En las lecturas
de este domingo tenemos tres modelos de personas que aceptaron la vocación a la
santidad que Dios les dio, reconociendo inicialmente su incapacidad para
conseguirlo. Estas tres personas - Isaías, san Pablo y San Pedro - fueron
llamadas por Dios a conseguir la santidad mediante la predicación de la palabra
de Dios. Las tres respondieron positivamente a la llamada de Dios, a la
vocación; cada una desde sus concretas y particulares circunstancias
personales.
La
primera lectura del Profeta Isaías nos enseña que, si creemos y sabemos que no
estamos preparados para cumplir la misión que Dios nos encarga, Él mismo nos
ayudará. Pero tenemos que dejar ayudar. El profeta Isaías es un buen ejemplo
para nosotros. Reconoció humildemente su impureza y su incapacidad personal,
pero ofreció a Dios su disponibilidad para cumplir con la vocación de profeta
que el Señor le pedía.
San
Pablo pasó de perseguidor a perseguido, de heterodoxo del judaísmo a contrario
profundo de la ley hebrea. Tenía que dejarse llevar –también contra todo
pronóstico—como un inválido, no como un aguerrido perseguidor , a Damasco y
allí esperar. Podría haberse negado y, mejor o peor, seguir su camino y cumplir
la otra misión: la de perseguir a los seguidores de Cristo.
San
Pedro, atónito y asustado, por el portentoso milagro que acaba de ver, se
arrojó a los pies del Señor para reconocer que él no era la persona apropiada,
para el encargo que le proponía Jesús y se declara pecador… El Maestro le dice,
simplemente, “no temas, yo te haré pescador de hombres”.
"Él año de la muerte del
rey Ozías, vi al Señor sentado sobre un trono alto y
excelso: la orla de su manto llenaba el templo" (Is
6, 1).
Isaías contempla, entre extasiado y atónito, el grandioso espectáculo que se
despliega ante sus ojos. Los cielos se han abierto, todo ha desaparecido de su
vista, las cosas terrenas han quedado bañadas por la brillante policromía del
mundo de la luz. Y allá, en lo alto, en lo más excelso, está sentado el Señor,
llenando con su esplendor el recinto del templo.
"¡Santo, santo, santo, el Señor de los
ejércitos, la tierra está llena de su gloria...! Y temblaban las jambas de las
puertas al clamor de sus voces, y el templo estaba lleno de humo". El
profeta exclama asustado: " ¡Ay de mí, estoy perdido! Yo hombre, de
labios impuros… Escuché la voz del Señor que decía: ¿a quién mandaré? ¿Quién ira por mí? Contesté: aquí estoy, mándame. El profeta
Isaías se siente abrumado ante el enorme contraste entre su insignificancia e
indignidad y la dignidad y grandeza de la misión que se le confía: anunciar con
sus propios labios la palabra de Dios. Y es que resulta carga excesiva el que
la palabra humana sea vehículo de la palabra de Dios. Este mismo es el riesgo y
la osadía de todo el pueblo de Dios, a quien se le ha confiado la misión
profética: que, siendo pecadores, tenemos que ser mensajeros del evangelio. El
profeta se serena y cobra ánimos cuando sabe que es Dios mismo quien le
purifica y capacita para la misión. El profeta acepta voluntariamente la misión
que se le encomienda: "Aquí estoy,
mándame".
es atribuido
por la tradición judía a David, aunque probablemente surgió en una época
posterior, el Salmo 137, himno de acción
de gracias, comienza con un canto
personal del orante. Eleva su voz en la asamblea del templo o teniendo como
punto de referencia el Santuario de Sión, sede de la presencia del Señor y de
su encuentro con el pueblo de los fieles.
Así
confiesa: «me postraré hacia tu
santuario» de Jerusalén ( v. 2): allí canta ante Dios que está en los
cielos con su corte de ángeles, pero que también está a la escucha en el
espacio terreno del templo (v. 1). El
Señor, es decir, su realidad personal viva y operante, y sus virtudes de
fidelidad y misericordia, signos de la alianza con su pueblo, son la base de
toda confianza y de toda esperanza ( v. 2). La mirada se dirige, entonces, por
un instante, al pasado, al día del sufrimiento: entonces la voz divina había respondido
al grito del fiel angustiado. Había infundido valentía en el alma turbada
(v.3). El Señor «agita la fuerza en el
alma» del justo oprimido: es como la irrupción de un viento impetuoso que
barre las dudas y miedos, imprime una energía vital nueva, hace florecer
fortaleza y confianza.
Después
de esta premisa, aparentemente personal, el salmista amplía su mirada personal
e imagina que su testimonio abarca a todo el horizonte: «los reyes de la tierra», con una especie de adhesión universal, se
expresan unidos en una alabanza común en honor de la grandeza y de la potencia
soberana del Señor (vs..4-6). Este contenido tiene como primer tema la «gloria» y los «caminos del Señor» (v.5), es decir, sus proyectos de salvación y su
revelación. De este modo, se descubre que Dios
«es grande» y trascendente, «ve al humilde» con afecto, mientras
aparta su rostro del soberbio, como signo de rechazo y de juicio (v. 6). Se
habla de la «ira de los enemigos» (v
7), una especie de símbolo de todas las hostilidades que puede tener que
afrontar el justo durante su camino en la historia. Pero él sabe, y también lo
sabemos nosotros, que el Señor no le abandonará nunca y le ofrecerá su mano
para socorrerle y guiarle. El final del Salmo es, por tanto, una apasionada
profesión de confianza en el Dios de la bondad sempiterna: no abandonará la
obra de sus manos, es decir, a su criatura (versículo 8). Expresión de plena confianza en la obra de
Dios la que se expresa en el v. 8 «El
Señor llevará a cabo sus planes sobre mí. Señor, tu misericordia es eterna; no
abandones la obra de tus manos». Palabras consoladoras, si
las hay.
de la primera carta a los
corintios
"Yo
soy el menor de los apóstoles y no soy digno de llamarme apóstol…, pero por la
gracia de Dios soy lo que soy". Sobre la humildad de san Pablo y
sobre su disponibilidad para cumplir con la vocación de predicador del
evangelio de Jesús, tal como el mismo Jesús le pidió, sabemos bastante. Sus
cartas a las distintas comunidades cristianas que él mismo fundó son leídas
casi diariamente en nuestras asambleas litúrgicas. En el libro de los Hechos de
los Apóstoles también encontramos mucha información sobre la humildad de san
Pablo y sobre su impresionante actividad como predicador del evangelio de
Jesús. Imitemos a san Pablo en su humildad, en su continua oración y en su
múltiple e incansable actividad a favor del evangelio.
San
Pablo no quiere terminar su primera carta a los corintios sin recordarles el
Evangelio que les predicó y que ellos aceptaron, el Evangelio que es lo único
que puede salvarles si es que no lo han olvidado. Porque tiene sus dudas al
respecto, ya que algunos niegan la resurrección de los muertos. El Evangelio no
es propiamente una doctrina, sino el anuncio de un hecho de salvación. Su
contenido es, ante todo, el mensaje apostólico de la resurrección del Señor. El
transmite lo que ha recibido. Pero la proclamación del Evangelio no es sólo la
difusión de una noticia, sino también la difusión del Espíritu con cuya fuerza
se proclama. Por eso es una tradición viva y vivificante. Aunque Pablo no
pertenece ya a la generación de los Doce, se considera apóstol por excepción.
El texto proclamado hoy acaba
con el testimonio de San Pablo que no quiere olvidar que persiguió a la
Iglesia, que fue enemigo y aborreció aquella voluntad de amor y de salvación de
Dios, que tenía ya un cuerpo en la tierra, que es su Iglesia. Pero, que lo
mereciera o no, que fuera digno o no, ahora es apóstol y sabe que lo debe
exclusivamente, y con mayor razón que nadie, a la gracia de Dios. Y porque debe
a esta gracia su apostolado, también todos los frutos de su ministerio
apostólico. Puede afirmar ya con toda objetividad -aunque se halla todavía en
la mitad de su carrera- que ha trabajado y se ha fatigado más que ningún otro.
Esta afirmación no anula en nada el carácter de gracia de sus trabajos; y, a la
inversa, tampoco la intervención de la gracia anula la fatiga del Apóstol. La
gracia no desvaloriza lo personal, las cualidades humanas. Aunque Pablo sabe
que todo es gracia, y quiere tributar a esta gracia la gloria, con todo, no
debe olvidarse que la gracia ha podido hacer todas estas cosas «con él», con su
disposición, con todas aquellas cualidades espirituales que recibió de la
naturaleza, que adquirió con el estudio y con el agradecimiento de que se sabe
deudor, desde aquel día, a Cristo.
Involuntariamente o de
propósito, el Apóstol nos habla aquí con algún mayor detalle de sí mismo. De
este modo, restablece, al terminar, el justo equilibrio, tal como había sido
planteado en el versículo 3: «Os he
transmitido lo que yo mismo recibí.» La fe de los creyentes no se apoya, en
última instancia, en personalidades aisladas, sino en el testimonio de la
totalidad. Incluso el testimonio más personal debe concordar con la tradición
apostólica. En ella se apoya la predicación de los que predican y la fe de los
que creen.
un Jesús
buscado insistentemente por la gente. De esta situación parte precisamente el
texto. El marco no es ya la sinagoga, sino el lago Genesaret. La gente escucha
la Palabra de Dios.
La expresión es típica de Lucas y define la propia enseñanza de Jesús,
aunque no se especifica su contenido. El autor espera probablemente que no
perdamos de vista la enseñanza de los domingos anteriores en la sinagoga de
Nazaret.
A orillas del lago de Genesaret
tuvieron lugar muchos encuentros de Jesús con la muchedumbre. Paisaje sencillo de
barcas y pescadores, de montañas, de aguas claras y azules. También allí llamó
el Maestro a los primeros apóstoles que eran pescadores y siguieron siéndolo
después.
En este contexto genérico resuena explícita la Palabra de Dios a través de
Jesús. Sacad la barca lago adentro y echad vuestras redes para la pesca. Pedro
replica constatando lo descabellado, absurdo incluso, de la propuesta de Jesús.
La pesca tiene sus horas propicias, fuera de las cuales es inútil intentarlo.
Pero, puesto que tú lo dices, echaré las redes. Es decir, la Palabra de Jesús
adquiere para Pedro rango de valor superior a la lógica de la situación. Pedro
acoge, hace suya esa Palabra. Se fia más de ella que
de la lógica de la situación. Los dos versículos siguientes, 6-7, reflejan el resultado
de la acogida de la Palabra de Jesús. Un resultado imprevisible, impensable
incluso, desde la lógica de la situación previa.
El relato marca los tres momentos psicológicos en el proceso de
la vocación de los apóstoles.
*La "señal", o el milagro,
refuerza las palabras de Jesús y aumenta su credibilidad ante los que van a ser
sus discípulos en adelante.
* La invitación a internarse en alta
mar conlleva el riesgo a afrontar los temporales tan frecuentes como
inesperados en el lago de Tiberíades.
* El fiarse de la Palabra. La vida del que se ha fiado de la Palabra de Jesús entra en
una dinámica nueva.
Lucas agrupa en este pasaje tres acontecimientos distintos, sacrificando un
orden cronológico en aras de un orden pedagógico.
La predicación de Jesús, el milagro de la pesca y la decisión de
abandonarlo todo para seguir al Maestro, marcan tres momentos psicológicos en
el proceso de la vocación de los apóstoles. La "señal" o el milagro
refuerza las palabras de Jesús y aumenta su credibilidad ante los que van a ser
sus discípulos en adelante.
La invitación a internarse en alta mar conlleva el riesgo a afrontar los
temporales tan frecuentes como inesperados en el lago de Tiberiades o de
Genesaret.
Toda la tradición exegética se ha
recreado, interpretando la barca de Pedro como figura de la iglesia de Cristo.
En este sentido resultan plenamente actuales las palabras de Jesús: "Rema mar adentro y echa las redes para
pescar". El riesgo de la pesca de altura, en medio del temporal, viene
compensado por la abundancia de la pesca.
Después viene el mandato de Jesús y
las dudas de Pedro y las palabras de confianza de Jesús.
La pesca
milagrosa era la prueba que se necesitaba para convencer a un pescador como
Simón Pedro.
Ante
la grandeza de Cristo Pedro se siente profundamente débil y pecador. Él,
experto pescador, no había conseguido pescar nada en toda la noche, pero cuando
actúa en nombre de Cristo consigue llenar las redes de peces. El asombro ante
la grandeza de Cristo le lleva a Pedro al reconocimiento humilde de su
incapacidad personal. Simón se arroja a los pies de Jesús diciéndole: “Aléjate
de mí, Señor, que soy un hombre pecador”. Pero Jesús le responde con
palabras que representan el culmen del relato y el motivo que hará inolvidable
este episodio: “Desde ahora serás pescador de hombres”.
Para nuestra vida
Dios da a
todos y cada uno de nosotros una vocación común: la vocación a la santidad.
De la llamada
a la santidad nos dice el papa Francisco ".. la santidad no es algo que nos procuramos nosotros, que obtenemos
nosotros con nuestras cualidades y nuestras capacidades. La santidad es un don,
es el don que nos da el Señor Jesús, cuando nos toma con sí y nos reviste de sí
mismo, nos hace como Él. En la Carta a los Efesios, el apóstol Pablo afirma que
"Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla (Ef 5,25-26). Por esto, de verdad la santidad es el rostro
más bello de la Iglesia, es el rostro más bello: es descubrirse en comunión con
Dios, en la plenitud de su vida y de su amor. Se entiende, por lo tanto, que la
santidad no es una prerrogativa solamente de algunos: la santidad es un don que
es ofrecido a todos, nadie está excluido, por lo cual, constituye el carácter
distintivo de todo cristiano." (Papa Francisco. Audiencia general . 19 de Noviembre de 2014 ).
Esta vocación común a todas las personas debe realizarla
después cada uno mediante el cumplimiento concreto de las vocaciones temporales
que también nos da el Señor. Aceptar o no aceptar esta vocación a la santidad
que Dios nos da, supone colaborar o no colaborar con Dios en la edificación de
nuestro yo interior, para que se parezca lo más posible al Yo de Cristo.
Colaborar con Dios supone siempre reconocer nuestra
imperfección radical y aceptar que sea Dios mismo el verdadero autor de nuestra
santidad.
Colaborar con Dios en la construcción de nuestra propia
santidad supone, pues, siempre un acto de humildad y un cuidado exquisito de la oración. La
humildad es siempre el primer paso hacia la santidad; sin humildad no
avanzaremos nunca hacia la santidad. Pero, a la humildad debe seguir siempre la
oración transformadora para que sea Él el autor de una santidad que por
nosotros mismos no podríamos conseguir nunca. En la vida interior hay que ser constantes,
hay que sembrar y regar, pero sabiendo siempre que es Dios el que da el
verdadero inicio y crecimiento.
Nuestra debilidad es evidente. No estamos a la altura
de los encargos que el Señor Dios pide. Pero Él, sí. Cuando elige a alguien ya
sabe quién es “desde que estaba en el seno de su madre”. Pero Dios no impone.
Dios no obliga. En el salmo ha resonado la fidelidad del Señor.«El Señor
llevará a cabo sus planes sobre mí». Se expresa la confianza
de que el Señor tiene planes sobre mí, y
que quiere llevar a feliz término lo que ha comenzado. Eso debiera bastarnos.
Estoy en buenas manos. El trabajo ha comenzado. No quedará estancado a mitad de
camino. La promesa del Señor es que lo acabará.
La
primera y la segunda lecturas, nos presentan dos
testimonios claros de la llamada de Dios: Isaías y San pablo.
El responsorial nos sitúa ante la obra de Dios
en nosotros. Ante la actitud orante y confiada la obra de Dios: "Señor, tu misericordia es eterna, no
abandones la obra de tus manos".
El
evangelio nos da una magnifica lección del poder de Dios y de nuestra humilde
colaboración. También para nosotros resuenan las
palabras de Jesús: «Rema mar adentro, y
echad las redes para pescar.» Echar las redes tiene para nosotros el
sentido de sembrar o de anunciar generosamente la palabra de Dios también en
mares turbulentos, confiando en la virtud de esta palabra y en Dios que es el
que da el incremento a la cosecha.
Todo el
episodio que el evangelista de la misericordia, san Lucas, nos cuenta en este
domingo tiene como finalidad infundirnos coraje para el servicio apostólico, no
obstante todas las dificultades externas o internas que puedan presentarse.
La valentía
(la “parresía” apostólica de que hablarán los Hechos
de los Apóstoles) proviene no tanto de nuestras capacidades sino de la Palabra
y de la persona de Jesús. El servicio apostólico no se fundamenta ni en la
capacidad de los apóstoles ni en la buena voluntad de la gente a la cual ellos
son enviados, sino solamente se apoya en el encargo misionero y en el poder del
Señor. La misión no se apoya tanto en las cualidades personales de los
misioneros por muy grandes que puedan ser, sino ante todo en la “Palabra” del
Señor.
El servicio de
Pedro (y el de todo apóstol de Jesucristo) permanecerá siempre ligado a estas
experiencias fundamentales y no podrá nunca ser independiente o autónomo.
No hay que
recordarle a Jesús que el llamado es un pecador, Él ya lo sabe. Lo más
importante es que Jesús puso a su servicio a este pecador, que ha orado por
él y al que ha dirigido su mirada
misericordiosa . Así, Simón no realizará su servicio con base en sus propias
fuerzas sino a partir de la confianza en (y de) Jesús.
En fin, la
vocación solamente puede ser asumida “en su Palabra”. “En tu Palabra
echaré las redes” (v.5).
Muchas
veces, a lo largo de nuestra vida, también nosotros habremos experimentado la
grandeza y la santidad de Dios actuando en nosotros. Si sabemos ser humildes y
colaboradores de Dios en la construcción de nuestra propia santidad, no fracasaremos,
a pesar de las muchas dificultades por las que tengamos que pasar. Pedro, con
todos sus defectos y con todas sus virtudes puede y debe ser un buen ejemplo
para nosotros. Desde que sintió la llamada del Señor, estuvo siempre dispuesto
a dar y hasta perder su vida al servicio del evangelio. Todo el que comprenda
la grandeza de Dios y piense en su propia miseria, ha de sentirse indigno de
ser amigo del Señor, incapaz de hacer nada bueno y, mucho menos, de entregarse
a su servicio y consagrar la propia vida a su inmenso amor. Al mirar nuestra
condición de pecadores, nos asustamos de la cercanía de Dios, nos sentimos
débiles e inseguros en su presencia. Uno quisiera huir y contemplar de lejos,
casi a escondidas, la magnificencia y bondad del Señor.
Como
a Pedro y a pesar de nuestra propia condición, el Señor nos pide confiar plenamente en su
palabra y estar animosos e incansables, echando sus redes en todas las aguas
del mundo.
No
debemos romper los planes que tiene para cada uno de nosotros. Estamos en el
Año de la Misericordia. Pidamos al Señor que Él, salga con todo su corazón a
socorrer nuestras miserias. Una de ellas la “parálisis evangelizadora” cuando
se convierte en realidad viva por el pesimismo o nuestra tristeza por los
logros no conseguidos.
El Miércoles, 10 de Febrero es Miércoles de Ceniza . En esta fecha comenzamos la Cuaresma. Es día de ayuno y abstinencia, y se realiza la imposición de ceniza . La “Cuaresma” (40 días de preparación para la Pascua), comienza el Miércoles de Ceniza y termina el Domingo de Ramos.
Las cenizas se elaboran a partir de la quema de ramas de olivo del Domingo de Ramos del año anterior, siendo luego bendecidas. Estas son colocadas sobre la frente de los fieles mientras pronuncian las palabras “recuerda que polvo eres y en polvo te has de convertir” o " conviertete y cree en el evangelio".
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