidad es el tiempo
de Dios, el tiempo de la Fe, el tiempo de la Esperanza.
Toda la sabiduría y todas las promesas bíblicas están
resumidas en estas definiciones, en estas descripciones que se nos hacen de
Jesús. El es el Salvador, el Mesías, el Señor. Él es Maravilla de consejero,
Padre Perpetuo, Príncipe de la Paz. Él es hoy, esta noche y durante estos días
santos del tiempo litúrgico de Navidad, el niño envuelto en pañales y recostado
en un pesebre. Él es la grandeza de Dios en la realidad frágil, pobre, humilde,
y tierna de un niño que acaba de nacer, de un niño para el que su Madre apenas
encuentra lugar donde recostarle, un niño que, anunciado por los ángeles, es
adorado por unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por
turnos su rebaño.
De esa esperanza que es la salvación. Y no hay otra
Navidad…..Por más que nos empeñemos en banalizarla, edulcorarla, maquillarla,
disfrazarla y desnaturalizarla, viviendo y practicando tantas veces una Navidad
sin Dios. Y no hay otra Navidad que la Navidad de Belén, la Navidad que el
evangelista Lucas y el resto de los textos bíblicos de hoy y de estos días nos
relatan. Algo muy distinto de las “otras navidades”.
En esta “Noche Buena” Dios se hace Niño y se manifiesta en
la pequeñez y en pobreza para indicarnos el verdadero camino de la vida, la
gran sabiduría de la existencia y la gran y única esperanza que nos salva.
La verdadera Navidad es la Navidad de la Esperanza. Hagamos
posible la esperanza con nuestros gestos y con nuestros detalles. Esperanza es
el nuevo nombre de la Navidad. Y a esa esperanza hemos de comprometer nuestra
vida. Una vida sobria que significa también solidaridad, fraternidad y justicia
social, Una vida honrada en el cumplimiento de la entera ley de Dios, en el
respeto a los demás, en la equidad y cuyos otros nombres son también
solidaridad y fraternidad. Una vida religiosa: una vida que descubra a Dios, al
Dios revelado por Jesucristo, al Dios de rostro y corazón humanos, que hoy, en
Belén, en Jesús, es el niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre. Una
vida, sí, sobria, honrada y religiosa. Es decir, una vida abierta a Dios y
dirigida al prójimo. Una vida cuajada, rebosante y remecida de una esperanza
que se basa en el amor de Dios y que se demuestra en el amor al prójimo.
Hagamos posible la esperanza regalando no sólo cosas materiales, sino lo que de
verdad puede hacer felices a nuestros hermanos los hombres y mujeres de nuestro
tiempo:
Nos sirve para nuestro testimonio
cristiano, darnos cuenta de lo que el Señor nos ofrece y nosotros recibimos: a
Cristo que es Luz que ilumina las tinieblas. . Todo el que recibe la luz de Cristo,
se siente hijo de Dios y portador de esta luz. Y no solamente puede llenar de
luz los caminos de los hombres, sino decirles dónde está la luz verdadera. La
Iglesia es hoy la luz que alumbra a todo hombre, porque es el sacramento de
Cristo ante el mundo.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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En Palestina,
en el tiempo en que nació Jesús, los pastores eran considerados personas de las
que no había que fiarse demasiado. No gozaban de buena reputación: la gente pensaba que eran
tramposos y ladrones y los acusaban de entrar con los animales y destrozar los
campos ajenos, de quedarse con parte de los productos (lana, leche, cabritos)
de los rebaños que no eran de su propiedad. Por otro lado, las personas
religiosas les echaban en cara que no cumplían los mandamientos de Moisés,
como, por ejemplo, el descanso del sábado. En realidad eran gente de clase
social humilde que, quizá sólo por la comida o por muy poco más, tenían que
guardar, día y noche, los rebaños de los terratenientes; incluso los sábados,
mientras los dueños de los rebaños rezaban en la sinagoga.
Los pastores,
precisamente porque no tenían nada, porque no contaban con nada y porque nada
esperaba nadie de ellos, precisamente porque eran pobres y marginados, pudieron
recibir esa noticia como buena noticia. Ellos son, en el evangelio, símbolo de
todos los que caminaban en las tinieblas de la opresión y sentían sobre sus
hombros el yugo de su carga; ellos representan a cuantos necesitaban que se
estableciera la justicia y el derecho y que la vara del opresor fuera
destrozada (véase Is 9, 13). Por eso, para ellos, el
anuncio del nacimiento del liberador fue la luz que iluminó la terrible
oscuridad de su existencia; y pudieron sentir con más profundidad que nadie la
alegría de saberse amados por Dios, quizá el único que los quería ¡y hasta
ahora no se habían enterado!
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