Comentarios a las lecturas del V Domingo de Pascua 24 de abril de 2016.
Estamos
celebrando ya el quinto domingo de
Pascua, tiempo de alegría en el Señor
El
domingo pasado, nos hablaba el texto del Evangelio que Jesús es el Buen Pastor
y conoce a las ovejas, y ellas le siguen.
Hoy
domingo V de Pascua, domingo del amor, el Señor nos da una señal para que nos
reconozcan no por nuestros méritos ni para que busquemos puestos de honores… un
ingrediente que como diría Santa Teresa, se nos examinará en un día cuando
pasemos de este mundo al Padre: el AMOR.
No
hay mejor señal que esa para ser reconocidos como discípulos de Jesús: no hace
falta tener carrera, ni cumplir una doctrina, ni una teología concreta. Solo
basta con SER.
Dos ideas
centrales emanan de las lecturas: se nos revela que habrá una nueva creación al
fin del mundo. Mientras, tenemos que continuar la misión de Cristo aquí en la
tierra, amándonos unos a otros.
En la primera lectura del Libro de los Hechos (Hc 14, 21b-27) se nos sitúa ante el relato de la primera misión de Pablo y Bernabé. Ellos regresaron a su gente exhortándolos a perseverar en la fe y subrayando las tribulaciones que vendrán. Pero sobre todo, ellos contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y que es importante en la vida de la comunidad.
Esta es la descripción del primer
viaje apostólico en que Lucas ha resumido la actividad misionera de la
comunidad de Antioquía, y de Pablo más concretamente. Durante este primer viaje
apostólico se nos presenta a Pablo y a Bernabé trabajando denodadamente por
hacer presente el Reino de Dios en ciudades importantes de Cilicia,
y de la provincia romana de la Capadocia, al sur de Turquía. En realidad
deberíamos tener muy presente los cc. 13-14 de los
Hechos, que forman una unidad particular de esta misión tan concreta. Son
dignos de destacar los elementos y perfiles de esta tarea, que implica a todos
los cristianos, que por el hecho de serlo, están llamados a la misión
evangelizadora. Resalta el coraje para anunciar la palabra de Dios y el
exhortar a perseverar en la fe. Todo se ha preparado con cuidado, la comunidad
ha participado en la elección y, por lo mismo, es la comunidad la que está
implicada en esta evangelización en el mundo pagano.
Jerusalén, de alguna manera, había
quedado a la espera de este primer ciclo en que ya los primeros paganos se
adhieren a la nueva fe. Y es la comunidad de Antioquía, donde los discípulos
reciben un nombre nuevo, el de cristianos, la que se ha empeñado, con acierto
profético, en abrirse a todo el mundo, a todos los hombres, como Jesús les
había pedido a los apóstoles (Hch 1,8). La
iniciativa, pues, la lleva la comunidad de Antioquía de Siria, no la de
Jerusalén. Pero en definitiva es la “comunidad cristiana” quien está en el tajo
de la misión. Ya sabemos que algunos de Jerusalén, ni siquiera veían con buenos
ojos estas iniciativas, porque parecían demasiado arriesgadas.
En
toda esta obra el gran protagonista es el Espíritu, que se encarga de abrir
caminos. Por eso, si no es Jerusalén y los Doce, será Antioquía y los nuevos
“apóstoles” quienes cumplirán las palabras del “resucitado”: ¿por qué? porque
el mensaje no puede encadenarse al miedo de algunos. En esas ciudades evangelizadas,
algunos judíos y sinagogas no aceptarán a éstos con su doctrina, porque todavía
pensaban que eran judíos. Pero ni siquiera en la comunidad cristiana de
Jerusalén, por parte de algunos, se aprobarán estas iniciativas. Es más, al
final de este “viaje” habrá que “sentarse” a hablar y discernir qué es lo que
Dios quiere de los suyos.
El responsorial de hoy es el Salmo 144 (Sal 144, 8-9.
10-11.-12-13ab) Salmo de acción de gracias: "Bendeciré
tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi rey" .
El salmo 144 (145 en la numeración
hebrea de nuestras Biblias) constituye una alabanza continua a Dios por sus
obras. Dios es un rey eterno y universal que derrama su justicia y su bondad
sobre todo ser viviente.
No hay una sola línea de
"petición". Por el contrario, el vocabulario de alabanza es de una intensidad
y de una variedad admirables: "te ensalzaré, Dios mío... bendeciré tu
nombre... Te alabaré... Proclamarán tus hazañas... Repetiré tus maravillas...
Proclamaré tus grandezas... Se recordarán tus inmensas bondades... Todos
aclamarán tu justicia..." Es admirable el cúmulo de cualidades que el
salmista encuentra en Dios: ¡Tú eres grande, Señor... Poderoso, admirable,
glorioso, fuerte, bueno, justo, tierno, amante, eterno, verdadero, fiel,
compasivo, próximo, atento, salvador... Nuestra vida de oración se
transformaría totalmente si adoptáramos más a menudo este tono positivo de
alabanza, en lugar de la oración de petición, que en el fondo, nos encierra en
nosotros mismos, para poner a Dios a nuestro servicio!
el salmo 144 mantiene la división
tradicional en tres partes: introducción (v. 1-2), cuerpo del salmo (v. 3-20)
dividido en dos secciones (v. 3-12 y 13-20) y conclusión (v. 21). Hoy se citan versículos
del cuerpo del salmo.
El v. 8 nos presenta una fórmula
tradicional: «El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico
en piedad». Nos recuerda la formulación más solemne que hay en toda la
Escritura respecto a la revelación que Dios hace de sí mismo a Moisés en la
cima del Sinaí: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira
y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la
iniquidad, rebeldía y el pecado» (Ex 34,6-7a).
El versículo 10 nos recuerda que el
término confesión no indica sólo la confesión de los pecados, sino también la
proclamación de alabanza.
Sigamos el comentario de San
Agustín a este salmo: " Señor,
que todas tus obras te confiesen y que todos tus santos te bendigan. Que te
confiesen todas tus obras (Sal 144,10). ¿Qué decir? ¿No
es la tierra obra suya? ¿No son obras suyas los árboles? ¿No son obra suya los
animales domésticos, los salvajes, los peces, las aves? En verdad, también
ellos son obra suya. Pero ¿cómo le confesarán estos seres? Veo que sus obras le
confiesan en las personas de los ángeles, pues los ángeles son obras suyas; y
también le confiesan sus obras cuando le confiesan los hombres, pues los
hombres son obras suyas. Pero ¿acaso las piedras y los árboles tienen voz para
confesarle? Sí, confiésenle todas sus obras. ¿Qué estás diciendo? ¿También la
tierra y los árboles? Todos son obra suya. Si todas las cosas le alaban, ¿por
qué no han de confesarle todas las cosas? El término confesión no indica sólo
la confesión de los pecados, sino también la proclamación de alabanza; no
suceda que siempre que oigáis la palabra confesión penséis únicamente en la
confesión del pecado. Hasta el presente así se cree, de forma que cuando
aparece el término en las Escrituras divinas, la costumbre lleva a golpearse el
pecho inmediatamente. Escucha cómo hay también una confesión de alabanza.
¿Tenía, acaso, pecados nuestro Señor Jesucristo? Y, sin embargo, dice: Te confieso, ¡oh Padre!, Señor del cielo y
de la tierra (Mt 11,25). Esta
confesión es, pues, de alabanza. Por tanto, ¿cómo ha de entenderse: Señor, que todas tus obras te confiesen? Alábente todas tus obras.
Pero
no hemos hecho más que trasladar el problema de la confesión a la alabanza. En
efecto, si no pueden confesarle los árboles, la tierra y cualquier ser
insensible, porque les falta la voz, tampoco podrán alabarle, porque también
les falta la voz para hacerlo. Y, sin embargo, ¿no enumeran aquellos tres
jóvenes que caminaban en medio de las llamas inofensivas para ellos a todos los
seres, puesto que tuvieron tiempo no sólo para no arder, sino también para
alabar a Dios? Pasan revista a todos los seres desde los celestes hasta los
terrenos: Bendecidle, cantadle himnos,
exaltadlo por los siglos de los siglos (Dn 3,20.90). Ved como entonan un himno.
Con todo, nadie piense que la piedra o el animal mudos tienen mente racional
para comprender a Dios. Quienes creyeron eso se apartaron inmensamente de la verdad.
Dios creó y ordenó todas las cosas: a unas les dio sensibilidad, entendimiento
e inmortalidad, como a los ángeles; a otras, sensibilidad, entendimiento con
mortalidad, como a los hombres; a otras les dio sensibilidad corporal, mas no
entendimiento ni inmortalidad, como a las bestias; a otras no les dio ni
sensibilidad ni entendimiento ni inmortalidad como a las hierbas, a los árboles
y a las piedras; sin embargo, ellas, en su género, no pueden faltar a esa
alabanza puesto que Dios ordenó a las criaturas en ciertos grados que van desde
la tierra al cielo, de lo visible a lo invisible, de lo mortal a lo inmortal.
Este
concatenamiento de la criatura, esta ordenadísima
hermosura, que asciende de lo inferior a lo superior y desciende de lo supremo
a lo ínfimo, jamás interrumpida, pero acomodada a la disparidad de los seres,
toda ella alaba a Dios. ¿Por qué toda ella alaba a Dios? Porque cuando tú la
contemplas y adviertes su hermosura, alabas a Dios por ella. La belleza de la
tierra es como cierta voz de la muda tierra. Te fijas y observas su belleza,
ves su fecundidad, su vigor, ves cómo concibe la semilla, cómo con frecuencia
germina aquello que no se sembró; la observas y esa tu observación es como una
pregunta que le haces. Tu investigación es una pregunta. Pues bien, cuando,
lleno de admiración, sigues investigando y escrutando y descubres su inmenso
vigor, su gran hermosura y luminoso poder, dado que no puede tener en sí y de
sí misma tal poder, inmediatamente te viene a la mente que ella no pudo existir
por sí misma, sino que recibió el ser del Creador. Lo que has hallado en ella
es la voz de su confesión, para que alabes al Creador. En efecto, si consideras
la hermosura de este mundo, ¿no te responde su hermosura como a una sola voz:
«No me hice a mí misma, sino que me hizo Dios»?
Luego,
Señor, que tus obras te confiesen y
tus santos te bendigan. Que tus santos contemplen la creación que te
confiesa, para que te bendigan ante la confesión de las criaturas. Escucha
también la voz de los santos que le bendicen. ¿Qué dicen tus santos cuando te
bendicen? Proclaman la gloria de tu
reino y anuncian tu poder. ¡Cuán poderoso es Dios que hizo la tierra!
¡Qué poderoso es Dios que llenó la tierra de bienes! ¡Qué poderoso es Dios que
dio a cada animal su propia vida! ¡Qué poderoso es Dios que infundió en el seno
de la tierra las diversas semillas, para que germinara tanta variedad de
frutales, tanta hermosura de árboles! ¡Qué poderoso es Dios, qué grande es
Dios! Tú pregunta, la criatura responderá; y por su respuesta, cual confesión
de la criatura, tú, santo de Dios, bendices a Dios y anuncias su poder". (San Agustín. Comentario al
salmo 144,13).
En la segunda lectura del Apocalipsis ( Ap. 21, 1-5a), San Juan nos revela la creación de un cielo nuevo y una nueva tierra, que es la Iglesia triunfante. Ese triunfo comienza en la tierra. Dios convive con nosotros y espera el fin de nuestra noche en la tierra para llenarnos de alegría. Si participamos, si sentimos y vivimos con la Iglesia aquí, gozaremos en el cielo. Presten mucha atención a esta revelación.
Tras algunos capítulos dedicados a la
descripción de la caída del mundo antiguo (Ap 14-20),
el Apocalipsis describe, en tres oráculos (Ap 21-22),
el mundo nuevo ya presente en la Iglesia y camino de ser un mundo celeste. El
primer oráculo (Ap 21, 1-8) es un himno a la Iglesia,
lugar de la nueva alianza (reflejada en los temas de esposa, elección,
intimidad, herencia, aplicados a ella).
La idea que nos presenta el
libro del Apocalipsis es la recreación de la obra de Dios. Dios según las
páginas del Génesis creó un mundo bueno, una tierra posible de ser habitada y
un cielo bajo el que todos los seres eran iguales en dignidad, en derechos y
deberes. Pero poco a poco el ser humano que se dejó carcomer el corazón por el
odio, y por egoísmo acaparó los recursos naturales. Unos sometieron a otros
hasta empobrecer a muchos y generar el caos sobre la tierra. Por eso desde el
anuncio de los profetas se proclamaba la creación de "un cielo nuevo y de
una tierra nueva" (Is 65, 17), ya que la obra de
Dios había sido degenerada por los mismos hombres y mujeres que dañaron su
interior y comenzaron a ser causa de muerte y de desigualdad.
El vidente del libro del
Apocalipsis ve consumada la palabra que en el pasado pronunciara el profeta
Isaías: ve cómo Dios recrea el cielo y la tierra y hace posible que los hombres
y las mujeres lo acepten en esa realidad mesiánica llamada Reino de Dios. Todo
pasará, hasta lo más sagrado. Porque se anuncia una ciudad nueva, un
tabernáculo nuevo, en definitiva una “presencia” nueva de Dios con la
humanidad.
Un cielo nuevo y una tierra
nueva, de la que desciende una nueva Jerusalén, que representa la ciudad de la
paz y la justicia, de la felicidad, en la línea de muchos profetas del Antiguo
Testamento. Se nos quiere presentar a la Iglesia como el nuevo pueblo de Dios,
en la figura de la esposa amada, ya no amenazada por guerras y hambre. Es el
idilio de lo que Pablo y Bernabé recomendaban: hay que pasar mucho para llegar
al Reino de Dios. Dios hará nueva todas las cosas, pero sin que sea necesario
dramatizar todos los momentos de nuestra vida. Es verdad que para ser felices
es necesario renuncias y luchas. El evangelio nos dará la clave.
El Mundo Nuevo instaurado por
Jesús resucitado para siempre, tendrá como base fundamental el amor, amor que
supera todas las fronteras y que posibilita la armonía y la verdadera
convivencia en torno a Dios, que es su fundamento.
Esta vida será posible en el Reino que Jesús anunció durante su vida y que
sus primeros seguidores asumieron. Este Reino no es exclusividad de los
circuncidados: es para todo aquel que está a favor de Dios, del Dios de la
vida, de la justicia y de la paz.
El amor entonces será la señal
máxima de la vida en la nueva tierra y en el nuevo cielo, y así cumpliremos el
encargo dado por Jesús de amarnos unos a otros».
El evangelio de hoy de San Juan (Jn 13, 31-35),
es
parte del discurso de despedida del Señor en la última Cena. Ese es el marco de
este discurso-testamento de Jesús a los suyos. La última cena de Jesús con sus
discípulos quedaría grabada en sus mentes y en su corazón. El redactor del
evangelio de Juan sabe que aquella noche fue especialmente creativa para Jesús,
no tanto para los discípulos, que solamente la pudiera recordar y recrear a
partir de la resurrección. Juan es el evangelista que más profundamente ha
tratado ese momento, a pesar de que no haya descrito la institución de la
eucaristía. Ha preferido otros signos y otras palabras, puesto que ya se
conocían las palabras eucarísticas en los otros evangelistas. Precisamente las
del evangelio de hoy son determinantes. Se sabe que para Juan la hora de la
muerte de Jesús es la hora de la glorificación, por eso no están presentes los
indicios de tragedia.
La salida de
Judas del cenáculo (v.30) desencadena la “glorificación” en palabras del Jesús
joánico. ¡No!, no es tragedia todo lo que se va a desencadenar, sino el
prodigio del amor consumado con que todo había comenzado (Jn 13,1). Jesús había
venido para amar y este amor se hace más intenso frente al poder de este mundo
y al poder del mal. En realidad esta no puede ser más que una lectura
“glorificada” de la pasión y la entrega de Jesús. Y no puede hacerse otro tipo
de lectura de lo que hizo Jesús y las razones por las que lo hizo. Por ello,
ensañarse en la pasión y la crueldad de su sufrimiento no hubiera llevado a
ninguna parte. El evangelista entiende que esto lo hizo el Hijo del hombre,
Jesús, por amor y así debe ser vivido por sus discípulos.
Con la muerte de Jesús aparecerá la gloria de
Dios comprometido con él y con su causa. Por otra parte, ya se nos está
preparando, como a los discípulos, para el momento de pasar de la Pascua a
Pentecostés; del tiempo de Jesús al tiempo de la Iglesia. Es lógico pensar que
en aquella noche en que Jesús sabía lo que podría pasar, tenía que preparar a
los suyos para cuando no estuviera presente. No los había llamado para una
guerra y una conquista militar, ni contra el Imperio de Roma. Los había llamado
para la guerra del amor sin medida, del amor consumado. Por eso, la pregunta
debe ser: ¿Cómo pueden identificarse en el mundo hostil aquellos que le han
seguido y los que le seguirán? Ser cristiano, pues, discípulo de Jesús, es
amarse los unos a los otros. Ese es el catecismo que debemos vivir. Todo lo
demás encuentra su razón de ser en esta ley suprema de la comunidad de
discípulos. Todo lo que no sea eso es abandonar la comunión con el Señor
resucitado y desistir de la verdadera causa del evangelio.
Cristo fue
glorificado a través de su pasión y muerte, lo mismo va a pasar con su Iglesia.
Cristo nos da un nuevo mandamiento, el amor mutuo.
Para nuestra vida.
En la primera lectura de los Hechos de los
Apóstoles, se nos va mostrando, que al llegar las primeras pruebas a los
discípulos, van empezando a tener crisis de Fe, a dudar. Pero los apóstoles
avisan que si no perseveran, y no cuidan la actitud orante, caerán. Cuando
veamos que tenemos duda, que nuestra fe se tambalea, que no tenemos ganas de
rezar… ahí, es cuando más oración, mas fidelidad debemos mostrar.
Tomemos como
ejemplo a tantos mártires que por ser fieles al verdadero amor, han entregado y
derramado su sangre por el Evangelio.
El
salmo responsorial nos invita a alabar a Dios, situarnos siempre ante el
con una actitud de alabanza, de reconocimiento de todo lo que ha hecho.
En la segunda lectura del apocalipsis, nos
habla hoy de la esperanza. La tierra será una sola; donde desaparecerá todo
tipo de sufrimiento y todo será alegría y jubilo porque contemplaremos cara a
cara Dios. Confiemos y tengamos esperanza en que cuando pase este mundo, lo que
nos espera es el consuelo de encontrarnos con Cristo que es amor y con él, el
sufrimiento y la muerte ya no tendrán cavidad en nosotros.
El
relato del Apocalipsis nos sitúa ante el
mundo querido por Dios, "Vi un
cielo nuevo y una tierra nueva. El primer mundo ha pasado. Ahora hago el
universo nuevo" Apocalipsis 21, 1. Para un mundo nuevo, un mandamiento
nuevo. Un mundo nuevo, no con edificaciones nuevas, casas nuevas, palacios
nuevos, sino un mundo nuevo, cuya ley es el amor, dice el Concilio. Pero como
las edificaciones del mundo viejo estaban construidas en el egoísmo, hay que
derribar eso viejo para que lo nuevo, el amor, pueda levantarse y brillar y
actuar.
En el Evangelio de Juan, hoy resalta la
llamada al Amor. El amor es el
fundamento del Reino nuevo que Cristo ha venido a inaugurar. Un amor el que
todo lo hace nuevo e inaugura ya en esta tierra un pueblo nuevo, una comunidad
de personas que ha de distinguirse ante todos por el amor entre unos y otros.
Desde el
evangelio proclamado nos acercamos a la voluntad de Dios Padre. ¿cuál es la
voluntad del Padre? La voluntad del Padre es que todos los hombres se salven (1
Tim 2,4). ¿Por qué? Porque los ama infinitamente y no quiere que ni uno solo se
pierda. La salvación de los hombres es la voluntad del Padre. Esa es también su
gloria. Por eso, en aquel momento en que Judas ha salido para hacer lo que
tenía que hacer, "hazlo cuanto antes" (Jn 13,21), es glorificado Dios
y el Hijo del Hombre. Lucas manifiesta también la premura de celebrar la pascua
que acucia el corazón de Cristo: "Vivamente he deseado celebrar esta pascua
con vosotros antes de morir" (Lc 22,14). Y en la misma atmósfera de
ternura, el mandato del amor, su testamento: "Os doy un mandamiento nuevo:
amaos unos a otros como yo os he amado" Juan 13, 31. Ese es el secreto que
urgió a entregarse a los Apóstoles.
¿Dónde está
la novedad de ese amor? Todo israelita sabía que el amor a Dios y al prójimo
eran el primero y el segundo mandamiento de la ley, por lo tanto no es éste el
amor nuevo. La novedad de este amor es la identidad con el amor de Jesús, que
va entregar su vida por amor al Padre y a los hermanos: "Nadie tiene amor
más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13). "Nadie
me quita la vida, sino que la doy yo por mí mismo... Ese es el mandato que he
recibido de mi Padre" (Jn 10,18). "Como el Padre me ha amado así os
he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos permaneceréis
en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su
amor" (Jn 15,9). Ya no es el "amarás como a ti mismo", sino
"como yo os he amado". Ahí radica la novedad del mandamiento
"nuevo". A veces lo vemos tan nuevo que parece sin estrenar.
Ese amor
nuevo inaugura una comunicación de amor del hombre con Dios, como la que se da
entre el Hijo y el Padre y es sacramento que hace visible el amor existente entre
el Padre y el Hijo. Y este amor nuevo engendra la tierra nueva y el cielo
nuevo, de gracia, de santidad y de vida.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
No hay comentarios:
Publicar un comentario