sábado, 23 de abril de 2016

Comentarios a las lecturas del V Domingo de Pascua 24 de abril de 2016.

Comentarios a las lecturas del V Domingo de Pascua 24 de abril de 2016.


Estamos celebrando  ya el quinto domingo de Pascua, tiempo de alegría en el Señor
El domingo pasado, nos hablaba el texto del Evangelio que Jesús es el Buen Pastor y conoce a las ovejas, y ellas le siguen.
Hoy domingo V de Pascua, domingo del amor, el Señor nos da una señal para que nos reconozcan no por nuestros méritos ni para que busquemos puestos de honores… un ingrediente que como diría Santa Teresa, se nos examinará en un día cuando pasemos de este mundo al Padre: el AMOR.
No hay mejor señal que esa para ser reconocidos como discípulos de Jesús: no hace falta tener carrera, ni cumplir una doctrina, ni una teología concreta. Solo basta con SER.
Dos ideas centrales emanan de las lecturas: se nos revela que habrá una nueva creación al fin del mundo. Mientras, tenemos que continuar la misión de Cristo aquí en la tierra, amándonos unos a otros.


                En la primera lectura del Libro de los Hechos (Hc 14, 21b-27) se nos sitúa ante el relato de la primera misión de Pablo y Bernabé. Ellos regresaron a su gente exhortándolos a perseverar en la fe y subrayando las tribulaciones que vendrán. Pero sobre todo, ellos contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y que es importante en la vida de la comunidad.
Esta es la descripción del primer viaje apostólico en que Lucas ha resumido la actividad misionera de la comunidad de Antioquía, y de Pablo más concretamente. Durante este primer viaje apostólico se nos presenta a Pablo y a Bernabé trabajando denodadamente por hacer presente el Reino de Dios en ciudades importantes de Cilicia, y de la provincia romana de la Capadocia, al sur de Turquía. En realidad deberíamos tener muy presente los cc. 13-14 de los Hechos, que forman una unidad particular de esta misión tan concreta. Son dignos de destacar los elementos y perfiles de esta tarea, que implica a todos los cristianos, que por el hecho de serlo, están llamados a la misión evangelizadora. Resalta el coraje para anunciar la palabra de Dios y el exhortar a perseverar en la fe. Todo se ha preparado con cuidado, la comunidad ha participado en la elección y, por lo mismo, es la comunidad la que está implicada en esta evangelización en el mundo pagano.
Jerusalén, de alguna manera, había quedado a la espera de este primer ciclo en que ya los primeros paganos se adhieren a la nueva fe. Y es la comunidad de Antioquía, donde los discípulos reciben un nombre nuevo, el de cristianos, la que se ha empeñado, con acierto profético, en abrirse a todo el mundo, a todos los hombres, como Jesús les había pedido a los apóstoles (Hch 1,8). La iniciativa, pues, la lleva la comunidad de Antioquía de Siria, no la de Jerusalén. Pero en definitiva es la “comunidad cristiana” quien está en el tajo de la misión. Ya sabemos que algunos de Jerusalén, ni siquiera veían con buenos ojos estas iniciativas, porque parecían demasiado arriesgadas.
  En toda esta obra el gran protagonista es el Espíritu, que se encarga de abrir caminos. Por eso, si no es Jerusalén y los Doce, será Antioquía y los nuevos “apóstoles” quienes cumplirán las palabras del “resucitado”: ¿por qué? porque el mensaje no puede encadenarse al miedo de algunos. En esas ciudades evangelizadas, algunos judíos y sinagogas no aceptarán a éstos con su doctrina, porque todavía pensaban que eran judíos. Pero ni siquiera en la comunidad cristiana de Jerusalén, por parte de algunos, se aprobarán estas iniciativas. Es más, al final de este “viaje” habrá que “sentarse” a hablar y discernir qué es lo que Dios quiere de los suyos.

El responsorial de hoy es el Salmo 144 (Sal 144, 8-9. 10-11.-12-13ab) Salmo de acción de gracias: "Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi rey" .
El salmo 144 (145 en la numeración hebrea de nuestras Biblias) constituye una alabanza continua a Dios por sus obras. Dios es un rey eterno y universal que derrama su justicia y su bondad sobre todo ser viviente.
No hay una sola línea de "petición". Por el contrario, el vocabulario de alabanza es de una intensidad y de una variedad admirables: "te ensalzaré, Dios mío... bendeciré tu nombre... Te alabaré... Proclamarán tus hazañas... Repetiré tus maravillas... Proclamaré tus grandezas... Se recordarán tus inmensas bondades... Todos aclamarán tu justicia..." Es admirable el cúmulo de cualidades que el salmista encuentra en Dios: ¡Tú eres grande, Señor... Poderoso, admirable, glorioso, fuerte, bueno, justo, tierno, amante, eterno, verdadero, fiel, compasivo, próximo, atento, salvador... Nuestra vida de oración se transformaría totalmente si adoptáramos más a menudo este tono positivo de alabanza, en lugar de la oración de petición, que en el fondo, nos encierra en nosotros mismos, para poner a Dios a nuestro servicio!
el salmo 144 mantiene la división tradicional en tres partes: introducción (v. 1-2), cuerpo del salmo (v. 3-20) dividido en dos secciones (v. 3-12 y 13-20) y conclusión (v. 21). Hoy se citan versículos del cuerpo del salmo.
El v. 8 nos presenta una fórmula tradicional: «El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad». Nos recuerda la formulación más solemne que hay en toda la Escritura respecto a la revelación que Dios hace de sí mismo a Moisés en la cima del Sinaí: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, rebeldía y el pecado» (Ex 34,6-7a).
El versículo 10 nos recuerda que el término confesión no indica sólo la confesión de los pecados, sino también la proclamación de alabanza.
Sigamos el comentario de San Agustín a este salmo: " Señor, que todas tus obras te confiesen y que todos tus santos te bendigan. Que te confiesen todas tus obras (Sal 144,10). ¿Qué decir? ¿No es la tierra obra suya? ¿No son obras suyas los árboles? ¿No son obra suya los animales domésticos, los salvajes, los peces, las aves? En verdad, también ellos son obra suya. Pero ¿cómo le confesarán estos seres? Veo que sus obras le confiesan en las personas de los ángeles, pues los ángeles son obras suyas; y también le confiesan sus obras cuando le confiesan los hombres, pues los hombres son obras suyas. Pero ¿acaso las piedras y los árboles tienen voz para confesarle? Sí, confiésenle todas sus obras. ¿Qué estás diciendo? ¿También la tierra y los árboles? Todos son obra suya. Si todas las cosas le alaban, ¿por qué no han de confesarle todas las cosas? El término confesión no indica sólo la confesión de los pecados, sino también la proclamación de alabanza; no suceda que siempre que oigáis la palabra confesión penséis únicamente en la confesión del pecado. Hasta el presente así se cree, de forma que cuando aparece el término en las Escrituras divinas, la costumbre lleva a golpearse el pecho inmediatamente. Escucha cómo hay también una confesión de alabanza. ¿Tenía, acaso, pecados nuestro Señor Jesucristo? Y, sin embargo, dice: Te confieso, ¡oh Padre!, Señor del cielo y de la tierra (Mt 11,25). Esta confesión es, pues, de alabanza. Por tanto, ¿cómo ha de entenderse: Señor, que todas tus obras te confiesen? Alábente todas tus obras.
Pero no hemos hecho más que trasladar el problema de la confesión a la alabanza. En efecto, si no pueden confesarle los árboles, la tierra y cualquier ser insensible, porque les falta la voz, tampoco podrán alabarle, porque también les falta la voz para hacerlo. Y, sin embargo, ¿no enumeran aquellos tres jóvenes que caminaban en medio de las llamas inofensivas para ellos a todos los seres, puesto que tuvieron tiempo no sólo para no arder, sino también para alabar a Dios? Pasan revista a todos los seres desde los celestes hasta los terrenos: Bendecidle, cantadle himnos, exaltadlo por los siglos de los siglos (Dn 3,20.90). Ved como entonan un himno. Con todo, nadie piense que la piedra o el animal mudos tienen mente racional para comprender a Dios. Quienes creyeron eso se apartaron inmensamente de la verdad. Dios creó y ordenó todas las cosas: a unas les dio sensibilidad, entendimiento e inmortalidad, como a los ángeles; a otras, sensibilidad, entendimiento con mortalidad, como a los hombres; a otras les dio sensibilidad corporal, mas no entendimiento ni inmortalidad, como a las bestias; a otras no les dio ni sensibilidad ni entendimiento ni inmortalidad como a las hierbas, a los árboles y a las piedras; sin embargo, ellas, en su género, no pueden faltar a esa alabanza puesto que Dios ordenó a las criaturas en ciertos grados que van desde la tierra al cielo, de lo visible a lo invisible, de lo mortal a lo inmortal.
Este concatenamiento de la criatura, esta ordenadísima hermosura, que asciende de lo inferior a lo superior y desciende de lo supremo a lo ínfimo, jamás interrumpida, pero acomodada a la disparidad de los seres, toda ella alaba a Dios. ¿Por qué toda ella alaba a Dios? Porque cuando tú la contemplas y adviertes su hermosura, alabas a Dios por ella. La belleza de la tierra es como cierta voz de la muda tierra. Te fijas y observas su belleza, ves su fecundidad, su vigor, ves cómo concibe la semilla, cómo con frecuencia germina aquello que no se sembró; la observas y esa tu observación es como una pregunta que le haces. Tu investigación es una pregunta. Pues bien, cuando, lleno de admiración, sigues investigando y escrutando y descubres su inmenso vigor, su gran hermosura y luminoso poder, dado que no puede tener en sí y de sí misma tal poder, inmediatamente te viene a la mente que ella no pudo existir por sí misma, sino que recibió el ser del Creador. Lo que has hallado en ella es la voz de su confesión, para que alabes al Creador. En efecto, si consideras la hermosura de este mundo, ¿no te responde su hermosura como a una sola voz: «No me hice a mí misma, sino que me hizo Dios»?
Luego, Señor, que tus obras te confiesen y tus santos te bendigan. Que tus santos contemplen la creación que te confiesa, para que te bendigan ante la confesión de las criaturas. Escucha también la voz de los santos que le bendicen. ¿Qué dicen tus santos cuando te bendicen? Proclaman la gloria de tu reino y anuncian tu poder. ¡Cuán poderoso es Dios que hizo la tierra! ¡Qué poderoso es Dios que llenó la tierra de bienes! ¡Qué poderoso es Dios que dio a cada animal su propia vida! ¡Qué poderoso es Dios que infundió en el seno de la tierra las diversas semillas, para que germinara tanta variedad de frutales, tanta hermosura de árboles! ¡Qué poderoso es Dios, qué grande es Dios! Tú pregunta, la criatura responderá; y por su respuesta, cual confesión de la criatura, tú, santo de Dios, bendices a Dios y anuncias su poder". (San Agustín. Comentario al salmo 144,13).

                En la segunda lectura del Apocalipsis ( Ap. 21, 1-5a), San Juan nos revela la creación de  un cielo nuevo y una nueva tierra, que es la Iglesia triunfante. Ese triunfo comienza en la tierra. Dios convive con nosotros y espera el fin de nuestra noche en la tierra para llenarnos de alegría. Si participamos, si sentimos y vivimos con la Iglesia aquí, gozaremos en el cielo. Presten mucha atención a esta revelación.
Tras algunos capítulos dedicados a la descripción de la caída del mundo antiguo (Ap 14-20), el Apocalipsis describe, en tres oráculos (Ap 21-22), el mundo nuevo ya presente en la Iglesia y camino de ser un mundo celeste. El primer oráculo (Ap 21, 1-8) es un himno a la Iglesia, lugar de la nueva alianza (reflejada en los temas de esposa, elección, intimidad, herencia, aplicados a ella).
La idea que nos presenta el libro del Apocalipsis es la recreación de la obra de Dios. Dios según las páginas del Génesis creó un mundo bueno, una tierra posible de ser habitada y un cielo bajo el que todos los seres eran iguales en dignidad, en derechos y deberes. Pero poco a poco el ser humano que se dejó carcomer el corazón por el odio, y por egoísmo acaparó los recursos naturales. Unos sometieron a otros hasta empobrecer a muchos y generar el caos sobre la tierra. Por eso desde el anuncio de los profetas se proclamaba la creación de "un cielo nuevo y de una tierra nueva" (Is 65, 17), ya que la obra de Dios había sido degenerada por los mismos hombres y mujeres que dañaron su interior y comenzaron a ser causa de muerte y de desigualdad.
El vidente del libro del Apocalipsis ve consumada la palabra que en el pasado pronunciara el profeta Isaías: ve cómo Dios recrea el cielo y la tierra y hace posible que los hombres y las mujeres lo acepten en esa realidad mesiánica llamada Reino de Dios. Todo pasará, hasta lo más sagrado. Porque se anuncia una ciudad nueva, un tabernáculo nuevo, en definitiva una “presencia” nueva de Dios con la humanidad.
Un cielo nuevo y una tierra nueva, de la que desciende una nueva Jerusalén, que representa la ciudad de la paz y la justicia, de la felicidad, en la línea de muchos profetas del Antiguo Testamento. Se nos quiere presentar a la Iglesia como el nuevo pueblo de Dios, en la figura de la esposa amada, ya no amenazada por guerras y hambre. Es el idilio de lo que Pablo y Bernabé recomendaban: hay que pasar mucho para llegar al Reino de Dios. Dios hará nueva todas las cosas, pero sin que sea necesario dramatizar todos los momentos de nuestra vida. Es verdad que para ser felices es necesario renuncias y luchas. El evangelio nos dará la clave.
El Mundo Nuevo instaurado por Jesús resucitado para siempre, tendrá como base fundamental el amor, amor que supera todas las fronteras y que posibilita la armonía y la verdadera convivencia en torno a Dios, que es su fundamento.
Esta vida será posible en el  Reino que Jesús anunció durante su vida y que sus primeros seguidores asumieron. Este Reino no es exclusividad de los circuncidados: es para todo aquel que está a favor de Dios, del Dios de la vida, de la justicia y de la paz.
El amor entonces será la señal máxima de la vida en la nueva tierra y en el nuevo cielo, y así cumpliremos el encargo dado por Jesús de amarnos unos a otros».

  El evangelio de hoy de San Juan (Jn 13, 31-35), es parte del discurso de despedida del Señor en la última Cena. Ese es el marco de este discurso-testamento de Jesús a los suyos. La última cena de Jesús con sus discípulos quedaría grabada en sus mentes y en su corazón. El redactor del evangelio de Juan sabe que aquella noche fue especialmente creativa para Jesús, no tanto para los discípulos, que solamente la pudiera recordar y recrear a partir de la resurrección. Juan es el evangelista que más profundamente ha tratado ese momento, a pesar de que no haya descrito la institución de la eucaristía. Ha preferido otros signos y otras palabras, puesto que ya se conocían las palabras eucarísticas en los otros evangelistas. Precisamente las del evangelio de hoy son determinantes. Se sabe que para Juan la hora de la muerte de Jesús es la hora de la glorificación, por eso no están presentes los indicios de tragedia.
La salida de Judas del cenáculo (v.30) desencadena la “glorificación” en palabras del Jesús joánico. ¡No!, no es tragedia todo lo que se va a desencadenar, sino el prodigio del amor consumado con que todo había comenzado (Jn 13,1). Jesús había venido para amar y este amor se hace más intenso frente al poder de este mundo y al poder del mal. En realidad esta no puede ser más que una lectura “glorificada” de la pasión y la entrega de Jesús. Y no puede hacerse otro tipo de lectura de lo que hizo Jesús y las razones por las que lo hizo. Por ello, ensañarse en la pasión y la crueldad de su sufrimiento no hubiera llevado a ninguna parte. El evangelista entiende que esto lo hizo el Hijo del hombre, Jesús, por amor y así debe ser vivido por sus discípulos.
  Con la muerte de Jesús aparecerá la gloria de Dios comprometido con él y con su causa. Por otra parte, ya se nos está preparando, como a los discípulos, para el momento de pasar de la Pascua a Pentecostés; del tiempo de Jesús al tiempo de la Iglesia. Es lógico pensar que en aquella noche en que Jesús sabía lo que podría pasar, tenía que preparar a los suyos para cuando no estuviera presente. No los había llamado para una guerra y una conquista militar, ni contra el Imperio de Roma. Los había llamado para la guerra del amor sin medida, del amor consumado. Por eso, la pregunta debe ser: ¿Cómo pueden identificarse en el mundo hostil aquellos que le han seguido y los que le seguirán? Ser cristiano, pues, discípulo de Jesús, es amarse los unos a los otros. Ese es el catecismo que debemos vivir. Todo lo demás encuentra su razón de ser en esta ley suprema de la comunidad de discípulos. Todo lo que no sea eso es abandonar la comunión con el Señor resucitado y desistir de la verdadera causa del evangelio.
Cristo fue glorificado a través de su pasión y muerte, lo mismo va a pasar con su Iglesia. Cristo nos da un nuevo mandamiento, el amor mutuo.

Para nuestra vida.

En la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles, se nos va mostrando, que al llegar las primeras pruebas a los discípulos, van empezando a tener crisis de Fe, a dudar. Pero los apóstoles avisan que si no perseveran, y no cuidan la actitud orante, caerán. Cuando veamos que tenemos duda, que nuestra fe se tambalea, que no tenemos ganas de rezar… ahí, es cuando más oración, mas fidelidad debemos mostrar.
Tomemos como ejemplo a tantos mártires que por ser fieles al verdadero amor, han entregado y derramado su sangre por el Evangelio.

   El salmo responsorial nos invita a alabar a Dios, situarnos siempre ante el con una actitud de alabanza, de reconocimiento de todo lo que ha hecho.
  
En la segunda lectura del apocalipsis, nos habla hoy de la esperanza. La tierra será una sola; donde desaparecerá todo tipo de sufrimiento y todo será alegría y jubilo porque contemplaremos cara a cara Dios. Confiemos y tengamos esperanza en que cuando pase este mundo, lo que nos espera es el consuelo de encontrarnos con Cristo que es amor y con él, el sufrimiento y la muerte ya no tendrán cavidad en nosotros.

   El relato del Apocalipsis nos sitúa ante el mundo querido por  Dios, "Vi un cielo nuevo y una tierra nueva. El primer mundo ha pasado. Ahora hago el universo nuevo" Apocalipsis 21, 1. Para un mundo nuevo, un mandamiento nuevo. Un mundo nuevo, no con edificaciones nuevas, casas nuevas, palacios nuevos, sino un mundo nuevo, cuya ley es el amor, dice el Concilio. Pero como las edificaciones del mundo viejo estaban construidas en el egoísmo, hay que derribar eso viejo para que lo nuevo, el amor, pueda levantarse y brillar y actuar.

En el Evangelio de Juan, hoy resalta la llamada  al Amor. El amor es el fundamento del Reino nuevo que Cristo ha venido a inaugurar. Un amor el que todo lo hace nuevo e inaugura ya en esta tierra un pueblo nuevo, una comunidad de personas que ha de distinguirse ante todos por el amor entre unos y otros.
Desde el evangelio proclamado nos acercamos a la voluntad de Dios Padre. ¿cuál es la voluntad del Padre? La voluntad del Padre es que todos los hombres se salven (1 Tim 2,4). ¿Por qué? Porque los ama infinitamente y no quiere que ni uno solo se pierda. La salvación de los hombres es la voluntad del Padre. Esa es también su gloria. Por eso, en aquel momento en que Judas ha salido para hacer lo que tenía que hacer, "hazlo cuanto antes" (Jn 13,21), es glorificado Dios y el Hijo del Hombre. Lucas manifiesta también la premura de celebrar la pascua que acucia el corazón de Cristo: "Vivamente he deseado celebrar esta pascua con vosotros antes de morir" (Lc 22,14). Y en la misma atmósfera de ternura, el mandato del amor, su testamento: "Os doy un mandamiento nuevo: amaos unos a otros como yo os he amado" Juan 13, 31. Ese es el secreto que urgió a entregarse a los Apóstoles.
¿Dónde está la novedad de ese amor? Todo israelita sabía que el amor a Dios y al prójimo eran el primero y el segundo mandamiento de la ley, por lo tanto no es éste el amor nuevo. La novedad de este amor es la identidad con el amor de Jesús, que va entregar su vida por amor al Padre y a los hermanos: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13). "Nadie me quita la vida, sino que la doy yo por mí mismo... Ese es el mandato que he recibido de mi Padre" (Jn 10,18). "Como el Padre me ha amado así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor" (Jn 15,9). Ya no es el "amarás como a ti mismo", sino "como yo os he amado". Ahí radica la novedad del mandamiento "nuevo". A veces lo vemos tan nuevo que parece sin estrenar.
Ese amor nuevo inaugura una comunicación de amor del hombre con Dios, como la que se da entre el Hijo y el Padre y es sacramento que hace visible el amor existente entre el Padre y el Hijo. Y este amor nuevo engendra la tierra nueva y el cielo nuevo, de gracia, de santidad y de vida.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org

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