Comentario
de las Lecturas del XXXII Domingo del
Tiempo Ordinario 12 de noviembre 2017
La primera
lectura de hoy nos hace una exhortación a la búsqueda de la sabiduría,
resaltando la facilidad con que se puede accederse a ella. Así se decía que la Sabiduría madrugaba para
salir al paso de los deseos de sabiduría.
También en el
salmo se expresa esa actitud madrugar para encontrarse con Dios.
San Pablo
presenta a los cristianos de Tesalónica una catequesis sobre la suerte de los
difuntos y los acontecimientos del fin del mundo. Escuchemos atentamente,
porque estas indicaciones son para nosotros que esperamos la segunda venida de
Cristo.
En el
Evangelio se habla del reino de los cielos bajo el simbolismo de una fiesta de
bodas, pero esta vez no se habla del festín, sino de la espera previa y
vigilante, como aquellas doncellas que esperaban a su esposo.
La
primera lectura es del Libro de la Sabiduría (Sab 6, 12-16) Comienza el capítulo con una
exhortación a buscar la sabiduría, puesta en labios de Salomón, dirigida a los
gobernantes de la tierra (vs. 1-11).
Los vs.
12-16 hablan del valor de la sabiduría, así como de la posibilidad de
encontrarla; por ello obtenemos la inmortalidad y el reino eterno (vs. 17-21).
¿En qué
consiste esta sabiduría? Nos lo aclara el final del capítulo (vs. 22-23).
Fijemonos en el fragmento de hoy. Se describe la posibilidad de
un encuentro personal entre el ser humano y la sabiduría (personificada en los
vs. 12-16). Aparece radiante, hermosa cual esposa que hechiza y embelesa a su
amado (cfr. 7, 29; 8, 2...). La divinidad, a pesar de que el hombre se empeñe
en negarlo, sigue atrayéndonos, ya que es fuente y origen de todos nuestros
bienes: "con ella me vinieron todos los bienes juntos, en sus manos había
riquezas incontables.." (7, Il). Es, además, el
único bien inmarcesible.
Por eso
debemos pensar en ella, madrugar y buscarla afanosamente (v. 13), velar por
ella (vs. 14-15), amarla (v. 12). Actividad frenética que implica un gran
esfuerzo humano, pero la sabiduría no se queda a la zaga, sino que, solícita,
sale al encuentro y aborda a los caminantes, sentada a la puerta, y se da a
conocer a los que la buscan (vs. 13-14). Esfuerzo humano y correspondencia
divina.
Se presenta
aquí la Sabiduría de Dios personificada por una joven hermosa que solicita a su
amante para un encuentro feliz.
La Sabiduría
no se comporta como una mujer esquiva; todo lo contrario: se hace la
encontradiza para los que la aman, para los que la desean y la buscan. El
verdadero conocimiento de Dios no es el resultado de una laboriosa operación
intelectual, es un don que se ofrece con generosidad a cuantos se disponen a
recibirlo con un corazón abierto.
v. 15:La
Sabiduría de Dios madruga más que quienes la desean.
Cuando éstos
despiertan y empiezan a buscarla, he aquí que la encuentran esperando a la
puerta. No necesitan andar detrás de ella todo el día. Dios se presenta al
hombre que le busca y se anticipa a sus deseos.
v. 17:De
manera que la primera iniciativa para el encuentro la lleva la Sabiduría de
Dios. Es decir, el mismo Dios busca a los que se muestran dignos de conocerlo.
Más aún, el hombre no buscaría a Dios, si Dios no lo hubiera alcanzado antes.
En todas las preguntas y deseos, en todas las búsquedas y pensamientos, ya está
la Sabiduría de Dios haciendo que pregunten por ella, que la deseen y la
busquen. Así que no es difícil conocer a Dios si no estamos interesados en
ignorarle.
El
responsorial es el Salmo 42 (Sal 62, 2. 3-4. 5-6. 7-8).
Las cuatro primeras estrofas cantan la alegría de un huésped del Señor. Feliz
de visitar a Dios en su casa, su templo, y de habitar allí como un levita. Se
canta aquí, la alegría de la intimidad con Dios y de la meditación. Notemos
particularmente este tuteo amoroso: Tú eres mi Dios, Te busco, tengo sed de Ti,
Tu fuerza, Tu gloria, Tu amor, Tu nombre, etc... (17
pronombres personales o posesivos en segunda persona). Una manera de meditar
este salmo, es precisamente adoptar este juego de lenguaje, insistiendo
interiormente en estos pronombres: "¡Tú estás allí, Señor, Te hablo,
escúchame!".
Las dos
últimas estrofas son la evocación del combate escatológico que acabará con el
mal de la tierra. Algunos exegetas piensan que estas dos estrofas no hacen
parte del salmo original. Esta situación es chocante para alguien que no conoce
bien el sentido profundo de este salmo (Expresión de violencia que repugna a
una mentalidad actual de tolerancia de no sectarismo). Pero la mayor parte de
los "salmos de intimidad con Dios" tienen este género de estrofas
contra los enemigos de Dios, la plena realización del amor a alguien, pide que
desaparezcan aquellos que hacen mal a quien se ama, esto pone de relieve, que
la felicidad de estar con Dios no es ni mucho menos una huida, un refugio
perezoso... sino la iniciación al compromiso total, al combate de cada día
contra el mal. La oración, en Israel, jamás estuvo separada de la vida.
Asi comenta San Juan Pablo II este salmo: El alma sedienta de Dios
1. El salmo 62, sobre el que
reflexionaremos hoy, es el salmo del amor místico, que celebra la adhesión
total a Dios, partiendo de un anhelo casi físico y llegando a su plenitud en un
abrazo íntimo y perenne. La oración se hace deseo, sed y hambre, porque implica
el alma y el cuerpo.
Como escribe santa Teresa de Ávila,
"sed me parece a mí quiere decir deseo de una cosa que nos hace tan gran
falta que, si nos falta, nos mata" (Camino de perfección, c. 19). La
liturgia nos propone las primeras dos estrofas del salmo, centradas
precisamente en los símbolos de la sed y del hambre, mientras la tercera
estrofa nos presenta un horizonte oscuro, el del juicio divino sobre el mal, en
contraste con la luminosidad y la dulzura del resto del salmo.
2. Así pues, comenzamos nuestra meditación
con el primer canto, el de la sed de Dios (cf. versículos 2-4). Es el alba, el
sol está surgiendo en el cielo terso de la Tierra Santa y el orante comienza su
jornada dirigiéndose al templo para buscar la luz de Dios. Tiene necesidad de
ese encuentro con el Señor de modo casi instintivo, se podría decir "físico".
De la misma manera que la tierra árida está muerta, hasta que la riega la
lluvia, y a causa de sus grietas parece una boca sedienta y seca, así el fiel
anhela a Dios para ser saciado por él y para poder estar en comunión con él.
Ya el profeta Jeremías había proclamado:
el Señor es "manantial de aguas vivas", y había reprendido al pueblo
por haber construido "cisternas agrietadas, que no retienen el agua"
(Jr 2, 13). Jesús mismo exclamará en voz alta:
"Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba, el que crea en mí" (Jn 7,
37-38). En pleno mediodía de una jornada soleada y silenciosa, promete a la samaritana:
"El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua
que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida
eterna" (Jn 4, 14).
3. Con respecto a este tema, la oración
del salmo 62 se entrelaza con el canto de otro estupendo salmo, el 41:
"Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios
mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo" (vv. 2-3). Ahora bien, en hebreo,
la lengua del Antiguo Testamento, "el malma"
se expresa con el término nefesh, que en algunos
textos designa la "garganta" y en muchos otros se extiende para
indicar todo el ser de la persona. El vocablo, entendido en estas dimensiones,
ayuda a comprender cuán esencial y profunda es la necesidad de Dios: sin él
falta la respiración e incluso la vida. Por eso, el salmista llega a poner en
segundo plano la misma existencia física, cuando no hay unión con Dios:
"Tu gracia vale más que la vida" (Sal 62, 4).
También en el salmo 72 el salmista repite
al Señor: "Estando contigo no hallo gusto ya en la tierra. Mi carne y mi
corazón se consumen: ¡Roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre! (...)
Para mí, mi bien es estar junto a Dios" (vv. 25-28).
4. Después del canto de la sed, las
palabras del salmista modulan el canto del hambre (cf. Sal 62, 6-9).
Probablemente, con las imágenes del "gran banquete" y de la saciedad,
el orante remite a uno de los sacrificios que se celebraban en el templo de
Sion: el llamado "de comunión", o sea, un banquete sagrado en el que
los fieles comían la carne de las víctimas inmoladas. Otra necesidad
fundamental de la vida se usa aquí como símbolo de la comunión con Dios: el
hambre se sacia cuando se escucha la palabra divina y se encuentra al Señor. En
efecto, "no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo
que sale de la boca del Señor" (Dt 8, 3; cf. Mt 4, 4). Aquí el cristiano
piensa en el banquete que Cristo preparó la última noche de su vida terrena y
cuyo valor profundo ya había explicado en el discurso de Cafarnaúm: "Mi
carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y
bebe mi sangre permanece en mí y yo en él" (Jn 6, 55-56).
5. A través del alimento místico de la
comunión con Dios "el alma se une a él", como dice el salmista. Una
vez más, la palabra "alma" evoca a todo el ser humano. No por nada se
habla de un abrazo, de una unión casi física: Dios y el hombre están ya en
plena comunión, y en los labios de la criatura no puede menos de brotar la
alabanza gozosa y agradecida. Incluso cuando atravesamos una noche oscura, nos
sentimos protegidos por las alas de Dios, como el arca de la alianza estaba
cubierta por las alas de los querubines. Y entonces florece la expresión estática
de la alegría: "A la sombra de tus alas canto con júbilo" (Sal 62,
8). El miedo desaparece, el abrazo no encuentra el vacío sino a Dios mismo;
nuestra mano se estrecha con la fuerza de su diestra (cf. Sal 62, 9).
6. En una lectura de ese salmo a la luz
del misterio pascual, la sed y el hambre que nos impulsan hacia Dios, se sacian
en Cristo crucificado y resucitado, del que nos viene, por el don del Espíritu y
de los sacramentos, la vida nueva y el alimento que la sostiene.
Nos lo recuerda san Juan Crisóstomo, que,
comentando las palabras de san Juan: de su costado "salió sangre y
agua" (cf. Jn 19, 34), afirma: "Esa sangre y esa agua son símbolos
del bautismo y de los misterios", es decir, de la Eucaristía. Y concluye:
"¿Veis cómo Cristo se unió a su esposa? ¿Veis con qué nos alimenta a
todos? Con ese mismo alimento hemos sido formados y crecemos.
En efecto, como la mujer alimenta al hijo
que ha engendrado con su propia sangre y leche, así también Cristo alimenta
continuamente con su sangre a aquel que él mismo ha engendrado" (Homilía
III dirigida a los neófitos, 16-19, passim: SC 50
bis, 160-162). (San Juan Pablo II. Audiencia general Miércoles 25 de abril de 2001).
La
segunda lectura es de 1 Tesalonicenses (1 Tes 4,
13-18) De esta carta, hemos leído hasta ahora tres
fragmentos que hablaban de las relaciones de Pablo con aquella comunidad y
recordaban los momentos felices de la evangelización. Hoy y el próximo domingo, en
cambio, leemos la respuesta de Pablo a unas preocupaciones que debían de ser
vivas en aquella comunidad. Se trata de lo que se refiere a la segunda venida
de Xto para llevarse a sus fieles a su reino.
Concretamente, el texto de hoy habla de lo que acontecerá a los que han muerto
antes de esa segunda venida, y el del próximo domingo, de la fecha de la
venida.
En un
ambiente como el de la primera comunidad, de entusiasmo por la salvación
recibida de la resurrección de JC, se vivía la espera de la segunda venida como
algo inminente, en la línea de las esperanzas judías de una renovación
universal: renovación que se había iniciado con Jesús y que a continuación se
esperaba que tuviera lugar con todos los creyentes.
A los
tesalonicenses les resultaba un problema que, antes de esa segunda venida,
algunos cristianos de la comunidad ya hubiesen muerto: les entristecía pensar
que quizás éstos quedarían fuera de la llamada universal que Jesús haría cuando
volviese. Ante esto, Pablo responde diciendo que la tristeza por la muerte de
gente amada no ha de ser solamente tristeza, como los paganos: los muertos no
quedarán fuera de la llamada de Jesús, sino que resucitarán y serán
incorporados al séquito de los salvados. Y Pablo lo dice manteniéndose en la
hipótesis contemporánea de una venida inmediata de Jesús: considera posible
que, en esta segunda venida, él se halle vivo todavía.
San Pablo comienza
afirmando la identidad del destino del cristiano con Cristo resucitado. Este
tema es el principal. El cristiano ha establecido una unión con Cristo cuando
ha creído, se ha unido a Él, se ha bautizado, que no se rompe nunca y que hace
que cuanto ocurre y ha ocurrido a Cristo, le ocurra también a quien ha
establecido esa comunidad con Él. Naturalmente es afirmación de fe. En ese
sentido también de esperanza, porque no es controlable empírica y actualmente.
San Pablo sabe que vivimos en Cristo y, por lo tanto, lo que Dios hizo con su
Hijo, resucitándolo y haciéndole vivir para siempre, llegará un momento de
nuestro tiempo, justamente cuando lo necesitemos al morir, en que lo hará
también con nosotros. Y como Dios es fiel, la certeza es también absoluta.
Sobre esa victoria de la vida no le caben dudas a Pablo. es la liberación del
sentido fatal y definitivo de morir, el que puede tener para quien no hay otra
perspectiva que la del final de la existencia, los "hombres sin esperanza".
La segunda
parte (vv. 14-16) es menos importante. Está llena de imaginaciones
apocalípticas e influenciada por la expectación inminente de la parusía del
Señor, que Pablo, como tantos cristianos primitivos tenía. Lo importante aquí
es saber que habrá una coronación general de este destino individual expuesto
en la primera parte.
La
descripción de la parusía se hace según la cosmología de la época: el cielo
está arriba, y de él baja el Señor después del grito de un arcángel; viene la
resurrección de los muertos; y finalmente todos suben al encuentro del Señor,
hacia la nube.
El evangelio es de
San Mateo (Mt 25, 1-13)
Comenzamos a leer hoy el cap. 25 de Mt, que terminaremos dentro de 15 días, en
la solemnidad de Cristo Rey. Quedan ya sólo tres domingos para que finalice el
año litúrgico, y la lectura de San Mateo nos hace penetrar en el primero de los
tres relatos que componen el capítulo 25, que vienen a ser como un esquema para
evaluar la actuación cristiana: ¿construimos realmente, con nuestra manera de
vivir, el nuevo pueblo de Dios iniciado por Jesús? Fijémonos en los contenidos:
* Domingo 32
(la parábola de las diez vírgenes): ¿Estamos preparados para tener suficiente
aceite para alumbrar cuando llegue el esposo? Es una invitación a recordar que
nuestra vida tendrá un final.
* Domingo 33
(la parábola de los talentos): ¿Hacemos fructificar para el Reino de Dios todas
nuestras posibilidades, o nos las guardamos para nosotros?
* Cristo Rey
(el juicio final): Qué clase de aceite hay que tener preparado, y qué quiere
decir hacer fructificar los talentos: el criterio básico de todo es el bien de
los que necesitan de nosotros, porque en los necesitados es donde está presente
el Señor, el Rey.
El Reino de
los cielos se parecerá a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a
esperar al esposo… Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora. La fiesta nupcial judía, cargada de ritos simbólicos, sirve a Jesús para
hablar del Reino de los cielos. Se fija en la ceremonia de recepción y de
acompañamiento que hacen las amigas solteras de la novia a la feliz pareja. Con
sus lámparas encendidas y su alegría juvenil contribuían, sin duda, a la
felicidad de los novios. Todos juntos iban hacia la sala del banquete, inundada
de luz y de alegría. Se cerraba entonces la puerta y la noche, oscura y triste,
quedaba fuera, en fuerte contraste con la luz y el alborozo que había dentro,
en la sala del banquete.
Jesús
se refiere al Reino de los cielos: esta vez lo compara con diez doncellas,
cinco necias y cinco prudentes. Les dice a sus discípulos que el que espera el
Reino de los cielos debe imitar a las cinco doncellas prudentes que esperaron
al esposo con las lámparas encendidas. ¿Qué quiere decirnos a nosotros esta
parábola? Que debemos vivir siempre preparados para encontrarnos con Jesús, con
Dios, cuando tengamos que comparecer ante él, en cualquier momento que él nos
llame. Y como no sabemos cuándo nos va a llamar, debemos vivir preparados, es
decir, esperándole siempre, durante toda nuestra vida. Y debemos hacerlo con
esperanza activa, como lo hicieron las cinco vírgenes prudentes; no imitar
nunca a las cinco vírgenes necias. Las vírgenes prudentes esperaron al esposo
con esperanza activa, es decir, velando, estando continuamente vigilantes. No
podemos pensar que es suficiente dejar la preparación para cuando seamos
viejos, o estemos gravemente enfermos. La esperanza activa supone una
vigilancia continua sobre nuestra manera de pensar, de hablar, de comportarnos.
¿Cómo pensamos, cómo hablamos, cómo nos comportamos? ¿Lo hacemos pensando sólo
en nuestros intereses psicológicos y materiales, o lo hacemos como lo haría en
nuestro caso el mismo Jesús? Ser buen cristiano supone un esfuerzo, una lucha,
contra nuestras malas inclinaciones naturales. Porque, de hecho, todos nacemos
con una inclinación original al pecado, al mal. Es cierto que también nacemos
con buenas inclinaciones, con inclinación al bien, pero nuestras buenas
inclinaciones naturales siempre, durante toda nuestra vida, están mezcladas y
muy limitadas por nuestras inclinaciones malas. Ser bueno, ser buena persona,
no es un regalo de ningún dios, supone, como hemos dicho, lucha continua y un
esfuerzo personal continuado. Imitemos a las cinco doncellas prudentes de la
parábola, con el aceite de la virtud siempre encendido, para que podamos
recibir a Dios, cuando nos llame, con nuestras lámparas de la virtud
encendidas.
Sólo así podremos entrar al
banquete de bodas que es el Reino de los cielos, y que Dios tiene preparado
para todos sus hijos desde el principio de la creación.
Para nuestra vida
En la
primera lectura se nos presenta la
Sabiduría de Dios personificada en una joven que busca encontrarse con su
amado..
"Fácilmente la ven los que la aman y la encuentran los que la
buscan". No se comporta como una mujer que hace desaires. Al contrario, la
Sabiduría se hace la encontradiza para los que la aman, para los que la desean
y la buscan. El verdadero conocimiento de Dios no es el resultado de una
laboriosa operación intelectual, es un don que se ofrece con generosidad a
cuantos se disponen a recibirlo con un corazón abierto.
La sabiduría de la que aquí se habla
es algo muy distinto de lo que habitualmente entendemos por ciencia o
conocimientos sobre una materia determinada. Un científico puede no ser nada
sabio y un sabio puede ser una persona no científica. El sabio es la persona
que sabe comportarse con prudencia, con justicia, con fortaleza y con templanza
ante Dios, ante el prójimo y consigo mismo. Todos conocemos a alguna persona
con pocos conocimientos científicos y a la que de verdad consideramos muy
sabia, porque sabe discernir muy bien entre el bien y el mal, entre lo que se
debe hacer en cada momento y lo que no se debe hacer. Es evidente que la
verdadera sabiduría de la que habla este
texto, es de la Sabiduría como un don de Dios. Pero los dones de Dios debemos
nosotros trabajarlos con humildad y perseverancia. Todos los cristianos debemos
aspirar a ser sabios, a saber comportarnos en cada momento como Dios quiere que
nos comportemos, como lo haría en nuestro lugar Jesús de Nazaret en cada
momento determinado. Pidamos a Dios que nos conceda el don de la sabiduría y
que nosotros la amemos y la busquemos constantemente y digámosle al Señor con
humildad, como nos dice el salmo 62: ¡Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios
mío!
La sabiduría "Se anticipa a darse a conocer a los que la
desean. Quien temprano la busca, no se fatigará, pues a su puerta la hallará
sentada". La Sabiduría de Dios madruga más que los que la desean.
Cuando éstos despiertan y empiezan a buscarla, se la encuentran esperando a la
puerta. No necesitan andar tras de ella todo el día. Dios se presenta siempre
al hombre que le busca y se anticipa a sus deseos. Desgraciadamente, muchas
veces nosotros los cristianos no somos capaces de imaginar que Dios esté sentado
junto a nuestra puerta, esperando para regalarnos su amor. Dios nos ama
gratuitamente y se ofrece constantemente para que nos llenemos de su vida.
Acudamos a El para iluminar nuestra oscuridad y
saciar nuestra sed de felicidad.
En este mundo donde imperan las prisas, hoy nos invita
a detenernos, a descansar, a calmarnos y sobre todo a estar vigilantes.
El salmo es uno de
los muchos que se utilizaban en la oración individual. Aunque este 62 tiene un
especial registro de búsqueda esforzada de Dios, como muy necesitados de la cercanía del Señor. Todos –hoy y
siempre— necesitamos de Dios y podemos invocar al Señor como lo hizo el Rey
David cuando estaba –sólo y triste— en el desierto.
"Oh dios, tú eres mi Dios..."
(Sal 62, 2) Ocurre a veces que el latido místico e
íntimo del cantor de Dios aflora a la superficie de sus palabras. El salmo de
hoy expresa, en efecto, los más hondos sentimientos del hombre ante Dios.
"Mi alma está sedienta de ti -dice con emoción-, mi carne tiene ansia de
ti como tierra reseca, agostada, sin agua".
El salmista se
siente seco por dentro, con una ansiedad incontenible, con una sed indefinible
de algo que sólo le puede venir de lo Alto. Y por eso clama con acentos de
humilde súplica y llama al Señor, diciéndole: Oh Dios, Tú eres mi Dios, mi
todo, mi bien supremo, mi verdad única, mi más firme esperanza de amor eterno.
Humildemente, con sencillez de niño enfermo, vamos a acercarnos en el silencio
de la oración hasta nuestro Dios y Señor. Vamos a decirle cuanto sentimos o
cuanto no sentimos y quisiéramos sentir. Digamos también con honda emoción, o
sin ella: "Oh Dios, tú eres mi Dios...".
"Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos
invocándote..." (Sal 62,
5) Sigue el salmista desgranando sus versos inspirados,
sigue brotando a borbotones el agua limpia de su fuente interior. Toda la vida
te bendeciré, mi Dios y Señor; en todas las circunstancias te cantaré con
gratitud y amor. Pase lo que pase, sea bueno lo que me ocurra o sea lo peor
cuanto me pueda ocurrir, alzaré las manos hacia ti para invocarte, humilde y
confiado.
También
nosotros podemos acercarnos a Dios en la
íntima soledad de nuestro corazón, donde él está. Si lo hacemos, sentiremos que
nuestra vida se colma, se sacia, se apacigua en las ansias más profundas. Digámosle
entonces al Señor, con palabras de ese
salmo: "Mis labios te alabarán
jubilosos. En el lecho me acuerdo de ti y velando medito en ti, porque fuiste
mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo".
Tener sed de
Dios, anhelar su cercanía más que cosa alguna. Buscarle si le hemos perdido de
vista, correr tras él hasta encontrarlo de nuevo. Quedarse entonces junto a él
para nunca más separarse, persuadidos de que sólo así alcanzaremos alivio para
nuestra ardiente sed.
En la
segunda lectura, de la Carta a los Tesalonicenses, San Pablo va refiriéndose al
final de los tiempos. En estos últimos domingos del año litúrgico, el
Apóstol nos muestra ese camino de salvación en el que, también, la esperanza y
la prudencia son factores importantes.
En el momento en el que escribe San
Pablo esta primera carta a los cristianos de Tesalónica, estos primeros
cristianos esperaban ansiosamente la segunda venida, que creían inminente, del
Señor Jesús. La pregunta que se hacían era esta: ¿qué será de los cristianos
que han muerto antes de que venga el Señor?. "No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos
para que no os aflijáis como los hombres sin esperanza". Nosotros,
los cristianos de ahora, no nos hacemos, evidentemente, esta pregunta
San Pablo les dice que tendrán la
misma suerte que los que vivan cuando él venga: todos los que hemos creído en
él resucitaremos con él.
La esperanza en
la resurrección se funda en el hecho de que Jesús ya ha resucitado. Cristo es
"el primogénito de los muertos", el primer nacido o resucitado para
la verdadera vida. Él es también nuestra cabeza, principio de unidad y
solidaridad de todos los miembros para formar un mismo cuerpo. Si Cristo, la
cabeza, ha resucitado, también resucitarán sus miembros. Describe la venida del
Señor y la resurrección de los muertos con símbolos tomados de la literatura apocalíptica.
Lo que importa es la afirmación de la vida sobre la muerte y la comunión de
todos con el Señor que ha de volver. Como todos los fieles de su generación,
espera que esta venida sea muy pronto. Pero esta creencia no se funda en
ninguna palabra de Jesús, y lo único que puede decir Pablo en nombre del Señor
es que "el día llegará como un ladrón en la noche". Sabemos que
vendrá, pero no sabemos cuándo.
Nuestra fe nos dice que todos
los que hayamos creído en Cristo durante nuestra vida resucitaremos con él,
después de nuestra muerte. Creamos firmemente esto y consolémonos con las
palabras del Señor que nos ha prometido que si le seguimos mientras vivimos en
esta tierra, resucitaremos para siempre, para toda la eternidad, con él en el
cielo. Consolémonos, pues, mutuamente, con estas palabras.
El evangelio de hoy nos invita a revisar dos
características esenciales en la vida de un creyente: la prudencia y la
esperanza. Teniendo en
cuenta que la manera de actuar de Dios no es nuestra manera y su tiempo no es
nuestro tiempo. San Mateo nos presenta ya a un Jesús de Nazaret en la cercanía
de la Pasión. Y quiere instruir a sus discípulos en esa línea de prudencia y
esperanza. La imagen de las vírgenes necias es muy inquietante, pero hemos de
tenerlo en cuenta. La salvación tiene su precio y mucho esfuerzo, aunque la
inestimable ayuda de Jesús nos facilite ese camino de manera fundamental.
La Carta a Diogneto, del siglo II, define a los
cristianos como hombres que «habitan en sus propias patrias, pero como
extranjeros; participan en todo como los ciudadanos, pero lo soportan todo como
extranjeros; toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña».
Se trata, sin embargo, de una manera especial de ser «extranjero». Algunos
pensadores de la época también definían al hombre «extranjero en el mundo por
naturaleza». Pero la diferencia es enorme: éstos consideraban el mundo como
obra del mal y, por ello, no recomendaban el compromiso con él que se expresa
en el matrimonio, en el trabajo, en el Estado. En el cristiano no hay nada de
todo esto. Los cristianos, dice la Carta, «se casan como todos y engendran
hijos», «participan en todo».
«En
aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: «el Reino de los
Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron
al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las
necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite; las
prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas.
Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron. Mas a media noche
se oyó un grito: “¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!”. Entonces todas aquellas vírgenes se
levantaron y arreglaron sus lámparas...».
El banquete de
bodas viene a ser el Reino de los
cielos, un banquete de bodas reales. En la noche, cuando menos se espera quizá,
llegará el esposo, Cristo Jesús, para celebrar por siempre la gran fiesta
nupcial. Entonces el que tenga su lámpara encendida, quien tenga su alma en
gracia, viva la fe, despierta la esperanza y ardiente la caridad, ese entrará
en la sala del Reino, participará de esa fiesta que nunca cesará. En cambio, el
que tenga su lámpara sin aceite, quien tenga el corazón seco y frío, quien
vista los harapos del pecado, quien duerma el sueño de los indolentes y los
frívolos, quien sólo piense en sí mismo, ese se quedará fuera, inmerso en esa
oscura noche, sin amanecida posible.
En la parábola de las diez vírgenes, vemos que hay
algo que les une: todas están saliendo al encuentro del esposo, y algo que les
diferencia (cinco son prudentes y cinco necias).Esto nos permite reflexionar
sobre un aspecto fundamental de la vida cristiana, su orientación escatológica;
es decir, la espera del regreso del Señor y nuestro encuentro con él.
Nos ayuda a responder a la eterna e inquietante
pregunta: ¿Quiénes somos y adónde vamos?.
La Escritura dice que en esta vida somos
«peregrinos forasteros», somos «párrocos», pues «paróikos»
es la palabra del Nuevo Testamento que se traduce como peregrino y forastero
(Cf. 1 Pedro 2,11), como «paroikía» (parroquia) es la
traducción de peregrinación o exilio (Cf. 1 Pedro 1, 17). El sentido es claro:
en griego «pará» es un adverbio y significa junto: «oikía»
es un sustantivo y significa casa; por tanto: vivir junto, cerca, no dentro,
sino a un lado. Por este motivo el término pasa a indicar después a quien vive
en un puesto durante un tiempo, el hombre de paso, o el exiliado; «paroikía» indica, por tanto, una casa provisional.
La vida de los cristianos es una vida de peregrinos
y forasteros, pues estamos «en» en el mundo, pero no son «del» mundo (Cf. Juan
17,11.16); pues su verdadera patria está en los cielos, de donde esperan que
venga Jesucristo el Salvador (Cf. Filipenses 3, 20); pues aquí no tienen una
morada estable, sino que están en camino hacia la futura (Cf. Hebreos 13, 14).
Toda la Iglesia no es más que una gran «parroquia».
Su manera de ser «extranjero» es escatológica, es
decir, el cristiano se siente extranjero por vocación, no por naturaleza; en
cuanto que está destinado a otro mundo, y no en cuanto que procede de otro
mundo. El sentimiento cristiano de reconocerse extranjero se fundamenta en la
resurrección de Cristo: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de
arriba» (Colosenses, 3, 1). Por eso, no rechaza la creación ni su bondad
fundamental.
Vivir en espera del regreso del Señor no significa
ni siquiera desear morir pronto. «Buscar las cosas de arriba» significa más
bien orientar la existencia de cara al encuentro con el Señor, hacer de este
acontecimiento el polo de atracción, el faro de la vida. El «cuándo» es
secundario y hay que dejarlo en la voluntad de Dios.
Debemos
de estar muy atentos a nuestras actitudes, a nuestra vida de cristianos. ¿Hemos
pensado alguna vez en la escena de encontrarnos con Jesús, el amado Maestro, y
que no nos reconociera? El epílogo del texto evangélico de hoy es estremecedor.
Las doncellas llaman desde fuera: "Señor, señor, ábrenos." Pero él
responde: "Os lo aseguro: no os conozco". Hay un riesgo grave entre
los hombres y mujeres de fe. Y es caer --y tolerar-- el engaño. Dejar de ser
cristianos en lo hondo, aunque lo parezcan en la superficie. Muchos de los que
acuden a los templos están muy alejados del Espíritu del Señor. Y esconden tras
su aparente buena fe y cercanía a Jesús, graves circunstancias que les hacen
estar más cerca del "enemigo" que del Maestro. La hipocresía, la
soberbia, el pecado, la incapacidad para el arrepentimiento ira produciendo una
especie de abandono intimo que matará la semilla del Espíritu. Y todo puede
llegar por desidia por abandono.
Los primeros
cristianos han querido ver a la Iglesia-esposa en las diez vírgenes, tanto las
prudentes como las necias, pues la Iglesia, antes que las bodas se celebren,
está compuesta de buenos y pecadores. La parábola es una llamada a nuestra
responsabilidad. Precisamente porque sabemos que el Padre nos invita a la gran
fiesta, no tenemos que dejarnos perder la "sabiduría radiante" de la
que nos habla la primera lectura de hoy. Las cinco jóvenes poco previsoras
reciben una dura sentencia condenatoria sin haber hecho nada malo. Ni siquiera
maltrataron a los criados, como el mayordomo infiel. Tropezamos aquí con el
tema clásico de la omisión y la neutralidad. El teórico "no hacer nada
malo" es también una manera de hacer el mal. Algo así como el negar
auxilio en carretera. Es no dar de comer al hambriento, es no vestir al
desnudo. La neutralidad no existe.
Nos podemos
hacer una pregunta que nos sirva de luz para nuestra vida eclesial. ¿Por qué
no prestan su aceite las sensatas a las necias? El aceite y la
lámpara encendida significan aquí algo personal e intransferible, que forma
parte de la propia identidad, que está o no está en toda la biografía personal.
¿Qué significa tener aceite y tener lámparas encendidas? La liturgia sugiere
una cierta identidad entre el aceite de la parábola y la Sabiduría. Quien la
tiene, tiene la plenitud de la vida.
La Eucaristía
de hoy tiene que ensanchar nuestro corazón y ahondar nuestro gozo de sabernos
llamados al gran banquete de bodas: ya estamos en la casa de la novia con las
lámparas encendidas, pero aún no ha llegado el novio. Entretanto la Eucaristía
tiene que multiplicar y renovar, cada domingo, el aceite de nuestras lámparas,
la verdadera sabiduría, que es Jesucristo. Y al mismo tiempo tiene que ser una
llamada -que bien necesitamos- a la responsabilidad de nuestra vida cristiana.
Recordemos otra
palabra de Jesús: "Que así resplandezca
vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen
a vuestro Padre del cielo". (Mt 5,16) Es así como tenemos que esperar
al Señor, encendidas las lámparas de
nuestras buenas obras.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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