Comentario a las lecturas del II Domingo del Tiempo Ordinario 15 de enero de 2017
Iniciamos, este primer periodo del Tiempo Ordinario, tras el
Adviento y la Navidad. Y llegaremos hasta el 5 de marzo, fecha que celebraremos
la conmemoración del Miércoles de Ceniza y así iniciaremos la Cuaresma.
Hoy, también, queremos
recordar que la Iglesia Universal celebra la Jornada Mundial
del emigrante y del Refugiado. Hemos de tener muy en
cuenta esta difícil y muchas veces trágica realidad de los emigrantes, dado que
afecta generalmente a los más desfavorecidos de nuestra sociedad globalizada.
En este segundo Domingo del Tiempo Ordinario, hay una clara
referencia de las lecturas al bautismo y la elección
para una misión.. Respecto a la figura de Jesús, ya en la primera
lectura, del capítulo 49 del Libro de Isaías, escuchamos la profecía del Siervo
de Yahvé. Ella se cumplirá en Cristo, humilde y pacífico, que asume la misión
redentora de ser “Luz de las naciones”. Enlaza con el Evangelio de Juan, sobre
el bautismo de Jesús, nos muestra como San Juan, el Bautista, da la gran buena
noticia de la llegada del Hijo de Dios. Refleja este texto el testimonio
fundamental del Precursor, surgido de la comunicación del Espíritu Santo: Nos
anuncia, pues, la llegada ungido por el Espíritu, del Cordero de Dios que quita
el pecado del mundo.
Respecto a nuestro bautismo la referencia la encontramos en
la segunda lectura, de la Carta primera de San Pablo a los Corintios, que
leeremos durante varios domingos más. En ella, el Apóstol saluda, con gran
sentido profético a todos los bautizados, a los de su tiempo y a los del
futuro, a los de todos los tiempos, porque todos hemos sido salvados por
Cristo, sin importar el lugar y la época.
La primera
lectura ( Is 49,3.5-6 ), es parte del segundo poema del siervo (vs. 1-6), que con su apéndice (vs. 7-9) interrumpe
el contexto del libro de Isaías; a partir de 49,9 continúa la secuencia
dedicada al éxodo que ya empezó en 48,20. Este poema forma, pues, una unidad
independiente.
Este segundo cántico del siervo es una continuación del primero (42,1-4). Una
perspectiva universal abre y cierra el poema:"naciones, confín de la
tierra" (vs.1 a. 6b). Y si en el primer canto las naciones y las islas era
sólo espectadores (42,4), ahora son algo mucho más importantes: destinatarios.
En un contexto más amplio el texto forma parte del libro de la
"Consolación de Israel" (Is 40-55) trata de
abrir nuevos horizontes al pueblo abatido. Uno de los encargados será ese
misterioso personaje que se llama "el siervo de Yahvé". Este siervo
no es idéntico en cada uno de los cuatro cantos. En este segundo canto parece
identificarse de una forma bastante clara a un solo personaje. El sentido
parece ser éste: Israel llegará a poseer la gloria del Señor en la persona del siervo. Por medio del siervo,
Dios se sentirá orgulloso de Israel. De una cierta manera, el siervo se
identifica o, mejor, representa en su persona a Israel como canalizador de la
liberación que van a recibir todos los pueblos para gloria de Dios. Este
"mediador" por excelencia lo será después Jesús.
El responsorial (Sal 39,2.4ab.7-10), nos habla de la
vida del creyente, bautizado y ungido por el Espíritu. El salmista se pronuncia
contra los ritos de la religión oficial y aboga por un culto más del espíritu y
de la bondad para con todos.
Este salmo expresa la vivencia mística de alguien que se ha sentido amado
por Dios. Los versos nos relatan una progresión, que no es otra que el camino
de toda criatura, que tiene hambre de infinito y de plenitud.
“Yo esperaba con ansia…” El hombre es un buscador. Su hambre se convierte
en grito, y ese grito de anhelo es el primer canto a Dios. Quererlo es ya creer
en él.
“Tú no pides sacrificios…” ¡Este es
nuestro Dios! Bien alejado de los ídolos míticos que exigen sudor, sangre y
oro. Dios rechaza los cultos antiguos y los rituales expiatorios. No será esto
lo que nos acerque a él. ¿Qué podemos ofrecerle? El salmista nos da la
respuesta con abrumadora sencillez: “…entonces yo digo: Aquí estoy”.
Aquí estoy. Palabras simples, breves, pero muy explicitas. Esta es la única
respuesta que cabe dar ante la magnificencia de Dios. ¿Qué podemos ofrecer al
que lo tiene todo, porque todo lo ha creado? Solo a nosotros mismos.
Entregarse: esa es la mejor ofrenda y el mejor sacrificio.
Y esa entrega no es solo de palabra. Entregarse es darse en cuerpo, alma, mente y corazón. Se entrega quien es capaz de decir: “para hacer tu voluntad”. Con cuánta ligereza pronunciamos esta frase, y cuánto nos rebelamos internamente cuando caemos en la cuenta de lo que significa. O nos resignamos... ¡hágase tu voluntad! O nos enfadamos. ¿Acaso Dios quiere que le obedezcamos sumisamente, quitándonos nuestro criterio y nuestra libertad?.
El salmista continúa: “Dios mío, lo quiero y llevo tu ley en mis entrañas”. Solo quien ama profundamente es capaz de pronunciarla con sinceridad. Cuando hay tanto amor, la voluntad del uno es la del otro —“el Padre y yo somos uno”, dirá Jesús—.La voluntad de Dios es mi gozo. Mi voluntad es la suya. Llevo su ley —la ley es el amor, nos recordará también Jesús— grabada a fuego en mi interior.
El amor vincula y une. Y esa unión no destruye, sino que engrandece y da una gran alegría .
Y esa entrega no es solo de palabra. Entregarse es darse en cuerpo, alma, mente y corazón. Se entrega quien es capaz de decir: “para hacer tu voluntad”. Con cuánta ligereza pronunciamos esta frase, y cuánto nos rebelamos internamente cuando caemos en la cuenta de lo que significa. O nos resignamos... ¡hágase tu voluntad! O nos enfadamos. ¿Acaso Dios quiere que le obedezcamos sumisamente, quitándonos nuestro criterio y nuestra libertad?.
El salmista continúa: “Dios mío, lo quiero y llevo tu ley en mis entrañas”. Solo quien ama profundamente es capaz de pronunciarla con sinceridad. Cuando hay tanto amor, la voluntad del uno es la del otro —“el Padre y yo somos uno”, dirá Jesús—.La voluntad de Dios es mi gozo. Mi voluntad es la suya. Llevo su ley —la ley es el amor, nos recordará también Jesús— grabada a fuego en mi interior.
El amor vincula y une. Y esa unión no destruye, sino que engrandece y da una gran alegría .
Finalmente, después del encuentro y la unión, llega el momento de dar un
paso más: la misión. No podemos guardar para nosotros aquello que hemos
recibido tan generosamente. Quien se siente tan intensamente amado, no puede
hacer menos que comunicarlo: esta es la primera misión del apóstol… y de todo
cristiano: “He proclamado tu justicia… No he cerrado los labios. Tú, Señor, lo
sabes”.
La segunda lectura (1 Cor 1,1-3), es el saludo a los destinatarios de la carta. Al iniciar el saludo, el
apóstol reivindica el origen divino de su apostolado, que lo coloca en la misma
línea de los Doce. Se dirige a la iglesia de Dios en Corinto , empleando una expresión
muy habitual en él, "ekklesía toû theoû", con la que señalaba que la
asamblea de los cristianos ha ocupado el lugar que en el AT tenía la asamblea
de Israel que era también la Iglesia de Dios, el "qahal Yahveh".
El encabezamiento de la carta contiene ya
los temas fundamentales de la epístola. Pablo comienza por revalorizar su
misión de apóstol (v. 1): la autoridad que va a necesitar para disciplinar a
los cristianos de Corinto no se fundamenta en el hecho de que sea fundador de
una secta o pensador filósofo, sino en un llamamiento de Dios y sobre una
tradición: las palabras que dirá no serán suyas, sino Palabras de Dios
lealmente retransmitidas.
Corinto era una ciudad cosmopolita y
rica, que además se había convertido en centro de corrupción y de libertinaje
sexual (hasta el punto que la palabra korinthiazein
significaba llevar una vida licenciosa). En ese ambiente Pablo, fundó una
comunidad el año 51, y pocos años después (56-57), durante su estancia en
Éfeso, le llegaron noticias de desórdenes y divisiones dentro de la comunidad,
así como de un caso de incesto que había provocado un grave escándalo. Para
responder a ello escribe esta carta, al tiempo que responde a diversas
cuestiones que le habían presentado los corintios sobre matrimonio y
virginidad, el problema de las carnes sacrificadas a los ídolos, el
comportamiento en las asambleas litúrgicas, etc.
Los cristianos de Corinto tienen
igualmente títulos particulares que han de tomar en consideración en la manera
de resolver sus problemas. El primero de esos títulos es la santidad (v.2). La
Iglesia de Corinto sucede así al antiguo Israel que había de mantenerse en santa
asamblea ante su Dios (Ex. 19, 6-15; cf. 1 Cor 6, 2-4, 6, 11): la santidad obliga, pues, a los
corintios a rechazar el amoralismo de su sociedad y a hacerse los
representantes de la trascendencia divina en el corazón del mundo pagano.
La segunda situación a que deben atender
los cristianos de Corinto es su solidaridad con aquellos que, a través del
mundo, invocan el nombre del Señor. Esta invocación del nombre de Jahvé era el privilegio de Israel en el seno de las
naciones (Jer. 10,25; cf. Is.
43, 7). Invocando el nombre de Jesús, los cristianos cargan con la
responsabilidad de la salvación del mundo, puesto que, mediante su oración y su
conducta, garantizan la realización de esa salvación en ellos y a su alrededor.
El evangelio
de San Juan ( Jn 1,29-34), nos presenta el testimonio de Juan,
explícito, y el del Espíritu , y el de "aquel que envió a Juan a
predicar", todos ellos testimonios en favor de Jesús.
Juan Evangelista hace coincidir la muerte
de Jesús con la hora en que eran sacrificados los corderos de la cena pascual.
Por eso, para él, la imagen del Cordero de Dios es muy querida. Pero al
glosarla no hay que centrarlo todo en el contexto sacrificial-expiatorio,
porque sería reducir la imagen de Juan a una sola dimensión. La imagen del
Cordero de Dios es más amplia y debe ser entendida en todo el contexto de la
soteriología neotestamentaria. Jesús es el Cordero de
Dios porque ha cargado con los pecados del mundo, es decir, porque ha sido él
la solución del mundo y del hombre, la puerta aportada por Dios para dar salida
(y entrada) al mundo la clave, el alfa, la omega... Aquí ocurre lo mismo: hay
que ensanchar este título hasta sus verdaderas dimensiones (si se pudiera), más
allá de los límites de lo meramente sacrificial-expiatorio. Que Jesús quita el
pecado del mundo significa también que él nos trae la liberación de todos los
factores del mal que andan sueltos por el mundo (el pecado del mundo), mal
ajeno y mal propio, sufrido o añadido voluntariamente. Jesús quita el pecado
del mundo porque a través nuestro sigue librando su batalla contra el mal,
contra la injusticia, la insolidaridad, el odio, la opresión..., contra todos
los elementos contrario al Reino que anunció e inició. Ya decía algo semejante
el Concilio Vaticano II: la vida cristiana suscita, incluso en la sociedad, un
nivel de vida mas humano (LG 4O;GS11,15,41), es
decir, incluso socialmente se puede decir que Jesús quita el pecado del mundo.
Lo que dijo el Bautista, al fin y al
cabo, no es más que una profesión de fe. Proclamó que en El está la salvación
(quita el pecado del mundo). La conclusión parenética de la homilía puede ir
por esta línea: debemos atestiguar también nosotros en favor de Jesús. Todos
somos -debemos ser- evangelizadores. Y el evangelizador, de alguna manera, no
es sino un precursor, uno que abre camino a Jesús, que se atreve a señalarlo
entre los hombres ("éste es") y que se atreve a atestiguar
claramente, con su vida misma, que Jesús es el que quita el pecado del mundo,
el que introduce un nuevo orden de cosas.
Jesús "es el
Cordero de Dios". Escoge un camino de servicio, de humildad, de pobreza.
Así lleva a feliz término la misión que le encomendó el Padre: descubrir a la
humanidad la vida verdadera, el camino para ser hombre auténtico, humanidad
redimida y reconciliada. Es la paradoja de la vida y de la obra de Jesús: sigue
un camino de servicio, sin poder, junto a los más pobres y marginados. Un
camino que es locura y escándalo para judíos y griegos -para cristianos y no
cristianos- (1 Cor 1,17-31; Rom 8,35-39). Pero es el
camino de Dios.
Jesús "quita el pecado del
mundo". No se habla del pecado de cada hombre, sino del "pecado del
mundo", en singular. Un pecado único, que oprime a la humanidad entera. Un
pecado que ha de ser eliminado para que el hombre pueda ser realmente hombre,
imagen y semejanza de Dios. Un pecado que ya existía antes que Jesús comenzara
su actividad. Eliminarlo va a ser su misión; mejor dicho: iniciar el camino
para su aniquilamiento.
El pecado es esa realidad de mal que está
presente en el mundo.
"Tras de mí viene un hombre..."
Juan eclipsa su figura ante el que llega. Vivía y anunciaba la esperanza de
liberación que sentía el pueblo, pero no sabía quién sería el personaje que la
llevaría adelante. La misión de Juan era la creación de un ambiente, de una
expectativa. Esa era la finalidad de su bautismo.
"He contemplado al Espíritu..."
El Espíritu equivale a la plenitud de amor. Baja sobre Jesús y hace de El la presencia de Dios en la tierra. Por eso Jesús vive en
la esfera del Espíritu y pertenece a lo de "arriba" (Jn 8,23).
"Ese es el que ha de bautizar con
Espíritu Santo". El bautismo con Espíritu Santo no será una inmersión
externa en agua, sino una penetración del Espíritu en el hombre.
Jesús tiene la plenitud del Espíritu. Los
suyos recibirán espíritu (sin artículo), participando de su plenitud. Recibir
espíritu significa la comunicación de Dios mismo, que es Espíritu (Jn 4,24).
Esta comunicación es total en el caso de
Jesús, parcial en los demás hombres, para ir creciendo hacia la totalidad por
la práctica del amor.
El Espíritu, cuando se nombra en relación
con Jesús, no lleva el apelativo "Santo"; sí cuando se refiere a los
demás hombres. Y es que "Santo" designa la actividad liberadora que
realiza con el hombre, que le permite salir de la esfera sin Dios. Por eso no
se utiliza al describir su bajada sobre Jesús: éste nunca ha pertenecido a esa
esfera.
El Espíritu es el que libera del pecado
del mundo, comunicando al hombre la vida divina, la capacidad de amor. Con esa fuente
interna de vida el hombre puede alcanzar su pleno desarrollo, llegar a su
plenitud. Mientras el hombre no haya recibido el Espíritu, su creación no está
terminada, es solamente "carne" (Jn 3,5- 6). El Espíritu da al hombre
su nueva realidad, le hace capaz de un amor como el de Jesús.
El Espíritu es el que da el conocimiento
de Dios como Padre y el que hace ahondar en el misterio de Jesús. La vida que
comunica será un "nuevo nacimiento", un "nacer de arriba"
(Jn 3,3-5).
Las dos actividades de Jesús aquí
reflejadas -el que quita el pecado del mundo y bautiza con Espíritu Santo-
están relacionadas: quitará el pecado del mundo comunicando el Espíritu de la
verdad, que hace brotar en el hombre una vida nueva y definitiva, contrapuesta
a la del mundo.
"Este es el Hijo de Dios". Juan
completa su testimonio. Jesús es el Hijo de Dios porque el Padre lo ha
engendrado, comunicándole su misma vida, el Espíritu. Jesús es el Hijo de Dios
porque es Dios en la tierra, el proyecto divino hecho realidad humana.
Jesús-Mesías es la cumbre de la humanidad
y su misión consiste en comunicar a los hombres la vida divina que El posee en
plenitud (Jn 1,16), para que todos podamos realizar en nosotros ese proyecto.
Jesús empieza lo que llamamos "vida
pública" compartiendo totalmente nuestra condición humana, viviendo
totalmente nuestra vida de hombres -excepto el pecado (Heb 4,15)- y abriendo el
camino que puede renovar esta vida.
Para nuestra vida.
El
texto de la primera lectura de hoy nos acerca a la comprensión del título de Cristo
como "Cordero de Dios".
En esta lectura el Siervo amado de Dios es reconocido como "luz de las
naciones" y, así, el texto bíblico se adecua a la situación epifánica de este domingo.
El relato manifiesta una clara proximidad
del Siervo con Dio (Yahvé), esta proximidad del siervo
para con Yahvé es la garantía de que los oráculos se cumplirán. De algún modo,
el siervo queda constituido en prenda de salvación. Así ocurre con Jesús: en él
tenemos la seguridad de que las promesas se cumplirán, de que su reino tiene
sentido.
El profeta del Antiguo Testamento pudo
captar en el acontecimiento presente (en la circunstancia, la intervención de
Ciro en la historia de Israel) las posibilidades de comunión y de alianza entre
Dios y los hombres. Cristo mereció el título de profeta porque El, a su vez,
reveló la salvación de Dios en los acontecimientos y en su propia persona.
El autor nos recuerda que el fracaso sólo
lo es a los ojos humanos; el Señor está orgulloso de su siervo (v.3) y acepta
gustoso su trabajo (v.4b). Por eso le encomienda una nueva tarea: no sólo debe
convertir a los supervivientes de Israel sino que debe ser luz que ilumine y
libere a todas las naciones de la tierra (vs. 5-6;
Al siervo se le encomienda toda la tarea
de llevar adelante la alianza que Dios ha hecho con su pueblo. A la luz de la
resurrección, estas palabras adquieren verdadero sentido. En Jesús se ha
cumplido todo esto con perfecta exactitud.
La Iglesia, a su vez, es profética en el
sentido de que sitúa los acontecimientos del mundo actual dentro de la
perspectiva del Reino futuro. Defiende su libertad de critica
frente a todo sistema social, revolucionario o conservador, y les aplica sus
criterios de apreciación: su capacidad para preparar la unidad fundamental de
la humanidad en Jesucristo.
La Iglesia no conoce la naturaleza del
nexo que existe entre este mundo y el Reino. Pero sabe, al menos -y así lo
proclama-, que el mundo tal como lo hagamos, infierno de odio y de sufrimiento
o tierra habitable, será el material con el que Cristo tendrá que realizar su
Reino.
Por consiguiente, dentro de esta
perspectiva, el cristiano desempeñará un papel profético en el mundo y en la
Iglesia a la vez para leer en el mundo todo lo que prepara y obstaculiza al
Reino y para someter a crítica dentro de la Iglesia todas las instituciones que
están en contra de su carácter profético.
Centro de la proclamación profética de la
Palabra, la Eucaristía es, dentro de la Iglesia, la institución por excelencia
que debería atraer incluso a quienes más vivamente critican algunas otras
instituciones eclesiales y debería convencer a cada uno de su misión profética
en el mundo.
Continuar la obra de Cristo es tarea del
cristiano, mía y tuya.
El salmo de hoy es la
"oración misma de Jesús". Pero también es la nuestra, a condición de
no caer en el ritualismo: lo que Dios espera de nosotros, no son los
sacrificios externos, las oraciones ajenas a nosotros... Si no,
el ofrecimiento de nuestra carne y sangre, de nuestra vida cotidiana,
del "sacrificio espiritual" Podemos decir, ampliando la afirmación
central de este salmo, que Dios espera más nuestros comportamientos cotidianos,
que nuestras oraciones dominicales.
Nuestra
"acción de gracias" consiste en:
-Estar
feliz de mi fe.
-Maravillarme
de Dios.
-Hacer
su voluntad en lo profundo de mi vida.
-Anunciar
el evangelio, la buena nueva de su justicia, de su salvación, de su amor y de
su verdad.
Una
forma de recitar este salmo, sería dejarnos empapar por el ambiente de oración
que respira, para luego concretarlo en actitudes de "mi propia vida".
Heme aquí, Señor, para hacer Tu voluntad.
La
segunda lectura de este domingo es el saludo de la primera carta de Pablo a los
Corintios, de la que escucharemos los dos primeros capítulos los domingos antes
de Cuaresma. El texto de
hoy nos lleva a hacer dos consideraciones.
* definición de lo que es la Iglesia:
todos los consagrados por Cristo y que en cualquier lugar invocamos su nombre.
Aquí encontramos nuestra identificación cristiana y nuestra vocación a la
santidad, así como el hacer de nuestra vida un himno de alabanza al Cordero que
nos ha redimido.
*La segunda es que, este mismo texto, nos
urge (tanto como la semana que empieza el día 18) a orar por la unidad de los
cristianos, para que todos los que confesamos a Jesús como Señor y en todo
lugar -desde cada una de las confesiones cristianas- le invocamos como
redentor, lleguemos a conseguir vivir en la unidad que ha de llevar al mundo a
creer que Jesús es el Mesías enviado por el Padre (cf. Jn 17,21), el Cordero de
Dios que quita el pecado del mundo.
Sigue siendo válida, la valoración, hecha
por San Pablo para los corintios, de los cristianos como los consagrados por
Jesucristo, es decir, aquellos que, incorporados a JC por el bautismo, y que
participan de la elección que él ha recibido de Dios: del mismo modo que Israel
era una nación santa por elección divina, también lo son ahora los cristianos
por la incorporación de JC; los cristianos constituyen, incorporados a JC, el
nuevo Israel de Dios. el pueblo santo que él llamó.
Muy importante no olvidar, cual es el
elemento que cita San Pablo, como vínculo de unión entre los creyentes de
cualquier lugar: los que invocan el
nombre de Jesucristo Señor nuestro y de ellos .
En el evangelio, el
texto de San Juan, enlaza con el de San Mateo que leímos el domingo pasado, en
la Fiesta del Bautismo del Señor. Es el principio de la vida pública del Señor, el
inicio del camino de la salvación del género humano.
El texto nos une y nos remite aún al
tiempo de Navidad, como si este tiempo no hubiese terminado o nos costase
dejarlo atrás. El evangelio de hoy nos situó en el marco de las primeras
manifestaciones de Jesús como Salvador o, visto desde una óptica
complementaria, de los primeros reconocimientos explícitos de Jesús como Mesías.
Después de celebrar la Epifanía y el
Bautismo del Señor, el evangelio más típico de este domingo es el de la tercera
manifestación: las bodas de Cana (que escuchamos en el ciclo C. Para ampliar el
contexto de esta lectura, para el ciclo
A, así como para el B se ha optado por el texto del evangelio de Juan que
precede inmediatamente al de la manifestación en Caná. Juan, el profeta más próximo a Jesús, nos
presenta al Mesías como "el Cordero de Dios" y da testimonio de que
"es el Hijo de Dios".
La expresión Cordero de Dios, nos resulta
muy familiar por las diferentes veces en que aparece en la liturgia, la
expresión que utiliza Juan para presentar a Cristo a sus discípulos es la misma
con la que nosotros invocamos a Cristo, en el "Gloria", reconociéndolo
como Señor, como Dios y como Hijo del Padre; es también como Cordero de Dios
que le dirigimos repetidamente nuestra súplica en la letanía que acompaña a la
fracción del pan eucarístico; y es como Cordero de Dios que nos es presentado
Cristo cuando se nos invita a acercarnos a la mesa eucarística para recibir su
Cuerpo como verdadero alimento. Así pues, no es una expresión extraña para
nosotros.
Importante es también destacar el ejemplo
de testigo que nos da San Juan. El Bautista pudo emplear verbos en primera
persona: he contemplado..., me dijo... y yo he visto y he dado testimonio. El
evangelizador no es un doctrinero que habla en tercera persona de cosas que
están lejos de él, sino un testigo, que aporta un mensaje con su propia vida.
Para ser precursor o evangelizador hay que experimentar en la propia vida
primero y hay que ir con la propia vida por delante como muestra experimental
fehaciente de la verdad de lo que se anuncia. Esa es nuestra tarea.
El domingo 15 de enero es la Jornada Mundial del
emigrante y del Refugiado.
El objetivo es llamar la atención sobre la realidad de los emigrantes.
Sobre todo los menores de edad, especialmente los que están solos, instando a
todos a hacerse cargo de los niños, que se encuentran desprotegidos por tres
motivos: porque son menores, extranjeros e indefensos; y por esta razón están
obligados a vivir lejos de su tierra natal.
Y recordar, lo que el papa Francisco advertía: No debemos olvidar que los
emigrantes, antes que números son personas, son rostros, nombres, historia.
Europa es la patria de los derechos humanos.
El Lema es : Menores Migrantes
vulnerables y sin voz. Reto y esperanza
Que esta jornada Mundial del emigrante y del Refugiado nos haga comprometer
a fondo con una realidad que llama cada día a nuestra puerta pidiendo un cambio
de actitud hacia tantos hermanos venidos de lejos y nuevas políticas de acogida
e integración en nuestras sociedades.
El
próximo día 18 comienza la Semana de oración por la Unidad de los cristianos.
Cuando nos reunimos a celebrar la
eucaristía recitamos un mismo credo, escuchamos un mismo evangelio, comemos un
mismo pan, depositamos la ofrenda -una monedas- en la misma bolsa, nos damos la
mano... ¿quiere decir esto que ya estamos unidos? Esto sólo quiere decir que
guardamos en misa las formas de la unidad. Pero, por desgracia, estas formas
pueden encubrir y encubren muchas veces la división, el enfrentamiento y la
lucha fratricida, si es que la lucha de clases pasa también por medio de la
iglesia.
Comparada con esta división de los
cristianos, el problema ecuménico tal como suele entenderse, esto es, la
división de las iglesias cristianas, apenas tiene importancia, siendo como es
evidente, por otra parte, que este problema no podemos resolverlo como es
debido sin ocuparnos de lo que es primero y fundamental: la reconciliación
entre los hombres y los pueblos, la igualdad y la fraternidad universal, la
superación real y no el encubrimiento "piadoso" y farisaico de la lucha
de clases, la construcción de un mundo en el que habite la justicia. Porque es
la ausencia de esto lo que vacía de contenido la ortodoxia pretendida por todas
la iglesias y descalifica su culto: "Si, pues, al presentar tu ofrenda en
el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo que
reprocharte, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a
reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda"
(Mt/05/23s.).
Muchas son las iglesias que se llaman
cristianas y, no obstante están divididas. Levantan una cátedra contra otra, un
altar contra otro altar, hacen mesa aparte... Y eso es un escándalo para el
mundo, aunque no el mayor de todos como ya hemos dicho.
La unidad de las iglesias cristianas en
la confesión de un mismo credo y en la celebración de una misma eucaristía es
un problema de fidelidad de las iglesias a Cristo, que es el primero y el
último, el verdadero Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, anterior y
posterior a todas las iglesias: "Tras de mí viene un hombre que está por
delante de mí, porque existía antes que yo". Estas palabras de Juan el
Bautista, el Precursor, siguen siendo válidas y actuales para cualquier iglesia
que viva de la memoria de Jesús que vino y de la esperanza en el Señor que ha
de volver. Cuando una Iglesia es consciente y consecuente con estas palabras,
se pone en su lugar y está convencida de que es preciso que ella disminuya para
que Cristo crezca. Queremos decir que no insiste ya en su poder y en su
prestigio, que no se predica a sí misma, que no se hace valer a toda costa,
porque señala más bien constantemente al que ha de venir y procura descubrirlo
en medio del pueblo.
Cuando la unidad no se entiende como
unidad en Cristo, que es más que la iglesia, se acrecienta la división entre
las iglesias y entre los que se llaman cristianos. Cuando cada uno insiste en
tener la verdad y se preocupa muy poco en practicarla no hay modo de
entenderse. Cuando los cristianos, personal y colectivamente, no se comprometen
en serio con la causa de Cristo, siguen divididos. Pero comienzan a unirse y
van desapareciendo en la praxis todas sus divisiones cuando se convierten a
Cristo y reconocen la causa de Cristo en la causa de los pobres, con los que él
se ha identificado.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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