Comentario
a las lecturas del Domingo después de Pentecostés. La Santísima Trinidad . 22 de mayo de 2016.
“El Espíritu Santo, de quien hemos recibido
ahora la prenda, es el que nos garantiza que llegaremos a la plenitud de que
habla el mismo Apóstol: Entonces le veremos cara a cara”. (San
Agustín. Comentarios sobre el evangelio de San Juan 96,4).
Este
domingo celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad: Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo, un solo y único Dios en tres personas. Describe una realidad
misteriosa que conjuga la unidad absoluta (monoteísmo) con la trinidad de
personas, familia comunidad de amor. El Padre es el
principio sin principio, el
Hijo es reflejo del Padre, engendrado en la eternidad de la misma naturaleza.
El Espíritu Santo es el Aliento del Padre y del Hijo, es el Amor que los
abraza. Los tres coexisten desde toda la eternidad, sin comienzo y para
siempre. El proyecto de Dios es hacernos a nosotros partícipes de esa
felicidad, y para eso hemos sido creados.
En esta fiesta la Iglesia nos propone
el testimonio de las vocaciones contemplativas con el lema: “Contemplad el
rostro de la misericordia”. Ellos y ellas han descubierto este misterio de Dios
tan atrayente y se han sentido fascinados por él. Toda una vida para
contemplar, alabar, interceder, dar gloria a Dios, reparar con amor ante el
Amor que no es amado. ¿Qué hace en la Iglesia una comunidad contemplativa? ¿Qué
provecho alcanza de ello la sociedad de nuestro tiempo? Los contemplativos
responden a una vocación de Dios, que se convierte en profecía para todos: amar
y buscar a Dios sobre todas las cosas, y son para la sociedad como oasis de paz
y de silencio que invitan a encontrarse con Dios y restaurar nuestras fuerzas.
Hay
una antigua leyenda llamada de “San Agustín y el niño de la concha”, tal como
está representada en el famoso cuadro de Rubens. En este cuadro aparece el
santo obispo de Hipona paseando por la playa; cuando ve que un niño está
echando agua del mar en un pequeño hoyito, con una concha que lleva en la mano.
El santo se acerca al niño y le pregunta: ¿qué haces? A lo que el niño responde
sin dudar: voy a meter toda el agua del mar en este agujero. El santo, paternal
y bondadoso, le responde al niño: toda el agua del mar no va a caber en este
agujero. El niño le mira y le dice: tampoco Dios cabe en tu inteligencia. Esta
respuesta del niño hizo reflexionar al santo, que llevaba varios años pensando
en el libro que iba a escribir, y que de hecho escribió, sobre misterio de la
Trinidad.
es
una reflexión sobre el ser de las cosas. Esto adquirió consistencia en lo que
llaman "sabiduría", como algo muy próximo a Dios (cf. Sab 7) y que queda casi personificado. En el v. 22 se habla
de la Sabiduría "establecida desde el principio". El entender las
cosas desde Dios tiene su raíz en Dios mismo. Cualquier criterio religioso
tiene que nacer de un criterio de fe.
Por
antigua que sea la Sabiduría, tiene su origen. En esto se distingue de Dios,
que es anterior y que la ha engendrado. Pero a la vez es anterior a toda
creación. Aquí se apunta la cuestión del ser misterioso de esta Sabiduría a la
que se asimilará Cristo, "Sabiduría de Dios" (1 Cor
1, 30) El Antiguo Testamento desconocía el misterio de la Trinidad. Por eso
nunca habla de él. Sin embargo,
hace muchas referencias al Espíritu, entendido
como una fuerza de Dios, como un poder o un impulso de Dios con el que obra en
el mundo y en la historia de los hombres, especialmente en su pueblo.
El
monoteísmo absoluto del A. T. no podía hacer la menor referencia a un hijo de
Dios. Será el Nuevo Testamento quien va a darnos la maravillosa doctrina del
Hijo eterno de Dios hecho hombre para salvar al mundo.
Pero
hoy, en el libro de los Proverbios, libro sapiencial con un gran material
antiguo (anterior al Exilio), se nos habla de la sabiduría de Dios, sabiduría que
se presenta personalizada, como la primera de las criaturas de Dios, muy unida
a Dios y a su actuación, como un discípulo, que constituía la delicia de Dios,
y su propia alegría consistía en estar entre los hombres.
El
autor de este capítulo pensaba en la sabiduría de Dios dada a conocer a Israel
y formando parte de su propia mentalidad y sabiduría.
"Esto dice la sabiduría de
Dios: El Señor me estableció al principio de sus tareas, al comienzo de sus
obras antiquísimas" (Pr 8, 22), estas
palabras se pierden en la bruma de los
tiempos, y nos llegan envueltas en los tupidos velos del misterio. Nos hablan
de cuando no había nada, de un tiempo fuera del tiempo. Contemplar con nuestros
ojos la hondura de la esencia de Dios, sin comparaciones ni metáforas. Pero es
imposible, Dios no cabe en nuestras palabras, no podemos conocerlo
directamente. Tan sólo llegamos hasta él por analogía, por aproximación. Es
suficiente esa aproximación para que podamos entrever algo tan sublime, que nos
rindamos ante tanta grandeza. Sí, por la revelación de Dios podemos llegar
hasta donde nuestro pobre entendimiento no pudo si soñar, hasta la misma cumbre
divina. Y desde allí, el hombre sólo puede hacer una cosa, adorar en silencio.
Estamos ante lo sagrado, lo trascendente, lo inefable. Pretender preguntar
siempre, querer saberlo todo es profanar la revelación, las palabras llenas de
la sabiduría de Dios.
"Cuando
ponía un límite al mar; y las aguas no traspasaban mis mandatos...” (Pr 8, 29).
Dios uno y trino. Tres personas y una naturaleza. El Padre, Dios, dando forma y
color al mundo, haciendo brotar de las tinieblas un torrente de luz, colgando
sin hilos los millones de astros que pueblan los espacios siderales, tallando
en hielo las imponderables filigranas de una brizna de escarcha... El Hijo,
Dios hecho hombre, nacido de madre virgen. Trabajando sobre nuestra tierra, predicando
la Buena Nueva y curando a los enfermos, amando a los hombres hasta morir por
ellos colgado de una cruz... El Espíritu Santo, Dios que procede del Padre y
del Hijo. Que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que
habló por los profetas.
himno que es
una celebración del hombre, una criatura insignificante comparada con la
inmensidad del universo, una "caña" frágil, para usar una famosa
imagen del gran filósofo Blas Pascal (Pensamientos, n. 264). Y, sin
embargo, se trata de una "caña pensante" que puede comprender la
creación, en cuanto señor de todo lo creado, "coronado" por Dios
mismo (cf. Sal 8, 6). Como sucede a menudo en los himnos que exaltan al
Creador, el salmo 8 comienza y termina con una solemne antífona dirigida
al Señor, cuya magnificencia se manifiesta en todo el universo:
"¡Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la
tierra!" (vv. 2. 10).
La
primera estrofa del himno (cf. vv. 2-5) está dominada por una confrontación
entre Dios, el hombre y el cosmos. En la escena aparece ante todo el Señor,
cuya gloria cantan los cielos, pero también los labios de la humanidad. La
alabanza que brota espontáneamente de la boca de los niños anula y confunde los
discursos presuntuosos de los que niegan a Dios (cf. v. 3). A estos se
les califica de "adversarios", "enemigos" y
"rebeldes", porque creen erróneamente que con su
razón y su acción pueden desafiar y enfrentarse al Creador (cf. Sal
13, 1).
A
continuación se abre el escenario de una noche estrellada. Ante ese horizonte
infinito, surge la eterna pregunta: "¿Qué es el hombre?" (Sal
8, 5). La respuesta primera e inmediata habla de nulidad, tanto en relación con
la inmensidad de los cielos como, sobre todo, con respecto a la majestad del
Creador. En efecto, el cielo, dice el salmista, es "tuyo", "has
creado" la luna y las estrellas, que son "obra de tus dedos"
(cf. v. 4). Es hermosa esa expresión, que se usa en vez de la más común:
"obra de tus manos" (cf. v. 7): Dios ha creado estas realidades
inmensas con la facilidad y la finura de un cincel.
¿Cómo
puede Dios "acordarse" y "cuidar" (cf. v. 5) de esta
criatura tan frágil y pequeña? Pero he aquí la gran sorpresa: al hombre,
criatura débil, Dios le ha dado una dignidad estupenda: lo ha hecho poco
inferior a los ángeles o, como puede traducirse también el original hebreo, poco
inferior a un dios (cf. v. 6).
La
segunda estrofa del salmo (cf. vv. 6-10) describe al hombre como el
lugarteniente regio del mismo Creador. Dios lo ha "coronado",
destinándolo a un señorío universal: "Todo lo sometiste bajo sus
pies", y el adjetivo "todo" resuena mientras desfilan las
diversas criaturas (cf. vv. 7-9). Pero este dominio no se conquista con la
capacidad humana, realidad frágil y limitada, ni se obtiene con una victoria
sobre Dios, como pretendía el mito griego de Prometeo. Es un dominio que Dios
regala: a las manos frágiles y a menudo egoístas del hombre se confía
todo el horizonte de las criaturas, para que conserve su armonía y su belleza,
para que las use y no abuse de ellas, para que descubra sus secretos y
desarrolle sus potencialidades.
Como
declara la constitución pastoral Gaudium
et Spes del concilio Vaticano II, "el hombre ha sido creado
"a imagen de Dios", capaz de conocer y amar a su Creador, y ha
sido constituido por él señor de todas las criaturas terrenas, para regirlas y
servirse de ellas glorificando a Dios" (n. 12).
La segunda lectura es de la carta a
los romanos (Rom 5,1-5 ), su mensaje es claro. Nada ni nadie podrá separarnos del amor de
Dios “EL amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu
Santo que se nos ha dado”. Se trata aquí, en la Carta a los
Romanos, del amor especial que Dios nos tiene y del que nadie podrá separarnos.
El evangelio continua siendo de San Juan (Jn 16,12-15) Este
Evangelio es considerado por la liturgia como el Evangelio pascual por
excelencia. En las dominicas que preceden a Pentecostés, nos presentan una y
otra vez sus páginas inspiradas, llenas del recuerdo luminoso del discípulo
amado. En especial las escenas y diálogos de la Ultima Cena tienen el acento
entrañable de una despedida cargada de promesas y de ternura. Jesús dijo
entonces a los suyos, y nos lo dice ahora a nosotros, que muchas cosas tiene
que enseñarnos, pero que todavía no podemos cargar con ellas; aún no podemos
comprenderle del todo.
Hoy
el texto del evangelio de San Juan identifica a Jesús con la verdad. Esta no es
pues un concepto o una categoría, sino una persona. El conocimiento de una
persona no se hace ni se agota una vez por todas: se va haciendo continuamente,
diariamente. Facilitar este conocimiento es la tarea
y la función del Espíritu:
El irá llevando al grupo cristiano a un conocimiento cada vez más hondo de
Jesús. Este conocimiento progresivo explica la expresión "muchas cosas me
quedan por deciros". Hay mucho terreno inexplorado en la verdad de Jesús,
es decir, en su persona, que sólo puede ser conocido a medida que la
experiencia coloca a la comunidad delante de nuevos hechos o circunstancias.
Los cristianos deberán saber estar abiertos, por una parte, a la vida y a la
historia –los signos de los tiempos- y, por otra, a la voz del Espíritu que se la
interpreta. Uno de los cometidos del Espíritu es llevar a los discípulos hasta
el conocimiento pleno de Jesús. Que el Espíritu glorifica a Cristo es realidad
en la medida en que conduce a los discípulos progresivamente al conocimiento de
la realidad que se manifiesta en él.
Se
refiere el Señor a la riqueza inagotable e inabarcable de los tesoros divinos
que, poco a poco, a lo ancho y lo largo de la vida terrena, vamos recibiendo.
Dios se adapta a nuestra capacidad limitada y se nos va acercando más y más,
para descubrirnos paulatinamente su grandeza sin límites. Jesús sabía que los
suyos no comprenderían el sentido de las persecuciones y sufrimientos, ni
incluso después de haber resucitado. Pero no se desanima y les dice que cuando
venga el Espíritu Santo los guiará hasta la verdad plena. Él será quien culmine
la obra de la redención, quien habite en nuestros corazones y actúe, día a día,
hasta transformarnos en hombres nuevos, siempre que nosotros secundemos con
docilidad su acción sobre nuestra alma.
Él
me glorificará, sigue diciendo el Maestro, porque recibirá de mí lo que os irá
comunicando. Los apóstoles comprendieron entonces, cuando llegó el Espíritu de
la Verdad, lo que Jesús era y significaba realmente para todos los hombres.
Desde entonces su amor y entusiasmo por Jesucristo creció hasta límites
insospechados, por Él serían capaces de los mayores sacrificios, héroes de las
más grandes hazañas. Jesús es confesado como perfecto hombre y como perfecto
Dios, es proclamado ante todos los hombres a través de todos los tiempos y
sobre todos los espacios, amado y venerado como ningún otro hombre, como ningún
otro dios. Él es el Hombre por excelencia, pero también el único y verdadero
Dios. Al decir que todo lo que tiene el Padre es suyo, Jesús nos revela su
igualdad de naturaleza y dignidad con el Padre y Creador del universo. También
lo que anuncia el Espíritu Santo, y por tanto también con Él es uno es de
Jesucristo e igual a Él. Estamos en los umbrales del misterio de la Santísima Trinidad,
misterio insondable e incomprensible, ante el que sólo cabe la aceptación
humilde y gozosa. La grandeza divina es tan inmensa que la más penetrante
inteligencia humana se siente embotada y lenta para comprender.
Esta incapacidad en lugar de entristecernos
nos ha de alegrar. Ello significa que Dios es inmenso en todos sus atributos y
perfecciones, digno de nuestro amor y nuestra fe, mantenedor firme de nuestra esperanza.
Para
nuestra vida.
Lo
que nos enseña el Misterio de la Santísima Trinidad.
-Dios es AMOR y,
nosotros, participamos de esa fusión única y maravillosa que existe entre las
tres personas.
-Dios es COMUNIÓN y,
nosotros, la contemplamos y la comemos, la vivimos y la palpamos, la añoramos y
la necesitamos ante la fragmentación existente en nuestro entorno, en las
galaxias de nuestros afectos, en nuestras luchas, proyectos y fatigas.
-Dios es ÚNICO y,
nosotros, le damos gloria y alabanza porque nuestra FE nos dice que en Él está
puesta nuestra esperanza, nuestro ser iglesia, nuestra vida cristiana que ha de
ser siempre trinitaria.
- En nuestra vida cotidiana, nos
enseña que DIOS es familia y que, nosotros, formamos parte
de ella aunque no lleguemos a comprender ni entender todo el entresijo y la
riqueza que encierra.
El
principal mensaje que nos dice a los cristianos este misterio es que el Dios en
el que creemos es un Dios familia, un Dios comunidad, un Dios amor.
Nuestro
Dios no es un individuo aislado e incomunicado, como una isla remota e
inaccesible. Es un Dios universal. La fe nos dice que Dios es nuestro Padre,
que el Hijo es nuestro redentor y que el Espíritu Santo es el amor que une al
Padre con el Hijo. Por consiguiente, si nosotros queremos entender algo de este
misterio, sólo podremos hacerlo entendiendo a Dios como amor. Y si nosotros
queremos entender vivencialmente algo de este misterio, sólo podremos hacerlo
viviendo en el amor de Dios. Todos nosotros somos criaturas de Dios, hijos de
Dios, y podemos ser, vivir y existir en Dios, si amamos a Dios. Un cristiano no
puede ser una persona egoísta, que sólo piensa en sí mismo, porque entonces no
está creyendo en un Dios Trinitario. El individuo, y la familia cristiana, debe
tener como ideal vivir creyendo y amando a un Dios que es, en sí mismo, una
familia.
En el fragmento del Libro de los Proverbios,
la Sabiduría de Dios habla en primera persona y señala su origen. La
mayor hermosura coincide en las últimas palabras: "...yo estaba junto a él,
como aprendiz, yo era su encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en su
presencia: jugaba con la bola de la tierra, gozaba con los hijos de los
hombres."
Dios
no es un ser solitario, ni aburrido, ni egoísta. Dios es una comunicación
infinita, una generosidad sin medida, una risa eterna.
La
creación es un signo de su generosidad y de su sabiduría. Dios es vida que se
desborda. Pero ya antes de ser creados Él se complacía en nosotros y en todas
las cosas, como los esposos que sueñan con el hijo deseado. Y antes de todo,
desde la eternidad, la Sabiduría jugaba en presencia de Dios, y era su encanto
cotidiano. Y del amor de Dios surgía un gozo inexplicable que era el Espíritu.
Dios es una comunidad de Espíritu.
Luego el salmista se va a preguntar:
"¿qué es el hombre para que te acuerdes de él?, lo hiciste poco inferior a
los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad”. Pregunta que en estos inicios
del siglo XXI continuamos haciéndonos, contemplando las obras acertadas de los
hombres las acertadas y especialmente las menos acertadas.
En la segunda lectura se nos anuncia que a la
hora de esforzarnos por llevar a cabo el plan de Dios, los cristianos tenemos
un incentivo: Dios no se ha guardado su capacidad de querer,
sino que nos la ha dado a nosotros. El final del texto de San Pablo -Epístola a
los Romanos—se dice: "porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado." El estar en paz con
Dios no quiere decir tanto buscar la paz, sino el caer en cuenta de que ya se
nos ha dado la paz en Jesucristo. La paz se convierte así en el mayor bien y no
en una simple dimensión del alma, en una mera virtud. Estar en paz con Dios es
saberse salvado y con fuerza para emprender una labor constructiva en favor de
la humanidad.
El texto de San Juan sitúa en las palabras de
Cristo esa realidad profunda que es la Santísima Trinidad.
Pero aquí queremos llamar la atención sobre esos retazos de altura –dan
vértigo—que los textos sagrados nos muestran. La sabiduría de Dios está cerca
de Él y juega con la tierra y los hombres. Los hombres, si queremos, podemos
estar cerca de la sabiduría divina, tal vez no podremos comprenderla en
plenitud, pero sí sentirla y algo más que intuirla. El amor de Dios está en
nuestro interior porque ahí ha sido puesto por "el Espíritu Santo que se
nos ha dado" y ese mismo Espíritu nos guiará hasta la verdad plena.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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