Comentario de las lecturas de los Santos Pedro y Pablo, apóstoles. 29 Junio 2025
Un domingo más del
tiempo ordinario sigue sin ser del todo ordinario. La liturgia nos presenta la
solemnidad de los santos Pedro y Pablo, apóstoles. Por distintos caminos,
llegaron a la misma meta. Uno, apóstol, traidor y arrepentido; el otro,
perseguidor y convertido después del encuentro con Cristo. Los caminos del
Señor son misteriosos. A través de sus vidas y sus sacrificios aprendemos el
valor de la fe y el testimonio valiente de Cristo. Lo dejaron todo por seguir a
Jesús, y perseveraron en su misión. Con persecuciones.
Cada uno de nosotros, como Pedro y como Pablo, somos distintos y debemos vivir nuestra fe, una misma fe, de acuerdo con nuestro propio carácter, con nuestras propias convicciones, con nuestra propia manera de sentir y de amar a Dios y al prójimo. La fe cristiana, evidentemente, es una y única, pero la vivencia y la expresión de esa fe será siempre personal e intransferible, aunque nuestra profesión de fe se haga dentro de una misma Iglesia y dentro de una misma comunidad cristiana. Cada uno con su misión personal.
Con una persecución
comienzan las lecturas este domingo, en los Hechos de los Apóstoles. El relato
del encarcelamiento y milagrosa liberación de Pedro nos da pie para pensar en
las diversas maneras en que Dios ha intervenido e interviene en nuestras vidas.
A Pedro, el ángel le
abrió las puertas, y le permitió seguir con su misión, a pesar de todo. Para
los cristianos perseguidos en la época en que escribe su Evangelio Lucas, es un
gran estímulo. Se puede ser fiel en las pruebas, como lo fue Pedro y como lo
fueron todos los Apóstoles.
Además, también se nos
dice que Dios no abandona nunca a quien se juega la vida por el Evangelio.
Pedro comprende que “el Señor ha enviado a su ángel para librarme de las manos
de Herodes y de la expectación de los judíos.” Ese ángel, por otra parte,
cumplió un prodigio más extraordinario en el martirio de Pedro y Pablo: liberó
a los dos apóstoles del temor de ofrecer la vida por Cristo. Es éste el
prodigio que Dios quiere realizar en cada auténtico discípulo: liberarlo de las
cadenas que lo tienen prisionero y le impiden correr a lo largo del camino
trazado por Jesús.
Esa aceptación de su
destino la narra Pablo en la segunda lectura de hoy. “El Señor seguirá
librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo.” Toda una
vida llena de aventuras, algunas buenas, muchas dolorosas, incluso peligrosas
para la vida del apóstol. Ese ansia perseguidor se vuelca en la predicación del
Evangelio después del encuentro con Cristo, camino de Damasco. Contra todo y
contra todos. En el resumen final del texto, su adhesión ejemplar al evangelio
nos viene propuesta para invitarnos a llevar una vida más coherente con la fe
que profesamos. A pesar de las dificultades. Que fueron, lo sabemos,
muchísimas.
Primera Lectura
Lectura del libro de
los Hechos de los apóstoles (12,1-11).
La primera lectura muestra qué importante era Pedro
para la vida de la primera comunidad, reunida en oración insistente e incesante
por él. Muestra asimismo que la suerte del primero de los apóstoles le vincula
fuerte y particularmente al destino mismo de Jesús, su Maestro y Señor. De
hecho, según la tradición, tras haber predicado el evangelio a los judíos de la
diáspora en el Ponto, en Bitinia, Capadocia y Asia, Pedro selló su amor por
Jesús y sus ovejas, muriendo como mártir en Roma, siendo crucificado cabeza
abajo porque no se consideraba digno de morir como había muerto su Señor.
Eusebio nos transmite esta tradición en su Historia Eclesiástica (III.1.1-3), refiriendo este testimonio de Orígenes:
«[…] (Pedro) venido, hacia el fin de su vida, a Roma, allí fue crucificado
cabeza abajo por haber pedido él mismo sufrir de este modo el martirio».
Así comenta Benedicto XVI este texto de los Hechos de los
apóstoles.
La oración de la Iglesia por Pedro encarcelado (Hch 12,
1-17)
" Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quiero reflexionar sobre el último
episodio de la vida de san Pedro narrado en los Hechos de los Apóstoles: su encarcelamiento por orden de Herodes
Agripa y su liberación por la intervención prodigiosa del ángel del Señor, en
la víspera de su proceso en Jerusalén (cf. Hch 12, 1-17).
El relato está marcado, una vez más,
por la oración de la Iglesia. De hecho, san Lucas escribe: «Mientras Pedro
estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios
por él» (Hch 12, 5). Y,
después de salir milagrosamente de la cárcel, con ocasión de su visita a la
casa de María, la madre de Juan llamado Marcos, se afirma que «había muchos
reunidos en oración» (Hch 12,
12). Entre estas dos importantes anotaciones que explican la actitud de la
comunidad cristiana frente al peligro y a la persecución, se narra la detención
y la liberación de Pedro, que comprende toda la noche. La fuerza de la oración
incesante de la Iglesia se eleva a Dios y el Señor escucha y realiza una
liberación inimaginable e inesperada, enviando a su ángel.
El relato alude a los grandes elementos de la liberación de
Israel de la esclavitud de Egipto, la Pascua judía. Como sucedió en aquel
acontecimiento fundamental, también aquí realiza la acción principal el ángel
del Señor que libera a Pedro. Y las acciones mismas del Apóstol —al que se le
pide que se levante de prisa, que se ponga el cinturón y que se envuelva en el
manto— reproducen las del pueblo elegido en la noche de la liberación por
intervención de Dios, cuando fue invitado a comer deprisa el cordero con la
cintura ceñida, las sandalias en los pies y un bastón en la mano, listo para
salir del país (cf. Ex 12,
11). Así Pedro puede exclamar: «Ahora sé realmente que el Señor ha enviado a su
ángel para librarme de las manos de Herodes» (Hch 12, 11). Pero el ángel no sólo recuerda al de la
liberación de Israel de Egipto, sino también al de la Resurrección de Cristo.
De hecho, los Hechos de los
Apóstoles narran: «De repente se presentó el ángel del Señor y se
iluminó la celda. Tocando a Pedro en el costado, lo despertó» (Hch 12, 7). La luz que llena la
celda de la prisión, la acción misma de despertar al Apóstol, remiten a la luz
liberadora de la Pascua del Señor que vence las tinieblas de la noche y del
mal. Por último, la invitación: «Envuélvete en el manto y sígueme» (Hch 12, 8), hace resonar en el
corazón las palabras de la llamada inicial de Jesús (cf. Mc 1, 17), repetida después de
la Resurrección junto al lago de Tiberíades, donde el Señor dice dos veces a
Pedro: «Sígueme» (Jn 21,
19.22). Es una invitación apremiante al seguimiento: sólo saliendo de sí mismos
para ponerse en camino con el Señor y hacer su voluntad, se vive la verdadera
libertad.
Quiero subrayar también otro aspecto de la actitud de Pedro
en la cárcel: de hecho, notamos que, mientras la comunidad cristiana ora con
insistencia por él, Pedro «estaba durmiendo» (Hch 12, 6). En una situación tan crítica y de serio
peligro, es una actitud que puede parecer extraña, pero que en cambio denota
tranquilidad y confianza; se fía de Dios, sabe que está rodeado por la
solidaridad y la oración de los suyos, y se abandona totalmente en las manos
del Señor. Así debe ser nuestra oración: asidua, solidaria con los demás,
plenamente confiada en Dios, que nos conoce en lo más íntimo y cuida de nosotros
de manera que —dice Jesús— «hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados.
Por eso, no tengáis miedo» (Mt 10,
30-31). Pedro vive la noche de la prisión y de la liberación de la cárcel como
un momento de su seguimiento del Señor, que vence las tinieblas de la noche y
libra de la esclavitud de las cadenas y del peligro de muerte. Su liberación es
prodigiosa, marcada por varios pasos descritos esmeradamente: guiado por el
ángel, a pesar de la vigilancia de los guardias, atraviesa la primera y la segunda
guardia, hasta el portón de hierro que daba a la ciudad, el cual se abre solo
ante ellos (cf. Hch 12,
10). Pedro y el ángel del Señor avanzan juntos un tramo del camino hasta que,
vuelto en sí, el Apóstol se da cuenta de que el Señor lo ha liberado realmente
y, después de reflexionar, se dirige a la casa de María, la madre de Marcos,
donde muchos de los discípulos se hallan reunidos en oración; una vez más la
respuesta de la comunidad a la dificultad y al peligro es ponerse en manos de
Dios, intensificar la relación con él.
Aquí me parece útil recordar otra situación no fácil que
vivió la comunidad cristiana de los orígenes. Nos habla de ella Santiago en su
Carta. Es una comunidad en crisis, en dificultad, no tanto por las
persecuciones, cuanto porque en su seno existen celos y disputas (cf. St 3, 14-16). Y el Apóstol se
pregunta el porqué de esta situación. Encuentra dos motivos principales: el
primero es el dejarse dominar por las pasiones, por la dictadura de sus deseos
de placer, de su egoísmo (cf. St 4,
1-2a); el segundo es la falta de oración —«no pedís» (St 4, 2b)— o la presencia de una oración que no se puede
definir como tal –«pedís y no recibís, porque pedís mal, con la intención de
satisfacer vuestras pasiones» (St 4,
3). Esta situación cambiaría, según Santiago, si la comunidad unida hablara con
Dios, si orara realmente de modo asiduo y unánime. Incluso hablar sobre Dios,
de hecho, corre el riesgo de perder su fuerza interior y el testimonio se
desvirtúa si no están animados, sostenidos y acompañados por la oración, por la
continuidad de un diálogo vivo con el Señor. Una advertencia importante también
para nosotros y para nuestras comunidades, sea para las pequeñas, como la
familia, sea para las más grandes, como la parroquia, la diócesis o la Iglesia
entera. Y me hace pensar que oraban en esta comunidad de Santiago, pero oraban
mal, sólo por sus propias pasiones. Debemos aprender siempre de nuevo a orar
bien, orar realmente, orientarse hacia Dios y no hacia el propio bien.
La comunidad, en cambio, que acompaña a Pedro mientras se
halla en la cárcel, es una comunidad que ora verdaderamente, durante toda la
noche, unida. Y es una alegría incontenible la que invade el corazón de todos
cuando el Apóstol llama inesperadamente a la puerta. Son la alegría y el
asombro ante la acción de Dios que escucha. Así, la Iglesia eleva su oración
por Pedro; y a la Iglesia vuelve él para narrar «cómo el Señor lo sacó de la
cárcel» (Hch 12, 17). En
aquella Iglesia en la que está puesto como roca (cf. Mt 16, 18), Pedro narra su
«Pascua» de liberación: experimenta que en seguir a Jesús está la verdadera
libertad, que nos envuelve la luz deslumbrante de la Resurrección y por esto se
puede testimoniar hasta el martirio que el Señor es el Resucitado y «realmente
el Señor ha mandado a su ángel para librarlo de las manos de Herodes»
(cf. Hch 12, 11). El
martirio que sufrirá después en Roma lo unirá definitivamente a Cristo, que le
había dicho: cuando seas viejo, otro te llevará adonde no quieras, para indicar
con qué muerte iba a dar gloria a Dios (cf. Jn 21, 18-19).
Queridos hermanos y hermanas, el episodio de la liberación
de Pedro narrado por san Lucas nos dice que la Iglesia, cada uno de nosotros,
atraviesa la noche de la prueba, pero lo que nos sostiene es la vigilancia incesante
de la oración. También yo, desde el primer momento de mi elección a Sucesor de
san Pedro, siempre me he sentido sostenido por vuestra oración, por la oración
de la Iglesia, sobre todo en los momentos más difíciles. Lo agradezco de
corazón. Con la oración constante y confiada el Señor nos libra de las cadenas,
nos guía para atravesar cualquier noche de prisión que pueda atenazar nuestro
corazón, nos da la serenidad del corazón para afrontar las dificultades de la
vida, incluso el rechazo, la oposición y la persecución. El episodio de Pedro
muestra esta fuerza de la oración. Y el Apóstol, aunque esté en cadenas, se
siente tranquilo, con la certeza de que nunca está solo: la comunidad está
orando por él, el Señor está cerca de él; más aún, sabe que «la fuerza de
Cristo se manifiesta plenamente en la debilidad» (2 Co 12, 9). La oración constante y unánime es un
instrumento valioso también para superar las pruebas que puedan surgir en el
camino de la vida, porque estar unidos a Dios es lo que nos permite estar
también profundamente unidos los unos a los otros. Gracias." (Benedicto
XVI. Audiencia
general. Plaza de san Pedro. Miércoles 9 de mayo de 2012)
Salmo
Sal 33,2-3.4-5.6-7.8-9
El Señor me libró de todas mis ansias
¿Hay algo, hay alguien capaz de liberar al hombre de todas sus
angustias?
¡Cuántas amarguras bajo hábitos serenos mientras entonan laudes!
Mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se
alegren. Como siempre, la humildad es el único refugio del santo y del pecador
Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él.
Algunos ratos, algunos días, algunas épocas. Pero la vida es dura y a veces,
desconcertante.
El Salmo 33 es un canto a la
fidelidad y bondad de Dios, un recordatorio de que Él escucha las oraciones de
sus hijos y los protege de todo mal. El salmista invita a una respuesta activa de alabanza y confianza,
reconociendo que Dios es digno de toda honra y gloria. La experiencia personal del salmista se convierte en un
testimonio para otros, animándolos a buscar a Dios y a encontrar en Él refugio
y esperanza. Este salmo resalta la importancia de la humildad, la
confianza y la alabanza en la vida del creyente.
Es un himno de alabanza y confianza en Dios. El
salmista invita a todos a bendecir al Señor y a proclamar su grandeza,
destacando la bondad y fidelidad de Dios para con aquellos que confían en Él.
Se enfatiza que Dios escucha a los necesitados y los libra de sus angustias,
ofreciendo consuelo y esperanza.
(vv. 2-3). El salmista comienza invitando a la bendición y alabanza continua de
Dios, enfatizando que su boca siempre estará llena de alabanzas.
(vv. 4-5) Se
anima a otros a unirse a la proclamación de la grandeza del Señor, destacando
que los humildes encontrarán alegría en su bondad.
(vv. 6-7) Se
relata una experiencia personal de liberación y consuelo, donde Dios escucha al
afligido y lo rescata de sus temores.
(vv. 8-9) Se
enfatiza la importancia de gustar y ver la bondad del Señor, animando a todos a
confiar en su protección y fidelidad.
Segunda Lectura
Lectura de la
segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo (4,6-8.17-18).
En la segunda lectura, Pablo, que siente próximo el
final de su vida, afirma que las circunstancias que vive, negativas y
preocupantes desde la perspectiva humana, son, sin embargo, una conclusión
normal de su propia misión, y que la sangre de su martirio no será una derrota
sino una libación entregada por el sacrificio espiritual de los fieles a los
que ha comunicado el Evangelio. (2Tim 4,6). Está por eso seguro de haber
cumplido su misión y de haber conservado la fe en Cristo. Además, el hecho de
que en el proceso hubiera sido ayudado a responder y a prevalecer sobre sus
adversarios, le ayuda ahora a esperar, con espíritu firme, la salvación que
anhela y que no es la temporal, sino aquella que le introduce definitivamente
en la vida eterna.
Los versículos 2 Timoteo 4,
6-8 y 17-18 hablan sobre el final de la vida de Pablo, su preparación para
la muerte y su confianza en la recompensa celestial. Pablo se compara a sí
mismo como un sacrificio que está a punto de ser ofrecido y a un corredor que
ha terminado su carrera, manteniendo la fe hasta el final. Él espera la
corona de justicia que le será otorgada por el Señor, y también a todos los que
aman su venida. En cuanto a sus dificultades, menciona que en su primera
defensa nadie estuvo a su lado, pero que el Señor lo fortaleció para llevar a
cabo su ministerio y librarlo de situaciones peligrosas. Finalmente,
expresa su fe en que el Señor lo preservará para su reino celestial.
(vv. 6-8). Pablo
habla de su inminente partida, comparándose con una libación (sacrificio) y un
corredor que ha llegado a la meta. Describe haber peleado la buena
batalla, terminado la carrera y guardado la fe. Afirma que le espera la
corona de justicia, que será otorgada por el Señor a todos los que aman su
venida.
(vv. 17-18). Pablo relata que en su defensa inicial, nadie lo apoyó,
pero que el Señor lo asistió, dándole fuerzas para predicar y ser librado de
situaciones peligrosas. Finalmente, expresa su confianza en que el Señor
lo librará de todo mal y lo preservará para su reino celestial.
Evangelio del hoy
Lectura del santo evangelio según san
Mateo (Mt 16,13-19).
En el evangelio, escuchamos el conocido relato de la
confesión de Pedro y la entrega de las llaves del reino. Pedro reconoce la
verdadera identidad de Jesús como Mesías, Hijo de Dios vivo, y a su vez Jesús
confiere una nueva identidad a Pedro, la piedra sobre la que edifica su
Iglesia, una piedra frágil por ser humano, pero victoriosa frente a las fuerzas
del infierno, porque Jesucristo está con él. Dos mil años después, la Iglesia
sigue teniendo un sucesor de Pedro, el papa León, principio de comunión para
todos los cristianos. En su Señor, Jesucristo, podemos seguir confiando.
El texto narra la confesión de Pedro, donde reconoce a
Jesús como el Cristo, el Hijo del Dios viviente, y la promesa de Jesús de
construir su iglesia sobre Pedro, a quien le dará las llaves del reino de los
cielos y la autoridad para atar y desatar en la tierra, que tendrá efecto en el
cielo.
Jesús pregunta a sus
discípulos quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre.
Los discípulos mencionan
diferentes opiniones (Juan el Bautista, Elías, etc.).
Jesús pregunta: "¿Y
vosotros, quién decís que soy yo?"
Pedro responde: "Tú
eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo."
Jesús bendice a Pedro y le
revela que su confesión no proviene de revelación humana, sino de Dios.
Jesús anuncia que sobre esta
roca (Pedro) edificará su iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán
contra ella.
A Pedro se le dan las llaves
del reino de los cielos, con la autoridad de atar y desatar en la tierra, lo
cual tendrá efecto en el cielo.
Para nuestra vida.
Las lecturas de hoy con
el Evangelio nos presentan una pregunta nuclear de la fe cristiana. Y vosotros,
¿quién decís que soy yo? Podemos olvidarnos ahora del texto y del contexto
evangélico, y preguntarnos a nosotros mismos: ¿Quién es para mí, Jesús de
Nazaret? Olvidémonos de lo que dice la gente y de respuestas que hemos
aprendido hace más o menos tiempo en la catequesis. Entremos en el fondo de
nuestro corazón y, a solas con nosotros mismos, repitamos sosegada y
profundamente, la pregunta: “¿Quién es para mí Jesús de Nazaret, hasta qué
punto mi fe en Él condiciona y dirige toda mi conducta?” Ojalá que, de la
respuesta, sincera que demos, pueda decirse que no nos la ha revelado nadie de
carne y hueso, sino el Padre que está en el cielo Sería el mejor homenaje que,
en esta fiesta, podríamos ofrecer a San Pedro y a San Pablo.
Recordemos que los
santos están ahí no para que los contemplemos en los altares, sino para
enseñarnos a vivir la vida, la vida de cada día, en cristiano, para que
aprendamos a decirle al Señor, como le dijo Pedro: “Tú sabes que te amo”,
aunque no lo parezca en determinadas ocasiones, y para que no regateemos
esfuerzos cuando la misión que, desde el vientre de nuestra madre se nos dio,
nos pida algo más de lo que estamos dispuestos a dar.
Los santos están ahí
para estimularnos, ayudarnos y demostrarnos que para los hombres es difícil,
pero para Dios nada es imposible. Y los santos de hoy, Pedro y Pablo, son
dos grandes hombres a cuya sombra nos conviene estar para que, como al tullido
de la Puerta hermosa en Jerusalén, Pedro nos libere de nuestra parálisis; y
Pablo nos empuje, si es necesario con toda la energía de su carácter indomable,
para andar con Él por el camino recto hacia el Cielo.
Salmo (Sal 33,2-3.4-5.6-7.8-9).
El
salmo de hoy se encuentra en la primera
parte del salterio, dedicado a las súplicas a Dios, formada por los libros: 1º:
salmos 1-40 2º: salmos 41-71 2º: salmos 41-71 Y 3º: salmos 72-88 Salmo 33: El
Señor, salvación de los justos. Lectio ¿Qué lugar ocupa este salmo en el
salterio? Dentro del primer libro, el salmo 33 se encuentra en la introducción
(salmos 33-36) de la Segunda Colección de David (salmos 33-71) de redacción más
antigua que la Primera Colección.
(vv.
2-11) un “pobre del Señor” (un anawin) alaba y da gracias al Señor que lo ha
salvado de una gran tribulación y angustia. A esta alabanza anima a los
humildes, a los fieles. Quien alaba y teme al Señor nunca se verá defraudado,
será salvado y protegido, no le faltará de nada.
(vv.
12-22) es una reflexión sapiencial sobre la retribución de un sabio anciano:
“Venid, hijos, escuchadme…” Lo que enseña es el temor del Señor. Temer al Señor
equivale a buscarlo y es sinónimo también de fidelidad. Este temor incluye la
observancia de los mandamientos y es fuente de bendiciones y prosperidad. Quien
lo guarda experimentará la cercanía de Dios, quien lo rechaza su propia maldad
recaerá sobre él.
(
v. 23) es un añadido litúrgico. No parecía bien terminar el salmo con una
amenaza. San Juan aplica el versículo 21 de este salmo a Cristo muerto en la
cruz (Jn 19, 36), reconociendo la protección del Padre sobre el cuerpo ya
muerto de su Hijo. Esta protección no es tardía, antes bien prueba que la
protección de Dios supera la muerte. Lectio ¿Qué dice el texto?
La segunda lectura presenta a San Pablo que
considera la proximidad del final de su vida, San Pablo manifiesta que
la muerte es una ofrenda a Dios, semejante a las libaciones que se hacían sobre
los sacrificios. Presenta la existencia cristiana como un deporte sobrenatural,
como una competición contemplada y juzgada por Dios mismo. La visión
esperanzada de la vida eterna no está reservada al Apóstol, sino que se
extiende a todos los fieles cristianos: «Nosotros que conocemos los gozos
eternos de la patria celestial, debemos darnos prisa para acercarnos a ella»
(S. Gregorio Magno, Homiliae
in Evangelia 1,3).
El evangelio de hoy
narra un episodio que tiene lugar en
la región pagana de Cesarea de Filipo. Jesús se interesa por saber qué se dice
entre la gente sobre su persona. Después de conocer las diversas opiniones que
hay en el pueblo, se dirige directamente a sus discípulos: “Y ustedes, ¿quién
dicen que soy yo?”. Jesús no les pregunta qué es lo que piensan sobre el sermón
de la montaña o sobre su actuación curadora en los pueblos de Galilea. Para
seguir a Jesús, lo decisivo es la adhesión a su persona. Por eso, quiere saber
qué es lo que captan en él. Simón toma la palabra en nombre de todos y responde
de manera solemne: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús no es un
profeta más entre otros. Es el último Enviado de Dios a su pueblo elegido. Más
aún, es el Hijo del Dios vivo. Entonces Jesús, después de felicitarle porque
esta confesión sólo puede provenir del Padre, le dice: “Ahora yo te digo: tú
eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Las palabras son muy
precisas. La Iglesia no es de Pedro sino de Jesús. Quien edifica la Iglesia no
es Pedro, sino Jesús. Pedro es sencillamente “la piedra” sobre la cual se
asienta “la casa” que está construyendo Jesús. La imagen sugiere que la tarea
de Pedro es dar estabilidad y consistencia a la Iglesia: cuidar que Jesús la
pueda construir, sin que sus seguidores introduzcan desviaciones o
reduccionismos.
El Papa Francisco sabía muy bien que
su tarea no es “hacer las veces de Cristo”, sino cuidar que los cristianos de
hoy se encuentren con Cristo. Esta es su mayor preocupación. Ya desde el
comienzo de su servicio de sucesor de Pedro decía así: “La Iglesia ha de llevar a Jesús. Este es el centro de la Iglesia. Si
alguna vez sucediera que la Iglesia no lleva a Jesús, sería una Iglesia muerta”.
Por eso, al hacer público su programa de una nueva etapa evangelizadora,
Francisco propone dos grandes objetivos. En primer lugar, encontrarnos con
Jesús, pues “él puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestras
comunidades... Jesucristo puede también romper los esquemas aburridos en los cuales
pretendemos encerrarlo”. En segundo lugar, considera decisivo “volver a la
fuente y recuperar la frescura original del Evangelio” pues, siempre que lo
intentamos, brotan nuevos caminos, métodos creativos, signos más elocuentes,
palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual”. Sería
lamentable que la invitación del Papa a impulsar la renovación de la Iglesia no
llegara hasta los cristianos de nuestras comunidades.
Jesús convoca a sus apóstoles y los consulta, les pregunta ¿Quién
es Él? Varios de ellos responden pero, el que acertadamente da una respuesta
válida es Pedro.
Pedro, siempre valiente y varias veces apresurado no deja de decir
la verdad, esa verdad que le es revelada por el Espíritu Santo. Y justamente le
contesta a Jesús, tu eres el Mesías el Hijo de Dios Mío. Esta respuesta por la
identidad de Jesús, hace que el mismo Maestro haga un comentario sobre la
identidad de Pedro, tu eres Pedro, y allí le habla de su misión, que va ser una
Roca, una roca firme sobre la cual Jesús va a construir su Iglesia. Por eso
para nosotros los Jóvenes Católicos, esté texto es muy importante porque es
fundacional. Aquí
Jesús habla de su obra, de su querida obra por la cual dará en la Cruz su Vida.
Para todos nosotros entonces, es importante reflexionar sobre este
texto de evangelio porque en primer lugar nos deja una pregunta ¿Quién es Jesús
para nosotros? Y no vale responder con alguna respuesta así, digamos, hecha con
una fórmula que otros hayan dicho, aquí la pregunta es personal. ¿Quién es
Jesús para mí? Es simplemente un nombre, es simplemente un amigo? Es valioso
para mí? Y por supuesto si seguimos avanzando nos vamos a preguntar qué
relación, como está la relación con Jesucristo, es el centro de mi vida? Me
ayuda a crecer, a avanzar, me sostiene en mis penas, en mis alegrías, en mis
proyectos, en fin.
Después en último lugar, pero no menos
importante, preguntarnos por la Iglesia., la Iglesia Joven de la cual cada uno
de nosotros forma parte. Como es mi relación con ella, participo definitivamente,
me dedico también a anunciar la palabra de Dios, esa palabra viva que es un
signo en el mundo de anuncios para aquellos que quizás no creen o que se han
alejado de esta querida Fe Católica que hemos recibido de los apóstoles.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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