Comentarios a
las lecturas del XXV Domingo del Tiempo Ordinario 23 de septiembre de 2018
Vivir desde la bondad y la humildad en
un mundo que busca la distinción, el éxito; que fuerza la competencia hasta
situaciones de violencia real. Hoy, entra a colación, el duro texto de la Carta
de Santiago perfectamente relacionado con el texto de Marcos. Habla incluso de
asesinatos por pura ambición. Ese no es el camino. Cristo nos habla de paz, de
amor, de mansedumbre. Ciertamente, de eso hay poco es nuestro entorno. Pero,
¿no es así el Reino de Dios? ¿No es nuestra obligación hacer lo posible por
pacificar nuestras conciencias y nuestro ambiente? En el fondo de nuestros
corazones anhelamos la paz, pero hacemos poco por instaurarla. La auténtica
revolución que el mundo espera reside en cambiar el mundo pacíficamente para
llenarlo de amor, de servicio a todos y de oración.
Vamos pues a encontrarnos con la
Palabra que hoy se nos proclama.
En la primera lectura texto de la
Sabiduría (Sb 2,
12.17-20), se refiere directamente a los judíos fieles que tienen
que soportar la mofa y la persecución de los que no son fieles a Dios. Estos
últimos son los que se han apartado de las tradiciones paternas y quebrantan
sin escrúpulos la Ley. Por esta razón no aguantan la presencia de los justos,
que sólo con su vida denuncian toda clase de impiedad. Los impíos quieren hacer
un experimento con el justo y salir de dudas y ver si es tan bueno como parece
y Dios está efectivamente con él, quieren someterlo a prueba. Se trata de
tentar incluso al mismo Dios, de ver si realmente Dios puede salvar al justo.
Aunque el "hijo de Dios" es aquí simplemente un título que se da al
justo.
El libro de la Sabiduría es casi
contemporáneo de Jesús. Escrito en Alejandría de Egipto, en el seno de la
poblada colonia judía, afronta un problema serio: cómo vivir la fe bíblica
tradicional en un ambiente culturalmente hostil, como era el caso del
helenismo. El autor presenta, simplificando, el prototipo de dos actitudes: el
"justo", quien se mantiene fiel a la tradición judía, y el
"impío", quien se dejó deslumbrar por la cultura secularista del
helenismo de entonces.
El c. 2 nos presenta en un díptico las
actitudes vitales de ambos personajes: las esperanzas inmanentistas de los
"impíos", y la esperanza trascendente del "justo". Fuerte
contraste. Además, ya que el "justo", con su forma de vivir, pone en
entredicho las pseudoesperanzas de sus contemporáneos, estos deciden condenarlo
a una muerte ignominiosa para mostrar así a todos que su esperanza carece de
fundamento: con la muerte todo se acaba, el más allá es pura falacia de
fanáticos.
El c. 3 se traslada a la acción de
Dios, que no deja sin recompensa la fe y la esperanza del justo, aunque aparentemente
no sea así. Este mismo Dios cuidará, en su momento, de desenmascarar el engaño
existencial de los "impíos".
Nuestro breve texto se inscribe en los
razonamientos de los "impíos" que dudan de la veracidad de la
esperanza religiosa y quieren demostrarlo a base de un asesinato. La muerte de
un inocente prueba, a sus ojos, la despreocupación de Dios por el destino del
hombre.
Nuestra mentalidad secularista actual
tiene ciertamente puntos de contacto con esta página bíblica. ¿Somos capaces,
desde nuestra fe, de desenmascararlos?
El v.18 ("Si es el justo hijo de
Dios, lo auxiliará") Mateo lo aplica a la pasión de Cristo, el verdadero
justo, poniéndolo en boca de las autoridades judías que se burlan de él y de
sus pretensiones (cf. 27,43).
El autor del Salmo 53 (Sal 53,3-4. 5.
6. 8), nos recuerda que quienes nos consideramos hijos suyos, hemos de seguir
el mismo ejemplo que Él nos dio, amando a nuestro prójimo y buscándolo para que
vuelva al Señor. Porque El Señor está siempre a nuestro lado y nos sostiene.
La introducción de este salmo atribuye
esta oración a una situación real de la vida de David. Procedimiento literario
semítico, muy revelador: la realidad concreta de esta situación histórica es
temible. David está acosado por su enemigo Saúl. El primer rey de Israel teme
que el joven David le arrebate su trono, tanta es su popularidad. "Extranjeros",
entre los cuales se refugió David, están listos a "venderlo" (1
Samuel 23,19-28). Este salmo ha sido recitado y releído a lo largo de la
historia, en particular en los momentos de persecución de los Macabeos, por
todos los "Anawim", los "pobres", oprimidos por los
poderosos, orgullosos, sin fe ni ley, que no "tienen en cuenta para nada a
Dios".
Adivinamos el grado de opresión de
este "pequeño" ante los "más fuertes" que él. Su oración se
hace vengativa y pide a Dios que aplique a sus enemigos la ley del Talión:
"Vuelve el mal contra mis adversarios". Pero su oración termina en la
alegría de la acción de gracias: alabanza a la bondad de Dios que libera.
La segunda lectura de la Carta de
Santiago (San.3,16-4,3),
Los domingos anteriores, el autor
atacaba los favoritismos comunitarios y la fe desencarnada que no se traducen
en obras. Y todo esto por coherencia con Cristo.
La sección 3,12-4,12 trata de los
frutos que daña conocer la calidad del árbol. Las obras del cristiano han de
estar inspiradas en la sabiduría y en un realismo sano. En el centro de la
sección hallamos nuestra perícopa, que podemos dividir temáticamente en dos
partes.
La primera se centra en la sabiduría.
El término hebreo "sabiduría" expresa más un estilo de vida que una
cualidad intelectual. La sabiduría del AT se basa en el estilo creyente de
plantear la propia existencia, basado en la Torah. La sabiduría que propone
Santiago a sus lectores cristianos se centra en la caridad fraterna y se
manifiesta en la comprensión, la docilidad, la misericordia, las buenas obras y
la siembra de la paz.
La segunda participa de la teología.
Judía de la época. Descubría la raiz del pecado en el "deseo", esto
es, en aquel siempre querer más, incluso a costa de los demás; en basar la
propia vida en un continuo cúmulo de insatisfacciones. Santiago lo traduce en
guerras y contiendas mutuas. El autor contrapone a esta raiz otra: la
obediencia de la fe que nos empuja no a seguir nuestras pasiones, sino la
voluntad de Dios. (cf. 4,7)
Hoy
en el evangelio , siguiendo a san Marcos
(Mc 9,30-37) contemplamos a Jesús camino de Jerusalén. Jesús sigue instruyendo
a sus discípulos sobre el final que le espera. Insiste una vez más en que será
entregado a los hombres y estos
lo matarán, pero Dios lo resucitará. Marcos dice que "no le entendieron y
les daba miedo preguntarle".
Al llegar a Cafarnaún, Jesús les
pregunta: "¿De qué discutíais por el camino?". Los discípulos se
callan. Están avergonzados. Marcos nos dice que, por el camino, habían
discutido quién era el más importante. Ciertamente, es vergonzoso ver al
Crucificado acompañado de cerca por un grupo de discípulos llenos de estúpidas
ambiciones. los apóstoles discuten sobre quién de ellos ha de ser el primero.
Era una cuestión en la que no se ponían de acuerdo. Cada uno soñaba en secreto
con ser uno de los primeros, o incluso el cabecilla de todos los demás, de
aquel Reino maravilloso que Jesús acabaría por implantar con el poderío de sus
milagros y la fuerza de su palabra. Juan y Santiago se atrevieron a pedir,
directamente y también a través de su madre, los primeros puestos en ese Reino.
Es evidente que la ambición y el afán de figurar les dominaban. Como a ti y a
mí tantas veces nos ocurre.
Pero el Jesús les hace comprender que
ese no es el camino para triunfar en su Reino. Quien procede así, buscando su
gloria personal y su propio provecho, ese no acertará a entrar nunca.
"Jesús se sentó -nos dice el texto sagrado-, llamó a los Doce y les dijo:
Quien quiera ser el primero, que sea el último y el servidor de todos..."
El Maestro, al sentarse según dice el texto, quiere dar cierta solemnidad a su
doctrina, enseñar sin prisas algo fundamental para quienes deseen seguirle.
Sobre todo para los Doce, para aquellos que tenían que hacer cabeza y dirigir a
los demás.
Una vez en casa, Jesús se dispone a
darles una enseñanza. La necesitan. Estas son sus primeras palabras: "Quien quiera ser el primero, que sea el
último de todos y el servidor de todos". En el grupo que sigue a
Jesús, el que quiera sobresalir y ser más que los demás, se ha de poner el
último, detrás de todos; así podrá ver qué es lo que necesitan y podrá ser
servidor de todos.
La verdadera grandeza consiste en servir. Para Jesús, el primero no es el
que ocupa un cargo de importancia, sino quien vive sirviendo y ayudando a los
demás.
Para él es tan importante que les va a poner un ejemplo gráfico.
Antes que nada, acerca un niño y lo pone en medio de todos para que fijen
su atención en él. En el centro de la Iglesia apostólica ha de estar siempre
ese niño, símbolo de las personas débiles y desvalidas, los necesitados de
apoyo, defensa y acogida. No han de estar fuera, junto a la puerta. Han de
ocupar el centro de nuestra atención.
Luego, Jesús abraza al niño. Quiere que los discípulos lo recuerden siempre
así. Identificado con los débiles. Mientras tanto les dice: "El que acoge
a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí...acoge
al que me ha enviado".
La enseñanza de Jesús es clara: el camino para acoger a Dios es acoger a su
Hijo Jesús presente en los pequeños, los indefensos, los pobres y desvalidos.
¿Por qué lo olvidamos tan a menudo?
Para nuestra vida.
Ya el domingo pasado veíamos el
conflicto de criterios entre Jesús y sus discípulos. Cuando Jesús les anunció
por primera vez su muerte y resurrección, Pedro se atrevió a "reñir"
al Maestro por esta visión que a él le parecía indigna del Mesías. Lo que le
valió una dura reprimenda de Jesús. Hoy repite Jesús el anuncio: "El Hijo
del hombre va a ser entregado y lo matarán y después de muerto, a los tres días
resucitará". Ese es, para Jesús, el estilo para salvar al mundo: no viene
en plan guerrero o triunfador, sino como un Siervo que entrega su vida por los
demás.
Esta vez, la página del evangelio
viene preparada por la del libro de la Sabiduría, en que aparece cómo "el
justo", "el hijo de Dios", estorba a "los malos". La
presencia de una persona buena da, por una parte, testimonio a los demás y les
puede edificar y animar a practicar el bien. Pero, por otra, puede resultar una
denuncia callada del estilo de vida que llevan otros: por ejemplo,
materialista, despreocupada por las cosas del espíritu, superficial, injusta,
egoísta.
La
primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, pone al descubierto, en un
esquema simplista, las maquinaciones de los malvados contra los justos.
Es un ejemplo elemental y con tintes maniqueos, pero ilustra muy bien dos
actitudes en la vida y ante la vida, dos "sabidurías". De una parte,
la sabiduría de arriba, al decir de Santiago, la de los justos, o sea, los que
viven y quieren vivir en una sociedad de derecho, justa, en paz, solidaria y
respetuosa con las normas y valores. De otra parte, la sabiduría de abajo, la
de la carne, o sea, los que no tienen escrúpulos, que burlan la ley, pisotean
los derechos y escarnecen la moral. El fin justifica los medios, es su lema. Y
como el fin es el éxito, el poder, el dinero, el placer... no reparan en ningún
medio, ni se detienen ante el chantaje, la traición, el asesinato o la masacre.
Todo vale si me hace feliz.
Estos últimos, los desmadrados, los
que se autodefinen progresistas, acechan y fustigan a los primeros, acusándoles
de retrógrados, de estrechos, de legalistas, de utópicos. Piensan que, al tomar
la iniciativa, se llevan la razón. No hace falta mucha imaginación para ver la
rabiosa actualidad de estas reflexiones del libro de la Sabiduría. Es verdad
que el mundo no se divide en buenos y malos, pero los hay. Más aún, todos
podemos ser, al menos a ratos o en ciertos aspectos de la vida, lo uno o lo
otro, alternativamente. Porque todos experimentamos en nosotros mismos esa
tensión y todos padecemos las mismas tentaciones.
La sabiduría contrapone continuamente
los impíos, que obran la injusticia, a los justos, que se comportan de acuerdo
con los criterios dictados por ella. Son «impíos» quienes con sus hechos,
razonamientos, criterios y malas lenguas engendran la muerte. Su visión
materialista de la vida los incapacita para valorar lo que sobrepasa la razón,
se encierran en sí mismos y contemplan impasibles los sufrimientos que causan a
los demás; así se dejan llevar por el pesimismo y la tristeza de una existencia
carente de sentido. «Nuestro respiro es humo, y el pensamiento, chispa de un
corazón que late; cuando ésta se apague, el cuerpo se volverá ceniza y el
espíritu se disipará como aire tenue». Sólo les queda una salida: el
desenfreno, gozar de los placeres de la vida sumergiéndose en la espiral de un
consumo sin freno, aunque sea a costa de los más débiles, pisoteando sus
derechos y hundiendo a los pobres.
Pero ni eso les basta. Hay que ahogar
todo intento de crear vida y alegría. Hay que dar muerte al justo que denuncia
la injusticia con su conducta. "Lleva una vida distinta de los demás"
(2,15). El justo se gloría de tener a Dios por Padre. Tiene una escala de
valores diferente y constituye una acusación contra las convicciones mundanas
de los impíos. La envidia ciega a los poderosos. Proyectan contra el justo la
muerte que los consume: "Vamos a ver si es verdad lo que dice, comprobando
cómo es su muerte; si el justo ese es hijo de Dios, él lo auxiliará y lo
librará de las manos de sus enemigos... Lo condenaremos a muerte ignominiosa,
pues dice que hay quien mira por él» (2,17-20).
El
salmo de hoy (Sal 53) nos sitúa ante un Dios, justo en la retribución, el
salmista le pide al Señor que le
defienda de sus enemigos, y además que extienda su mano en contra de ellos.
Nosotros, siendo pecadores y dignos de recibir el castigo merecido a nuestra
rebeldías y ofensas al Señor, hemos sido buscados por Él para que recibamos su
perdón y la participación de su misma vida. Aquel que puso orden en el caos
inicial y lo convirtió en fuente de vida, llega a nosotros para hacer
desaparecer el desorden y las tinieblas del pecado, y a concedernos su Espíritu
para que ilumine nuestros caminos y nos haga fecundos en buenas obras. Si así
hemos sido amado por Dios, quienes nos consideramos hijos suyos, hemos de
seguir el mismo ejemplo que Él nos dio amando a nuestro prójimo y buscándolo
para que vuelva al Señor.
San Agustín medita así la ayuda que Dios
nos proporciona: "Ahora:
si hay alguno que llamado por ti escuchó tu voz y pudo evitar los delitos que
ahora recuerdo y confieso y que él puede leer aquí, no se burle de mí, que
estando enfermo fui curado por el mismo médico a quien él le debe el no haberse
enfermado; o por mejor decir, haberse enfermado menos que yo. Ese debe amarte
tanto como yo, o más todavía; viendo que quien me libró a mí de tamañas
dolencias de pecado es el mismo que lo ha librado a él de padecerlas". (San
Agustín. Las
Confesiones, Libro II,
capítulo 7.)
El salmo nos presenta la vida como un combate. Difícilmente aceptamos salmos que
dicen como éste: "porque unos
insolentes se alzan contra mí, y hombres violentos me persiguen a muerte, ".
El enemigo es el Mal, potencia maligna contra la cual debemos luchar. Este
salmo afirma que este "mal" es una potencia "extranjera",
contraria al hombre, alienante, diríamos hoy. Pero dice también que Dios
combate con nosotros, al lado del hombre, contra todas las potencias "que
buscan su perdición". Gracias, Señor. Sí, por tu verdad, Señor, destruye a
aquellos que se han levantado contra la humanidad.
La victoria del bien está asegurada.
Quien ora en este salmo, sabe que será escuchado, y anuncia que "dará
gracias": "He visto a mis enemigos humillados". Sin orgullo, sin
pretensión, el cristiano debería tener una mentalidad de vencedor... La
seguridad de la victoria final de Dios, lejos de inmovilizar, debe da dar ánimo
al cristiano para su combate de cada día.
La
segunda lectura Santiago continúa la reflexión sapiencial de la primera
lectura, y así, frente a la sabiduría "de arriba", que se traduce en
paz, comprensión, justicia, misericordia y buenas obras, denuncia los estragos
de la falsa sabiduría, que conduce a la injusticia, conflictos, violencia y
homicidios. Esa falsa sabiduría hunde sus raíces
en nosotros mismos, en el deseo irrefrenable de placer y de felicidad, llevado
al paroxismo de norma suprema de la vida. Porque nos hace codiciar lo que no
podemos tener y nos lleva a la eliminación del contrario, y nos hace ambicionar
lo que no podemos alcanzar por las buenas, y nos induce a obtenerlo por las
malas. Esta falsa sabiduría, o sea, este modo de ver y vivir la vida es el que
prevalece en nuestro sistema de convivencia y el que se nos impone desde la
cuna en la familia, en la escuela, en el trabajo, en los deportes, en todo. No
se nos educa en la solidaridad, sino en la competitividad, en el triunfo, en la
victoria, en el éxito, en tener más que los demás. De suerte que se despiertan
y fomentan en nosotros unos deseos y unas expectativas que nunca podrán quedar
satisfechas, porque el éxito es para unos pocos, y sólo el primero gana. Los
demás, la inmensa mayoría, está condenada al fracaso, a incrementar la masa de
perdedores, de derrotados, de vencidos, de frustrados.
El texto de Santiago, denuncia un
consumo desenfrenado que estimula al hombre a tener siempre más es hoy la raíz
de muchas frustraciones que, a su vez, desatan la violencia y dan pábulo a la
agresividad de todo tipo: "Codiciáis lo que no podéis tener, y acabáis
asesinando". El autor piensa que el hombre permanece insatisfecho porque
no pide a Dios lo que realmente necesita y, por lo tanto, no pide bien.
El texto denuncia que hay una falsa
sabiduría de la vida que se opone a la sabiduría de Dios. Es la sabiduría de
los "vivos" o de los que "saben vivir", de aquellos que no
buscan otra cosa que su proyecto. Esta falsa sabiduría es el origen de todos
los males, de las envidias y de las peleas que siembran el desorden y hacen
imposible la convivencia. La auténtica sabiduría tiene otro origen, otras
cualidades y, en consecuencia, produce otros frutos. La ambición y los deseos
de placer dividen al hombre en su interior, al no poder alcanzar lo que desea;
pero esta división interior produce la envidia y se proyecta al exterior,
afecta a la vida comunitaria y da origen en ella a las discordias y a los
conflictos.
Decía San Agustín: " Hay muchos que piden lo que no deberían, por desconocer lo
que les conviene. En consecuencia, quien invoca a Dios debe precaverse de dos
cosas: de pedir lo que no debe y de pedirlo a quien no debe. Al diablo, a los
ídolos y demonios no hay que pedirles nada de lo que se debe pedir. Si algo hay
que pedir, hay que pedirlo al Señor nuestro Dios, el Señor Jesucristo; a Dios,
padre de los profetas, apóstoles y mártires; al Padre de nuestro Señor
Jesucristo, al Dios que hizo el cielo y la tierra y todo cuanto contienen5. Mas hemos de
guardarnos también de pedirle a él lo que no debemos. Si la vida humana que
debemos pedir la pides a ídolos mudos y sordos, ¿de qué te sirve? De igual
manera, si pides a Dios Padre, que está en los cielos, la muerte de tus
enemigos, ¿de qué te aprovecha? ¿No has oído o leído cómo, a propósito del
traidor Judas, digno de condena, dice una profecía en el salmo que lo anuncia: Su
oración le sea computada como pecado?6 Si, pues, te
levantas por la mañana y comienzas a pedir males para tus enemigos, tu oración
se convertirá en pecado." (San Agustín, Sermón 56).
En el evangelio de hoy, San Marcos retoma uno de sus
temas favoritos: la falta de comprensión de los discípulos.
Esta falta de comprensión es también el punto de arranque de la escena
siguiente, reducida al sólo grupo de caminantes con Jesús hacia Jerusalén. A
estas alturas de su obra Marcos está exclusivamente interesado en la relación
maestro-discípulos. Por eso la situación esbozada es típica de una sesión de
enseñanza al estilo judío, con el maestro sentado en el suelo y los alumnos a
su alrededor. El tema escogido tiene su origen en una conversación concreta de
los discípulos durante el camino hacia Jerusalén. Una conversación sobre rango,
sobre mayor y menor, más importante y menos. Marcos no concreta más: le basta
el problema de fondo. Lo que sí concreta es la diferenciación entre discípulos
y los doce, como ya lo ha hecho en 4, 10. Marcos explicita que se trata de una
enseñanza a los doce.
La enseñanza es teórica y práctica. La
teoría es muy breve, formulada por medio de lo que los especialistas denominan
"logion": enunciado breve en forma de máxima o aforismo.
El que quiera ser el primero, que sea
el último; el que quiera ser el primero de todos, que sea el servidor de todos.
Se trata de un enunciado por contraste, en que el segundo miembro niega al
primero: último y servidor niegan a primero.
Quien quiera ser el primero, que sea
el último. La sabiduría de arriba, la de Dios, la de Jesús y el evangelio es
totalmente contraria. Frente al slogan competitivo, frente al impulso a ser los
primeros, los vencedores, los triunfadores, Jesús nos invita a ponernos en
último lugar, en el lugar de los que sirven, no de los que utilizan a los demás
para su propio medro.
Así fue la vida de Jesús, desde su
nacimiento en Belén hasta el colmo del amor y servicio a los hombres en la cruz.
Ese es el camino del evangelio, el camino del amor y del servicio. Ese era el
camino que Jesús descubría a sus discípulos al anunciarles los acontecimientos
de su pasión y muerte en la cruz: "El hijo del hombre va a ser entregado
en manos de los hombres...". Ese fue el camino que los discípulos no
entendieron y que no entendemos ni queremos entender los cristianos de hoy.
Como los discípulos de Jesús, mientras el evangelio nos urge el amor, nosotros
seguimos discutiendo quien es el primero, el más importante, el triunfador, el
de mayor éxito. Pero ése es el único camino para los que quieren seguir a
Jesús, para los que se rigen por la sabiduría de Dios y no por las vanas
especulaciones del sistema.
-Y acercando a un niño, lo puso en
medio. Con este hermoso gesto resolvía Jesús plásticamente lo que dejaban
oscuro sus palabras. Con este gesto, Jesús significaba dos cosas elementales.
Primero, que los niños, como los pobres, son los únicos que pueden entender el
mensaje, porque los primeros aún no tienen prejuicios y los segundos aún no
tienen riquezas. Y segundo, que hay que empezar de nuevo, desde el principio y
desde un nuevo principio.
Cuando el sistema anda mal, y el
actual hace agua por todos lados, no valen apaños, ni reformas, ni cambios de
boquilla. Hace falta un cambio radical, desde la raíz. Hay que volver a
empezar. Porque no se puede aprender justicia en una sociedad injusta, no se
puede aprender a ser solidarios en una sociedad y un mundo insolidario hasta la
explotación, no se puede aprender a amar la paz en un mundo armado y en guerra
ininterrumpida, no se puede aprender a ser hombres en un mundo inhumano. Porque
el niño y el adulto no aprenden lo que se les dice, sino lo que ven y viven. Y
cuando lo que se dice está en contradicción con lo que se hace, se aprende
también a mentir y engañar y explotar y matar.
Han pasado cientos de años, oyendo las palabras
evangélicas. En este siglo XXI, ¿De qué discutimos en la Iglesia mientras
decimos seguir a Jesús?.
Los primeros en la Iglesia no son los jerarcas sino
esas personas sencillas que viven ayudando a quienes encuentran en su camino.
No lo hemos de olvidar.
Para Jesús, su Iglesia debería ser un
espacio donde todos piensan en los demás. Una comunidad donde estamos atentos a
quien nos puede necesitar. No es sueño de Jesús. Una Iglesia en la que se
quiera ser el último y servir con desinterés y generosidad. Ese es el camino
para entrar en el Reino, para ser de los primeros. Allá arriba se invertirá el
orden de aquí abajo: Los primeros serán los últimos y éstos los primeros. Los
que brillaron y figuraron en el mundo, pueden quedar sepultados para siempre en
las más profundas sombras.
La eucaristía es una lección de amor,
de entrega. Aquí celebramos el servicio del amor de Jesús que da su vida para
que tengamos vida. De nosotros depende que la lección nos sirva para aprender a
ser cristianos, a ser como Cristo, servidores de los demás, o para aprender a
seguir mintiendo y fingiendo y así envileciendo el buen nombre de Cristo.
Es constante la enseñanza de Jesús al
respecto de la humildad en el servicio de los demás. Ser el servidor de todos,
dice Él mismo en el evangelio de hoy. El ser servidor de todos es un objetivo
muy repetido por Él. Muy pocos son –somos—capaces de entregarse al resto de sus
hermanos. Buscamos éxito, singularidad, premios, distinciones. Como máximo,
seremos comprensivos y cordiales. Y la mayoría de las veces, ni eso. La
humildad es una vía, una pista. Comenzando por la humildad todo será más fácil.
Si asumimos humildemente la dificultad del camino, es que, de hecho, hemos
comenzado a recorrerlo. ¿Es, pues y de acuerdo con lo dicho al principio, una
utopía el sistema de relaciones humanas que preconiza Cristo? Sin Él, sí. Sin
contar con su ayuda, seguro. Jesús ayuda a quienes se le acercan con gran humildad
en el mismo trato íntimo con Él. Y de ella, de la humildad, surge el deseo de
servir al prójimo.
Rafael Pla Calatayud
rafael@betaniajerusalen.com
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