Esta pregunta ha sido durante siglos el tormento
de generaciones de cristianos. Aún lo es hoy. Sí, sabemos que lo verdaderamente importante no es conocer su rostro. Recordamos aquello de fray Angélico: Quien quiera pintar a Cristo sólo tiene un procedimiento: vivir con Cristo. Aceptamos la explicación de que a los apóstoles les importaba más contar el gozo de la resurrección que describir los ojos del Resucitado. Lo aceptamos todo, pero, aun así, ¿qué no daríamos por conocer su verdadero rostro? Aquí el silencio evangélico es absoluto. ¿Era alto o bajo? ¿Rubio o moreno? ¿De complexión fuerte o débil? Y ¿de qué color eran sus ojos? ¿De qué forma su boca? Ni una sola respuesta, ni un indicio en los textos evangélicos. Los autores sagrados, por un lado, se interesan mucho más del Cristo vencedor, resucitado y glorioso que de ofrecernos un retrato de su físico y aun de su personalidad moral; por otro lado, tampoco aparece en los evangelios físicamente retratado ningún otro de los personajes que por ellos desfilan. Nada nos dicen del rostro de Jesús y nada de los de Judas, Herodes, María o Pilato. Algunos han querido encontrar una pista para afirmar que Jesús era bajo en la escena de Zaqueo en la que Lucas cuenta que el publicano trataba de ver a Jesús por saber quién era y no podía a causa de la multitud, porque era pequeño de estatura; y corriendo adelante se subió a un sicomoro, porque iba a pasar por allí (Lc 19, 3). Pero es evidente que el sujeto de toda la oración es Zaqueo y que es él quien trepa al árbol precisamente porque es bajo de estatura. Otros, por el contrario, deducen que Jesús era alto del imperio con que expulsó del templo a los mercaderes, o del hecho de que, al narrar el beso de Judas, el evangelio use un verbo que tiene en griego el sentido de la acción que se realiza «de abajo arriba» (con lo que habría que traducir se empinó para besarle). Pero es evidente que se trata de insinuaciones demasiado genéricas y poco convincentes. A este silencio evangélico se añade el hecho de que en la Palestina de los tiempos de Cristo estuviera rigurosamente prohibido cualquier tipo de dibujo, pintura o escultura de un rostro humano. Si su ministerio -escribe M. Leclercq- hubiera tenido lugar en tierra griega o latina, probablemente nos hubieran quedado de él algunos monumentos iconográficos contemporáneos o de una fecha próxima.Pero en el mundo judío cualquier intento de este tipo hubiera sido tachado de idolatría. Por eso será en Roma donde surjan a finales del siglo primero las más antiguas figuraciones de Jesús, en las catacumbas. Pero en ellas no se intentará un verdadero retrato sino un símbolo. De ahí que nos le encontremos bajo la figura de un pastor adolescente o de un Orfeo que, con su música, amansa a los animales. En todos los casos se trata, evidentemente, de un romano, con su corto pelo, sin barba, con rasgos claramente latinos. Siglos más tarde los orientales nos ofrecerán la imagen de un Cristo bizantino que se extenderá por toda la cristiandad: es el rostro de un hombre maduro, de nariz prominente, ojos profundos, largos cabellos morenos, partidos sobre la frente, barba más bien corta y rizada. Se trata también de un símbolo de la hermosura masculina mucho más que de un retrato.
Las alas de la leyenda Pero allí donde no han llegado los testimonios evangélicos o iconográficos tenían que llegar la leyenda y la imaginación humana. Será una tradición quien nos cuente que, cuando el Señor subió al cielo, los apóstoles rogaron a san Lucas que dibujara una imagen suya. Ante la incapacidad del pintor, todos los apóstoles se habrían puesto a rezar y, tres días después, milagrosamente sobre la blanca tela habría aparecido la santa faz que todos ellos hablan conocido. Pero se trata de pura leyenda. Como la que cuenta que el rey de Edesa, Abgar, habría enviado una legación para invitar a Cristo, en las vísperas de su pasión, a refugiarse en su reino. Ante la negativa de Jesús, envió un artista para que el rey pudiera tener, al menos, un retrato del profeta. Pero, desconcertado por el extraño mirar de los ojos de Jesús, el pintor trabajaba inútilmente. Hasta que un día el modelo, sudoroso, se secó en el manto del pintor. Y allí quedó impregnado el dibujo de su rostro. Es la misma leyenda que creará la figura de la Verónica y que no tendrá otra base que el deseo medieval de tener el verdadero rostro (el vero icono=Verónica) del que hablara Dante en su Divina comedia: Tal es aquel que acaso de Croacia acude a ver la Verónica nuestra pues por la antigua fama no se sacia. Mas piensa al ver la imagen que se muestra «Oh, Señor Jesucristo, Dios veraz ¿fue de esta suerte la semblanza vuestra?
Será este mismo deseo el que incite a un medieval del siglo XIII a falsificar una carta que durante algún tiempo engañó a los historiadores, atribuida como estaba a un tal Publio Léntulo a quien se presentaba como antecesor de Pilato en Palestina y que habría sido enviada por él oficialmente al senado romano. Dice el texto de la carta: Es de elevada estatura, distinguido, de rostro venerable. A quien quiera que le mire inspira, a la vez, amor y temor. Son sus cabellos ensortijados y rizados, de color muy oscuro y brillante, flotando sobre sus espaldas, divididos en medio de la cabeza al estilo de los nazireos. Su frente despejada y serena; su rostro, sin arruga ni mancha, es gracioso y de encarnación no muy morena. Su nariz y su boca regulares. Su barba, abundante y partida al medio. Sus ojos son de color gris azulado y claros. Cuando reprende es terrible; cuando amonesta dulce, amable y alegre, sin perder nunca la gravedad. Jamás se le ha visto reír, pero si llorar con frecuencia. Se mantiene siempre derecho. Sus manos y sus brazos son agradables a la vista. Habla poco y con modestia. Es el más hermoso de los hijos de los hombres.
Esta última piadosa citación profética bastaría para hacer dudar de la atribución a un presunto gobernador pagano. Resume bien, de todos modos, la imagen que el hombre medieval tenia de Jesús. Algo mayor atención merece el testimonio de Antonino de Piacenza que, en el relato de una peregrinación a tierra santa en el año 550, asegura haber visto sobre una piedra del monte Olívete la huella del pie del señor (un pie bello, gracioso y pequeño) y además un cuadro, pintado, según él, durante la vida del Salvador, y en el que éste aparece de estatura mediana, hermoso de rostro, cabellos rizados, manos elegantes y afilados dedos. Algo más tarde Andrés de Creta afirmaba que en Oriente se consideraba como verdadero retrato de Cristo una pintura atribuida a san Lucas y en la que Jesús aparecía cejijunto, de rostro alargado, cabeza inclinada y bien proporcionado de estatura.
Discusión entre los padres Si del campo de la pintura pasamos al literario, nos encontramos con una muy antigua y curiosa polémica sobre la hermosura o fealdad de Cristo. Esta vez no se parte de los recuerdos de quienes le conocieron sino de la interpretación de las sagradas Escrituras. Los padres, ante la ausencia de descripciones en el nuevo testamento, acuden al antiguo y allí encuentran como descripciones del Mesías, dos visiones opuestas.
La escucha de la Palabra nos lleva a un encuentro vital con Cristo - Palabra hecha carne-. En nuestras reflexiones seguimos básicamente la antigua y siempre válida tradición de la ·Lectio divina", la cual nos permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia. Nos alimentarnos de la Palabra para ser «servidores de la Palabra» en el compromiso de la evangelización e Iconos de la Misericordia de Dios en lo cotidiano de la vida.
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