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las Lecturas del XXX Domingo del Tiempo Ordinario 28 de octubre 2018
Los cuatro
domingos marcados por el "camino hacia Jerusalén" hallan hoy su
culminación. La referencia topográfica es lo bastante importante para que
ninguno de los sinópticos la olvide: Jericó.
El hecho -con
variante- es también el mismo: Jesús ilumina al ciego -o ciegos, según Mateo-
para que puedan caminar con él hacia Jerusalén.
El leccionario
destaca en la perícopa evangélica la plegaria del ciego: "Maestro, que
pueda ver". La primera lectura, en cambio, recoge las palabras proféticas
que anuncian la obra de Jesús: "Entre ellos hay ciegos y cojos... una gran
multitud retorna". Se trata, en efecto, del retorno a la tierra prometida,
después del durísimo destierro; se trata de una nueva reunión... "de los
confines de la tierra", porque "el Señor ha salvado a su pueblo"
(1. lectura). Cierto, "el Señor ha estado grande con nosotros..."
(responsorial).
La primera lectura tomada del libro de Jeremías
(Jr. 31, 7-9) es una invitación al jubilo y la alegría. El libro de
la Consolación del profeta Jeremías es un canto a la esperanza. El pueblo en el
exilio recibe el anuncio de que se acerca su liberación: una gran multitud
retorna: cojos, ciegos, preñadas y paridas.... El Señor es fiel a su pueblo, es
un padre para Israel.
Los capítulos
30 y 31 del libro de Jeremías forman una composición literaria, probablemente
redactada por Baruc, discípulo de Jeremías, y en la que el primero recoge
palabras de su maestro referentes a la salvación de Israel. Después de la
muerte de Assurbanipal (año 631), renace la esperanza de los desterrados al ver
que se desmorona el poder de los asirios. Jeremías se hace eco de esta esperanza
y anuncia la repatriación de los exiliados del Norte (esto es, del reino de
Israel), el restablecimiento de la unidad nacional y la renovación de la
Alianza.
Y en el
horizonte abierto por esta salvación prometida y esperada, el profeta ve venir ya
una gran multitud que peregrina hacia Jerusalén, dando gracias a Dios y
celebrando su liberación.
Se comprende
que un pueblo desterrado y disperso entienda la salvación en términos de
reunión y retorno a la patria querida. Pero el que habla por boca de su profeta
dice mucho más. La invitación al gozo por el retorno de Jacob, por la
repatriación de los hijos de Jacob, y a cantar las alabanzas de Yahvé es como
una "monición litúrgica" dirigida a una asamblea festiva. Todos los
congregados en esta asamblea deben saludar con júbilo al pueblo que ha sido
salvado y distinguido por Yahvé entre todos los pueblos de la tierra (cfr.Ex 4,
22 y Jer 31, 9). Pero, al celebrar el don que Jacob ha recibido, no deben
olvidarse de que ha sido Yavé el que se lo ha concedido.
Enlazando con
el himno de la asamblea, Yahvé toma la palabra y confirma su promesa de reunir
a los dispersos y conducir a los desterrados, en un segundo éxodo, hacia la
tierra que abandonaron. Y porque la palabra de Yahvé es verdadera y no
defrauda, el profeta la da por cumplida e invita a la asamblea a celebrar lo
que aún está por venir.
El texto de
hoy nos sitúa, pues, ante un himno de
alegría, el profeta invita a todos a
unirse a ella. La razón es muy importante: "...el Señor ha salvado a su
pueblo, al resto de Israel" (v. 7).
En los vs. 8-9
Dios, en primera persona, expresa un doble aspecto de la salvación:
a) Por parte
de Dios, salvar es "traer del país del norte", "reunir",
"conducir", "guiar... por vía llana y sin tropiezos". El
Señor vuelve a re-crear a su pueblo como en los tiempos del Éxodo (cfr. Jr. 23,
6s.; Is. 43, 18-21). Dios es como un padre para Israel (v. 9).
b) Para el
pueblo, la salvación consiste en un cambio de suerte: la marcha llorosa se
trueca en un volver gozoso (v. 9; cfr. Sal. 126. 5s.), la dispersión, en
reunión; el llanto en alegría. "... el que esparció a Israel lo
reunirá.." (v. 10). Dios ha devuelto a Israel su favor y por eso
"...camina a su descanso" (v. 2).
Pero el
retorno a la tierra no viene descrito con los rasgos prodigiosos de Is. II: sin
hambre y sin sed (Is 43, 20; 48, 21; 49, 10), el Señor allana el camino (Is 43,
19; 49, 11), los ciegos ven, los cojos andan... (Is 35, 5s; 42, 7.16). En
Jeremías no ocurre lo mismo: la nueva criatura de Dios, el resto no es un grupo
selecto sino una gran multitud de ciegos, preñadas y paridas. Patética
procesión de repatriados dirigidos por el Señor; así la salvación no se
convierte en un sueño ideal y alienante.
Liberándoles,
el Señor sigue creando y continúa fiel a la alianza, incluso les renueva los
derechos de primogenitura. Y esta liberación no es fruto, en primera instancia,
de la conversión del pueblo sino del gran amor divino hacia Israel.
"Esto dice el Señor: Gritad de alegría por
Jacob, regocijaos por el mejor de los pueblos, alabad y bendecid: el Señor ha
salvado a su pueblo, al resto de Israel" (Jr 31, 7). En este pasaje la
actitud de profeta de los lamentos, se cambia en exclamaciones de gozo. Ante su
mirada clarividente de profeta se despliega el espectáculo maravilloso de la
Redención. Ese pueblo que ha sido destrozado, ese pueblo que tuvo que abandonar
la tierra, y caminar hacia países lejanos bajo el yugo del extranjero, ese
pueblo deportado a un exilio deprimente, ha sido salvado, ha recobrado la
libertad.
Todo parecía
perdido. Como si Dios hubiera desatado totalmente su ira y el castigo fuera el
aniquilamiento definitivo. Pero no, Dios no podía olvidarse de su pueblo. Le
amaba demasiado. Y a pesar de sus mil traiciones, le perdona, le vuelve a
recoger de entre la dispersión en donde vivían y morían...
"Se
marcharon llorando, los guiaré entre consuelos; los llevaré a torrentes de
agua, por un camino llano que no tropezarán" (Jr 31, 9). Caminar por una
ruta retorcida, dura y empinada. Dejando el hogar cada vez más lejos, los
rincones que nos vieron crecer, los recuerdos de los momentos decisivos, las
alegrías y las penas, la tierra donde la vida propia echó sus raíces y sus
ramas, sus flores y sus frutos. Marchar. Teniendo por delante un horizonte
desconocido, un paisaje envuelto en el azul difuso de las distancias, con unas
personas diferentes, entreviendo situaciones difíciles, con la inquietante duda
de lo que se ignora. Una caravana que avanza perezosamente entre cantos de nostalgias,
en el silencio de las lágrimas.
Pero Dios los
traerá nuevamente hasta nuestra buena tierra. Los guiará entre consuelos. Y las
lágrimas se cambiarán en risas, los lamentos en canciones alegres. Dios los devolverá
el gozo del corazón. Los colocará junto al torrente de las aguas, los llevará
por un camino ancho y llano, en el que no hay posible tropiezo.
El salmo
responsorial del salmo 125 (Sal 125,
1-2ab. 2cd-3. 4-5. 6)
R.- EL SEÑOR
HA ESTADO GRANDE CON NOSOTROS, Y ESTAMOS ALEGRES.
Cuando cambia
la suerte – Es una acción de gracias pensando en el regreso del destierro, del
desierto. El versito 4 nos hace pensar que ha sucedido una nueva desgracia y,
entonces, hay que recordar con confianza el retorno del destierro, el regreso
desde Babilonia. El recuerdo es primordial en la historia de los pueblos y en
la vida personal; hay que sacar fuerza de nuestro pasado, porque nuestro pasado
está grávido de la presencia misericordiosa de Dios.
El recuerdo de
la liberación es intenso: aquella alegría inesperada se hace presente. En la
liberación reveló el Señor su grandeza, de modo que hasta los gentiles pudieron
reconocerla; y esta revelación activa es fuente de gozo para el pueblo, incluso
en el recuerdo. La experiencia histórica se transforma en la imagen serena de
la vida agrícola: sembrar para
Así comentaba Benedicto
XVI este salmo: Benedicto XVI: “ 1. Al
escuchar las palabras del Salmo 125 da la impresión de ver cómo se desarrolla
ante los ojos el acontecimiento que se canta en la segunda parte del Libro de
Isaías: el «nuevo éxodo». Es el regreso de Israel desde el exilio de Babilonia
a la tierra de los padres, tras el edicto del rey persa Ciro, en el año 538
a.C. Entonces se repite la experiencia gozosa del primer éxodo, cuando el
pueblo judío fue liberado de la esclavitud de Egipto.
Este salmo asumía un significado particular cuando
se cantaba en los días en los que Israel se sentía amenazado y experimentaba el
miedo, pues estaba sometido de nuevo a la prueba. El salmo incluye, de hecho,
una oración por el regreso de los prisioneros de ese momento (Cf. versículo 4).
De este modo, se convertía en una oración del pueblo de Dios en su itinerario
histórico, lleno de peligros y pruebas, pero siempre abierto a la confianza en
Dios, salvador y liberador, apoyo de los débiles y de los oprimidos.
2. El salmo introduce en una atmósfera de júbilo:
hay sonrisas, fiesta, por la libertad lograda, de los labios salen cantos de
alegría (Cf. versículos 1-2).
La reacción ante la libertad recuperada es doble.
Por un lado, las naciones paganas reconocen la grandeza del Dios de Israel: «El
Señor ha estado grande con ellos» (versículo 2). La salvación del pueblo
elegido se convierte en una prueba límpida de la existencia eficaz y poderosa
de Dios, presente y activo en la historia. Por otro lado, el pueblo de Dios
profesa su fe en el Señor que salva: «El Señor ha estado grande con nosotros»
(versículo 3).
3. El pensamiento se dirige después al pasado,
revivido con un escalofrío de miedo y amargura. Queremos prestar atención a la
imagen agrícola que utiliza el salmista: « Los que sembraban con lágrimas
cosechan entre cantares» (versículo 5). Bajo el peso del trabajo, a veces el
rostro se riega de lágrimas: se siembra con una fatiga que podría acabar quizá
en la inutilidad y el fracaso. Pero cuando llega la cosecha abundante y gozosa,
se descubre que ese dolor ha sido fecundo.
En este versículo del salmo se condensa la gran
lección sobre el misterio de fecundidad y de vida que puede albergar el
sufrimiento. Precisamente, como había dicho Jesús en los umbrales de su pasión
y muerte: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero
si muere, da mucho fruto» (Juan 12, 24).
4. El horizonte del salmo se abre de este modo a
la festiva cosecha, símbolo de la alegría producida por la libertad, por la paz
y la prosperidad, que son fruto de la bendición divina. Esta oración es,
entonces, un canto de esperanza, al que se puede recurrir cuando se está
sumergido en el momento de la prueba, del miedo, de la amenaza exterior y de la
opresión interior.
Pero puede convertirse también en un llamamiento
más general a vivir los propios días y a cumplir las propias opciones en un
clima de fidelidad. La esperanza en el bien, aunque sea incomprendida y suscite
oposición, al final llega siempre a una meta de luz, de fecundidad, de paz.
Es lo que recordaba san Pablo a los Gálatas: «El
que siembre en el espíritu, del espíritu cosechará vida eterna. No nos cansemos
de obrar el bien, que a su tiempo nos vendrá la cosecha, si no desfallecemos»
(Gálatas 6, 8-9).
5. Concluyamos con una reflexión de san Beda el
Venerable (672/3-735) sobre el salmo 125 en la que comenta las palabras con las
que Jesús anunciaba a sus discípulos la tristeza que le esperaba y al mismo
tiempo la alegría que surgiría de su aflicción (Cf. Juan 16, 20).
Beda recuerda que «lloraban y se lamentaban los
que amaban a Cristo cuando le vieron apresado por los enemigos, atado, llevado
a juicio, condenado, flagelado, ridiculizado, por último crucificado,
atravesado por la lanza y sepultado. Gozaban sin embargo quienes amaban al
mundo…, cuando condenaban a una muerte vergonzosa a quien les resultaba molesto
sólo con verle. Se entristecieron los discípulos por la muerte del Señor, pero,
al recibir noticia de su resurrección, su tristeza se convirtió en alegría; al
ver después el prodigio de la ascensión, con una alegría aún mayor alababan y
bendecían al Señor, como testimonia el evangelista Lucas (Cf. Lucas 24,53).
Pero estas palabras del Señor se adaptan a todos los fieles que, a través de
las lágrimas y las aflicciones del mundo, tratan de llegar a las alegrías
eternas y que, con razón, ahora lloran y están tristes, pues no pueden ver
todavía al que aman y, porque mientras están en el cuerpo, saben que están
lejos de la patria y del reino, aunque estén seguros de llegar a través de los
cansancios y las luchas al premio. Su tristeza se convertirá en alegría cuando,
terminada la lucha de esta vida, reciban la recompensa de la vida eterna, según
dice el salmo. “Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares” » («Homilías
sobre el Evangelio» - «Omelie sul Vangelo», 2,13: Colección de Testos
Patrísticos, XC, Roma 1990, pp. 379-380).”
(Benedicto XVI
Castel Gandolfo. Audiencia general miércoles, 17 agosto 2005.)
La segunda lectura de la Carta a los hebreos (Hb. 5, 1-6) nos sitúa ante la figura de
Cristo Sumo sacerdote "Todo sumo
sacerdote, escogido entre los hombres, está puesto para representar a los
hombres en el culto a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados".
El autor
quiere aclarar a sus lectores en qué consiste el sacerdocio de Cristo y cuál es
su dignidad. Establecer un paralelismo del sacerdocio de Cristo con el de los
sacerdotes del A,. T. sin olvidar que el primero está muy por encima del
segundo. Ampliando ideas ya expresadas en el capítulo anterior (vv. 14-16),
destaca dos rasgos fundamentales que caracterizaban al servicio del A. T. y que
se dan también, pero con mayor perfección, en el sacerdocio de Cristo. Uno es
la solidaridad con el pueblo, de donde ha sido tomado el sacerdote y a quien éste
ha de representar delante de Dios; otro, la vocación con la que ha de ser
llamado por Dios.
El tema de
Jesucristo como sacerdote verdadero y mediador único entre Dios y los hombres,
que ya apareció el domingo anterior y que es uno de los que con mayor amplitud
desarrolla la carta a los Hebreos, nos acompaña hoy y los domingos próximos.
Jesucristo se convierte así en el centro del escrito.
En el AT, el
sacerdote es el que goza de la proximidad con Dios, el que hace conocer al
pueblo cuál es la voluntad del Señor (función que posteriormente asumen los
profetas, movidos por el Espíritu) y el que ofrece sacrificios por sus pecados
y los de todo el pueblo: el fragmento que leemos se detiene en este tercer
aspecto, subrayando la parte humana de los sacerdotes, que experimentan las
mismas debilidades que los demás y así, al presentar la ofrenda ante Dios, son
solidarios de todos los hombres (cf. segunda lectura del domingo pasado).
Todo esto
sirve de punto de partida para poder hablar de Cristo, gran sacerdote, elegido
por Dios (de la misma manera que el sacerdocio del AT fue en sus inicios fruto
de la elección divina) para ofrecer un único sacrificio que restaurara
definitivamente las relaciones de los hombres con Dios.
El texto acaba
con una doble cita de salmo. En primer lugar, del salmo 2, que recuerda la
elección divina. Después, del salmo 109, que recuerda la figura de Melquisedec,
el sacerdote misterioso de origen desconocido que bendijo a Abrahán:
Melquisedec es símbolo de la absoluta gratuidad e incondicionalmente de la
presencia y elección divina, que va más allá del pueblo y las instituciones de
Israel, como explica la misma carta a los Hebreos (cf. cap.7).
Hoy la lectura proclamada del Evangelio de San
Marcos (Mc. 10, 46-52) nos sitúa ante el
ciego Bartimeo.
Con el relato
de hoy acaba la predicación de Jesucristo por tierras de Palestina. Jesucristo
sale de Jericó, a unos 28 km de Jerusalén, y se dispone a hacer su entrada en
ella. Y este relato conciso, vivo, esquemático, de la curación del ciego,
sintetiza la obra de Jesucristo (cf. Ia profecía de la 1ª lectura) y expresa la
actitud del discípulo hacia él.
Los gritos del
ciego contrastan con el misterio con que todo el evangelio ha envuelto la
figura de Jesucristo: ¡sólo los demonios llamaban, habitualmente, con títulos
mesiánicos a Jesús! Aquí, en cambio, el ciego reconoce a Jesucristo sin ninguna
ambigüedad como el heredero de las promesas hechas por Natán a David de parte
de Dios (cf. 2Sam 7,12-16): es la afirmación de Jesús Mesías al término de su
vida pública, afirmación que seguidamente será reafirmada por la entrada en
Jerusalén . Y esta afirmación va acompañada de la demanda de compasión, actitud
fundamental del creyente ante Jesucristo salvador (cf. el "Señor, ten
piedad" de la misa).
Jesús va de
camino a Jerusalén. Sube por última vez a Jerusalén. Abandonó Galilea y,
evitando pasar por tierras de Samaria, marchó por la orilla oriental del Jordán
y por la Perea, siguiendo la ruta que pasa por Jericó (cfr. 10, 1). Ya en esta
ciudad, que dista unos 30 km de Jerusalén, realiza el último milagro que narran
los sinópticos. El texto de Marcos es, también en este caso, el que nos ofrece
una narración más viva y cercana a lo acaecido.
Como escena de
curación rompe con algo que había sido habitual en los relatos de curación de
Marcos: Jesús no aparta al ciego de entre la muchedumbre. Al contrario, es
Jesús quien pide a la gente que vaya en busca del ciego.
Más aún, en
diálogo público con el ciego, Jesús le pregunta por sus deseos, a los que,
públicamente accede. Este diálogo con iniciativa de Jesús es otra novedad en
los relatos de curación de Marcos. Gracias a este diálogo Marcos consigue que
se nos queden bien grabadas dos frases: ¡Maestro, que pueda ver! ¡Anda, tu fe
te ha curado! Pero Marcos no termina el relato con el encargo de guardar
silencio, al que también nos tenía habituados.
En lugar de
este encargo leemos lo siguiente: Y lo seguía por el camino. Caemos en la
cuenta que tras el imperativo ¡anda! se escondía una invitación al seguimiento
en el camino, el camino concreto hacia Jerusalén, hacia la cruz y la
resurrección. Marcos ha elaborado un relato de visión del camino.
¿ Quién era
Bartimeo?. Bartimeo era un pobre ciego que pedía limosna al borde del camino
que, procedente de Jerusalén, llega a Jericó. En la sociedad de su tiempo no
había seguros sociales, ni ayudas a personas minusválidas o impedidas. Un ciego
al que su familia no pudiera ayudarle, estaba obligado a buscarse la vida
fuera, a pedir limosna fuera, al borde del camino.
Un día pasó Jesús cerca de él. Al principio,
el ciego sólo percibía el rumor de la gente que pasaba, más bulliciosa que de
costumbre. Extrañado ante aquel alboroto preguntó que ocurría: Es Jesús de
Nazaret que pasa, le dijeron. Entonces la oscuridad que le envolvía se tornó
luminosa y clara por la fuerza de su fe, y lleno de esperanza comenzó a gritar
con todas las fuerzas: “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí..."
La voz del
ciego se alzaba sobre el bullicio de la gente, tanto que era una nota
discordante y estridente, molesta para todos. Cállate ya, le decían. Pero él
gritaba aún más. Jesús no quiso hacerle esperar y llevado de su inmensa
compasión llamó a Bartimeo. Cuando el mendigo escuchó que el Maestro lo
llamaba, arrojó su manto, loco de contento, dio un salto y se acercó con
dificultad a Jesús.
Los que
marchaban delante del grupo, al oír los gritos del ciego y lo que decía, le
mandaron callar (Lc 18, 39). Pero Jesús se detuvo y lo mandó llamar. Bartimeo,
aumentada su confianza, se puso de un salto delante de Dios.
La pregunta de
Jesús le ofrece la ocasión de expresar claramente cuál es su deseo y cuánta su
confianza. Bartimeo llama a Jesús "Rabbuni" ("Maestro
mío"), es un título menos frecuente y más honorífico que
"Rabbi". También se expresa el gran respeto que le merece aquél a
quien ha reconocido como Mesías.
Jesús le
concede la gracia que le ha pedido y le dice que su fe le ha curado (cfr. 5,
34). Bartimeo tiene ya luz y camino. Bartimeo no se quedará sentado en las tinieblas,
seguirá a Jesús "glorificando a Dios" (Lc 18, 43). La confesión de
este ciego, que ha aclamado a Jesús como Hijo de David, ha desvelado
públicamente el misterio mesiánico del Profeta de Nazaret. Pronto será todo el
pueblo el que aclame a Jesús en Jerusalén y le salude como Mesías, como el que
viene en nombre del Señor. Pues ha llegado el momento en el que, si callan los
discípulos de Jesús, "gritarán las piedras" (Lc 19, 30).
Hemos oído
como Jesús le pregunta a Bartimeo , lo mismo que les preguntó en el evangelio
del domingo pasado a los hijos de Zebedeo: "¿Qué quieres que haga por
ti?". Pero la actitud del ciego es mucho más auténtica que la de Santiago
y Juan. Simplemente quiere curarse, quiere ver. Y Jesús le cura porque tiene
mucha fe: "Anda, tu fe te ha curado". El ciego ha puesto de su parte,
no se ha resignado a quedarse allí quieto, "dio un salto y se acercó a
Jesús".
Para nuestra vida.
El mensaje de
las lecturas de hoy es de alegría. El ciego seguía alegre a Jesús por su
curación. En la primera lectura, Jeremías profetiza sobre una vuelta feliz a la
tierra prometida, guiados por el Señor. Se menciona el camino de cojos y ciegos
guiados por Dios. Jesús consumará ese camino devolviendo a los ciegos la vista
y el paso firme a los ciegos. Pero el resultado final, el destino definitivo es
ese mundo feliz, el Reino de Dios, que ya anuncia Jeremías.
En la primera lectura el profeta se explaya en exclamaciones de gozo. Ante su
mirada clarividente de profeta se despliega el espectáculo maravilloso de la
Redención.
Este oráculo
se sitúa probablemente en los inicios del ministerio de Jeremías, cuando el
reino de Judá aún no ha sido derrotado y sólo se encuentra en el exilio el
reino del norte (llamado aquí "Israel" y "Efraín").
Jeremías considera que el reino del norte, destruido por Asiria el año 721 y
con sus habitantes deportados, ha sido ya purificado, y por tanto pronto podrán
volver a su tierra.
Ese pueblo que
ha sido destrozado, ese pueblo que tuvo que abandonar la tierra, y caminar
hacia países lejanos bajo el yugo del extranjero, ese pueblo deportado a un
exilio deprimente, ese pueblo, el suyo, ha sido salvado, ha recobrado la
libertad.
El profeta
anuncia, pues, la alegría del retorno, utilizando unos temas que en parte
recuperará el salmo que leemos a continuación . Hay que señalar que la caravana
de exiliados que el profeta proclama regresando de Asiria (llamada aquí
"país del Norte" y "extremo de la tierra") es una caravana
en la que tiene un lugar prominente la gente débil ("ciegos, cojos,
preñadas y paridas"...): ¡la obra amorosa y salvadora del Dios que se
presenta como "un padre para Israel" queda puesta al máximo de
relieve mediante la liberación de los más desvalidos! La acción sanadora de
Jesucristo en el evangelio será, pues, una realización de estos oráculos
proféticos.
Todo parecía
perdido. Como si Dios hubiera desatado totalmente su ira y el castigo fuera el
aniquilamiento definitivo. Pero no, Dios no podía olvidarse de su pueblo. Le
amaba demasiado. Y a pesar de sus mil traiciones, le perdona, le vuelve a
recoger de entre la dispersión en donde vivían y morían... Esta realidad
palpitante que se sigue repitiendo sin cesar, debe mantenernos en la confianza
en el amor de Dios. Nunca es tarde, nunca es mucho, nunca es demasiado. Nada
puede apagar nuestra esperanza. Nada ni nadie puede cerrarnos al amor. La
capacidad infinita de perdón que tiene Dios, su actitud permanente de brazos
abiertos pide y provoca espontáneamente una correspondencia generosa, un sí
decidido y constante a cada exigencia de nuestra condición de hijos de Dios.
"Se marcharon
llorando, los guiaré entre consuelos; los llevaré a torrentes de agua, por un
camino llano que no tropezarán" (Jr 31, 9). Caminar por una ruta
retorcida, dura y empinada. Dejando el hogar cada vez más lejos, los rincones
que nos vieron crecer, los recuerdos de los momentos decisivos, las alegrías y
las penas, la tierra donde la vida propia echó sus raíces y sus ramas, sus
flores y sus frutos. Marchar. Teniendo por delante un horizonte desconocido, un
paisaje envuelto en el azul difuso de las distancias, con unas personas
diferentes, entreviendo situaciones difíciles, con la inquietante duda de lo
que se ignora. Una caravana que avanza perezosamente entre cantos de
nostalgias, en el silencio de las lágrimas.
Pero Dios los
traerá nuevamente hasta nuestra buena tierra. Los guiará entre consuelos. Y las
lágrimas se cambiarán en risas, los lamentos en canciones alegres. Dios los devolverá
el gozo del corazón. Los colocará junto al torrente de las aguas, los llevará
por un camino ancho y llano, en el que no hay posible tropiezo.
La
realidad que describe el profeta
Jeremías, se sigue repitiendo sin cesar, debe mantenernos en la confianza en el
amor de Dios. Nunca es tarde, nunca es mucho, nunca es demasiado. Nada puede
apagar nuestra esperanza. Nada ni nadie puede cerrarnos al amor. La capacidad
infinita de perdón que tiene Dios, su actitud permanente de brazos abiertos,
pide y provoca espontáneamente una correspondencia generosa, un sí decidido y
constante a cada exigencia de nuestra condición de hijos de Dios.
Necesitamos
que Dios mire nuestra vida afincada, muchas veces en destierros estériles. Necesitamos la ayuda
del Señor porque caminamos en una tierra extraña y triste. Necesitamos sentir
la ayuda del Señor, que este cercano.
Señor, mira
nuestra vida afincada en el destierro, sembrada en este valle de lágrimas.
Compadécete de nosotros, de este pueblo que camina doliente por esta tierra
extraña y triste. Allana el camino, abre nuevas sendas, deja que nos apoyemos
en ti. Estate siempre muy cercano, quédate con nosotros que la tarde se muere y
la noche negra nos atemoriza.
El salmo 125 es un canto de alegría para los que volvían
del destierro de Babilonia. “Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre
cantares”
¿No es cierto que todos esperamos el desenlace alegre de nuestras cosas, de
nuestros problemas? La misericordia del Señor llega siempre. Hemos de esperar y
tener confianza. Y es que tenemos un mediador extraordinario ante Dios. Un Sumo
Sacerdote puro, sin pecado, tal como nos dice la Carta a los Hebreos. Ese
mediador que nos ha devuelto la vista nos dará visión de águila para mejor
ordenar nuestra vida y nuestros asuntos.
Nadie puede
ponerse en nuestro lugar para "actualizar" este salmo, para hacerlo
carne de nuestra carne, nuestra oración plenamente personal, partiendo de
nuestras propias situaciones humanas.
Dios salvador.
Dios liberador. ¿Lo creemos de verdad? ¿Creemos que Dios es el Señor de lo
imposible? Los que experimentaron la vuelta del Exilio no salían de su asombro,
les parecía algo fantástico, increíble.
¿Y yo? Tal
situación conyugal o familiar aparentemente sin salida... Tal fracaso que
parece definitivo... Tal pecado incrustado en mi vida como algo habitual... Tal
duelo que truncó una vida...
Nuestra
esperanza cristiana no es la vaga esperanza de que las cosas se arreglarán
algún día, es la certeza que Dios "está en acción" para salvar lo que
estaba perdido: es el Señor que "vuelve a traer" a los ¡cautivos! Es
la certeza de que el dueño de la mies está haciendo madurar la cosecha (Marcos
4,26-29).
Dios quiere
nuestra colaboración. La salvación es un "don gratuito". En este
sentido, se puede decir sin error que ella se realiza "sin nosotros",
o al menos, que supera totalmente nuestras fuerzas. Pero Dios nos hizo libres:
no somos marionetas manipuladas por El a distancia. Este salmo es todo un
"programa" de trabajo y responsabilidad: "los que siembran con
lágrimas, cosecharán con gritos de alegría..." En este sentido, la salvación
no se hace " ¡sin nosotros! " Los llantos no pueden reemplazar el
trabajo de la siembra: hay que hacer todo lo que está de nuestra parte para
transformar en liberación la situación mortal que es la nuestra. El grano
sembrado parece perdido, y en los países de hambre, el sembrador
"sacrifica" trigo del cual se priva momentáneamente y que podría
comer: hay motivo suficiente para llorar.
«Cuando el
Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de
risas, la lengua de cantares».
La vida es
como marea que sube y baja, y yo he visto muchas mareas altas y mareas bajas en
ritmo incesante a lo largo de muchos años y cambios y experiencias. Sé que la
esterilidad del desierto puede trocarse de la noche a la mañana en fertilidad
cuando se desbordan «los torrentes del Negueb». Torrentes secos del sur, a los
que una súbita lluvia primaveral llenaba de agua, cubriendo de verde sus
riberas en sonrisa espontánea de campos agradecidos. Ese es el poder de la mano
de Dios cuando toca una tierra seca... o una vida humana.
Toca mi vida,
Señor, suelta las corrientes de la gracia, haz que suba la marea y florezca de
nuevo mi vida. Y, entretanto, dame fe y paciencia para aguardar tu venida, con
la certeza de que llegará el día y los alegres torrentes volverán a llenarse de
agua en la tierra del Negueb.
Es ley de
vida: «Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares». Ahora me toca
trabajar y penar con la esperanza de que un día cambiará la suerte y volveré a
sonreír y a cantar. En esta vida no hay éxito sin trabajo duro, no hay avance
sin esfuerzo penoso. Para ir adelante en la vida, en el trabajo, en el
espíritu, tengo que esforzarme, buscar recursos, hacer todo lo que honradamente
pueda. La tarea del sembrador es lenta y trabajosa, pero se hace posible y
hasta alegre con la promesa de la cosecha que viene. Para cosechar hay que
sembrar, y para poder cantar hay que llorar.
¿No es mi vida
entera un campo que hay que sembrar con lágrimas? No quiero dramatizar mi
existencia, pero hay lágrimas de sobra en mi vida para justificar ese
pensamiento. Vivir es trabajo duro, y sembrar eternidad es labor de héroes.
Sueño con que la certeza de la cosecha traiga ya la sonrisa a mi rostro
cansado; y pido permiso para tomar prestado un canto de la fiesta del cielo
para irlo ensayando con alegría anticipada mientras siembro aquí abajo.
«Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al
volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas».
En la segunda de la carta a los hebreos se nos recuerda a los
cristianos que también estamos llamados a ser corredentores de los
pecados del mundo entero y que toda nuestra vida debe ser, además de un
sacrificio de alabanza al Padre, un sacrificio de súplica por la redención del
mundo.
El autor
quiere aclarar a sus lectores en qué consiste el sacerdocio de Cristo y cuál es
su dignidad. Establecer un paralelismo del sacerdocio de Cristo con el de los
sacerdotes del A,. T. sin olvidar que el primero está muy por encima del
segundo. Ampliando ideas ya expresadas en el capítulo anterior (vv. 14-16),
destaca dos rasgos fundamentales que caracterizaban al servicio del A. T. y que
se dan también, pero con mayor perfección, en el sacerdocio de Cristo. Uno es
la solidaridad con el pueblo, de donde ha sido tomado el sacerdote y a quien
éste ha de representar delante de Dios; otro, la vocación con la que ha de ser
llamado por Dios.
El sacerdote
será tanto más idóneo para desempeñar su misión cuanto más comprensivo se
muestre con las miserias ajenas. La experiencia de sus propias debilidades, que
le envuelven como un vestido, le ayudará a mantener en vivo el recuerdo de su
propio origen y a no distanciarse del pueblo. Esto le hará comprensivo. No
obstante, su comprensión no deberá ir más allá de lo que vaya la ignorancia y
la debilidad de los hombres; pues Dios, que perdona siempre a los débiles y
descarriados (Lv 4, 213. 22. 27; 5, 24), resiste a los soberbios y no perdona a
los que pecan "con mano alzada" (Num 1, 30s). Estos deben ser
excluidos de la El sacerdote del A. T. que era pecador como todos los hombres, ofrecía
sacrificios por los pecados del pueblo y por sus propios pecados. La
solidaridad con el pueblo era, en cierto sentido, una consecuencia de la
complicidad. En cambio, Jesús se hizo solidario con todos los hombres por amor,
pues él no cometió pecado y se ofreció a sí mismo por los pecados ajenos.
También la última raíz de su comprensión está en ese amor a los hombres que le
llevó a hacerse hombre como nosotros, igual en todo, excepto en el pecado.
El otro rasgo
que interesa subrayar al autor en el sacerdocio del A. T., es la vocación; pues
nadie puede arrogarse el honor de ser sacerdote si no ha sido llamado por Dios.
Para ejercer el sacerdocio Dios llamó a Aaron y a sus descendientes (Ex. 28, 1;
Lev 8, 2, etc). También Jesús fue llamado por Dios; pero no como Aaron ni en
virtud de la vocación de Aarón, ya que no era su descendiente ni de la tribu de
Leví. Cuando llegó la plenitud de los tiempo, Dios llamó de una vez por todas a
su propio Hijo, nacido de la Virgen María. El autor prueba ambos extremos con
sendos textos bíblicos. El primero, esto es, que Jesús es el Hijo de Dios,. Y
el segundo, su vocación . La alusión al sacerdocio de Melquisedec ilustra, de
una parte, que el sacerdocio de Cristo no está en la línea del sacerdocio de
Aarón y, de otra, que Cristo es también rey como Melquisedec. En cualquier
caso, el sacerdocio de Cristo aparece como algo único e incomparable. En
comparación con el sacerdocio del A. T. es analógico y, en cierto sentido, por
contraste. Nadie puede ser sacerdote como lo es Cristo, que es el Mediador
insustituible. Sin embargo, aquellos que son sacerdotes en la iglesia deben
imitar el sacerdocio de Cristo sobre todo en lo que respecta a la solidaridad
con los hombres.
El sumo
sacerdote, por supuesto, es Cristo, y, según nos dice el autor de esta carta a
los Hebreos, vivió y tuvo que hacer frente a las debilidades humanas; por eso,
puede comprender nuestras muchas debilidades y ayudarnos a vencerlas. Además,
todos los cristianos, por el bautismo, participamos del sacerdocio de Cristo y
deberemos ofrecer dones y sacrificios al Padre para que perdone nuestros
pecados y los pecados del mundo. Cristo no pidió al Padre que sacara a sus
discípulos del mundo, sino que los librara del mal del mundo. Tener fe
cristiana es tener fe en la salvación propia y en la salvación del mundo.
Cristo, con su vida, pasión, muerte y resurrección, nos ganó, para todos, esta
gracia, la gracia de nuestra propia salvación y la gracia de la salvación del
mundo entero. Ofrezcamos nosotros al Padre nuestro deseo y nuestro propósito de
ser humildes y entusiastas corredentores con Cristo.
El evangelio con la historia del ciego Bartimeo, nos
presenta un texto simbólico: Jericó es la tierra; el ciego, la humanidad
irredenta; las gentes que impiden los gritos del ciego, las fuerzas que
distraen del cristianismo; el camino a Jerusalén, el camino al mundo celeste.
Una vez más
hay que repetir que la debilidad de esta simbología radica en no estar basada
en la globalidad de la obra o macrotexto de Marcos. En el caso concreto de la
exégesis de este texto, tal vez lo único que se debe salvar de ella es su
intuición de que nos hallamos ante un texto simbólico. El resto mejor es
olvidarlo.
Desde que
Marcos nos ha hecho saber que el Reino de Dios está abierto a todos y que es un
camino que pasa por la muerte y la resurrección, desde ese momento ya no
necesita envolver en el silencio a la persona y a los milagros de Jesús. Y no
lo necesita porque ya no hay lugar para malinterpretar la persona de Jesús y
sus acciones. A partir de ese momento Marcos ha centrado su interés en despertar
actitudes y comportamientos en consonancia con el Reino de Dios así concebido.
Es lo que hemos ido descubriendo los domingos últimos.
El texto
actualiza también la vida y la situación de tantos miles de refugiados que se
están viendo obligados ahora, en nuestras días, a dejar su patria huyendo del
hambre o de una muerte segura por causa de su religión o de su cultura. Quedan al margen de los caminos de la
sociedad esperando la ayuda de quienes más tenemos.
El relato del
ciego Bartimeo nos sitúa ante nuestra propia realidad. También nosotros somos
muchas veces pobres ciegos sentados a la orilla del camino, pordioseando a unos
y otros un poco de luz y de amor para nuestra vida oscura y fría. Sumidos como
Bartimeo en las tinieblas de nuestro egoísmo o de nuestra sensualidad. Quizá
escuchamos el rumor de quienes acompañan a Jesús, pero no aprovechamos su
cercanía y seguimos sentados e indolentes, tranquilos en nuestra soledad y
apagamiento. Es preciso reaccionar, es necesario recurrir a Jesucristo, nuestro
Mesías y Salvador. Gritarle una y otra vez que tenga compasión de nosotros.
Como a
Bartimeo, también a nosotros nos llama Cristo para preguntarnos como a
Bartimeo: "¿Qué quieres que haga yo por ti?”. Bartimeo no dudó ni un
momento en suplicar: "Maestro, que pueda ver". Jesús tampoco retarda
su respuesta: "Anda, tu fe te ha curado". Y al instante la oscuridad
del ciego se disipa bajo una luz que le permite contemplar extasiado cuanto le
rodea, ese espectáculo único que es la vida misma.
Vamos a seguir
clamando con la misma plegaria en el fondo de nuestra alma, sin cansarnos
jamás: Señor, que yo vea. Señor, que pueda contemplar tu grandeza divina en las
mil minucias humanas y materiales que nos circundan, que tu luz mantenga
encendido nuestro amor y brillante nuestra esperanza, en medio de esta sociedad
donde aún existe demasiada maldad y ceguera.
Ojala Dios encuentre en nosotros aquella misma fe
del ciego Bartimeo, que sepamos reconocerle cuando pasa por el borde del camino
de la vida, que le gritemos con insistencia, como Bartimeo, pero sobre todo con
su misma fe, que sepamos pedirle no de forma egoísta, sino que con un corazón
sencillo le supliquemos que nos devuelva la vista, que nos cure de nuestras
cegueras, para así poderle reconocer en cada momento de nuestra vida, y como el
ciego Bartimeo le sigamos llenos de alegría.
Resumimos el
mensaje de hoy de las lecturas proclamadas.
Experiencia de
exilio: La referencia del profeta Jeremías: “Yo os traeré del país del norte”.
“Entre ellos hay ciegos”. La imagen del ciego “sentado”, “al borde del camino”,
“pidiendo limosna”, revela marginalidad, pobreza y hasta posible tentación de
desesperanza.
Actitud de
escucha: El ciego está atento: “al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar:
«Hijo de David, ten piedad de mí»”. Condición necesaria para salir de la
crisis, del hundimiento y no perder la relación posible con Dios.
Conciencia de
llamada: “Nadie puede arrogarse este honor: Dios es quien llama”. “Llamadlo”.
“Ánimo, levántate, que te llama”. El inicio de toda salvación se funda en la
llamada de Dios, que tiene repercusiones físicas y espirituales.
Obediencia a
la llamada: El ciego “dio un salto y se acercó a Jesús”. La rapidez y prontitud
con la que reacciona, y sobre todo el gesto que señala san Marcos: “soltó el
manto”, para decir que abandonaba su identidad anterior, son las claves de la
respuesta adecuada.
Don y gracia:
“¿Qué quieres que haga por ti?” La pregunta de Jesús es directa, concreta, sin
evasión posible, comprometida, abierta. El ciego responde: “Maestro, que pueda
ver”. Y el regalo sorprendente de ver, que los exegetas interpretan en sentido
teologal como el don de la fe. “Anda, tu fe te ha curado”.
Seguimiento:
La consecuencia de todo el proceso es ponerse en camino, ir detrás de Jesús,
seguirlo de cerca. “Y lo seguía por el camino”. Además, se halla en un enclave
inmediato a la Pasión de Jesús en Jerusalén.
Alegría: La
consecuencia de todo el proceso no es otra que la alegría interior y exterior:
“Gritad de alegría” (Jer 31, 7). “Al ir iban llorando, llevando la semilla, al
volver, vuelven cantando, trayendo sus gavilla” (Sal 125). Señal de cumplir la
voluntad de Dios.
¿Y hoy? ¿a qué
nos invita el texto?. Hoy, sencillamente, nos invita a que gritemos: ¡Maestro,
que pueda ver! Nos invita a pedir una visión muy concreta: la del camino a
Jerusalén, su meta y las actitudes a tener. ¡Que pueda ver ese camino para
seguirlo! Esto es a lo que Marcos llama tener fe. Es la fe que hace posible lo
imposible, como ya ha dicho el Maestro en 9, 23: Todo es posible para el que
tiene fe.
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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