domingo, 15 de noviembre de 2015

Comentario a lecturas del XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario 15 de noviembre de 2015

A las puertas ya del final del año litúrgico, la Palabra de Dios nos es presentada en un lenguaje apocalíptico. La apocalíptica es la literatura que aborda esta temática: la ardiente espera de un final del orden presente, al que seguirá un orden o mundo nuevo. Para ello se sirve de un lenguaje especial, el lenguaje que tiene su origen en la fantasía. No es de naturaleza informativa, es decir, no es una guía en la que se nos comunica el desarrollo de unos hechos. Es de naturaleza simbólica, plástica y está al servicio de una idea, de una concepción. Por lo que respecta al final, éste es expresado con imágenes tremendistas: cataclismos cósmicos, guerras, fuego, derrumbamientos, personajes celestes, señales luminosas, trompetas convocando a juicio.
Si  ya había violencia en nuestra sociedad, este fin de semana la violencia ha llenado de horror las calles de París. Ahora nuestra comunión se ha hecho más dolorosa, pero no menos esperanzada; el calvario se nos ha llenado de sangre, la muerte parece prevalecer sobre la vida, pero sabemos cómo Iglesia amada del Señor, que la victoria es del Crucificado, que la última palabra la tienen las víctimas, la tiene siempre el amor. Hoy, en Cristo, Dios te muestra el camino que lleva al futuro. ¡Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra!

Hoy  en el salmo resonará las palabras del salmista que pronunció Jesús en la cruz. “Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti”:
Hoy la palabra proclamada nos sitúa ante tiempos difíciles. La Palabra de Dios de este domingo nos hace una llamada a reavivar nuestra confianza en Dios y nuestra responsabilidad en hacer de éste el mejor de los mundos posibles. Una vez más constatamos que Dios está a favor nuestro, que cuenta con nosotros para construir el Reino de Dios ya desde ahora.
Las palabras de la profecía de Daniel son palabras para “tiempos difíciles, como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora”. Las del evangelio lo son para los días que vendrán “después de la gran angustia”, días de regreso de la tierra al caos primordial, cuando sol y luna no la iluminaban y los astros no ocupaban sus órbitas en el cielo.
 Pero profecía y evangelio parecen remitir a tiempos que, por misteriosos y lejanos, difícilmente percibiremos en la comunidad eclesial como angustiosos y como nuestros. De ahí la necesidad de escuchar una y otro desde el dolor de las víctimas, desde el caos en el que todas ellas deambulan, como si sus vidas y su mundo no formasen ya parte de la creación de Dios.

La primera lectura del libro de Daniel (Dn 12, 1-3) es parte de un libro que fue escrito en tiempos de persecución y de resistencia. En los pasajes apocalípticos de esta lectura “la gran tribulación" o "los tiempos difíciles" aparecen como una señal de salvación definitiva de los justos. El autor ve en los mártires de su tiempo la señal de la victoria, descubre la situación extrema que precede a la salvación del pueblo que ha resistido en la
fe. Este es "el libro de la vida". Se trata de una imagen utilizada para expresar que Dios conoce a los suyos y los protege hasta el final. No hay en todo el Antiguo Testamento ningún otro lugar en el que hable tan claramente de la resurrección de los muertos que "duermen en el polvo". Aunque se dice que "despertarán muchos", esta expresión quiere decir con frecuencia "todos", y éste parece aquí su sentido. La resurrección es para nuestro autor un postulado de la justicia divina, que no puede dejar sin premio a los mártires y sin castigo a sus verdugos. No falta una palabra de esperanza y una promesa para los "sabios", esto es, para los que enseñan a practicar y no sólo a conocer lo que es justo a los ojos de Dios. Hay para ellos reservada una gloria especial e imperecedera.

El salmo responsorial de hoy es el salmo 15(Sal 15 ). Con el Salmo 15 imploramos  al Señor. «Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti. El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en su mano. Tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena. No me entregarás a la muerte ni me dejarás conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha».
Seguimos el comentario de San JP II. "El salmo 15 desarrolla dos temas, expresados mediante tres símbolos. Ante todo, el símbolo de la «heredad», término que domina los versículos 5-6. En efecto, se habla de «lote de mi heredad, copa, suerte». Estas palabras se usaban para describir el don de la tierra prometida al pueblo de Israel. Ahora bien, sabemos que la única tribu que no había recibido un lote de tierra era la de los levitas, porque el Señor mismo constituía su heredad. El salmista declara precisamente: «El señor es el lote de mi heredad. (...)
San Agustín comenta: «El salmista no dice: "Oh Dios, dame una heredad. ¿Qué me darás como heredad?", sino que dice: "Todo lo que tú puedes darme fuera de ti, carece de valor. Sé tú mismo mi heredad. A ti es a quien amo". (...) Esperar a Dios de Dios, ser colmado de Dios por Dios. Él te basta, fuera de él nada te puede bastar» (Sermón 334, 3: PL 38, 1469).
El segundo tema es el de la comunión perfecta y continua con el Señor. El salmista manifiesta su firme esperanza de ser preservado de la muerte, para permanecer en la intimidad de Dios, la cual ya no es posible en la muerte (cf. Sal 6,6; 87,6). Con todo, sus expresiones no ponen ningún límite a esta preservación; más aún, pueden entenderse en la línea de una victoria sobre la muerte que asegura la intimidad eterna con Dios.
Son dos los símbolos que usa el orante. Ante todo, se evoca el cuerpo: los exégetas nos dicen que en el original hebreo (cf. Sal 15,7-10) se habla de «riñones», símbolo de las pasiones y de la interioridad más profunda; de «diestra», signo de fuerza; de «corazón», sede de la conciencia; incluso, de «hígado», que expresa la emotividad; de «carne», que indica la existencia frágil del hombre; y, por último, de «soplo de vida».
Por consiguiente, se trata de la representación de «todo el ser» de la persona, que no es absorbido y aniquilado en la corrupción del sepulcro (cf. v. 10), sino que se mantiene en la vida plena y feliz con Dios.
() El segundo símbolo del salmo 15 es el del «camino»: «Me enseñarás el sendero de la vida» (v. 11). Es el camino que lleva al «gozo pleno en la presencia» divina, a «la alegría perpetua a la derecha» del Señor. Estas palabras se adaptan perfectamente a una interpretación que ensancha la perspectiva a la esperanza de la comunión con Dios, más allá de la muerte, en la vida eterna.
En este punto, es fácil intuir por qué el Nuevo Testamento asumió el salmo 15 refiriéndolo a la resurrección de Cristo. San Pedro, en su discurso de Pentecostés, cita precisamente la segunda parte de este himno con una luminosa aplicación pascual y cristológica: «Dios resucitó a Jesús de Nazaret, librándole de los dolores de la muerte, pues no era posible que quedase bajo su dominio» (Hch 2,24).
San Pablo, durante su discurso en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, se refiere al salmo 15 en el anuncio de la Pascua de Cristo. Desde esta perspectiva, también nosotros lo proclamamos: «No permitirás que tu santo experimente la corrupción. Ahora bien, David, después de haber servido en sus días a los designios de Dios, murió, se reunió con sus padres y experimentó la corrupción. En cambio, aquel a quien Dios resucitó -o sea, Jesucristo-, no experimentó la corrupción» (Hch 13,35-37). (San Juan Pablo II. Audiencia general del Miércoles 28 de julio de 2004).

La segunda lectura de la carta a los hebreos (Hb 10, 11-14.18) , que hemos ido leyendo estos domingos, marca de manera magistral –y, sobre todo, para la mentalidad de los judíos de la generación de Jesús—que su sacerdocio es eterno y que su sacrificio solo ha ocurrido una vez. La estructura de la Carta a los Hebreos refleja la condición de Jesús como Sumo Sacerdote, es el sacerdocio de Jesús, en el que la Iglesia, año tras año, se ha visto reflejada.
Pero, además, el sacrificio de Jesús vale para todos y en todos los tiempos. Es decir,
no es una cuestión particular ligada al Templo de Jerusalén o a los templos de la Iglesia Católica. Sirve para todos los hombres y mujeres de antes, de ahora, y de todo el futuro.
La Carta a los Hebreos deja absolutamente claro la salvación,  cuando habla de la ofrenda de su propia vida, que Cristo ofreció por nuestros pecados de una vez para siempre. Desde entonces introdujo el perdón de los pecados, como regalo perpetuo que Dios nos hace. Los sabios según Dios y aquellos que enseñaron y practicaron la justicia brillarán por toda la eternidad.

El evangelio  acabando ya el ciclo litúrgico B es del evangelista san Marcos. (Mc 13, 24 – 32). Habla de la venida de Jesús, acompañada de unos acontecimientos cósmicos: vendrá como un ladrón en la noche, de manera imprevista... Pero en este futuro actuar de Dios hay un sí absoluto al mundo que ha creado. Jesús nos dice que estemos atentos a la higuera, es decir a los signos de los tiempos, de los que hablaba el concilio Vaticano II. El Hijo del Hombre, figura que aparece en el profeta Daniel, vendrá sobre las nubes del cielo, reunirá a los elegidos de los cuatro vientos. Por tanto, vendrá a salvar y no a condenar. El juicio será para la salvación no para la condenación. En los evangelios Jesús se atribuye a sí mismo este título mesiánico.
Aprended de la parábola de la higuera…; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que Él está cerca, a la puerta. El Señor siempre está cerca de cada uno de nosotros, animándonos con su gracia, su presencia y su amor para que sigamos viviendo. Todos los signos de los tiempos, la guerra y la paz, la justicia y la injusticia, la muerte de un niño y la muerte de un anciano, todas las criaturas nos hablan de un Dios que, como diría san Juan de la Cruz, por ellas ha pasado. El universo entero es huella de Dios: debemos ver y sentir a Dios en todas sus criaturas y, de manera especial, en cada uno de nosotros. Comparada con los tiempos de Dios, nuestra vida es solo un instante, como un soplo; todas las criaturas nos dicen que Dios está siempre ahí mismo. Estos son para nosotros los signos de los tiempos, a través de sus criaturas debemos los cristianos saber descubrir a Dios. Como cada higuera espera su primavera para que sus ramas se pongan tiernas y broten sus yemas, así cada uno de nosotros debe vivir siempre esperando que llegue para cada uno de nosotros la primavera de Dios, cuando Dios se hará presente definitivamente, en nuestras vidas.

Para nuestra vida.
El profeta Daniel habla a un pueblo que está a punto de ser extinguido por un poder militar adverso. Y el profeta les dice que no teman, que Dios les salvará, que lo que ellos tienen que hacer es mantenerse fieles a su Dios. Es un mensaje que también debe valernos a nosotros cuando estamos ante un peligro físico, social o psicológico: debemos mantener fuerte nuestra confianza en el Señor. En medio de todas las dificultades, Dios no nos va a abandonar.
No son realidades trasnochadas, cuentos de miedo para asustar a los niños en la noche. Son verdades fundamentales que, queramos o no, están ahí ante nosotros como una amenaza, o como un motivo de esperanza y de consuelo. Sí, porque "bienaventurados desde ahora los muertos que mueren el Señor. Si, dice el Espíritu, para que descansen de sus trabajos, porque sus obras les acompañan". "Para siempre, para siempre, para siempre", repetía Santa Teresa. Y esta idea la animaba a seguir luchando, a perseverar en su entrega, a ser fiel al amor del Amado. Llénate tú, y yo también, ante el recuerdo de estas realidades, de un deseo constante de seguir adelante, cubriendo gozoso todas las etapas que conducen a la última meta.

Donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados. Es el tema central de toda la carta a los Hebreos: Cristo, con el sacrificio de su vida, nos ha perdonado ya todos nuestros pecados. Lo único que debemos hacer nosotros ahora es renovar este sacrificio único de Cristo; nuestras ofrendas sólo alcanzan valor definitivo si van unidas a la ofrenda única de Cristo. Cristo ya nos perdonó, con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados. Dios ya no quiere de nosotros sacrificios, ni ofrendas, sino un corazón arrepentido y entregado. Por gracia, por la gracia de Cristo, estamos salvados, como nos dirá repetidamente san Pablo.
El evangelio nos sitúa ante el final de los tiempos, no hemos de confundir  las precisiones que Jesús hace sobre su futura venida con tanta literatura pseudoreligiosa sobre el fin del mundo que aparece en nuestra sociedad.
 La espera sobre la Segunda Venida es  motivo de alegría para los cristianos. Es la plasmación de que no estamos abandonados por Él y que un día, en su presencia y cercanía real y física, nacerá un nuevo mundo. Es la Jerusalén celestial que bajará del cielo ataviada con las mejores galas de una novia bellísima. Pero es cierto, también, que la espera de Jesús puede estar llena de problemas, inconvenientes y hasta hechos muy graves. No es fácil la vida de los cristianos es estos tiempos. Ciertamente, la fecha y el momento solo lo sabe el Padre.
Desde el abismo, Jesús de Nazaret se preguntaba: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?”. Desde lo hondo de su desesperanza, el emigrante se preguntaba y me preguntaba “si Dios había creado también a los negros”. Desde lo hondo, la víctima no dudaba de que Dios había creado a los negreros, a los explotadores, a los violentos, a los violadores, y se preguntaba si Dios lo habría creado también a él.
Necesitamos escuchar profecía y evangelio desde el mundo de los pobres, desde la noche de los crucificados, desde el árbol seco de los malditos, desde la angustia de los excluidos de la paz, desde el temblor de hombres, mujeres y niños entregados a la intemperie de una tierra informe y vacía.
Sólo quienes todo lo han perdido, Jesús de Nazaret el primero, y con él todos los excluidos de la creación y devueltos al caos , sólo ellos pueden reconocer en Dios su todo, y poner en su Creador toda esperanza de ser.
En comunión con Cristo y con las víctimas, también nosotros aprendemos a decir las palabras del salmo: “Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti”.
Y en esa admirable comunión nuestro corazón sabrá que “el Señor es el lote de tu heredad”, todo tu ser sabrá que tu suerte está en la mano de nuestro  Señor. “Por eso se te alegra el corazón, se gozan tus entrañas, y todo tu ser descansa sereno”.
Hoy, en Cristo, Dios nos sacia de alegría.
Con el comienzo de un nuevo Adviento lo que haremos es esperar con esa alegría recibida  la Segunda Venida.
Y esa espera marcará un tiempo nuevo que no debemos desaprovechar.

Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org

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