Comentario de las Lecturas
del V Domingo de Cuaresma. 18 de marzo 2018.
Los contenidos de las lecturas litúrgicas de estos
días, son un adelanto del Triduo, en nuestro camino hacia la Pascua.
La primera lectura del libro de Jeremias (Jr, 31, 31-34), está
entresacada de lo que se denomina el "Libro de la Consolación" de
Jeremías (cap. 30-33: la mayor parte de su contenido se refiere a la
promesa de salvación que Dios dirige a su pueblo) en el que el profeta dirige a
su gente un mensaje de esperanza. Los versículos que hoy leemos son los más
importantes de este libro ya que el Señor afirma solemnemente el valor eterno
de la nueva alianza: por eso estas palabras no son una pintura más de lo que
acaecerá a Israel tras la vuelta del destierro sino que delinean un futuro
lejano en el que entrará en vigor esta nueva alianza.
En
un primer momento estas palabras fueron dirigidas a los habitantes del reino
del Norte que habían quedado en Israel tras la deportación a Asiria (722/21 a.
de Xto.). Y las alusiones a Judá hacen que este mensaje profético adquiera un
marco geográfico más amplio y universal ya que se dirigen a todo el pueblo de
Dios.
Las
promesas de los vv. 31-34 parece que hay que colocarlas en el tiempo de la
reforma de Josías. No se hace alusión a la destrucción del templo. Era un
momento políticamente tranquilo. El profeta quiere presentarnos esta nueva
alianza como un gran don divino.
En
cada v. se repite "oráculo del Señor". Con esta fórmula se quieren
presentar como palabra de Dios que tiene autoridad y merece credibilidad. Se
trata de una alianza nueva que Dios hará con la casa de Israel y de Judá. Se
alude a la alianza hecha con los padres. A esta no se
la llama antigua porque el hecho de la elección retorna continuamente en las
fórmulas de profesión de fe y en los textos cultuales del AT. La alianza nueva
se refiere a la del Sinaí en cuanto ésta es el acontecimiento fundamental que
ha hecho del pueblo de Israel el pueblo de Dios. Después del Sinaí ha habido
nuevas estipulaciones de la alianza.
Se
trata de un oráculo que podemos dividir en dos partes:
-Vs.
31-33a: la nueva alianza no será como la del Sinaí.
Jeremías
empieza su oráculo con la típica fórmula del "vendrán días" que evoca
la espera de algo radicalmente nuevo: el cambio de la alianza sinaítica por otra nueva. ¿Y en qué consiste esta novedad?
No en la promulgación de una nueva ley sino en el hecho de que nunca se
quebrantará ("leit-motiv" de la primera
parte). El Señor, siempre quiso establecer relaciones de amistad duraderas con
su pueblo, pero éste siempre traicionó a Dios yéndose tras los caprichos de su
corazón (v. 32b). El profeta es testigo directo de los infatigables esfuerzos
del rey Josías para que el pueblo se mantuviera fiel a la alianza del Sinaí que
el mismo renovó, pero todos estos esfuerzos fueron inútiles ya que todo ser
humano es débil. La verdadera raíz de la amistad, de la fidelidad... no radica
en promesas hechas con la boca solamente sino que nace del interior humano
(=tablilla del corazón: cfr. 2, 21; 17,1).
Y
ante esta experiencia tan negativa del pueblo, ¿cómo puede hablar el profeta de
una amistad duradera y estable? ¿no será un iluminado,
un iluso? Veamos lo que nos dicen los vs. siguientes.
Vs
33b-34: La nueva alianza nunca se quebrantará porque Dios la inscribe no sobre
unas losas de piedra (Ex. 31, 18; 34, 28ss...) sino
en el interior humano. Y si las antiguas exhortaciones, admoniciones,
prescripciones... a cumplir la alianza nunca resultaron eficaces se debió al
hecho de su inutilidad para llegar al corazón o interior humano, verdadera sede
de toda decisión humana (cfr Dt.
30, 11-14). La alianza no puede consistir en el cumplimiento de una serie de
leyes sino que exige una relación entre las partes sincera, nacida del
interior. Por eso la novedad de esta alianza consiste en la interiorización del
compromiso, en la vivencia de una religión personal, interior, por todos y cada
uno de los miembros de la comunidad. Hacer lo ordenado por el Señor coincidirá
entonces con la decisión libre y espontánea de cada uno de los miembros del
pueblo de Dios. Ni se exigirá siquiera la explicación de los mandatos divinos
porque todos se adherirán al Señor, le temerán, le amarán
y escucharán su voz de todo corazón (sentido de conocer del v. 34).
"Desde
el pequeño al grande", sin ninguna distinción personal, todos conocerán a
Dios. "Conocer" para Jeremías es como "creer" para el
evangelista Juan. Es aceptar a Dios con todas las consecuencias y riesgos.
Entonces no habrá pecados, porque todos estarán en Dios.
A
este nuevo estado de cosas, a estas relaciones vivas y experimentales con Dios
y los hombres, a esta humanidad -Israel y Judá- donde está ausente la
hipocresía y el fariseísmo, las apariencias y el qué dirán, todos los
subterfugios y disimulos, Jeremías llama el Pueblo de la NUEVA ALIANZA. Cristo
la selló con su sangre. Miles de personas han derramado la suya para vivirla.
Millones y millones siguen sirviéndose de ella como de tarjeta de invitación
que les abra muchas puertas en la sociedad humana y, si posible fuera, también
en la celestial.
Y
esta nueva alianza se anuncia para un futuro. La ley es la misma: los mandatos
divinos (Jer. 5, 4; 8, 7) las palabras del Señor (6, 19)
que como dijo Jesús, se resumen en el amor a Dios y al prójimo (Lev. 19, 18; Dt. 6, 5; Mt. 22, 37.39; cfr.Rom. 13,
8-10).
Ya
no hay posibilidad de nuevas alianzas. La de Jeremías se cumplió en Cristo.
Ojalá cuantos llevan su nombre escuchen la voz de su conciencia en que Dios ha
grabado indefectiblemente sus designios de amor, su voluntad salvífica
universal.
"Vienen
días...". Dimensión escatológica de la obra de Dios. Para juzgar
definitivamente al hombre y al mundo, que tan a menudo nos parece tan mal
construido, hay que esperar el final.
-"Una
nueva alianza". "He aquí la sangre de la alianza, nueva y
eterna".
-"Pondré
mi ley en su interior y sobre sus corazones y la escribiré". Se anuncia
una comunión perfecta y espontánea con Dios.
-"Ya
no tendrán que adoctrinar más..." No será ya necesario un código de moral
exterior. Entre dos auténticos enamorados no se precisa código alguno porque
cada uno se da espontáneamente a la felicidad del otro. "Ama y haz lo que
quieras", dirá S. Agustín. Dios sueña en esta perfección del amor.
Y
si nos escandalizamos de estas fórmulas es que no hemos entendido lo que es el
amor. Lejos de provocar una actitud para que hagamos lo que nos dé la gana,
esta fórmula es una exigencia más fuerte aún que todos los códigos morales. Siempre
acaba uno librándose de una norma precisa, pero nunca se acaba el querer
agradar a aquél a quien se ama.
El
pecado humano es siempre el gran obstáculo que impide la unión con el Señor,
pero el perdón va a ser el fundamento y base del nuevo pacto (Dios lava la
mancha: Jer2, 22 y crea un corazón y espíritus nuevos: Ez.
18, 31; 36,26). Esto no quiere decir que el pueblo de ahora en adelante sea
inmune a la caída, no; pero el pacto de la venganza ha dejado paso al pacto de
la misericordia divina.
En el
salmo de hoy (salmo 50), Dios oye las súplicas del pecador arrepentido que le pide: “OH, DIOS CREA EN MI UN CORAZÓN PURO”
El
salmo 50 es el salmo cuaresmal por excelencia. Merece la pena que nos
detengamos en él para captar el simbolismo que lo impregna y la teología que
transmite. Se le sitúa entre los salmos de súplica individual y data del final
de la época monárquica. Habría sido compuesto para una liturgia penitencial
presidida por el rey. Pero es obvio que ha servido de sustento a la oración de
innumerables personas lo suficientemente religiosas para reconocerse en él.
Desde
el primer versículo es notable la orientación de esta oración. Lejos de querer
declarar inocente al salmista, como hacen tantas "endechas", la
súplica se dirige de entrada a Dios para pedir su misericordia, su amor. La
salvación del pecador está por completo en las manos de ese Dios que el amor
define radicalmente. Por supuesto, no se ignora que Dios es justo, que quiere
la verdad y la sabiduría en el corazón del hombre, pero precisamente esta
"justicia" de Dios se manifestará, ante todo, en el perdón concedido
al pecador. Se podría decir que se trata nada menos que de su honor, ya que el
pecador perdonado se convertirá en testigo de Dios: podrá mostrar a los
pecadores el camino de la verdad, y "hacia Dios volverán los
extraviados". El reconocimiento del pecado tiene, pues, también una
dimensión profética. Forma parte de la "confesión" de las obras de
Dios.
Además,
el salmista reconoce su falta sin rodeos. No teme contemplar ese pecado que
siempre "está ante él". ¿Culpabilidad exagerada? ¿Énfasis literario?
No, ya que el sentido profundo del pecado sólo existe para poder captar mejor
la dimensión del perdón divino. El hombre ha pecado "contra Dios" y
sólo contra él... Sin duda, conoce las repercusiones sociales de su falta, pero
en el acto litúrgico de la confesión pone el acento sobre Dios, que está en el
origen de todas las cosas, tanto del perdón como del sentido último de todo
pecado. ¡No se puede expresar mejor hasta qué punto está de acuerdo Dios con la
vida humana y su condición existencial! La conciencia del salmista es tan viva
que se reconoce "nacido en la culpa", "pecador desde el vientre
de su madre". No parece que sea necesario buscar en estas expresiones una
teología explícita del pecado original, y menos aún del modo como se transmite,
ya que el que ora se sitúa aquí a un nivel existencial; tiene conciencia de
pertenecer a una humanidad pecadora, a un pueblo pecador en el que ninguna
existencia podría escapar al peso de la miseria. Lo veremos mejor cuando apele
al Dios creador para que le salve de su culpa. La conciencia de pecado supera
absolutamente la dosificación aparentemente justa que un juez podría hacer de
las responsabilidades y las circunstancias atenuantes. Se trata nada menos que
de la existencia "frente a Dios". Israel es un pueblo santo, y el
pecado obstaculiza al mismo Dios.
Son
importantes los versículos 4, 9, 12 y 14. Si los dos primeros hacen
probablemente alusión a un baño ritual de purificación, los otros interiorizan
el proceso e indican que el rito es la cara visible de una profunda renovación
del ser. “Oh, Dios crea en mí un corazón puro, renuévame por
dentro con espíritu firme; no me arrojes dentro lejos de tu rostro,no me quites tu santo espíritu”.
De
esta manera, el salmo se inscribe en una gran corriente de pensamiento que va
desde los discípulos de Isaías hasta los evangelistas, para definir en términos
de bautismo la restauración del hombre y del cosmos.
La segunda lectura de la Carta a los Hebreos (Heb, 5,7-9), es parte de la segunda gran sección de Hebreos (, 1-5, 10).
En
ella se desarrollan dos temas: Jesús fiel (3, 1-4, 14) y Jesús sumo sacerdote
misericordioso (4, 14-5,10). Los dos subrayan la manera de ser de Jesús que le
hace llevar a cabo la salvación humana. En esta forma de ser destaca un tema
que aparece varias veces en la "carta": el que Jesús es mediador de
salvación por ser semejante, igual, a los hombres.
Tal
vez en ningún paraje del N.T. se hable, de forma tan estremecedora de la plena
humanidad de Cristo y de su debilidad. Durante su existencia terrena ofreció
"ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas" y aprendió la
obediencia en la escuela del sufrimiento, y eso, a pesar de ser Hijo, el
reflejo de la gloria de Dios y la imagen estampada de su misma naturaleza. A
pesar de ser Hijo recorrió el camino del sufrimiento, lo mismo que los hermanos
a los que venía a salvar.
Su
experiencia en el sufrimiento le enseñó lo que supone para el hombre la
obediencia a Dios mientras dura la vida presente, lo que esta obediencia
cuesta, el sacrificio y el dolor que implican la fidelidad a Dios. Por eso
puede sintonizar perfectamente con los hermanos. Este aprendizaje de la
obediencia fue necesario para hacerle "perfecto", es decir,
perfectamente capacitado para ejercer su soberanía y sacerdocio sobre aquéllos
para quienes es la causa de la salvación eterna.
"Aun
siendo Hijo, aprendió a obedecer por medio de los sufrimientos". Frase
sublime e incomprensible, una de las expresiones nucleares de la carta a los
Hebreos. Ya desde el primer momento, la definición más acabada de Jesús como
Hijo fue la de una entrega total a Dios (10, 5-07): "al entrar en este
mundo dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo.
Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradan. Entonces dije: ¡He aquí
que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!".
No
obstante, Jesús aprendió a obedecer, es decir, a entregarse a Dios de forma
total y absoluta, precisamente en los sufrimientos y en la muerte. En el dolor
y en la muerte, Jesús, entregado totalmente al Padre, aprendió a entregársele
del todo.
No
debemos pensar que lo importante en la muerte de Jesús fue su sufrimiento o el
derramamiento material de su sangre. Para el autor de la carta a los Hebreos la
cruz de Jesús es la revelación del gran misterio de su libertad entregada. El
sacrificio de Jesús fue la libre y esforzada entrega de su "yo"
personal a Dios. El sufrimiento y la muerte son la prueba, el signo y la
realización de su entrega.
En
tres versículos, tenemos un magnífico resumen de todo lo que nos quiere
transmitir el autor de Hebreos. Y un magnífico
resumen, a la vez, de todo lo que celebraremos estos días pr6ximos.
Jesús
es el hombre que, a diferencia de todos nosotros, ha vivido la vida humana con
un único criterio, el del amor: no ha utilizado ni deseado ninguna otra arma. Y
el amor, enfrentado ante el mal del mundo, lleva a la muerte. Y Jesús tuvo que
decidir -la escena de Getsemaní lo evidencia claramente- continuar con este
único criterio, el del amor, que es el criterio de Dios. Y deseó ardientemente
no tener que llegar hasta este terrible resultado de la cruz. Pero,
manteniéndose fiel al criterio de Dios (= obedeciendo) y sufriendo lo que eso
comportaba, fue escuchado: tuvo la vida por siempre.
El
cristiano es aquel que "obedece" a Jesús (=cree en él y en sus
criterios de actuación), intenta seguirlo, y obtiene por él la salvación.
El
Evangelio de este domingo es de San Juan (Jn, 12, 20-33). El texto nos acerca
al momento crucial en el que Jesús subió al patíbulo de la Cruz para vencer con
su vida a la muerte, para vivificar muriendo a los que estábamos muertos para
Dios.
Como
también pasaba los dos domingos anteriores, el texto de hoy se sitúa en el
marco de la Pascua, la fiesta judía por excelencia, que congregaba a gentes de
los más variados países. El evangelio comienza con la noticia de que unos
griegos quieren ver a Jesús. Se trata, sin duda, de unos prosélitos, pero en la
intención del evangelista estos griegos representan la vanguardia de la
humanidad que acude a Jesús.
Los
intermediarios son Felipe y Andrés, exactamente los mismos de los que se ha
servido el autor para constatar la dificultad de dar de comer a la gran
cantidad de gente que acudía a Jesús (Jn. 6, 5-9). La
llegada de griegos para ver a Jesús es identificada con la hora de la
glorificación del Hijo del Hombre.
El
domingo pasado escuchábamos que "lo mismo que Moisés elevó la serpiente,
así tiene que ser elevado el HIjo del Hombre".
Esta
imagen es recogida explícitamente al final del texto de hoy: "Cuando yo sea elevado sobre la tierra,
atraeré a todos hacia mí" (v. 32). El comentario final del autor
disipa toda duda sobre el sentido de la imagen: "Esto lo decía
significando (dando a entender) la muerte de que iba a morir" (v. 33). El
autor emplea el verbo "significar". La referencia al signo por el que
los judíos preguntaban a Jesús hace dos domingos es indudable: "¿Qué signo
nos muestras para obrar así?" (Jn. 2, 18). El
signo era el siguiente: "Destruid este templo, y en tres días lo
levantaré" (Jn. 2, 19). También entonces el
comentario del autor disipaba toda duda sobre el sentido del signo: "El
hablaba del templo de su cuerpo" (Jn.2, 21).
La
muerte de Jesús en cruz es, pues, el punto de mira del texto de hoy. De ella se
habla empleando un símbolo espacial: elevación sobre la tierra. Y de ella se
habla también empleando un símbolo agrícola: proceso de germinación de la
simiente. Esta muerte es interpretada como triunfo, como glorificación de Jesús
y del Padre que lo ha enviado. Una vez más aflora espontánea la referencia
intertextual: "Cuando elevéis al Hijo del Hombre, entonces comprenderéis
que yo soy y que no hago nada por mí, sino que esto que digo me lo ha enseñado
el Padre. Además, el que me envió está conmigo; nunca me ha dejado solo" (Jn. 8, 28-29). El texto de hoy quiere ser también reflejo
de la comunión Hijo-Padre. Esta comunión puede, sin embargo, pasar
desapercibida dentro del recinto (v.29). Desde fuera del recinto, en cambio,
unos griegos han venido a ver a Jesús. Ellos son las otras ovejas que vienen a
escuchar la voz del pastor Jesús. Desde este momento la muerte de Jesús en cruz
es el triunfo, la glorificación del Hijo y del Padre. Un orden de cosas tan
viejo como el mundo está siendo juzgado y condenado. El diablo, separador de
hermanos (Caín contra Abel), "homicida desde el principio" (Jn. 8, 44), no tiene ya nada que hacer. Con Jesús levantado
en alto empieza a dominar el sentido humano de la fraternidad.
En
los vs. 23-33 se nos da el significado del hecho: es la hora de la
glorificación de Jesús, es decir, Jesús es reconocido como el salvador del
mundo (cfr. Jn. 4,42). Los griegos, símbolo de una
humanidad que acude a Jesús, son el fruto abundante. Este fruto es el resultado
de la misión de Jesús. Pero por cumplir su misión Jesús tiene que enfrentarse
con la muerte, provocada desde fuera. Es la prueba de fuego. Si la acepta habrá
cumplido su misión y habrá fruto abundante.
Por
eso, la muerte de Jesús es, en último análisis, su propia glorificación. Juan recuerda
de paso que éste es el camino de todo el que quiera ser discípulo de Jesús (v.
26) y que este camino es el que da la medida de la auténtica personalidad (v.
25).
El
hombre, que es Jesús, no podía menor de sentir horror ante la provocación de
una injusta muerte. Y el Hijo, que es Jesús, así se lo manifiesta a su Padre en
diálogo intenso. Ambos datos responden a experiencias reales en la vida de
Jesús.
Juan
recoge esas experiencias y elabora un esplendido cuadro en el que presenta una
síntesis doctrinal en la que destaca lo
siguiente: Jesús acepta su propia muerte con la confianza y la fuerza que le da
el sentirse Hijo de Dios (vs. 27-28) y, a pesar de que la gente la va a
considerar un fracaso (v. 29), El se enfrenta a ella con el íntimo convencimiento
de que el amor puede más que el odio y el egoísmo. Este es el juicio que tiene
lugar en la muerte de Jesús (vs. 31-33).
Para
nuestra vida.
Nos vamos acercando a la Pascua que es un tiempo
de gran alegría. Pero antes aparece la tristeza de la muerte de Jesús en un
hecho aparentemente inexplicable y cruel. Jesús, en su condición humana, como
nosotros, habla en el Evangelio de San Juan de que tiene el "alma
agitada", pero tiene que cumplir con su misión. Insistimos en que resulta
muy difícil la comprensión completa del sacrificio de Jesús. Sus mismos
discípulos no entendían que quien había venido a liberar a Israel tuviera que
morir, en un tremendo fracaso personal y humano.
En estos últimos días cuaresmales, pidamos al
Señor que renueve nuestros corazones. Es un momento propicio para volver
nuestros ojos y ver dónde nos tenemos que emplear más a fondo. La cruz del
Señor merece, por nuestra parte, un último esfuerzo: hay que atraer al Señor el
corazón de la humanidad. ¿Cómo? Sirviendo y, además, haciéndolo con alegría y
con amor.
En la
primera lectura del Profeta Jeremías, se anuncia la Alianza del Señor con su
pueblo. “Yo
seré su Dios y ellos serán mi pueblo”.
Por boca del profeta Jeremías el Señor anuncia a su pueblo una Alianza nueva,
que no consistirá en leyes escritas, como la alianza que hizo el Señor con Noé,
Abrahán, Moisés, David…
Los
capítulos 30-33 recogen, en gran parte, el mensaje de esperanza que Jeremías
dirigió a su pueblo; con razón se le llama "el libro de la
consolación". Pero la perícopa de hoy no es una pintura más de la
situación de Israel a la vuelta del destierro, sino que habla de un futuro
lejano en el que entrará en vigor una nueva alianza. El oráculo está dividido
en dos partes:
-vs.
31=33a: la nueva alianza no será como la antigua. No se habla de promulgar una
nueva ley, sino que la novedad radicará en que la alianza no se quebrantará
(palabra clave de esta primera parte). Dios quiere establecer relaciones de
amistad perpetua con su pueblo; pero Israel siempre quebrantó la alianza
cediendo a los caprichos de su corazón (v. 32b).
Jeremías
es testigo de los esfuerzos del buen Josías por renovar la alianza del Sinaí,
esfuerzos que resultaron inútiles porque la infidelidad anida en el corazón del
pueblo, el pecado está grabado en la tabla de su corazón (cfr. 2, 21; 17, 1).
Antes estos resultados, ¿cómo puede hablar el profeta de una relación amistosa
estable? Jeremías no es un iluso y recibe la solución divina en los:
-vs.
33-34: la nueva alianza no se quebrantará porque Dios no la prescribe como
Señor, ni está escrita sobre piedras (Ex.31, 18; 34, 28ss...), sino que el
Señor la inscribe en el corazón humano. La alianza exige una relación interior
y sincera: el cambio radical está en la interiorización del compromiso, en que
todos y cada uno de los miembros de la comunidad vivirán una religión interior
y personal.
"He aquí que vienen días -dice Yahvé- en que
yo concluiré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva". Israel
y Judá. Los dos reinos, al norte y al sur, que constituían el pueblo elegido de
Dios. Y que eran figura y tipo del pueblo definitivo que con Cristo se
constituiría, la Iglesia católica en donde tendrían cabida los verdaderos hijos
de Abrahán, los nacidos no de la sangre ni de la voluntad de varón, sino de
Dios, los regenerados por las aguas del Bautismo.
Aquel pueblo había despreciado al Señor que le
libertó. Había roto el pacto, la alianza santa. Dios había permanecido siempre
fiel, siempre leal a lo convenido. Y ahora, cuando la alianza ha sido rota, Yahvé
sigue deseando restablecerla. Pero entonces será de manera distinta, mucho más
estable, eterna.
Dice
la Plegaria eucarística IV: "Reiteraste, además, tu alianza a los hombres;
por los profetas los fuiste llevando con la esperanza de salvación". Eso
es lo que expresa el fragmento del profeta Jeremías que leemos hoy como primera
lectura. Todas las alianzas históricas que Dios ha ido pactando con los hombres
y, de manera especial, con el pueblo de Israel, iban orientadas a establecer,
en la plenitud de los tiempos, una "nueva Alianza", no escrita en
tablas de piedra, sino "escrita en los corazones". Esta
interiorización y universalización de la Alianza y de la Ley ha sido posible
gracias a la obra de Cristo: "Y tanto amaste al mundo, Padre santo, que,
al cumplirse la plenitud de los tiempos, nos enviaste como salvador a tu único
Hijo".
Esta nueva alianza será una alianza vivida y
sentida dentro del corazón, cada uno oirá la voz del Señor en su propia
conciencia. Una ley
escrita en el corazón, A esto debemos
aspirar todos nosotros, a oír la voz de Dios en el interior de nuestro propio
corazón. No serán las leyes escritas las que nos moverán al cumplimiento de la
ley y a hacer la voluntad de Dios, sino el convencimiento y el sentimiento
interior de nuestra filiación divina, de nuestra relación directa con nuestro
Padre Dios.
Lo proclamado en la primera lectura, esta llamado a realizarse
en cada uno de nosotros se repite la historia. Hay una alianza por la
que Dios se nos entrega generosamente, y por propia iniciativa, como nuestro
protector y Padre. Y una serie de infidelidades van rompiendo esos lazos de
amistad... Es necesario tomar conciencia de esta situación en este tiempo
propicio para convertir nuestro corazón hacia Dios. Corregir nuestros errores y
restablecer de nuevo la alianza que nos une con Dios. El mejor modo de hacerlo
es con un corazón contrito y humilde.
Expresión
de esta actitud es el salmo de hoy. Dios oye las súplicas del pecador
arrepentido que pide en el salmo 50 le conceda "un corazón nuevo". Hemos de confiar siempre en la misericordia y la bondad de Dios que es
compasivo y borra nuestras culpas.
El
salmo 50 (el Miserere) es uno de los pocos salmos que se rezan cada semana en
la Liturgia de las Horas.
Hoy
vivimos en un mundo que infravalora las realidades del espíritu, que respira
una inexplicable superficialidad: se percibe el alejamiento de Dios. Una
atmósfera de desazón, de pecado y de culpabilidad se difunde por doquier. La
alegría se ensombrece, decae la espontaneidad, disminuyen las posibilidades de
convivencia, la soledad se apodera del corazón humano, víctima del egoísmo, y
la esclavitud del pecado mina su existencia. Se admita o no, se tenga o no se
tenga fe, ésta es la realidad de gran parte de nuestro mundo, decepcionado y triste,
mundo que sólo tiene una descripción y una explicación: está alejado de Dios.
Al
decir "nuestro mundo" no nos ceñimos únicamente al siglo XXI. Esta
situación es universal, ha alcanzado a toda la historia. La humanidad ha sido
siempre la misma: la condición de pecado, el sentido de culpabilidad, el
misterio inescrutable del corazón humano se ha dejado sentir siempre.
Por
esto en un día lejano, un israelita sometido a estas mismas penosas realidades,
fruto de su misma experiencia, hizo una profunda reflexión. La tradición hebrea
y cristiana afirman que era David, pero pudo haber sido también cualquier
hombre religioso que, dándose cuenta de su situación, quiso reaccionar y salir
de un estado insoportable. Y así, este israelita, profundamente humano y religioso,
ha legado a la humanidad uno de los cantos más
inspirados y más hermosos de la literatura universal. el
salmo Miserere.
Este
salmo es una oración , llena de sinceridad y de
humildad, el salmista se debate por salir de un ambiente imposible, que siente
necesidad de paz, de reconciliación, de libertad. Un corazón que desea el
encuentro, el diálogo, la amistad con Dios, y que, sintiéndose responsable de
su pérdida, los quiere recuperar: quiere el retorno a Dios. Pero, ¿cómo? ¿de qué manera? No aduciendo méritos ni títulos, sino con la
humilde confesión de sus pecados y la confianza de la oración.
El
salmista no puede vivir en su sentimiento de lejanía de Dios, de ruptura de su
amistad, de separación. Quiere volver a Dios. Y, confiando en su misericordia, se
abandona a ella, expresando en una confesión incomparable los sentimientos más
sinceros de humildad y de contrición.
El
salmista transparenta su clara conciencia de pecado y la certeza de que sus
culpas son la causa de sus males y desgracias. Quiere verse libre de la idea
obsesiva que le producen sus remordimientos y su sentimiento de culpa. Aquí no
se habla de enemigos, de persecuciones, de peligros: se trata sólo de sí mismo,
de la miseria del propio pecado.
La
dinámica de este salmo la podemos sintetizar en estos dos movimientos:
a)
Confesión sincera del pecado (vv. 1-8).
b)
Oración pidiendo la renovación (vv. 9-21).
“Misericordia,
Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mi culpa; lava del
todo mi delito, limpia mi pecado”.
A
cuántos corazones destrozados ha servido de guía y de camino, para cuántas
almas alejadas de Dios ha sido ocasión de conversión y de encuentro con Dios.
Nosotros mismos cuántas veces lo hemos aplicado a nuestra propia vida y,
haciendo nuestros sus acentos, nos hemos sentido más cerca de Dios, más
cristianos. Pintorescamente podríamos reconocer, con un comentarista bíblico,
que lo único de malo que tiene el Miserere es el lugar que ocupa: si en lugar
de estar en el Salterio se encontrase después del capítulo 3 del Génesis, en
boca de Adán después de su pecado, todo estaría arreglado... Pero ¿dónde
quedaría el gran drama de la redención llevada a cabo por Cristo?
Cristo,
cordero inocente, limpio de toda culpa, no pudo hacer suyo el yo del salmo,
pero sí lo hizo en cuanto representaba la humanidad pecadora. El, "hecho pecado" (2 Co 5,21), "hecho
maldición" (Ga 3,13) por los hombres, recitó este salmo, y su oración,
seguida de la sentencia del pecado libremente aceptada, es quien nos reconcilió
con Dios y nos salvó. Salmo cuaresmal, pascual, de muerte y resurrección, salmo
de cada día, es el salmo más nuestro, el más personal. Su lectura es para
nosotros una vivencia de conversión y de alegría, una llamada a ser más de
Dios, a no separarnos más de él.
La Carta a
los Hebreos nos recuerda, para que no perdamos el ánimo, que el mismo Señor
pasó por momentos de sufrimiento. Se
retorció de dolor y clamó, hizo de tripas corazón, como se dice vulgarmente, y
su triunfo se convirtió en fuente de salvación para todos los que vivimos
sometidos, unidos, hermanados a Él.
Así
el texto nos describe la realidad salvadora de Cristo. Como salvó en el tiempo
propicio de la historia y como nos salva. .”Cristo, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer”. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le
obedecen, en autor de salvación eterna. Cristo nos enseñó con su propia vida
que el camino que nos lleva hasta el Padre es, muchas veces, un camino de
sufrimiento aceptado con amor. No amamos cualquier sufrimiento, amamos sólo el
sufrimiento redentor, el sufrimiento que es camino necesario para la salvación,
y lo aceptamos por amor.
En
esta corta perícopa se dice una vez más que Cristo aprende a obedecer, que
sufre, que clama ser salvado... es decir, dimensiones profundamente humanas. De
este modo es "llevado a la consumación. Eso es expresión técnica para
"ordenación sacerdotal", o sea, que Jesús es ordenado sacerdote, es
constituido mediador, por su semejanza con los demás hombres.
El
momento cumbre de esa semejanza es la muerte. Y por la muerte salva a sus
hermanos.
Hay
otro aspecto secundario, pero interesante.
Habla
el texto de la oración con gritos y lágrimas. Muy verosílmente
se refiere a la oración del Huerto, por tanto, a cuando Jesús pide ser librado
de la muerte.
Curiosamente
afirma el texto que fue escuchado. Y, sin embargo, sabemos que de hecho Jesús
no fue liberado de la muerte. ¿Cómo puede afirmarse, entonces, esa exaudición de la plegaria de Cristo, de una clara oración
de petición en un caso concreto? La respuesta, con toda probabilidad es que la
oración de petición es escuchada no porque se concede lo que se pide sin más,
sino porque Dios hace aceptar su voluntad referida al caso concreto, a quien
pide algo, aunque esa voluntad no coincida con lo que se pide.
El
autor de la carta a los Hebreos presenta en este texto
la última garantía para que el cristiano se mantenga firme en la lucha y en el
esfuerzo que exige la vida cristiana: y es el oficio de sumo sacerdote que
Cristo ejerce ante Dios a favor de los hombres. Tiene ante todo esa categoría
excepcional de ser el Hijo eterno de Dios y por eso puede acercarse a Dios.
Pero es también de nuestra raza y por eso puede comprendernos y compadecerse de
nosotros. El sabe por experiencia lo que es ser un hombre frágil. Posee nuestra
naturaleza y experimentó todas las tentaciones a las que nosotros nos vemos
expuestos. Con la única diferencia de que no sucumbió a ninguna de ellas.
El
evangelio de hoy es un buen ejemplo de nuestra vida. Lo que Jesús dice es una
amigable advertencia previa para los que desean entrar en contacto con Él. Una enseñanza para que los transitorios fracasos no nos hundan, ni
depriman demasiado. Un poco sí, no hay que olvidarlo. Pero no oculta su estado
de ánimo. Su gran turbación Jesús, teme, aunque reconozca la necesidad de pasar
por el mal trago que se le avecina.
El texto nos acerca a la verdadera figura de
Jesucristo. Siendo Hijo de Dios, le aguarda la cruz, el sufrimiento, la muerte.
Como cualquier espíritu, también la suyo, se siente agitado, preocupado,
turbado por los próximos acontecimientos de la Pascua.
Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del
Hombre; es decir, ha llegado el momento crucial en el que el Hijo de Dios hecho
hombre llegue al culmen de su gloria, a la suprema victoria sobre las fuerzas
del mal. Pero antes era precisa su inmolación, la sumisión humilde y serena a
los planes divinos. Antes de la floración de las granadas espigas era necesario
que la siembra se realizara; era preciso que el grano de trigo cayera en tierra
y se deshiciera lentamente entre la tierra. Con estas imágenes Jesús nos está
trazando todo un programa de vida; ocultarse y desaparecer, perder la vida para
ganarla, quemarnos en silencio para ser luz y calor de este nuestro mundo tan
oscuro y tan frío.
"El que quiera
servirme que me siga y donde esté yo allí estará también mi servidor; a quien
me sirva, el Padre le premiará". Jesús nos abre un camino,
sus palabras indican con claridad y con fuerza un itinerario a seguir, si
realmente queremos alcanzar el glorioso destino que nos ha reservado.
¿Cuál es el
resumen de nuestra vida? ¿Servimos o nos servimos? ¿Amamos o nos dejamos amar?
¿Salimos al encuentro o preferimos que sean los demás los que nos busquen y rescaten?
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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