martes, 29 de marzo de 2016

Comentario a las lecturas del Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor 27 de marzo de 2016

Recién  comenzado el tiempo pascual, con encontramos con la Resurrección de Jesucristo. Ninguno de los discípulos y seguidores de Jesús fue testigo directo del momento de la resurrección. Las dos razones principales que aducían los apóstoles para fundamentar su fe en la Resurrección de Jesús eran la comprobación del sepulcro vacío y las apariciones del Resucitado a algunas de las personas que más le amaron mientras el Resucitado vivió aquí en la tierra. Ninguna de estas dos razones puede demostrar científicamente nuestra fe en la Resurrección, de acuerdo con las exigencias de la historia y de la ciencia empírica actual.
Por eso, nuestra fe en la Resurrección es un dogma de fe, una verdad revelada, no una verdad empírica y científicamente demostrable.
Hoy renovamos nuestra fe. Entendemos las Escrituras y creemos, como María Magdalena, como Pedro y “el otro discípulo”, que Cristo vive y está muy dentro de nosotros. El transforma nuestra vida. En el Bautismo fuimos incorporados a la muerte y resurrección de Cristo. Su suerte desde entonces será la nuestra. Hoy es un día para celebrar y festejar, para hacer fiesta con los hermanos. Hoy es día para vivir comunicando esperanza en que la muerte no podrá con la vida porque Dios está con nosotros, empuja en nuestra misma dirección. Esta es la razón más profunda de nuestra fe y nuestra esperanza. La duda y la tristeza de los discípulos al creer que se habían llevado a Jesús se tornó en alegría. Creemos en el Dios de la vida y eso nos hace cultivadores y guardianes, protectores de la vida y de la fraternidad.
En estos 50 días del tiempo pascual, que hoy se inaugura, leeremos el libro de las Hechos de los Após­toles, donde se narran los orígenes de la Iglesia cris­tiana, nacida de la muerte y de la resurrección de Je­sús y del don de su Espíritu Santo. Una muy antigua tradición que data del siglo II, lo atribuye a San Lucas, lo mismo que el tercer evangelio.

En la primera lectura tomada del Libro de los Hechos ( Hech 10,34a.37-43 ) se nos sitúa tiempo después de la vida de Cristo. El Espíritu ya ha llegado y Pedro es valiente en la predicación. Eso todavía no era posible en la mañana del primer día de la Semana, del Domingo en que resucitó el Señor, pero está bien que se nos ofrezca como primera lectura de hoy, pues marca el final importante de este Tiempo Pascual que iniciamos hoy. La
muerte en Cruz de Jesús, sirvió, por supuesto, para la redención de nuestras culpas, pero sin la Resurrección la fuerza de la Redención no se hubiera visto. Guardemos una alegre reverencia ante estos grandes misterios que se nos han presentado en estos días.
"Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos" (Hch 10, 42). Su mandato fue categórico. Seréis mis testigos desde Jerusalén hasta los confines de la tierra, hasta los límites finales del tiempo. Un pregón vivo que se repite vibrante a lo largo y a lo ancho del mundo y de la historia. Sin apagarse jamás esa luz fuerte de la fe en la resurrección. Prendiendo fuego en las ramas de todo los bosques de la Humanidad. El fuego que Cristo ha prendido ya. Y entre luces y sombras, el fuego continuará vivo, quemando, transformando, encendiendo amores extraños y maravillosos en los mil pétalos de la rosa de los vientos.

El responsorial de hoy es el salma 117  (Sal 117,1-2.16-17.22-23 ) .Es el salmo pascual por excelencia, el texto sálmico  más expresivo de la acción de gracias por la victoria pascual del Señor. 
"Nada más grande -comenta San Agustín- que esta pequeña alabanza: porque es bueno. Ciertamente, el ser bueno es tan propio de Dios que, cuando su mismo Hijo oye decir 'Maestro bueno' a cierto joven que, contemplando su Carne y no viendo su Divinidad, pensaba que El era tan sólo un hombre, le respondió: '¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios'. Con esta contestación quería decir: Si quieres llamarme bueno, comprende, entonces, que Yo soy Dios." (S. Agustín, Enarrationes in psalmos, 117, 1)
Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia: "¿Qué otra cosa podremos cantar allí -en el Cielo- sino sus alabanzas? Tú eres mi Dios, te doy gracias; Dios mio, yo te ensalzo. Pero no proclamaremos estas alabanzas con palabras; más bien será el amor mismo, que nos unirá a Él, quien gritará. Esa voz, incluso, será la voz del mismísimo amor. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia: el texto comienza y concluye con estas palabras; son el primer versículo y el último del salmo porque de todo lo que hemos venido narrando desde el principio hasta el fin, no hay cosa que más nos pueda embelesar que la alabanza a Dios y un eterno «Aleluya»."( S. Agustín, Enarrationes in psalmos 117, 27.)
«Dicimus 'alleluia' ut solamen viatici», dice San Agustín (Nosotros decimos 'Alleluia' como consuelo de nuestro peregrinar, como nuestro viático). Y San Jerónimo afirma que, durante los primeros siglos, ese grito se había hecho tan habitual en Palestina que quienes araban los campos y trabajaban, gritaban de tanto en tanto: ¡Alleluia! Y aquellos que conducían las barcas, cuando se aproximaban, decían: ¡Alleluia! Es decir, que este grito, que surgía en medio de las acciones profanas, era una especie de jaculatoria. Pero ¡qué bella jaculatoria ésta, tan breve como expresiva, tan querida de la espiritualidad cristiana y que tanto resuena en la Liturgia de la Iglesia! ¡Cómo deberíamos hacerla nuestra, a modo de recuerdo pascual!"( G. B. Card. MONTINI, Discurso pronunciado el 3 de abril de 1961 en la Catedral de Milán, en Discorsi, vol. II. Milano, Arcivescovado, 1962 p. 253 ss.).

En la segunda lectura de la carta de San Pablo a los colosenses  (Col 3,1-4) el apóstol Pablo escribió en acerca de un nuevo cambio en nuestras vidas. "Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios.  Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra, porque habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria" Tenemos una nueva relación con Cristo Jesús y una nueva posición ante Dios. Ya hemos tenido una resurrección espiritual, y un día cuando Cristo regrese vamos a tener un nuevo cuerpo resucitado! Refiriéndose a la resurrección espiritual que Jesús, dijo: "De verdad, de verdad os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán" (Juan 5: 2). Luego pasó a hablar de nuestra resurrección futura: "No os asombréis de esto, porque llegará la hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz" (Juan 5:28).
 El apóstol Pablo declara " Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en gloria."
La carta enfrenta las dificultades de una comunidad que se ve expuesta a una desviación, práctica y doctrinal, de la auténtica enseñanza cristiana. La comunidad se encuentra en un medio con fuertes influencias de creencias misteriosas, gnosticismo y otras tendencias religiosas que pululaban en el momento. El problema es diferente al de las iglesias de Jerusalén y Antioquía. Ya no es el legalismo judío que amenazaba con absorber al cristianismo. La dificultad radica en la confusión respecto al lugar que Jesús ocupa en la historia humana. Por esto, Cristo es presentado como Señor del universo, cabeza de la Iglesia y vencedor de los grandes poderes que someten a la humanidad y al mundo.
El pasaje que hoy leemos es la conclusión de una extensa exposición doctrinal. Enfatiza en la necesidad de permanecer abierto a las realidades históricas pero sin crear innecesarias confusiones doctrinales. Exhorta a no trastocar lo que es una experiencia de vida fundada en la catequesis paulina con los caprichos religiosos de moda.
Concluye contraponiendo lo que pertenece al mundo del Espíritu frente a las propagandas religiosas. Lo de arriba manifiesta la máxima aspiración de los creyentes: la resurrección. Lo de abajo las pasajeras modas ideológicas. La vida de la comunidad se convierte entonces en una semilla de esperanza: la voluntad de Dios es irrevocable. La comunidad está llamada a hacer de la "vida en abundancia" el derrotero de su acción, y para esto necesita estar firme en su enseñanza apostólica.

El evangelio  de San Juan  (Jn 20,1-9) es uno de los relatos evangélicos en el que el apóstol Juan, protagonista del relato de hoy, relata algo que guardaba muy fresco en su memoria, aunque sería escrito muchos años después, por él mismo, según la tradición. Pedro y Juan han escuchado a María Magdalena y salen corriendo hacia el sepulcro. Llega Juan antes. Corría más, era más joven. Pero no entra, tal vez por algún tipo de temor, o más probablemente por respeto a la jerarquía ya declarada y admitida de Pedro. Describe el evangelista la escena y la posición –vendas y sudario—de los elementos que había en la gruta. “Y vio y creyó
”. Esa es la cuestión: la Resurrección como ingrediente total del afianzamiento de la fe en Cristo, como Hijo de Dios es lo que nos expresa Juan en su evangelio de hoy. Y es lo que, asimismo, nos debe quedar a nosotros, que hemos de contemplar la escena con los ojos del corazón, y abrirnos más de par en par a la fe en el Señor Jesús.
María Magdalena es una de las figuras más relevantes en estos días de la Pascua. Ella
fue la que descubrió que el sepulcro estaba vacío y corrió a anunciar a Pedro lo que ocurría. Luego, arrasados los ojos por las lágrimas, contemplará a su divino Maestro muy cerca y podrá besarle los pies. Era tan grande su amor por Jesucristo que, ya al amanecer, había ido al sepulcro para estar junto al cuerpo yaciente de su Amado. Todos los pecados de su vida, con ser tantos, no pudieron apagar su confianza y su amor. Al contrario, cuando descubre a Cristo, todos aquellos pecados son un motivo hondo y firme para querer más y más al Hijo de Dios, que le había perdonado y defendido. En esta mujer apasionada vemos la fuerza del amor de quienes, a pesar de sus muchos pecados, son capaces de mirar arrepentidos a Dios.
Pedro y el Discípulo amado corrieron para ver qué había pasado. También ellos eran de los que supieron amar con toda el alma al Maestro. Tampoco a Pedro le detienen sus pecados. Él había traicionado a Jesús, pero eso en vez de frenarle, le empuja para encontrar a su Señor y pedirle humildemente perdón, seguro del amor de Jesús que le perdonará. Así, fue, en efecto. Y no sólo le perdonó, sino que lo confirmó en su posición de Vicario suyo y Príncipe de los Apóstoles. Una vez más el amor realiza el prodigio maravilloso de una profunda esperanza y de una fuerte fe en el amor divino.
El Evangelio se refiere con detalle lo que allí vieron. Es tan precisa la narración, que desecha cualquier explicación fantástica. El realismo del relato hace inadmisible cualquier interpretación no histórica. La gran sábana que había envuelto el cuerpo de Jesús estaba plegada. Esto bastó para que Juan comprendiera que Jesús había resucitado. Si el cuerpo de Cristo hubiera sido robado, la sábana no estaría doblada como la encontraron, ni tampoco el sudario de la cabeza estaría sin desenrollar. Según el rito funerario judío, el cadáver era envuelto con lienzos en forma de una sábana grande. Por eso al verla plegada, como vacía y aplanada, no desliada sino todavía plegada, Juan comprendió que el cuerpo de Jesús había salido de ella de forma milagrosa, sin romperla y casi sin tocarla.
El cuarto evangelista pretende subrayar, por una parte, el realismo corporal de Cristo resucitado y, por otro, la condición nueva y definitiva de esta corporeidad. Se da también una referencia a la primacía de Pedro: él entra en el sepulcro, porque tiene que ser el primero en anunciar la Buena Noticia (cf. primera lectura de hoy). Pero sólo de Juan se subraya la fe (vio y creyó). Lucas nos mostrará que para comprender las Escrituras es necesario que el propio Cristo abra la mente del discípulo (cf. evangelio del tercer de Pascua).

Para nuestra visa.
Iniciamos, el Tiempo Pascual, una cincuentena de días en el que el Resucitado terminó la formación de sus discípulos desde la fuerza del prodigio de su Resurrección.
Meditemos sobre los hechos ocurridos al final de la vida de Jesús: la gloria de Jesús un día llegará a nosotros mismos, a nuestros cuerpos el día de la Resurrección de todos. Este es otro de los grandes misterios de nuestra fe que no debemos, ni podemos, obviar
Vivimos en un mundo en el que la injusticia y la mentira triunfan y campan por doquier. Los justos no tienen, en este mundo, mejor suerte que los injustos. De una manera especial, nuestra fe en la resurrección nos dice que merece la pena seguir intentando ser justos, aunque por esto tengamos que sufrir, en este mundo, penas y hasta el mismo martirio. Dios nos resucitará, como resucitó a Jesús, en nuestro último día, y nos juzgará según nuestras obras y su infinita misericordia. Nuestra fe y nuestra esperanza en la resurrección pueden y deben iluminar nuestro difícil caminar aquí en la tierra.
Si incomprensible es aceptar el valor del dolor y la muerte, más, casi imposible, es aceptar la resurrección. Sin embargo, Cristo ha resucitado y nosotros también resucitaremos: la vida no se acaba con la muerte. Con la muerte es cuando realmente comienza. Una vida sin lágrimas, sin penas, sin dudas, sin angustias, sin prisas, sin dolores, sin miedo a nada.
La fe en la resurrección ha sido, de hecho, para muchas personas, una fuerza interior profunda que les ayudó a soportar grandes dificultades y hasta el propio martirio. San Ignacio de Antioquia, a principios del siglo II, les escribía a sus fieles cristianos, cuando iba camino del martirio, que deseaba ser triturado por los dientes de las fieras, para poder así ofrecerse a Cristo, como pan triturado e inmolado, y unirse definitivamente con el Resucitado. Este mismo sentimiento experimentaron, sin duda, algunos de los apóstoles y discípulos de Cristo, cuando caminaban hacia el martirio. La fe en la resurrección fue para ellos, y debe ser para todos nosotros, una fuerza mayor que el miedo a la muerte. Fue su fe en la resurrección la que les convirtió en testigos valientes y en mártires cristianos.

En la segunda lectura se reflexiona acerca de como frente a los falsos ídolos que atraen la atención de los hombres se levanta ahora la persona de Cristo, a quien su victoria sobre la muerte sitúa por encima de ellos, como único Señor capaz de llevar a la humanidad a su perfeccionamiento y al mundo a su realización final. Esta primacía de Cristo, tesis esencial de la carta a los colosenses, tiene sus repercusiones en el plano moral. Así, al esfuerzo y a la ascesis impuesta por el culto de los ídolos y la búsqueda de los bienes naturales, se opone, con una prioridad absoluta, la ascesis que se desprende del reconocimiento de la soberanía de Cristo sobre el mundo
Los cristianos no obramos de distinta forma que los demás y no descubrimos exigencias nuevas. No hacemos nada que los demás no hayan descubierto ya. Pero hay dos palabras que san Pablo ha introducido intencionadamente: "en el Señor", que dan a las actitudes que exigen de los cristianos un alcance y una significación nuevas. Al parecer, esta expresión no se entiende del todo más que oponiéndola a otra expresión que es corriente en la pluma de san Pablo ("en Adán". No existen dos humanidades diferentes, sino una sola humanidad, animada de la misma esperanza de promoción y de salvación. Pero hay hombres que buscan esa promoción "en Adán", es decir, a base de sólo medios humanos, y eso es el pecado; otros buscan esa promoción "en Cristo", es decir, abriéndose al don de Dios que permite al hombre realizar su proyecto e imitando la justicia de Cristo, capaz de superar el pecado y el fracaso.
Vivir "en Cristo" o "revestirse de Cristo", para emplear dos expresiones características de esta lectura, no consiste en vivir aislados, lejos de los demás hombres. Cristo, en efecto, no hace más que revelar al hombre a sí mismo, y, al mismo tiempo, invitarle a abrirse a la iniciativa de Dios y al ejemplo de la cruz. Vivir en Cristo es, por tanto, intensificar al máximo la vocación de la humanidad y adoptar los medios indispensables -y que provienen de Cristo tan sólo- para llevar adelante ese proyecto.

El evangelio nos muestra como el amor es activo, no puede estar quieto. "Qui non zelat non amat", dice San Agustín. El encuentro con Jesús engendra caminos de búsqueda de hermanos para anunciarle. La experiencia de la belleza y del amor impone psicológicamente la comunicación de lo que se experimenta, de lo que se goza. Por eso sólo puede anunciar a Cristo con fruto, quien ha experimentado su amor. Los apóstoles son testigos de la resurrección porque han visto a Jesús, el que bien conocían, vivo entre ellos después de la resurrección. Vieron que no estaba entre los muertos, sino vivo entre ellos, conversando con ellos, comiendo con ellos. No anunciaron una idea de la resurrección, sino al mismo Jesús resucitado, con una nueva vida, que no era retorno a la mortal, como Lázaro, sino inmortal, la vida de Dios. Ha vencido a la muerte y ya no morirá más.
Si María Magdalena se hubiera cerrado en su decaimiento, la resurrección habría sido inútil. María Magdalena hizo, como Juan y Pedro, lo que debieron hacer: salir, abrirse, comunicar. Es el mejor remedio para curar la depresión. San Ignacio aconseja "el intenso moverse" contra la desolación (EE 319). De esta manera, la sabia colaboración de todos, ha conseguido la manifestación de Cristo Resucitado.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org

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