viernes, 19 de febrero de 2016

Comentario a las lecturas del II Domingo de Cuaresma 21 de febrero de 2016

El Domingo de la Transfiguración

El segundo domingo de Cuaresma nos presenta la Transfiguración del Señor. Superada la prueba del desierto, Jesús asciende a lo alto de una montaña para orar. Es éste un lugar donde se produce el encuentro con la divinidad: "su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos". El rostro iluminado refleja la presencia de Dios. El Señor Jesús quiso dar fuerza a sus discípulos para que aguantaran los terribles sucesos que llegarían con el prendimiento del Maestro y el inicio de Su Pasión. Jesús enseñaba la Gloria de Dios en compañía de Moisés y Elías. Luego, desde la nube, Dios Padre habló para recomendar a su Hijo Unigénito. Pero la respuesta atolondrada de Pedro, era, en el fondo, muy humana y hasta coherente… Deseaba alargar para siempre el momento del Monte Tabor construyendo tres chozas, tres refugios, para los protagonistas de la Transfiguración. Lo que no entendió Pedro es, precisamente, lo quería advertirle Jesús: el inicio de unos tiempos terribles que iban a terminar no obstante con Gloria, con la Gloria de la Resurrección.
Hoy en los escenarios de las lecturas de hoy, 1ª y 3ª, hay un denominador común: la soledad. El desierto la primera, la montaña la segunda. Abraham está en el desierto, que si imponente es de día, mucho más lo es de noche. Es un inmenso espacio cuya bóveda jalonan incontables estrellas mudas, que no deslumbran por muchas que sean, pero que iluminan tenuemente. Las dudas, las cuitas del Patriarca, corroen su interior. Le duele su esterilidad. Le preocupa la falta de continuidad de su familia. Tiene atractiva esposa, bien lo sabe, y extenso ganado, pero le falta descendencia. Se queja en su interior al Dios que en Siquem se le ha confiado y hecho amigo, al Dios que le ha sido fiel en la empresa que acaba de culminar: la salvación de su sobrino, secuestrado por gentes enemigas, que habitan en el país.
También en el Tabor, Jesús parece que deja solos y alejados de las gentes a los discípulos. Esa soledad con un acompañamiento selectivo gusta a los apóstoles. En el silencio impresionante de aquella altura, ante el panorama de las llanuras de Galilea con las aguas del Tiberíades en el horizonte, es comprensible que el Señor subiera allí para orar. Pedro, Juan y Santiago le acompañaban, lo mismo que le acompañarán cuando llegue la hora de las angustias en Getsemaní. Los que participaron de su dolor participaron también en su gloria.


Con la primera lectura se nos proclama un texto del Génesis ( Gen 15,5-12.17-18).
La primera lectura, nos ha mostrado la acción de Dios para confirmar su alianza con Abrahán. Abrahán prepara los animales para el sacrificio y los pone sobre el altar… Y es el poder de Dios quien completa el holocausto. “Un terror intenso y oscuro cayó sobre él…” Frase inquietante que, sin duda, refleja la soledad tremenda del hombre ante Dios. Es verdad que Jesús de Nazaret nos muestra la naturaleza de Dios. Desde que Él llega a la vida de los hombres la imagen de Dios es otra. Dios es un Padre amoroso y tierno con sus criaturas. Pero eso, a mi juicio, no contradice con el poder infinito de Dios que, sin duda, al ser humano produce temor por el poder y la grandeza de Dios al, inevitablemente, compararse con su pequeñez, pobreza y desvalimiento de criatura. Además, es la antorcha de Dios la que quema la ofrenda de Abrahán. Dios es el que dirige la historia y actúa en nuestra vida. Con esta actuación de Dios, se abría, una nueva Alianza en el medio de una noche difícil, como ocurrió igual es esa otra noche terrorífica en la que Dios pactó con Abrahán.
"En aquellos días, Dios sacó afuera a Abrahán y le dijo: Mira al cielo, cuenta las estrellas si puedes. Y añadió: Así será tu descendencia" (Gn 15, 5).  Abrahán era ya mayor, sus días se terminaban. Y todo ese acabar de las cosas, todo ese sentirse cada vez más torpe, todo ese presentimiento de la muerte cercana, todo ello le proporcionaba un vago sentimiento de nostalgia, de honda pena. Pero lo que más le pesaba era el envejecer sin hijos, el contemplar el gran amor de Sara totalmente baldío, sin un hijo tan siquiera que perpetuara su nombre.
En aquella noche serena, tachonada de mil estrellas, resonó  la voz de Yahvé. Abrahán se puso a la escucha con la misma fe de siempre: Mira al cielo, cuenta las estrellas si puedes. Y los ojos cansados del patriarca se perdían entre aquellos puntos luminosos sobre el oscuro cielo. Pues así será tu descendencia, concluyó el Señor.
Y Dios actuó, la fe provocó de nuevo el prodigio. Sara, la estéril, y Abrahán, el anciano, tuvieron un hijo. De él brotaría el frondoso árbol del pueblo de Dios, renovado y engrandecido por Jesucristo. Y así, todos los que tienen fe en Jesús son descendientes de Abrahán. Miembros del pueblo santo, hijos de Dios, herederos de su gloria. Sí, la fe nos incorpora a la familia de Dios, nos injerta en Cristo, el primogénito. Pero hace falta que la fe sea viva, vibrante, consecuente, comprometida, amorosa, confiada, constante. Una fe con obras, que, aún sin quererlo, se note y atraiga. Señor, que nos empeñamos seriamente por ser coherentes en toda nuestra vida, la pública y la privada.
"Aquel día, el Señor hizo alianza con Abrahán en estos términos. A tus descendientes les daré esta tierra...” (Gn 15, 8). Yahveh le dio una prueba de que su palabra quedaría cumplida. Hizo un pacto al estilo del que hacían los hombres de aquel tiempo. Se puso a la altura de Abrahán, con la misma ternura que un padre se agacha hasta ponerse a la altura de su pequeño… Los animales del sacrificio estaban descuartizados según el rito usual. Por entre aquellos despojos habían de pasar los pactantes de la alianza, asumiendo así el serio compromiso de no violarla, so pena de ser descuartizados al igual que aquellas víctimas...
Abrahán esperaba, entre ansioso y atemorizado, la conclusión del rito. Y cuando el sol se ocultó y las tinieblas poblaron la tierra, una llama viva pasó como antorcha humeante por entre aquellos despojos. Yahvé no había faltado a su palabra. Nunca faltó Dios a su compromiso. A pesar de no tener ninguna obligación frente al hombre, de no deberle nada en absoluto, Dios permanecerá siempre fiel a su compromiso de amor. Seremos nosotros, los descendientes de Abrahán, los que nos empeñemos en romper el pacto que hicimos con el Señor... Perdónanos una vez más Señor. Y haz que el recuerdo de tu fidelidad nos ayude a ser siempre fieles, leales contigo, creyentes de verdad.


Hoy el responsorial es el salmo26 (Sal 26,1.7-9.13-14
Este salmo de confianza en Dios, es rezado por el orante en el templo en tres situaciones de vida diferentes: momentos bélicos, abandono familiar, agresiones sociales. El título hebreo lo atribuye a David, perseguido por Saúl y antes de ser ungido rey en Hebrón, aunque para los especialistas hay que considerarlo como de la época exílica o postexílica.
El primer cuadro del salmo traza el rostro de Dios con dos símbolos, que son la expresión de la fe y de la confianza del orante: el Señor es luz y salvación. Dios es luz por ser principio de la creación y revelador de la vida; Dios es salvación por ser defensa y fuerza del fiel (v 1).
En el segundo cuadro del salmo, el orante, ya en el templo, desahoga su corazón con una profesión de fe en forma de súplica, en la que interpela directamente al Omnipotente: «Escúchame, Señor, que te llamo; ten piedad, respóndeme» (v 7).
La conclusión del salmo la lleva a cabo el sacerdote con un oráculo de confianza dirigido al orante para que no tema, sino que permanezca firme, esperando en la fidelidad y en la asistencia del Señor (v 14; cf. Sal 30,25).
El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Dichoso el que así hablaba, porque sabía cómo y de dónde procedía su luz y quién era el que lo iluminaba. El veía la luz; no esa que muere al atardecer, sino aquella otra que no vieron ojos humanos. Las almas iluminadas por esta luz no caen en el pecado, no tropiezan en el mal.
Decía el Señor: Caminad mientras tenéis luz. Con estas palabras se refería a aquella luz que es él mismo, ya que dice: Yo he venido al mundo como luz, para que los que ven no vean y los ciegos reciban la luz. El Señor, por tanto, es nuestra luz, es el sol de justicia que irradia sobre su Iglesia católica, extendida por doquier. A él se refería proféticamente el salmista cuando decía: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?
El hombre interior, así iluminado, no vacila; sigue recto su camino y todo lo soporta. El que contempla de lejos su patria definitiva aguanta en las adversidades, y no se entristece por las cosas temporales, sino que halla en Dios su fuerza; humilla su corazón y es constante, y su humildad lo hace paciente. Esta luz verdadera que viniendo a este mundo alumbra a todo hombre, el Hijo, revelándose a sí mismo, la da a los que lo temen, la infunde a quien quiere y cuando quiere.

En la segunda lectura (Flp 3,17-4,1 ) vemos a un san Pablo clarividente en el diagnostico que hace. San Pablo consagra la doctrina de la resurrección gloriosa. La imagen del relato se relaciona bien con el episodio de la Transfiguración. Y hace pensar que los discípulos, tras contemplar al Resucitado, y su capacidad para superar tiempo y espacio, lo relacionaron con la escena del monte. Pablo, sin duda, se inspiró en los testimonios directos de los primeros discípulos. Recuérdenos  como él reproduce las palabras de Jesús del Jueves Santo, en la Institución de la Eucaristía, durante la Cena, en uno de los textos más antiguos del evangelio: en el capítulo 11 de la Primera Carta a los Corintios.
"Nosotros, por el contrario, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo". San Pablo les dice a los primeros cristianos de Filipos que ellos no deben comportarse como hombres carnales, cuyo Dios es el vientre, sino en personas espirituales, a imagen de Jesucristo. Era difícil para ellos, los cristianos de Filipos, renunciar a las exigencias y tentaciones del cuerpo; también resulta difícil para nosotros. Pero esta es nuestra lucha, una lucha que durará mientras nuestro espíritu esté sometido a las tentaciones de la carne. Mientras vivimos en el cuerpo, el vivir como personas espirituales será siempre una meta a la que debemos aspirar, aunque sabiendo que no llegaremos a ella definitivamente hasta después de nuestra muerte. Es la virtud de la esperanza la que debe dar alas a nuestro espíritu, creyendo firmemente que también nosotros podremos participar definitivamente de la victoria de Cristo sobre el cuerpo y la muerte. Con esta esperanza vivimos los cristianos.

El evangelio de hoy (Lc 9,28b-36 ), nos presenta uno de los relatos misteriosos, pero llenos de esperanza escatológica: estamos en el mundo, pero nuestro destino no es este mundo. El relato de San Lucas sobre la Trasfiguración, no por conocido, deja de ser, siempre, subyugante. Jesús estaba en oración en lo alto del monte --es verdad que el Señor elegía sitios apartados y también altos para mantener su diálogo continuado con el Padre-- pero casi nunca se llevaba a nadie. Prefería quedar en soledad. En este caso son Pedro, Juan y Santiago quienes le acompañan. Lo que Jesús , tenía previsto para Pedro, Juan y Santiago era muy importante, mucho. Tendrían que construir la base para la transmisión de la Palabra del Reino y dar los primeros pasos catequéticos y organizativos para que ello tuviera éxito.
 Los exegetas no coinciden al localizar el monte donde Jesús hizo ver a sus discípulos algo de su gloria. Unos dicen que fue el monte Hermón, pero la mayoría defienden que fue el monte Tabor.
En el texto se nos presenta a un Jesús orante:" Mientras Jesús oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos. Es un pasaje único en los evangelios. Nunca Jesús aparece tan grandioso y magnífico como entonces. Un resquicio de su inmensa gloria se trasluce por unos momentos, ante los ojos atónitos de los discípulos preferidos. El rostro de Jesucristo adquiere un aspecto nuevo y sus vestidos cobran el resplandor de un blanco rutilante. A su lado otros dos personajes llenos de gloria hablan con Él de su muerte en Jerusalén. Parece una contradicción el que, precisamente en medio de aquella gloria, hablen de la pasión de Cristo. Pero en realidad se trata de algo lógico ya que después de esa pasión y muerte, incluso gracias a eso, Jesús resucitará glorioso y subirá luego con gran poder y majestad a los cielos.
Los apóstoles contemplan a Jesús orando en lo alto del monte . En el monte los tres apóstoles experimentaron la visión de   Jesús como el Hijo de Dios, al que hasta entonces sólo habían visto como el “hijo del hombre”.
Desde esta experiencia los apóstoles que acompañaban a Jesús le dicen: "Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". "No sabía lo que decía", aclara el evangelista. El deseo de Pedro era un deseo muy humano: si se estaba tan bien allí, ¿para qué iban a bajar al llano, a luchar contra tantas adversidades como les esperaban? Pero había que escuchar a Jesús, el amado del Padre, y Jesús les decía que había que bajar a la llanura y seguir camino hacia Jerusalén. Jesús sabía muy bien que en Jerusalén le esperaba la pasión y la muerte, pero también sabía que la pasión era el camino necesario para la resurrección. Por la cruz a la luz. Pedro y los demás apóstoles todavía no entendían esto, lo entenderían después.
Pedro y sus compañeros no comprendieron entonces lo que estaban escuchando. Pedro lo único que desea es perpetuar ese momento, o al menos que dure lo más posible. Por eso quiere hacer un refugio para el Señor, Moisés y Elías, con el fin de que sigan allí ante su mirada extasiada de gozo, ausente de todo lo que le rodea, olvidado incluso de sí mismo, dispuesto a estar mirando aquella aparición celestial por toda la eternidad. Este sentimiento nos hace comprender en cierto modo, mejor quizá que muchas explicaciones, la dicha que supone la contemplación de la Gloria. Si esto, que no era más que un pálido resplandor de la majestad divina, fue suficiente para trastornar de dicha a Pedro, qué no será la contemplación de Dios en todo su esplendor.
Una nube descendió sobre la cima del Tabor y los apóstoles se vieron de pronto envueltos por la niebla. La voz del Padre exclamó: "Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle".

Para nuestra vida.
Luz y tinieblas son los componentes de nuestra vida. En el salmo responsorial hemos manifestado en actitud orante y confiada: "El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?"Nos comenta Juan Mediocre: "  Grande es, hermanos, la salvación que se nos ofrece. Ella no teme la enfermedad, no se asusta del cansancio, no tiene en cuenta el sufrimiento. Por esto, debemos exclamar plenamente convencidos no sólo con la boca, sino también con el corazón: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Si es él quien ilumina y quien salva, ¿a quién temeré? Vengan las tinieblas del engaño: el Señor es mi luz. Podrán venir, pero sin ningún resultado, pues, aunque ataquen nuestro corazón, no lo vencerán. Venga la ceguera de los malos deseos: el Señor es mi luz. El es, por tanto, nuestra fuerza, el que se da a nosotros, y nosotros a él. Acudid al médico mientras podéis, no sea que después queráis y no podáis (Juan Mediocre de Nápoles, «Sermón 7», en PLS 4, cols. 785ss).
Jesús como ser humano experimenta  a Dios con la oración. La oración es la mejor manera que tenemos los humanos para comunicarnos con Dios y sin oración no hay propiamente religión, o mejor, expresión religiosa. La oración debe terminar siendo siempre en la transformación y transfiguración religiosa. Una oración que no nos cambie por dentro tiene poco sentido y poco valor. La oración debe ser siempre un acto de comunión y comunicación con Dios, porque en la oración de alguna manera somos habitados por Dios. No oramos tanto para que Dios nos escuche a nosotros, sino para que nosotros escuchemos a Dios. En la oración debemos pedir transformarnos nosotros en Dios, no que Dios se transforme en nosotros. Oramos para que nosotros seamos capaces de aceptar y hacer la voluntad de Dios, no para que Dios se adapte y haga nuestra voluntad. Una persona orante debe, además, manifestar en su vida ante los demás que es una persona habitada por Dios, imagen de Dios, hijo de Dios. La oración, además de tener una función transformadora de nuestro yo personal, debe tener una función evangelizadora ante los demás. La oración, como venimos diciendo, debe transformarnos por dentro y transfigurarnos por fuera ante los demás.
Los apóstoles quieren quedarse allí, es para nosotros una llamada de atención. Aclara como cada uno de nosotros debemos de aceptar, nuestras pequeñas cruces, nuestro calvario y pasión, sabiendo que sólo de esta manera podremos escalar el monte de la resurrección gloriosa.
Resuenan las palabras de Dios-Padre: "Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle". Palabras que han de resonar también en nuestros oídos y en nuestro corazón. Para que nuestra fe en Cristo aumente, y también nuestra esperanza. Con la persuasión de que el gozo de ver a Dios llenará de consuelo y felicidad todo nuestro ser, preocupémonos por ser fieles al Señor, cueste lo que cueste,  hasta el fin de nuestro peregrinar terrenal.
Junto a Jesús aparecen Moisés y Elías, representantes de la Ley y los Profetas. Jesús está en continuidad con ellos, pero superándolos, dándoles la plenitud que ellos mismos desconocen, pues Él es el Hijo, el escogido. ¿Cuál debe ser nuestra actitud ante esta manifestación de la divinidad de Jesús? La voz que sale de la nube nos lo dice: ¡Escuchadlo! Abram escuchó la voz de Dios y creyó en su promesa: una descendencia como las estrellas del cielo y una tierra como posesión suya. Abrahán escuchó y aceptó la alianza con Dios. Era una costumbre sellar la alianza pasando entre las carnes sangrientas de los animales cortados en dos. Dios toma la iniciativa, pues sólo El, con el signo del fuego, pasa por entre las dos partes de los animales. Pero Abram escucha y acepta el plan de Dios. Desde ese momento transforma su nombre. Ya no será Abram, sino Abraham -padre de muchedumbres-.
La gran tentación es quedarse quieto, porque en la montaña "se está muy bien". Hay que bajar al llano, a la vida diaria, de lo contrario la experiencia de Dios no es auténtica. No podemos refugiarnos en un mero espiritualismo que se desentiende de la vida concreta. Somos ciudadanos del cielo, pero ahora vivimos en la tierra y es aquí donde debemos demostrar que Dios transforma nuestro cuerpo humilde y nos hace vivir como hombres nuevos y transformados.


Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org

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