viernes, 20 de mayo de 2016

Comentario a las lecturas del Domingo después de Pentecostés. La Santísima Trinidad . 22 de mayo de 2016.

Comentario a las lecturas del Domingo después de Pentecostés.  La Santísima Trinidad . 22 de mayo de 2016.
 “El Espíritu Santo, de quien hemos recibido ahora la prenda, es el que nos garantiza que llegaremos a la plenitud de que habla el mismo Apóstol: Entonces le veremos cara a cara”. (San Agustín. Comentarios sobre el evangelio de San Juan 96,4).
Este domingo celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad: Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, un solo y único Dios en tres personas. Describe una realidad misteriosa que conjuga la unidad absoluta (monoteísmo) con la trinidad de personas, familia comunidad de amor. El Padre es el
principio sin principio, el Hijo es reflejo del Padre, engendrado en la eternidad de la misma naturaleza. El Espíritu Santo es el Aliento del Padre y del Hijo, es el Amor que los abraza. Los tres coexisten desde toda la eternidad, sin comienzo y para siempre. El proyecto de Dios es hacernos a nosotros partícipes de esa felicidad, y para eso hemos sido creados.
En esta fiesta la Iglesia nos propone el testimonio de las vocaciones contemplativas con el lema: “Contemplad el rostro de la misericordia”. Ellos y ellas han descubierto este misterio de Dios tan atrayente y se han sentido fascinados por él. Toda una vida para contemplar, alabar, interceder, dar gloria a Dios, reparar con amor ante el Amor que no es amado. ¿Qué hace en la Iglesia una comunidad contemplativa? ¿Qué provecho alcanza de ello la sociedad de nuestro tiempo? Los contemplativos responden a una vocación de Dios, que se convierte en profecía para todos: amar y buscar a Dios sobre todas las cosas, y son para la sociedad como oasis de paz y de silencio que invitan a encontrarse con Dios y restaurar nuestras fuerzas.
Hay una antigua leyenda llamada de “San Agustín y el niño de la concha”, tal como está representada en el famoso cuadro de Rubens. En este cuadro aparece el santo obispo de Hipona paseando por la playa; cuando ve que un niño está echando agua del mar en un pequeño hoyito, con una concha que lleva en la mano. El santo se acerca al niño y le pregunta: ¿qué haces? A lo que el niño responde sin dudar: voy a meter toda el agua del mar en este agujero. El santo, paternal y bondadoso, le responde al niño: toda el agua del mar no va a caber en este agujero. El niño le mira y le dice: tampoco Dios cabe en tu inteligencia. Esta respuesta del niño hizo reflexionar al santo, que llevaba varios años pensando en el libro que iba a escribir, y que de hecho escribió, sobre misterio de la Trinidad.

La primera lectura tomada de Proverbios (Prov 8,22-31), es una reflexión sobre el ser de las cosas. Esto adquirió consistencia en lo que llaman "sabiduría", como algo muy próximo a Dios (cf. Sab 7) y que queda casi personificado. En el v. 22 se habla de la Sabiduría "establecida desde el principio". El entender las cosas desde Dios tiene su raíz en Dios mismo. Cualquier criterio religioso tiene que nacer de un criterio de fe.
Por antigua que sea la Sabiduría, tiene su origen. En esto se distingue de Dios, que es anterior y que la ha engendrado. Pero a la vez es anterior a toda creación. Aquí se apunta la cuestión del ser misterioso de esta Sabiduría a la que se asimilará Cristo, "Sabiduría de Dios" (1 Cor 1, 30) El Antiguo Testamento desconocía el misterio de la Trinidad. Por eso nunca habla de él. Sin embargo,
hace muchas referencias al Espíritu, entendido como una fuerza de Dios, como un poder o un impulso de Dios con el que obra en el mundo y en la historia de los hombres, especialmente en su pueblo.
El monoteísmo absoluto del A. T. no podía hacer la menor referencia a un hijo de Dios. Será el Nuevo Testamento quien va a darnos la maravillosa doctrina del Hijo eterno de Dios hecho hombre para salvar al mundo.
Pero hoy, en el libro de los Proverbios, libro sapiencial con un gran material antiguo (anterior al Exilio), se nos habla de la sabiduría de Dios, sabiduría que se presenta personalizada, como la primera de las criaturas de Dios, muy unida a Dios y a su actuación, como un discípulo, que constituía la delicia de Dios, y su propia alegría consistía en estar entre los hombres.
El autor de este capítulo pensaba en la sabiduría de Dios dada a conocer a Israel y formando parte de su propia mentalidad y sabiduría.
"Esto dice la sabiduría de Dios: El Señor me estableció al principio de sus tareas, al comienzo de sus obras antiquísimas" (Pr 8, 22), estas palabras  se pierden en la bruma de los tiempos, y nos llegan envueltas en los tupidos velos del misterio. Nos hablan de cuando no había nada, de un tiempo fuera del tiempo. Contemplar con nuestros ojos la hondura de la esencia de Dios, sin comparaciones ni metáforas. Pero es imposible, Dios no cabe en nuestras palabras, no podemos conocerlo directamente. Tan sólo llegamos hasta él por analogía, por aproximación. Es suficiente esa aproximación para que podamos entrever algo tan sublime, que nos rindamos ante tanta grandeza. Sí, por la revelación de Dios podemos llegar hasta donde nuestro pobre entendimiento no pudo si soñar, hasta la misma cumbre divina. Y desde allí, el hombre sólo puede hacer una cosa, adorar en silencio. Estamos ante lo sagrado, lo trascendente, lo inefable. Pretender preguntar siempre, querer saberlo todo es profanar la revelación, las palabras llenas de la sabiduría de Dios.
"Cuando ponía un límite al mar; y las aguas no traspasaban mis mandatos...” (Pr 8, 29). Dios uno y trino. Tres personas y una naturaleza. El Padre, Dios, dando forma y color al mundo, haciendo brotar de las tinieblas un torrente de luz, colgando sin hilos los millones de astros que pueblan los espacios siderales, tallando en hielo las imponderables filigranas de una brizna de escarcha... El Hijo, Dios hecho hombre, nacido de madre virgen. Trabajando sobre nuestra tierra, predicando la Buena Nueva y curando a los enfermos, amando a los hombres hasta morir por ellos colgado de una cruz... El Espíritu Santo, Dios que procede del Padre y del Hijo. Que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas.

El responsorial es el salmo 8 (Sal 8,4-9) himno que es una celebración del hombre, una criatura insignificante comparada con la inmensidad del universo, una "caña" frágil, para usar una famosa imagen del gran filósofo Blas Pascal (Pensamientos, n. 264). Y, sin embargo, se trata de una "caña pensante" que puede comprender la creación, en cuanto señor de todo lo creado, "coronado" por Dios mismo (cf. Sal 8, 6). Como sucede a menudo en los himnos que exaltan al Creador, el salmo 8 comienza y termina con una solemne antífona dirigida al Señor, cuya magnificencia se manifiesta en todo el universo:  "¡Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!" (vv. 2. 10).
La primera estrofa del himno (cf. vv. 2-5) está dominada por una confrontación entre Dios, el hombre y el cosmos. En la escena aparece ante todo el Señor, cuya gloria cantan los cielos, pero también los labios de la humanidad. La alabanza que brota espontáneamente de la boca de los niños anula y confunde los discursos presuntuosos de los que niegan a Dios (cf. v. 3). A  estos se les califica de "adversarios", "enemigos" y "rebeldes",  porque  creen erróneamente que con  su  razón y su acción pueden desafiar y enfrentarse al Creador (cf. Sal 13, 1).
A continuación se abre el escenario de una noche estrellada. Ante ese horizonte infinito, surge la eterna pregunta:  "¿Qué es el hombre?" (Sal 8, 5). La respuesta primera e inmediata habla de nulidad, tanto en relación con la inmensidad de los cielos como, sobre todo, con respecto a la majestad del Creador. En efecto, el cielo, dice el salmista, es "tuyo", "has creado" la luna y las estrellas, que son "obra de tus dedos" (cf. v. 4). Es hermosa esa expresión, que se usa en vez de la más común:  "obra de tus manos" (cf. v. 7):  Dios ha creado estas realidades inmensas con la facilidad y la finura de un cincel.
¿Cómo puede Dios "acordarse" y "cuidar" (cf. v. 5) de esta criatura tan frágil y pequeña? Pero he aquí la gran sorpresa:  al hombre, criatura débil, Dios le ha dado una dignidad estupenda:  lo ha hecho poco inferior a los ángeles o, como puede traducirse también el original hebreo, poco inferior a un dios (cf. v. 6).
La segunda estrofa del salmo (cf. vv. 6-10) describe al hombre como el lugarteniente regio del mismo Creador. Dios lo ha "coronado", destinándolo a un señorío universal:  "Todo lo sometiste bajo sus pies", y el adjetivo "todo" resuena mientras desfilan las diversas criaturas (cf. vv. 7-9). Pero este dominio no se conquista con la capacidad humana, realidad frágil y limitada, ni se obtiene con una victoria sobre Dios, como pretendía el mito griego de Prometeo. Es un dominio que Dios regala:  a las manos frágiles y a menudo egoístas del hombre se confía todo el horizonte de las criaturas, para que conserve su armonía y su belleza, para que las use y no abuse de ellas, para que descubra sus secretos y desarrolle sus potencialidades.
Como declara la constitución pastoral Gaudium et Spes del concilio Vaticano II, "el hombre ha sido creado "a imagen de Dios", capaz de conocer y amar a su Creador, y ha sido constituido por él señor de todas las criaturas terrenas, para regirlas y servirse de ellas glorificando a Dios" (n. 12).

La segunda lectura  es de la carta a los romanos (Rom 5,1-5 ), su mensaje es claro. Nada ni nadie podrá separarnos del amor de Dios “EL amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado”. Se trata aquí, en la Carta a los Romanos, del amor especial que Dios nos tiene y del que nadie podrá separarnos.

El evangelio continua siendo de San Juan  (Jn 16,12-15) Este Evangelio es considerado por la liturgia como el Evangelio pascual por excelencia. En las dominicas que preceden a Pentecostés, nos presentan una y otra vez sus páginas inspiradas, llenas del recuerdo luminoso del discípulo amado. En especial las escenas y diálogos de la Ultima Cena tienen el acento entrañable de una despedida cargada de promesas y de ternura. Jesús dijo entonces a los suyos, y nos lo dice ahora a nosotros, que muchas cosas tiene que enseñarnos, pero que todavía no podemos cargar con ellas; aún no podemos comprenderle del todo.
Hoy el texto del evangelio de San Juan identifica a Jesús con la verdad. Esta no es pues un concepto o una categoría, sino una persona. El conocimiento de una persona no se hace ni se agota una vez por todas: se va haciendo continuamente, diariamente. Facilitar este conocimiento es la tarea
  y la función del Espíritu: El irá llevando al grupo cristiano a un conocimiento cada vez más hondo de Jesús. Este conocimiento progresivo explica la expresión "muchas cosas me quedan por deciros". Hay mucho terreno inexplorado en la verdad de Jesús, es decir, en su persona, que sólo puede ser conocido a medida que la experiencia coloca a la comunidad delante de nuevos hechos o circunstancias. Los cristianos deberán saber estar abiertos, por una parte, a la vida y a la historia –los signos de los tiempos- y, por otra, a la voz del Espíritu que se la interpreta. Uno de los cometidos del Espíritu es llevar a los discípulos hasta el conocimiento pleno de Jesús. Que el Espíritu glorifica a Cristo es realidad en la medida en que conduce a los discípulos progresivamente al conocimiento de la realidad que se manifiesta en él.

Se refiere el Señor a la riqueza inagotable e inabarcable de los tesoros divinos que, poco a poco, a lo ancho y lo largo de la vida terrena, vamos recibiendo. Dios se adapta a nuestra capacidad limitada y se nos va acercando más y más, para descubrirnos paulatinamente su grandeza sin límites. Jesús sabía que los suyos no comprenderían el sentido de las persecuciones y sufrimientos, ni incluso después de haber resucitado. Pero no se desanima y les dice que cuando venga el Espíritu Santo los guiará hasta la verdad plena. Él será quien culmine la obra de la redención, quien habite en nuestros corazones y actúe, día a día, hasta transformarnos en hombres nuevos, siempre que nosotros secundemos con docilidad su acción sobre nuestra alma.
Él me glorificará, sigue diciendo el Maestro, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Los apóstoles comprendieron entonces, cuando llegó el Espíritu de la Verdad, lo que Jesús era y significaba realmente para todos los hombres. Desde entonces su amor y entusiasmo por Jesucristo creció hasta límites insospechados, por Él serían capaces de los mayores sacrificios, héroes de las más grandes hazañas. Jesús es confesado como perfecto hombre y como perfecto Dios, es proclamado ante todos los hombres a través de todos los tiempos y sobre todos los espacios, amado y venerado como ningún otro hombre, como ningún otro dios. Él es el Hombre por excelencia, pero también el único y verdadero Dios. Al decir que todo lo que tiene el Padre es suyo, Jesús nos revela su igualdad de naturaleza y dignidad con el Padre y Creador del universo. También lo que anuncia el Espíritu Santo, y por tanto también con Él es uno es de Jesucristo e igual a Él. Estamos en los umbrales del misterio de la Santísima Trinidad, misterio insondable e incomprensible, ante el que sólo cabe la aceptación humilde y gozosa. La grandeza divina es tan inmensa que la más penetrante inteligencia humana se siente embotada y lenta para comprender.
 Esta incapacidad en lugar de entristecernos nos ha de alegrar. Ello significa que Dios es inmenso en todos sus atributos y perfecciones, digno de nuestro amor y nuestra fe, mantenedor firme de nuestra esperanza.

Para nuestra vida.
Lo que nos enseña el Misterio de la Santísima Trinidad.
-Dios es AMOR y, nosotros, participamos de esa fusión única y maravillosa que existe entre las tres personas.
-Dios es COMUNIÓN y, nosotros, la contemplamos y la comemos, la vivimos y la palpamos, la añoramos y la necesitamos ante la fragmentación existente en nuestro entorno, en las galaxias de nuestros afectos, en nuestras luchas, proyectos y fatigas.
-Dios es ÚNICO y, nosotros, le damos gloria y alabanza porque nuestra FE nos dice que en Él está puesta nuestra esperanza, nuestro ser iglesia, nuestra vida cristiana que ha de ser siempre trinitaria.
- En nuestra vida cotidiana, nos enseña que DIOS es familia y que, nosotros, formamos parte de ella aunque no lleguemos a comprender ni entender todo el entresijo y la riqueza que encierra.
El principal mensaje que nos dice a los cristianos este misterio es que el Dios en el que creemos es un Dios familia, un Dios comunidad, un Dios amor.
Nuestro Dios no es un individuo aislado e incomunicado, como una isla remota e inaccesible. Es un Dios universal. La fe nos dice que Dios es nuestro Padre, que el Hijo es nuestro redentor y que el Espíritu Santo es el amor que une al Padre con el Hijo. Por consiguiente, si nosotros queremos entender algo de este misterio, sólo podremos hacerlo entendiendo a Dios como amor. Y si nosotros queremos entender vivencialmente algo de este misterio, sólo podremos hacerlo viviendo en el amor de Dios. Todos nosotros somos criaturas de Dios, hijos de Dios, y podemos ser, vivir y existir en Dios, si amamos a Dios. Un cristiano no puede ser una persona egoísta, que sólo piensa en sí mismo, porque entonces no está creyendo en un Dios Trinitario. El individuo, y la familia cristiana, debe tener como ideal vivir creyendo y amando a un Dios que es, en sí mismo, una familia.

En el fragmento del Libro de los Proverbios, la Sabiduría de Dios habla en primera persona y señala su origen. La mayor hermosura coincide en las últimas palabras: "...yo estaba junto a él, como aprendiz, yo era su encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en su presencia: jugaba con la bola de la tierra, gozaba con los hijos de los hombres."
Dios no es un ser solitario, ni aburrido, ni egoísta. Dios es una comunicación infinita, una generosidad sin medida, una risa eterna.
La creación es un signo de su generosidad y de su sabiduría. Dios es vida que se desborda. Pero ya antes de ser creados Él se complacía en nosotros y en todas las cosas, como los esposos que sueñan con el hijo deseado. Y antes de todo, desde la eternidad, la Sabiduría jugaba en presencia de Dios, y era su encanto cotidiano. Y del amor de Dios surgía un gozo inexplicable que era el Espíritu. Dios es una comunidad de Espíritu.

Luego el salmista se va a preguntar: "¿qué es el hombre para que te acuerdes de él?, lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad”. Pregunta que en estos inicios del siglo XXI continuamos haciéndonos, contemplando las obras acertadas de los hombres las acertadas y especialmente las menos acertadas.

En la segunda lectura se nos anuncia que a la hora de esforzarnos por llevar a cabo el plan de Dios, los cristianos tenemos un incentivo: Dios no se ha guardado su capacidad de querer, sino que nos la ha dado a nosotros. El final del texto de San Pablo -Epístola a los Romanos—se dice: "porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado." El estar en paz con Dios no quiere decir tanto buscar la paz, sino el caer en cuenta de que ya se nos ha dado la paz en Jesucristo. La paz se convierte así en el mayor bien y no en una simple dimensión del alma, en una mera virtud. Estar en paz con Dios es saberse salvado y con fuerza para emprender una labor constructiva en favor de la humanidad.

El texto de San Juan sitúa en las palabras de Cristo esa realidad profunda que es la Santísima Trinidad. Pero aquí queremos llamar la atención sobre esos retazos de altura –dan vértigo—que los textos sagrados nos muestran. La sabiduría de Dios está cerca de Él y juega con la tierra y los hombres. Los hombres, si queremos, podemos estar cerca de la sabiduría divina, tal vez no podremos comprenderla en plenitud, pero sí sentirla y algo más que intuirla. El amor de Dios está en nuestro interior porque ahí ha sido puesto por "el Espíritu Santo que se nos ha dado" y ese mismo Espíritu nos guiará hasta la verdad plena.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org


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