Este
fin de semana es importante para mi no solo en recuerdos, sino en realidades uqe llegan hasta hoy, En la luminosa tarde del 20 de junio de 1976 fui ordenado
sacerdote en la Iglesia Parroquial de la Asunción de Nuestra Señora de Albaida
(Valencia) por el Beato José María García Lahiguera. Es una bendición haber
sido ordenado por un Obispo santo, que ya lo demostraba en vida.
La vida generalmente esta llena de misterios y ante los misterios humanos vinculados a los divinos, la única una
actitud auténticamente cristiana es la adoración humilde y confiada. Fiarse del
señor ha sido una necesidad y una realidad en estos 39 años de sacerdocio.
La
enseñanza de este domingo no es otra que la de ejercitar en todos los casos
nuestra confianza en Dios. Hemos de aceptar que con Él que todo tiene solución.
En la primera
lectura (Jb. 38,1.8-11),
vemos como Job creía en Dios, pero no siempre entendía su
comportamiento. El libro de Job es, entre otras cosas, el libro de las grandes
preguntas sobre la bondad de Dios y el problema del mal en el mundo. Job había
sido educado en la teología de la retribución: Dios nos trata a cada uno según
nuestras obras, los buenos son premiados y los malos castigados. Él se había
esforzado siempre en ser fiel a Dios y Dios le había premiado, ¿por qué ahora
le castiga tan duramente? Job no encuentra motivos que le expliquen el
comportamiento de Dios y por eso se queja amargamente y hace tantas preguntas.
Sus amigos, encima, se burlan de él. Más de alguno de nosotros habremos tenido
experiencias, propias o ajenas, parecidas a las que tuvo Job . Con eso nos quedamos nosotros ahora: la fe no
significa tener todas las respuestas. Creer en medio de las dudas, y a pesar de
las dudas, sigue siendo una virtud teologal. Adoremos el misterio de Dios y
confiemos siempre en Dios.
En el salmo
de hoy (Sal.106), se nos
invita a dar gracias al Señor, PORQUE ES ETERNA SU MISERICORDIA
Contemplaron
las obras de Dios,
sus
maravillas en el océano.
Apaciguó la
tormenta en suave brisa,
y
enmudecieron las olas del mar.
Se alegraron
de aquella bonanza,
y él los
condujo al ansiado puerto.
Den gracias
al Señor por su misericordia,
por las
maravillas que hace con los hombres.
En la segunda
lectura (2 Cor. 5,14-17), Pablo
les dice a los fieles de Corinto -y nos dice a nosotros- que vivir en Cristo es
algo totalmente nuevo, distinto del antiguo vivir en el mundo y según los
criterios del mundo. Vivir en Cristo y por Cristo es vivir como auténticas
criaturas nuevas; el hombre viejo ha muerto.
Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo (2Cor
5,17), nos recuerda hoy san Pablo. Dicho con palabras de san Agustín, “el
Antiguo Testamento es el Nuevo Testamento velado, y el NT es el AT desvelado” (Serm. 300,3); y más claramente, “Lo que en el AT
estaba latente, en el NT queda patente” (Quaest.in Heptateucum,
2,73). Quiere decir el obispo de Hipona que el AT oscuro, en cuanto se refiere
a profecía, se ha esclarecido y hecho historia en el NT con la presencia
de Jesús de Nazaret. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo.
Hoy lo viejo de la primera lectura contrasta con lo nuevo de la tercera o
evangelio. Ambas lecturas coinciden en ser escena marítima. Pero las olas
bravuconas o marejadas de mar abierto en la profecía de Job se tornan oleaje o
marejadilla en el mar cerrado de Galilea en el evangelio con la presencia de
Jesús de Nazaret. Esta escena evangélica –primer milagro que narra san Marcos–
lleva un mensaje eclesial y otro personal de futuro.
La barca azotada por el oleaje significa la Iglesia de Cristo que debe
vivir entre calvarios y tabores, que nace muriendo entre persecuciones de
iglesia naciente en los cinco primeros siglos con abundancia de mártires; que
muere sobreviviendo mezclada entre partidismos y poderes temporales medievales;
y en los siglos modernos y contemporáneos sigue caminando entre agnosticismos,
incredulidades e incomprensiones, aún dando mensajes luminosos y esperanzadores
desde la iglesia jerárquica para ganar la otra orilla, mensajes no siempre bien
recibidos en esta ladera. Pese a ello, la Iglesia cristiana, con sus luces y
sombras, tiene la promesa evangélica de Cristo de perdurar hasta el fin de los
tiempos, aunque sea perseguida desde fuera y desde dentro. Persecución desde
fuera, está claro ante la pléyade de mártires canonizados o no de todos los
siglos, incluido el siglo XX y nuestro recién empezado siglo XXI lleno de mártires
cristianos de distintas confesiones cristianas en el Oriente Medio.
Hoy el
evangelio (Mc. 4,35-40),
nos narra uno de los
grandes prodigios ocurridos en el lago de Genesaret, Después de
una intensa jornada, los apóstoles con el Señor pasan en barca a la otra orilla
del lago. Jesús estaba tan rendido que se queda dormido en la proa de la
embarcación. De pronto las aguas comenzaron a encresparse, se levantó un fuerte
huracán y la frágil nave comenzó a cabecear peligrosamente. Las olas eran tan
fuertes que el
terror empezó a hacer presa en aquellos curtidos pescadores. Mientras,
Jesús dormía. El mar se agita cada vez más y el peligro crece por momentos. Sin
saber ciertamente para qué, despiertan al Maestro; no para que calme la
tempestad, lo cual les parecería imposible, sino para recriminarle que siga
dormido, sin importarle que estén a punto de sucumbir a las embestidas del
oleaje. Por eso le preguntan, consternados, si no le importa que se hundan.
Jesús no les contesta. Se pone en pie sobre la proa e increpa a las aguas con
voz potente y dominadora: ¡Silencio, cállate!
Una
primera reacción sería la de pensar que Jesús estaba loco. Cómo podía un hombre
mandar sobre las aguas y los vientos. Sólo Dios podía calmar la tempestad. Pero
paulatinamente van contemplando cómo el mar se tranquiliza y el viento amaina.
Pronto reina la bonanza y las barcas siguen, serenas y ágiles, su ruta hacia la
ribera.
No
salen de su asombro. Estupefactos se preguntan entre sí quién era este que
había dominado el furor del mar y del huracán.
Surgen
las preguntas: ¿pero
quién es este? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen! Los discípulos no
acababan de aclararse ante el poder sobrehumano de Jesús. No es que no creyeran
que Jesús era el Hijo de Dios, es que no entendían lo que eso significaba. Nos
pasa frecuentemente a nosotros algo parecido cuando afirmamos que Jesús es
Dios. Como nos ocurre con tantos otros misterios de los que nos habla la
teología, los creemos, pero no acabamos nunca de entenderlos. Dios es un
misterio y los misterios son racionalmente insolubles. Podemos creerlos o no
creerlos, pero nunca entenderlos. Nuestra inteligencia humana está
irremediablemente limitada por el espacio y el tiempo que nos envuelven y nos
constituyen. Dios no está limitado por el espacio y el tiempo; es inmenso y
eterno. En cualquier caso, lo que no debemos hacer nunca los cristianos, ante
el misterio, es espantarnos, como hicieron los discípulos
Para
nuestra vida
El problema para cada uno de nosotros
es que, mientras vivimos en este mundo, no podemos dejar de vivir de alguna
manera según la carne. Pablo nos dice que ya no valoremos a nadie según la
carne, porque Cristo con su muerte y resurrección nos ha hecho criaturas
nuevas. También en este caso, como les pasaba a los discípulos y como le pasaba
a Job, es más fácil creerlo que practicarlo.
Nuestro espíritu quiere ser siempre
nuevo, pero el cuerpo se resiste y nos resultará siempre difícil vivir como
criaturas nuevas. Las palabras que hemos
escuchado en la segunda lectura nos exhortan también a confiar en la presencia
del Señor y a renovar nuestra existencia como verdaderos creyentes: “el que
vive con Cristo es una criatura nueva” (2 Co 5,17). En la novedad de vida, don
de nuestro Señor a los bautizados, ya no hay espacio para las incertidumbres y
vacilaciones. La confianza y la paz son el signo de la profunda comunión con
Jesucristo, muerto “para que los viven, ya no vivan para sí, sino para el que
murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15).
Ante Cristo cada uno de nosotros debemos poder preguntarnos:
¿Quién es éste, que hasta a la
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¿Cuántas veces le
reclamamos al Señor que “Él duerme mientras yo me hundo” en el dolor, en la
tristeza o sufrimiento, por alguna situación difícil que estoy pasando?
¿Cuántas veces le reclamo su silencio mientras me golpea el mal, una grave
injusticia, una desgracia? ¿Cuántas veces rezo y rezo, le pido e imploro al
Señor que me quite de encima una pesada cruz que me deja sin respiración y no
pasa nada? Y le digo entonces: “¿Es que no te importa mi sufrimiento? ¿Por qué
duermes, mientras la frágil barca de mi vida parece hundirse en medio de estas
aguas turbulentas? ¿Dónde estás?”
Y si te parece que
duerme o está ausente, a decir de San Agustín, es que Cristo está dormido en
ti, es que tu fe está dormida. Por ello, ¡hay que despertar a Cristo en
nosotros! ¡Hay que avivar nuestra fe día a día, nutrirla mediante el estudio,
hacerla madurar al calor de la oración perseverante, permitir que fructifique
poniéndola en práctica!.
La escena evangélica de la barca
amenazada por las olas, evoca la imagen de la Iglesia que surca el mar de la
historia dirigiéndose hacia el pleno cumplimiento del reino de Dios. Jesús, que
ha prometido permanecer con los suyos hasta el final de los tiempos (cf. Mt
29,20), no dejará la nave a la deriva. En los momentos de dificultad y
tribulación, sigue oyéndose su voz: “¡ánimo!: yo he vencido al mundo” (Jn
16,33). Es una llamada a reforzar continuamente la fe en Cristo, a no
desfallecer en medio de las dificultades. En los momentos de prueba, cuando
parece que se cierne la “noche oscura” en su camino, o arrecian la tempestad de
las dificultades, la Iglesia sabe que está en buenas manos. Y en la iglesia
cada uno de nosotros nos vemos refeljados.
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