Iglesia en España celebra el día de Cáritas, el día nacional de la caridad, en este año bajo el lema “Vive la misericordia. Deja tu huella”.
En
las lecturas de hoy la reiteración de palabras referidas a “comida”, “bebida”,
“vida”, es constante. Los estudiosos han llegado a encontrar 9 veces
“comer-comida, vivir-vida”; 6 veces “carne”; 4 veces “pan-sangre, beber”. Todo
indica que Dios quiere relacionarse con nosotros espiritual y físicamente, a
través de la fe y a través de los sentidos. “El que come de este pan vivirá
para siempre”.
Pero,
además del simbolismo del signo sacramental, hay que admitir una realidad mucho
más honda y misteriosa: la presencia verdadera de Cristo, como está en el
cielo. El Corpus no consiste sólo en un signo eficaz de la presencia espiritual
de Cristo. La Iglesia cuando trata de explicar en profundidad el misterio de su
presencia emplea tres palabras: presencia verdadera, presencia real y presencia
sustancial.
La primera lectura (Gn 14,18-20), nos sitúa ante un texto con un relato ancestral. Estos relatos
tienen algo especial en la tradiciones
de Israel, hasta el punto de poder considerar que un texto como el de
Melquisedec podría ser una campaña militar, antigua, en la que se ha querido
ver que los grandes, en este caso el rey de Salem, también ha querido ponerse a
los pies del padre del pueblo, de Abrahán. Con los gestos del pan y el vino que
se ofrecen, las cosas más naturales de la tierra, el rey misterioso le otorga a
Abrahán un rango sagrado, casi de rey-sacerdote.
Melquisedec,
es un personaje misterioso en el
Antiguo Testamento, “sin padre, ni madre, ni genealogía, sin comienzo de días,
ni fin de vida, asemejado al Hijo de Dios, que permanece sacerdote para
siempre”, según narra la epístola a los Hebreos. También en el salmo se dice
que su sacerdocio es eterno. Una figura que anunciaba a Cristo, cuyo
sacerdocio, en efecto, es eterno, y cuyo origen se pierde en la eternidad. Un
sacerdocio que no proviene de los hombres, sino del mismo Dios.
El
pasaje nos dice que Abrahán le ofreció el diezmo de todo. De esa forma se pone
de relieve la grandeza de ese personaje, pues quien ofrece algo siempre es
inferior que aquel a quien se hace la ofrenda. Por otro lado se nos refiere que
Melquisedec ofreció a Dios el pan y el vino. Un sacrificio que anunciaba
también ese otro sacrificio, el de la Eucaristía donde el pan y el vino se
convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que se inmolan por la salvación
del mundo.
El responsorial es el salmo 109 (Sal 109,1-4) . Se trata de un salmo real célebre, compuesto en
Jerusalén para la entronización del rey o para la celebración de su
aniversario. El poeta o profeta cortesano habla al rey en
nombre de Dios, que otorga el dominio, la gloria y el poder. Los w. 1 y
4, según la versión griega de la Setenta, fueron aplicados en el Nuevo
Testamento a Cristo y releídos desde una perspectiva mesiánica en la estela de
la tradición judía (Qumrán). El salmo tiene dos partes.La primera (vv. 1-3),
contiene un oráculo real dirigido por YHWH al rey sobre su entronización
El pueblo se ha reunido en el palacio del rey de Judá y todo está
preparado para la solemne consagración real del ungido del Señor. Sin embargo,
el pequeño reino de Israel vive momentos difíciles a causa de los poderosos
enemigos que le rodean. La misma suerte del rey que va a ser entronizado
permanece incierta. El Señor tranquiliza al rey y a la asamblea con un oráculo
divino. El rey no debe temer por su dignidad real: «Siéntate a mi derecha y haré
de tus enemigos estrado de tus pies» (v. 1).
El Señor le dará también el poder y se extenderá
desde el palacio real hasta todos sus enemigos, que serán humillados por la
fuerza del rey. El consagrado, con sus empresas victoriosas sobre el enemigo,
estará siempre a la cabeza de un pueblo victorioso y reinará sobre todo el
mundo, porque se alimenta del torrente de las bendiciones divinas (vv. 2.7).
Por otra parte, el Señor mismo asegura, en este día
solemne, su filiación divina de una manera misteriosa: «Yo mismo te
engendré», como rey y sacerdote del pueblo, «entre esplendores
sagrados», los de esta liturgia de consagración, como el rocío de la mañana
desde el seno de la aurora (v. 3). Su sacerdocio será eterno, como el de
Melquisedec, rey-sacerdote de Salén sin ascendencia terrena (cf. Gn 14), un
sacerdocio distinto al oficial del templo, ligado a Aarón y a Sadoc (v 4).
San
Agustín nos dice de este salmo: "... Pues Dios prometió la divinidad a los
hombres, la inmortalidad a los mortales, la justificaci6n a los pecadores, la
glorificación a criaturas despreciables.
Sin
embargo, hermanos. como a los hombres les parecía increíble la promesa de Dios
de sacarlos de su condición mortal -de corrupción, bajeza, debilidad, polvo y
ceniza- para asemejarlos a los ángeles, no sólo firmó una alianza con los
hombres para incitarlos a creer, sino que también estableció un mediador como
garante de su fidelidad; y no estableció como mediador a cualquier príncipe o a
un ángel o arcángel, sino a su Hijo único. Y por él nos mostró el camino que
nos conduciría hasta el fin prometido.
Pero
no bastó a Dios indicarnos el camino, por medio de su Hijo: quiso que él mismo
fuera el camino, para que, bajo su dirección, tú caminaras por él...
Todo
esto debía ser profetizado y preanunciado para que no atemorizara a nadie si
acontecía de repente, sino que, siendo objeto de nuestra fe, lo fuese también
de una ardiente esperanza (San Agustín. Comentario sobre el salmo 109, 1-3).
En
la segunda Lectura de 1ª corintios ( 1 Cor 11,23-26), se nos asegura que cuanto les está
diciendo sobre la Eucaristía pertenece a la Tradición que arranca de Cristo,
“procede del Señor”
nos dice. El cristianismo primitivo tuvo que hacerse “recibiendo” tradiciones
del Señor. Pablo, que no lo conoció personalmente, le da mucha importancia a
unas pocas que ha recibido. Y una de esas tradiciones son las palabras y los
gestos de la última cena. Porque el apóstol sabía lo que el Vaticano II decía,
que “la Iglesia se realiza en la Eucaristía”. Todos debemos reconocer que aquella
noche marcaría para siempre a los suyos. Cuando la Iglesia intentaba un camino
de identidad distinto del judaísmo, serán esos gestos y esas palabras las que
le ofrecerá la oportunidad de cristalizar en el misterio de comunión con su
Señor y su Dios. Esta tradición “recibida”, según la mayoría de los
especialistas, pertenece a Antioquía (como en Lc 22,19-20), donde los
seguidores de Jesús “recibieron” por primera vez el nombre de “cristianos”.
Jesús
encomendó a sus discípulos que repitieran en memoria suya lo que él acababa de
hacer, convertir el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre, que se entregaba en
sacrificio para la redención del mundo. De ahí que diga San Pablo que cada vez
que comemos el Pan o bebemos del Cáliz proclamamos la muerte del Señor, hasta
que vuelva.
Proclamar la muerte de Cristo
equivale a repetir su sacrificio, de modo sacramental pero real. Es decir, en
cada celebración eucarística se repite el sacrificio del Calvario. De ahí la
importancia capital de la Eucaristía, de la Misa. Tanto que el Magisterio de la
Iglesia lo considera como el centro de la vida la cristiana, la fuente de la
que brota la vida de la Gracia y, por otro lado, es el acto al que se dirige
toda actividad apostólica, allí donde converge cuanto la Iglesia hace y dice
para la salvación del mundo.
Con el
evangelio de hoy volvemos a San Lucas
(Lc 9,11b-17 ). Se nos relata la
multiplicación de los panes y los peces, hecho este que es atestiguado por
todos los evangelistas, uno de esos acontecimientos considerado de capital
importancia, no por lo prodigioso sino por el valor teológico que encierra, por
el significado doctrinal tan rico e importante que entraña.
Jesús
está cerca de Betsaida y tiene delante a una gran muchedumbre de gente pobre,
enferma, hambrienta. Es a este pueblo marginado y oprimido al que Jesús se
dirige, “hablándoles del reino de Dios y sanando a los que lo necesitaban” (v.
11). A continuación Lucas añade un dato importante con el que se introduce el
diálogo entre Jesús y los Doce: comienza a atardecer (v. 12). El momento
recuerda la invitación de los dos peregrinos que caminaban hacia Emaús
precisamente al caer de la tarde: “Quédate con nosotros porque es tarde y está
anocheciendo” (Lc 24,29). En los dos episodios la bendición del pan acaece al
caer el día.
El
diálogo entre Jesús y los Doce pone en evidencia dos perspectivas. Por una
parte los apóstoles que quieren enviar a la gente a los pueblos vecinos para
que se compren comida, proponen una solución “realista”. En el fondo piensan
que está bien dar gratis la predicación pero que es justo que cada cual se
preocupe de lo material. La perspectiva de Jesús, en cambio, representa la
iniciativa del amor, la gratuidad total y la prueba incuestionable de que el
anuncio del reino abarca también la solución a las necesidades materiales de la
gente.
Al
final del v. 12 nos damos cuenta que todo está ocurriendo en un lugar
desértico. Esto recuerda sin duda el camino del pueblo elegido a través del
desierto desde Egipto hacia la tierra prometida, época en la que Israel
experimentó la misericordia de Dios a través de grandes prodigios, como por
ejemplo el don del maná. La actitud de los discípulos recuerda las resistencias
y la incredulidad de Israel delante del poder de Dios que se concretiza a
través de obras salvadoras en favor del pueblo (Ex 16,3-4).
La
respuesta de Jesús: “dadles vosotros de
comer” (v. 13) no sólo es provocativa dada la poca cantidad de alimento,
sino que sobre todo intenta poner de manifiesto la misión de los discípulos al
interior del gesto misericordioso que realizará Jesús. Los discípulos, aquella
tarde cerca de Betsaida y a lo largo de toda la historia de la Iglesia, están
llamados a colaborar con Jesús preocupándose por conseguir el pan para sus
hermanos. Después de que los discípulos acomodan a la gente, Jesús “tomó los
cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición,
los partió y se los iba dando a los discípulos para los distribuyeran entre la
gente” (v. 16).
El gesto de
“levantar los ojos al cielo” pone en evidencia la actitud orante de Jesús que
vive en permanente comunión con el Dios del reino; la bendición (la berajá
hebrea) es una oración que al mismo tiempo expresa gratitud y alabanza por el
don que se ha recibido o se está por recibir. Es digno de notar que Jesús no
bendice los alimentos, pues para él “todos los alimentos son puros” (Mc 7,19),
sino que bendice a Dios por ellos reconociéndolo como la fuente de todos los
dones y de todos los bienes. El gesto de partir el pan y distribuirlo indiscutiblemente
recuerda la última cena de Jesús, en donde el Señor llena de nuevo sentido el
pan y el vino de la comida pascual, haciéndolos signo sacramental de su vida y
su muerte como dinamismo de amor hasta el extremo por los suyos.
Al final todos quedan saciados
y sobran doce canastas (v. 17). El tema de la “saciedad” es típico del tiempo
mesiánico. La saciedad es la consecuencia de la acción poderosa de Dios en el
tiempo mesiánico. Jesús es el gran profeta de los últimos tiempos, que
recapitula en sí las grandes acciones de Dios que alimentó a su pueblo en el
pasado. Los doce canastos que sobran no sólo subraya el exceso del don, sino
que también pone en evidencia el papel de “los Doce” como mediadores en la obra
de la salvación. Los Doce representan el fundamento de la Iglesia, son como la
síntesis y la raíz de la comunidad cristiana, llamada a colaborar activamente a
fin de que el don de Jesús pueda alcanzar a todos los seres humanos.
El Señor se dio cuenta de que
aquel milagro despertó en la muchedumbre el entusiasmo, hasta el punto de que
quieren hacerlo rey. Pero por otro lado les recrimina que lo busquen sólo
porque se han saciado. Buscad el pan del cielo, les dice, el pan que el Hijo
del Hombre os dará. Y luego les aclara que quien coma de este Pan no morirá
para siempre. Esto es mi Cuerpo –nos recuerda—que será entregado por vosotros.
Para nuestra vida
La primera lectura del libro del Génesis (Gn.
14, 18‑20),
presenta
una antiquísima tradición. Melquisedec, Rey-Sacerdote de Salem (la primitiva
Jerusalén, aún ciudad cananea), reconoce la acción de Dios en Abrahán. y
Abrahán reconoce la acción de Dios en este sacerdote cananeo.
El
signo del sacerdote es la presentación del pan y del vino. Abrahán por su parte
le ofrece el diezmo.
Son "antecedentes lejanísimos" que la
iglesia gusta de utilizar en su "ambientación" de la Eucaristía,
aunque a nosotros nos resultan demasiado lejanos.
Del salmo
responsorial nos fijamos en los dos oráculos, en el versículo inicial del salmo
, el primer oráculo nos dice «Siéntate a
mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies».
San Máximo de Turín (siglo IV-V), quien en su Sermón sobre Pentecostés lo
comenta así: «Según nuestra costumbre, la participación en el trono se ofrece a
aquel que, realizada una empresa, llegando vencedor merece sentarse como signo
de honor. Así pues, también el hombre Jesucristo, venciendo con su pasión al
diablo, abriendo de par en par con su resurrección el reino de la muerte,
llegando victorioso al cielo como después de haber realizado una empresa,
escucha de Dios Padre esta invitación: “Siéntate a mi derecha”. No debemos
maravillarnos de que el Padre ofrezca la participación del trono al Hijo, que
por naturaleza es de la misma sustancia del Padre… El Hijo está sentado a la
derecha porque, según el Evangelio, a la derecha estarán las ovejas, mientras
que a la izquierda estarán los cabritos. Por tanto, es necesario que el primer
Cordero ocupe la parte de las ovejas y la Cabeza inmaculada tome posesión
anticipadamente del lugar destinado a la grey inmaculada que lo seguirá» (40,
2: Scriptores
circa Ambrosium, IV, Milán-Roma 1991, p. 195).
El
segundo oráculo tiene, en cambio, un contenido sacerdotal (cf. v. 4).
Antiguamente, el rey desempeñaba también funciones cultuales, no según la
tradición del sacerdocio levítico, sino según otra conexión: la del sacerdocio
de Melquisedec, el soberano-sacerdote de Salem, la Jerusalén preisraelita .
Desde
la perspectiva cristiana, el Mesías se convierte en el modelo de un sacerdocio
perfecto y supremo. La carta
a los Hebreos, en su parte central, exalta este ministerio
sacerdotal «a semejanza de Melquisedec» (Hb 5,10), pues lo ve encarnado en
plenitud en la persona de Cristo.
El
Nuevo Testamento recoge, en repetidas ocasiones, el primer oráculo para
celebrar el carácter mesiánico de Jesús . El mismo Cristo, ante el sumo
sacerdote y ante el sanedrín judío, se referirá explícitamente a este salmo,
proclamando que estará «sentado a la diestra del Poder» divino, precisamente
como se dice en el versículo 1 del salmo 109 (Mc 14,62; cf. 12,36-37).
Este
salmo, nos invita a contemplar el triunfo del Resucitado y a acrecentar nuestra
esperanza de que también la Iglesia, cuerpo de Cristo, participará un día de su
misma gloria, por muchas que sean las dificultades y los enemigos presentes.
Como el antiguo Israel, al que literalmente se refiere el salmo, como Cristo en
los días de su vida, la Iglesia tiene poderosos enemigos que podrían darle
sobrados motivos de temor; pero la misma Iglesia escucha un oráculo del Señor: «Haré de tus
enemigos -la muerte, el dolor, el pecado- estrado de tus pies».
Por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, como cada domingo, celebramos-, Dios nos ha
hecho nacer de nuevo para una esperanza viva. Que la contemplación de la
antigua promesa de Dios al rey de Judá, realizada en la resurrección de Cristo,
tal como nos la hace contemplar este salmo, intensifique nuestra oración de
acción de gracias, por todo lo que el Señor nos ofrece tan misericordiosamente.
En la segunda lectura
se destaca algo muy importante en la vida cristiana. Antes
de que lo entregaran a la muerte y le quitaran la vida, Jesús la ofreció, la
entregó, la donó a los suyos en el pan y en el vino, de la forma más sencilla y
asombrosa que se podía alguien imaginar.
¿Por
qué se ha proclamar la muerte del Señor hasta su vuelta? ¿Para recordar la
ignominia y la violencia de su muerte? ¿Para resaltar la dimensión sacrificial
de nuestra redención? ¿Para que no se olvide lo que le ha costado a Jesús la
liberación de la humanidad?. Es importante el valor de la memoria “zikarón” que
es un elemento antropológico imprescindible de nuestra propia historia. No
hacer memoria, significa no tener historia. Y la Iglesia sabe que “nace” de la
muerte de Jesús y de su resurrección. No es simplemente memoria de un muerto o
de una muerte ignominiosa, o de un sacrificio terrible. Es “memoria” (zikarón)
de vida, de entrega, de amor consumado, de acción profética que se adelanta al
juicio y a la condena a muerte de las autoridades; es memoria de su vida entera
que entrega en aquella noche con aquellos signos proféticos sin media.
Precisamente para que no se busque la vida allí donde solamente hay muerte y
condena. Es, por otra parte y sobre todo, memoria de resurrección, porque quien
se dona en la Eucaristía de la Iglesia, no es un muerto, ni repite su muerte
gestualmente, sino el Resucitado.
Hoy el evangelio de San
Lucas nos sitúa el «milagro» de la multiplicación de los panes y los
peces, en un lugar abierto donde era más fácil que la gente que seguía a Jesús
se pudiera congregar.
Esta multiplicación de Jesús se encuadra dentro de su actividad como
Maestro: Jesús se puso a hablar del Reino de Dios y curó a los que lo
necesitaban.
Jesús quiso aliviar la necesidad de los muchos que le seguían. Pero
también quiso enseñar a sus discípulos: «Dadles vosotros de comer«. Las
objeciones que los discípulos pusieron a Jesús son humanamente comprensibles.
Era un gentío el que estaba en torno a Jesús y en un descampado. ¿De dónde iban
a sacar comida para tantos?
¿Acaso Jesús con la pregunta a los suyos no les estaría indicando que
no solamente existe el hambre material? El mismo Jesús había dicho en otra
ocasión que «Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda
palabra que sale de la boca de Dios».
Este «hambre de Dios» no quiere decir que nos tengamos que olvidar del
«hambre material». A quien tenga hambre hay que darle de comer. Pero no debemos
olvidar que hay mucha gente satisfecha de comida, pero vacía de Dios. Ambas
«hambres» no son excluyentes ni se repelen. Para un cristiano deben ir
unidas. Jesús satisface el hambre material de la
multitud (partió [los panes] y se los dio) no sin antes alzar la mirada al cielo
y pronunciar la bendición. Solo podremos llevar a los demás a Jesús, si antes
nosotros nos hemos alimentado de Él. Esta experiencia de Dios será la que nos
empuje a ayudar a nuestros hermanos.
En este Evangelio hay una expresión de Jesús que llama
la atención: «Dadles vosotros de comer».
Partiendo de esta frase, me dejo guiar por tres palabras: seguimiento,
comunión, compartir.
También nosotros buscamos seguir a
Jesús para escucharle, para entrar en comunión con Él en la Eucaristía, para
acompañarle y para que nos acompañe. Preguntémonos: ¿cómo sigo yo a Jesús?
Jesús habla en silencio en el Misterio de la Eucaristía y cada vez nos recuerda
que seguirle quiere decir salir de nosotros mismos y hacer de nuestra vida no
una posesión nuestra, sino un don a Él y a los demás.
Ante la necesidad de la multitud, la solución de los discípulos es despedir
a la gente. ¡Cuántas veces nosotros cristianos hemos tenido esta tentación! No
nos hacemos cargo de las necesidades de los demás… Pero la solución de Jesús va
en otra dirección «Dadles vosotros de
comer».
La Eucaristía es el
Sacramento de la comunión, que nos hace salir del individualismo para vivir
juntos el seguimiento, la fe en Él. Todos deberíamos preguntarnos ante el
Señor: ¿cómo vivo yo la Eucaristía? ¿La vivo de modo anónimo o como momento de
verdadera comunión con el Señor, pero también con todos los hermanos y las
hermanas que comparten esta misma mesa? ¿Cómo son nuestras celebraciones
eucarísticas?.
«Dadles vosotros…», «dar», compartir. ¿Qué comparten los discípulos?
Lo poco que tienen: cinco panes y dos peces. Pero son precisamente esos panes y
esos peces los que en las manos del Señor sacian a toda la multitud. Y son
justamente los discípulos, perplejos ante la incapacidad de sus medios y la
pobreza de lo que pueden poner a disposición, quienes acomodan a la gente y
distribuyen – confiando en la palabra de Jesús – los panes y los peces que
sacian a la multitud.
En la Iglesia, pero
también en la sociedad, una palabra clave de la que no debemos tener miedo es
«caridad», o sea, saber poner a disposición de Dios lo que tenemos, nuestras
humildes capacidades, porque sólo compartiendo, sólo en el don, nuestra vida
será fecunda, dará fruto.
En la Eucaristía el
Señor nos hace recorrer su camino, el del servicio, el de compartir, el del
don, y lo poco que tenemos, lo poco que somos, si se comparte, se convierte en
riqueza, porque el poder de Dios, que es el del amor, desciende sobre nuestra
pobreza para transformarla.
Preguntémonos… al adorar
a Cristo presente realmente en la Eucaristía: ¿me dejo transformar por Él?
¿Dejo que el Señor, que se da a mí, me guíe para salir cada vez más de mi
pequeño recinto, para salir y no tener miedo de dar, de compartir, de amarle a
Él y a los demás?.
Así comenta San Juan
Pablo II lo celebrado en la Solemnidad del Corpus Christi. " 1. "Ecce panis angelorum, factus cibus viatorum: vere panis
filiorum": "Este es
el pan de los ángeles, pan de los peregrinos, verdadero pan de los hijos"
(Secuencia).
Hoy la Iglesia muestra al
mundo el Corpus Christi, el Cuerpo de
Cristo. E invita a adorarlo: Venite,
adoremus, Venid, adoremos.
La mirada de los creyentes se concentra en el
Sacramento, donde Cristo se nos da totalmente a sí mismo: cuerpo, sangre,
alma y divinidad. Por eso siempre ha sido considerado el más santo: el
"santísimo Sacramento", memorial vivo del sacrificio redentor.
En la solemnidad del Corpus
Christi volvemos a aquel "jueves" que todos llamamos "santo",
en el que el Redentor celebró su última Pascua con los discípulos: fue la
última Cena, culminación de la cena pascual judía e inauguración del rito
eucarístico.
Por eso, la Iglesia, desde hace siglos, ha elegido un
jueves para la solemnidad del Corpus Christi, fiesta de adoración, de
contemplación y de exaltación. Fiesta en la que el pueblo de Dios se congrega
en torno al tesoro más valioso que heredó de Cristo, el sacramento de su misma
presencia, y lo alaba, lo canta, lo lleva en procesión por las calles de
la ciudad.
2. "Lauda, Sion, Salvatorem!" (Secuencia).
La nueva Sión, la Jerusalén espiritual, en la que se
reúnen los hijos de Dios de todos los pueblos, lenguas y culturas, alaba al
Salvador con himnos y cantos. En efecto, son inagotables el asombro y la
gratitud por el don recibido. Este don "supera toda alabanza, no hay canto
que sea digno de él" (ib.).
Se trata de un misterio sublime e inefable. Misterio
ante el cual quedamos atónitos y silenciosos, en actitud de contemplación
profunda y extasiada.
3. "Tantum ergo sacramentum veneremur cernui": “Adoremos,
postrados, tan gran sacramento”.
En la santa Eucaristía está realmente presente Cristo,
muerto y resucitado por nosotros.
En el pan y en el vino consagrados permanece con nosotros el mismo Jesús de los
evangelios, que los discípulos encontraron y siguieron, que vieron crucificado
y resucitado, y cuyas llagas tocó Tomás, postrándose en adoración y
exclamando: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28; cf. 20, 17-20).
En el Sacramento del altar se ofrece a nuestra
contemplación amorosa toda la profundidad del misterio de Cristo, el Verbo y la
carne, la gloria divina y su tienda entre los hombres. Ante él no podemos dudar
de que Dios está "con nosotros", que asumió en Jesucristo todas las
dimensiones humanas, menos el pecado, despojándose de su gloria para
revestirnos a nosotros de ella (cf. Jn 20, 21-23).
En su cuerpo y en su sangre se manifiesta el rostro
invisible de Cristo, el Hijo de Dios, con la modalidad más sencilla y, al mismo
tiempo, más elevada posible en este mundo. A los hombres de todos los tiempos,
que piden perplejos: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21), la
comunidad eclesial responde repitiendo el gesto que el Señor mismo realizó para
los discípulos de Emaús: parte el pan. Al partir el pan se abren los ojos
de quien lo busca con corazón sincero. En la Eucaristía la mirada del corazón
reconoce a Jesús y su amor inconfundible, que se entrega "hasta el
extremo" (Jn 13, 1). Y en él, en ese gesto suyo, reconoce el rostro de
Dios.
4. "Ecce panis angelorum..., vere panis
filiorum": “He aquí el pan de los ángeles..., verdadero pan de los
hijos”.
Con este pan nos alimentamos para convertirnos en
testigos auténticos del Evangelio. Necesitamos este pan para crecer en el amor,
condición indispensable para reconocer el rostro de Cristo en el rostro de los
hermanos.
Nuestra comunidad diocesana necesita la Eucaristía para
proseguir en el camino de renovación misionera que ha emprendido. Precisamente
en días pasados se ha celebrado en Roma la asamblea diocesana; en ella se
analizaron "las perspectivas de comunión, de formación y de carácter
misionero en la diócesis de Roma para los próximos años". Es preciso
seguir nuestro camino "recomenzando" desde Cristo, es decir, desde la
Eucaristía. Caminemos con generosidad y valentía, buscando la comunión dentro
de nuestra comunidad eclesial y dedicándonos con amor al servicio humilde y
desinteresado de todos, especialmente de las personas más necesitadas.
En este camino Jesús nos precede con su entrega hasta el sacrificio y se
nos ofrece como alimento y apoyo. Más aún, no cesa de repetir en todo tiempo a
los pastores del pueblo de Dios: "Dadles vosotros de comer" (Lc
9, 13); partid para todos este pan de vida eterna.
Se trata de una tarea difícil y exaltante, una misión
que dura hasta el final de los siglos.
5. "Comieron todos hasta saciarse" (Lc 9, 17). A través de las
palabras del evangelio que acabamos de escuchar nos llega el eco de una fiesta
que, desde hace dos mil años, no tiene fin. Es la fiesta del pueblo en camino
en el éxodo del mundo, alimentado por Cristo, verdadero pan de salvación.
Al final de la santa misa también nosotros nos
pondremos en camino en el centro de Roma, llevando el cuerpo de Cristo
escondido en nuestro corazón y muy visible en el ostensorio.
Acompañaremos el Pan de vida inmortal por las calles de la ciudad. Lo
adoraremos y en torno a él se congregará la Iglesia, ostensorio vivo del
Salvador del mundo.
Ojalá que los cristianos de Roma, fortalecidos por su Cuerpo y su Sangre,
muestren a Cristo a todos con su modo de vivir: con su unidad, con su fe
gozosa y con su bondad.
Que nuestra comunidad diocesana recomience intrépidamente desde Cristo, Pan
de vida inmortal.
Y tú, Jesús, Pan vivo que da la vida, Pan de los peregrinos,
"aliméntanos y defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de
los vivos". Amén". (San Juan Pablo II. Solemnidad del Corpus Christi. Basílica de San Juan de Letrán. jueves 14 de junio de 2001).
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario