La fiesta de la exaltación de la cruz no significa que el
cristianismo proclame una exaltación del sufrimiento, del dolor o del
sacrificio por el sacrificio. Si así fuera, el Dios que pide esto de nosotros
sería un Dios sádico que no merecería nuestro amor. Lo que exaltamos en esta
fiesta no es la cruz (un instrumento más de tortura y ejecución como el cadalso
o la silla eléctrica). Lo que exaltamos es el amor incondicional de un Dios que
compartió nuestra condición humana y se comprometió con la realización del
Reino hasta el final. Exaltamos al Crucificado que, habiendo amado a los suyos,
los amó hasta el extremo. Y exaltamos a Dios que, como Abrahán, entregó a su
Hijo Único, a su amado, para que todos tengamos vida en su nombre.
Es la fiesta de la entrega del AMOR.
La primera lectura, del libro de los Números, nos sitúa
junto al pueblo de Israel en el camino hacia la tierra prometida. El pueblo,
que tiene hambre y sed en el desierto, murmura contra Dios y contra Moisés. La
murmuración es su gran pecado, pues expresa la desconfianza en el amor y el
poder de Dios para cumplir lo que ha prometido: sacarles de la esclavitud y
llevarles a una tierra fecunda, que mana leche y miel. Entonces le sobreviene
al pueblo un castigo: serpientes venenosas provocan la muerte de muchos. El
pueblo reconoce su pecado y pide a Moisés que interceda ante Dios por ellos.
Dios les da la curación a través de un signo: una serpiente de bronce elevada
sobre un mástil, a la que todos los mordidos debían mirar para vivir.
San Pablo explica este amor con el himno proclamado de la Carta a los Filipenses en la segunda lectura.
Lo explica con un doble movimiento de Jesús: descenso y
ascenso.
El primer momento ocurre en la Encarnación. Dios se hace
hombre y se abaja, se vacía, “se despojó de su rango y tomó la condición de
esclavo, pasando por uno de tantos”. Y ese fue el estilo de toda su vida. Así
lo continúa diciendo San Pablo: “Y así, actuando como un hombre cualquiera, se
rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”. El primer
movimiento es un abajamiento, una entrega. Jesús entrega toda su vida por amor
a la humanidad, a cada persona, a ti y a mí. La vida de Jesús, desde el
principio, hasta el final, es una entrega por amor.
El segundo movimiento es de ascenso. Dios abraza y acoge a
su Hijo Jesús, que ha hecho de su vida una entrega sin límites. Y viene el
segundo movimiento: el ascenso, la exaltación. “Por eso (por ese amor tan
grande) Dios lo levantó sobre todo… de modo que al nombre de Jesús toda rodilla
se
doble…”. Dios no deja a su hijo en la muerte, sino que lo resucita, lo
ensalza, lo eleva sobre todo. La exaltación de la Santa Cruz es la exaltación
del amor más grande, la elevación del que se había abajado y anonadado (“todo
el que se humilla será ensalzado”).
Y cuando Jesús se lo está explicando a Nicodemo (texto del
evangelio), se lo dice usando dos palabras: “tanto amó…”. Tanto…
Hoy
exaltamos el símbolo de nuestra fe cristiana porque,
entre otras cosas, detrás de la puerta de la muerte, se encuentra la antesala
de la vida.
Hoy
exaltamos la cruz porque, ella, sostiene un cuerpo que nos trae
libertad, afán de superación, fe, esperanza y ganas de resucitar. La cruz nos
recupera, nos rescata… ¡nos redime!
Hoy
exaltamos la cruz porque, cuando las cosas se nos presentan en
contra, sabemos que –cumplir la voluntad de Dios y ver a Dios en todo- nos hace
esperar un mañana más feliz, una mañana de resurrección, un amanecer con
respuestas.
Hoy
exaltamos la cruz porque, entre otras cosas, los cristianos
sabemos que, el amor de Dios, ha sido roturado, sacrificado, molido por el
hombre en beneficio del propio hombre. Tal vez nunca lleguemos a entender en
toda su profundidad el Misterio que ello abarca.
Para nuestra vida cotidiana no olvidemos que " LAS
CRUCES CON AMOR SALVAN, SIN AMOR DESTRUYEN".
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