sábado, 21 de noviembre de 2015

Comentarios a las lecturas del domingo XXXIV del Tiempo Ordinario Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo 22 de noviembre de 2015

Comentarios a las lecturas del domingo XXXIV del Tiempo Ordinario Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo 22 de noviembre de 2015

“Te damos gracias en todo tiempo y lugar ¡oh Señor Santo, Padre todopoderoso y eterno Dios! Que a  tu Unigénito Hijo y Señor nuestro Jesucristo, Sacerdote eterno y Rey del universo, le ungiste con óleo de júbilo, para que, ofreciéndose a Sí mismo en el ara de la Cruz, como Hostia inmaculada y pacífica, consúmase el misterio de la humana redención; y sometidas a su imperio todas las criaturas, entrégase a tu inmensa Majestad su Reino eterno y universal: Reino de verdad y de vida; Reino de santidad y de gracia; Reino de justicia, de amor y de paz”. (Del Prefacio de Cristo Rey)
Una vez más termina el año litúrgico (acaba el ciclo litúrgico B), y una vez más la fiesta de Cristo Rey es como el broche de oro que cierra un año que termina.... Cristo Rey en la cima del tiempo, en la cumbre de la creación... Cristo como la esperanza suma de todos los hombres, la fortaleza de cuantos luchan contra el mal, el gozo y la alegría de cuantos han dicho que sí a las exigencias de Dios.
La Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, fue instituida por el papa Pío XI el 11 de diciembre de 1925. El Concilio Vaticano II sitúa la celebración como final del Tiempo Ordinario y, por tanto, como despedida del año litúrgico. Su significado es que Cristo reinará al final de los tiempos y supone un plan espiritual de redención lejos de cualquier interpretación de poder político o pseudoreligioso, como decía un poco más arriba. Además, el Evangelio de San Juan que se lee hoy presenta en la propia voz de Cristo las mejores consideraciones sobre su Reino.

La primera lectura tomada del libro de Daniel (Dan 7, 13-14) nos presenta al profeta Daniel, en lenguaje apocalíptico, nos habla de un anciano, Dios, que envía desde el cielo a un “hijo de hombre” al que se le da poder real y dominio sobre todos los pueblos, naciones y lenguas.
Nosotros, los cristianos, siempre hemos visto en esta figura del hijo de hombre a Jesucristo, rey del universo. El mismo Jesús, en los evangelios, se da más de una vez a sí mismo este título de “hijo de hombre”. Sí, Jesús fue un hombre como nosotros en todo, menos en el pecado, a quien Dios Padre envió a la tierra para salvarnos a todos. Debemos celebrar hoy con gozo esta fiesta de Cristo Rey, proclamándole libre y agradecidamente nuestro rey, rey de nuestros corazones, que queremos que dirija y guíe nuestro diario vivir.
"Yo vi, en una visión nocturna, venir una especie de hombre entre las nubes del cielo" (Dn 7, 13) El profeta Daniel narra una de sus maravillosas visiones. Después de haber contemplado el triunfo y la ruina de las cuatro bestias, símbolos de cuatro reyes, nos habla de un quinto personaje. Ahora no tiene la forma de león ni de oso, ni de leopardo, ni de horrible animal con dientes de hierro. Ahora, ese quinto rey, el definitivo, el que reinará sobre cielos y tierras, tiene la figura sencilla de un hombre.
Aquellas bestias venían del mar, este Hijo del hombre llega sobre las nubes del cielo. Es difícil comprender a fondo el sentido de estos símbolos, de este lenguaje literario apocalíptico. Pero una cosa es cierta. En esta humilde figura de hombre ve el profeta al Rey del Universo, Dios mismo que baja hasta la humildad de la naturaleza humana y se hace uno más entre la muchedumbre de todos los hombres.
"A él, se le dio el poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su poder es eterno, no cesará. Su reino no acabará" (Dn 7, 14) Nos sigue narrando el vidente que ese Hijo del hombre avanzó hacia el trono del Anciano. El de vestiduras cándidas como la nieve, el de cabellos como blanca lana, el del trono llameante, al que le sirven millones y le asisten millares y millares... Siguen unas palabras extrañas; palabras cargadas de un contenido hondo con un sentido más allá de lo que a primera vista se intuye. Son una letanía de palabras mágicas que despiertan en el espíritu del hombre religioso algo muy profundo y difícil de explicar.
Es el anuncio del Reino mesiánico, el Reino definitivo. Poder, honor y gloria al Rey, a Cristo. Cristo Rey, reinando por siempre, permaneciendo en su trono, mientras los demás reyes se quitan y se ponen. Reyes pasajeros, con unos reinos de fronteras reducidas, con una historia tantas veces de final desastroso.

El salmo responsorial   ( Sal 92 ), es una manifestación del reinado de Dios.
R.- EL SEÑOR REINA, VESTIDO DE MAJESTAD.
         "El Señor reina, vestido de majestad, el Señor, vestido y ceñido de poder" (Sal 92, 1) "Señor" (Kyrios en griego) es uno de los títulos más antiguos, y más frecuentes, para denominar a Dios, o para referirse a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Con ello estamos confesando la soberanía absoluta, que Dios tiene sobre todo cuanto existe, y que sólo a él corresponde de modo propio y adecuado.
         Los demás señores lo son solamente a medias, de forma relativa y parcial, por muy alto que sea el cargo que ostenten, o por mucho poder y riqueza que posean. Con razón decía Jesús a Pilato que no tendría ningún poder sobre él si no se le hubiera dado de lo alto.
Pensemos hoy un poco en esta realidad maravillosa, en la grandeza suma de nuestro Dios y Señor. Fomentemos en lo más profundo de nuestro ser sentimientos de adoración ferviente, deseos de servir con alma y vida a nuestro auténtico Rey.
         “Tu trono está firme desde siempre, y tú eres eterno..." (Sal 92, 2) Todos los señores de la tierra terminan por dejar de serlo, todos los reyes del mundo tienen que ceder un día, de grado o por fuerza, sus coronas y sus cetros. Apenas si muere el rey, cuando ya se aclama al sucesor exclamando, como si nada hubiera ocurrido, ¡viva el rey!


La segunda lectura tomada del libro del Apocalipsis (Ap 1, 5-8) nos presenta al que es "...el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso" (Ap 1, 8) ¡Mirad! Él viene en las nubes -exclama el vidente de la isla de Patmos-. Exclamación que debía resultar un tanto extraña a los hombres del siglo I que no sabían todavía lo que era atravesar los aires y volar sobre las nubes. Y, sin embargo, la fe hizo el prodigio de que aquellos creyeran y esperaran que un día viniera Cristo por los caminos del aire, el Amado, con todo su esplendor y majestad a juzgar a los vivos y a los muertos, a ejercitar el poder judicial y el ejecutivo que como Rey universal le compete.
También nosotros hemos de creer con toda la mente y con todo el corazón que un día llegará nuestro Rey, Cristo Jesús. Y movidos por esa esperanza hemos de vivir siempre fieles nuestro compromiso de amor, siempre fieles a las promesas del Bautismo. Si vivimos así, nada nos asustará. Nada, ni la suprema catástrofe del fin del mundo. Entonces, en medio de la prueba, nos fortalecerá nuestra firme creencia en la llegada inmediata de Cristo, nuestro Rey de amor y de paz.

El evangelio es de San Juan (Jn 18, 33b– 37), nos presenta la realeza de Dios.
"¿Eres tú el rey de los judíos?" (Jn 18, 33). Los judíos habían decidido dar muerte a Jesús. La gente del pueblo, sin embargo, le habían aclamado con palmas y vítores como Rey mesiánico a aquel hombre de origen oscuro que procedía de Nazaret. Habían organizado espontáneamente una entrada triunfal en la que, como dijo el profeta Zacarías, el Mesías entraba majestuoso y pacífico, montado sobre un asno, a la usanza de los antiguos reyes y nobles de Israel. El entusiasmo de la muchedumbre colmó la envidia y los celos de escribas y fariseos. Estaba decidido, aquel hombre tenía que morir.
Consiguieron apresarle con la traición de Judas. Aquel que fue poderoso, en palabras y en obras, quedó de pronto sin fuerza ni resistencia alguna. El que fue capaz de arrojar, solo contra todos, a los mercaderes del templo, aparecía inesperadamente desarmado, inerme y abandonado. Sin embargo, entonces empezó la última batalla del gran Rey en la que dando su vida vencía a la muerte y destronaba al Príncipe de este mundo, alcanzando para todos la salvación eterna, que será ofrecida hasta el final de los tiempos.
         El pasaje coloca frente a frente a dos reyes. Pilato, quien representa al emperador romano, es el hombre que detenta en Judea el máximo poder y es el único que puede aplicar la pena de muerte, él tiene derecho sobre la vida y sobre la muerte.  Jesús, quien llega atado como un malhechor, se presenta a sí mismo como un Rey, pero de un tipo distinto al de Pilato. 
Releamos el Evangelio con un Padre de la Iglesia
 “Venga a nosotros tu Reino. Así como pedimos que sea santificado el nosotros el nombre de Dios, también suplicamos que venga a nosotros su Reino.
Pero, ¿habrá algún momento en que Dios no reine? ¿Cómo puede comenzar en él lo que siempre existió y nunca dejará de existir? No. Lo que pedimos es que venga nuestro reino, aquel reino que nos fue prometido por Dios y adquirido con la sangre y la pasión de Cristo, de manera que, sirviéndolo fielmente en este mundo, podamos un día reinar con él, según su promesa: ‘Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino que os está preparado desde el principio del mundo’.
En verdad, hermanos míos carísimos, podemos entender que el mismo Cristo es el Reino de Dios, cuya venida deseamos ardientemente cada día de nuestra vida. Él es la resurrección, porque en él resucitamos; por eso podemos comprender que él es también el Reino de Dios, porque en él hemos de reinar. Con razón, por tanto, pedimos el Reino de Dios, esto es, el reino celestial, porque también hay un reino terrestre”. (San Cipriano, Tratado sobre la oración del Señor, 13s)


Para nuestra vida
Es importante sea que cada uno de nosotros vea y examine en su conciencia en qué sentido Jesucristo es para él rey, en la vida pública y privada, y qué pide él cuando reza todos los días “venga a nosotros tu reino”.
Jesús no niega a Poncio Pilato que Él sea Rey. Y eso le llega a sorprender aún mucho más al Gobernador romano. A nosotros nos puede ser muy útil hoy esa característica que Jesús añade: Rey de la verdad. En este mundo actual lleno de mentira y de falsedades establecidas como si fueran verdades, nuestro sentido de la verdad –yo diría casi adoración por ella—ha de llenar nuestro afán. Nunca como ahora la verdad se hizo tan necesaria. La mentira abunda por doquier, desde en la política hasta en el comercio. Vivimos un tiempo de fraude, de mentira generalizada. Luchemos, pues, por el Reino de Cristo.
Hoy Jesús aparece como testigo de la verdad. El testigo fiel es el que da testimonio de la verdad del que habla. Jesucristo fue el testigo fiel de la verdad del Padre, a quien el Padre envió precisamente a este mundo para eso: para ser testigo de la verdad, como el mismo Jesús le dice a Pilato. Para nosotros, los cristianos, Jesucristo es la verdad suprema, antes de todas las demás verdades científicas, sociales o políticas. En este sentido, repetimos una vez más, es nuestro rey. Nosotros no despreciamos nunca las verdades científicas, sociales y políticas, pero las sometemos a la verdad suprema que es Jesucristo.
Ese testigo de la verdad es Rey. Es Rey de  un Reino que, en el que se nos enseña un trono que sin palabras lo dice todo: la cruz. Un Rey que, sin palabras, lo hace todo con su presencia, su mirada y su testimonio. Cristo Rey, entre otras cosas, nos invita a dar la vuelta un poco al día a día de nuestra existencia. No podemos decir “Tú eres Rey” si, a continuación, nosotros no le rendimos nuestras capacidades, no le ofrecemos nuestras habilidades o le negamos nuestra voz en esas situaciones que reclaman nuestro testimonio autentico y sincero.
" Pero, ¿cuál es la «verdad» que Cristo vino a testimoniar al mundo? Toda su existencia revela que Dios es amor: esta es, por tanto, la verdad de la que dio pleno testimonio con el sacrificio de su misma vida en el Calvario. La Cruz es el «trono» desde el que manifestó la sublime realeza de Dios Amor: entregándose en expiación por el pecado del mundo, derrotó al dominio del «príncipe de este mundo» (Juan 12, 31) e instauró definitivamente el Reino de Dios. Reino que se manifiesta en plenitud al final de los tiempos, después de que todos los enemigos, y por último la muerte, hayan sido sometidos (Cf. 1 Corintios 15, 25-26). Entonces, el Hijo entregará el Reino al Padre y finalmente Dios será «todo en todos» (1 Corintios 15, 28).
 El camino para llegar a esta meta es largo y no es posible tomar atajos: es necesario que toda persona acoja libremente la verdad del amor de Dios. Él es Amor y Verdad, y tanto el amor como la verdad no se imponen nunca: tocan a la puerta del corazón y de la mente y, allí donde pueden entrar, ofrecen paz y alegría. Esta es la manera de reinar de Dios; este es su proyecto de salvación, un «misterio», en el sentido bíblico del término, es decir, un designio que se revela poco a poco en la historia." (Benedicto XVI, 26 Nov 2006.),
¿Tiene sentido celebrar hoy esta fiesta? Por supuesto que sí, porque lo que queremos celebrar es que Jesucristo debe ser lo más importante de nuestra vida, debe reinar en nuestro corazón.
También nosotros somos "reyes" por la consagración que hemos recibido al ser ungidos con el santo crisma en el Bautismo. ¿Somos conscientes de esta dignidad y de este compromiso? Se nos pide que vivamos según la dignidad que debe tener un rey, pero al mismo tiempo se nos exige dar nuestra vida, servir a todos como lo hizo el "rey de reyes". Hoy quiero seguir a Jesucristo, el Príncipe de la Paz, defensor del Pueblo, luchador en favor del hombre, la fuente de agua viva, el camino, la mesa del hambriento, el consuelo de los tristes y esperanza de los angustiados; Quiero ser con Jesús el Amor entregado, quiero vivir en su Reino, el reino del sí a Dios, el Reino del sí al hombre, el Reino de la comunión de vida con Dios.


Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org

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