Comentarios a las lecturas
del VI Domingo del Tiempo Ordinario 11 de febrero 2018
Hoy se celebra
la “Campaña Contra el Hambre de Manos Unidas”. Para los cristianos la caridad
no es una especie de actividad de asistencia social, que se podría dejar a
otros, sino que es algo que pertenece a su naturaleza y a su esencia. La
Iglesia es la familia de Dios en el mundo. En el mundo no debe haber nadie que
sufra por falta de alimentos. Es necesario luchar por la justicia y por una
sociedad más equitativa. Con el lema COMPARTE LO QUE IMPORTA, la campaña
número 59 muestra un teléfono móvil con forma de regadera, una herramienta
cotidiana que se utiliza para transformar el paisaje árido de un país del Sur
en un frondoso huerto familiar con pozos de agua y árboles de mangos,
berenjenas, tomates, pimientos y coliflores. El texto que acompaña al lema y al
diseño gráfico es una invitación a que nos sumemos a la lucha de Manos Unidas,
a que nos interesemos por las causas del hambre y a que hablemos de ello con nuestros
amigos. Y a descubrir los proyectos de desarrollo que se realizan en América,
Asia y África gracias a tantísimas personas. El texto es, también, una
invitación a seguir colaborando, con aportaciones económicas o mediante el
voluntariado. Compartamos lo importante para acabar con el hambre en el mundo,
comprometámonos con Manos Unidas.
Este año se quiere compartir propuestas de cambio para un mundo más
justo. Eso permitirá que todos podamos beneficiarnos de esa inmensa riqueza
para sumarnos de una manera decisiva y eficaz en la lucha contra el hambre y la
pobreza, no dejando a nadie atrás. Al final, compartir bienes y compartir
experiencias de cambio se convierten en las dos caras de una misma moneda: la
imperiosa necesidad de humanizar la vida de millones de seres humanos que
siguen subsistiendo en condiciones inaceptables.
La
primera lectura ( Levítico,13, 1-2.44-46), nos enmarca en el tema de la lepra y su
entorno social y religioso.
El capítulo 13
del Levítico es una minuciosa descripción de diversos síntomas y enfermedades
que se conocían bajo el nombre de "lepra" pero que no eran la lepra
que nosotros conocemos con este nombre, sino muchos otros tipos de enfermedades
de la piel, algunas benignas, otras mortales. Vale la pena leerse el capítulo entero
para ver cuán duro debía ser encontrarse con cualquier enfermedad en unas
épocas en que se desconocía casi todo de la ciencia de la medicina y se vivía
bajo el temor del contagio de cualquier cosa que pudiera parecer peligrosa.
Todas estas
enfermedades que podían ser consideradas "lepra" o que hacían temer
que terminaran siéndolo, eran consideradas impurezas rituales, de modo que los
que las padecían debían quedar al margen de la vida social (es durísimo: ni se
menciona en ningún momento cómo se alimentaban estos marginados), para no
contaminar ritualmente a los demás. Y con el fin de evitar todo peligro de
contagio.
Aquí se refiere a las enfermedades de la piel, y en especial a la lepra. El
que contrajera alguna de esas dolencias, en su mayoría contagiosas, tenía que
presentarse al sacerdote para que viese si realmente existía aquella enfermedad
y, en su caso, tomar una serie de medidas de tipo terapéutico y preventivo. De
ese modo se evitaba, dentro de lo posible, que la enfermedad se extendiera.
Pero al mismo tiempo se consideraba al enfermo como castigado por Dios,
culpable de un pecado, quizá oculto, que en definitiva era la causa de aquel
mal. Así, el pobre leproso no sólo tenía que sufrir su dolencia física, sino
que además tenía que padecer la humillación y la vergüenza de ser considerado
un hombre empecatado.
Con el tiempo esa concepción se fue suavizando, pero siempre quedó en pie
la idea de que quien padecía alguna enfermedad, sobre todo de la piel, era una
persona impura cuyo contacto manchaba y transmitía su propia impureza. De ahí que
siguiera siendo obligatorio acudir al sacerdote, para que incluyera al enfermo
en la lista de los impuros. Luego, cuando la enfermedad se curase, debía volver
otra vez al sacerdote, para que lo reconociera y lo borrara de la fatídica
lista.
El leproso tenía que llevar los vestidos rotos, rapada la cabeza y cubierta
la barba. Además debía gritar cuando alguien se acercaba diciendo "tamé, tamé", es decir,
"impuro, impuro". Tenía su morada fuera de la ciudad. Para juzgar
este texto del Levítico sobre el comportamiento que debían tener los leprosos
ante los demás y los demás ciudadanos respecto a los leprosos, tenemos que
saber el tiempo y el lugar en el que este texto fue escrito. En aquel tiempo,
la sociedad pensaba que la lepra era una enfermedad contagiosa por contacto y,
en consecuencia, el que se acercaba a un leproso y lo tocaba quedaba
automáticamente contagiado de lepra. La ley estaba dada por el bien de las
personas sanas, para que no se contagiaran y el que los leprosos quedaran
marginados de la sociedad y estuvieran obligados a gritar su impureza, evitando
entrar en contacto con personas sanas les parecía una consecuencia inevitable.
El salmo
de hoy (Salmo 31), es expresión de la confianza
en la obra sanadora y salvadora, realidad puente entre la primera lectura y el
evangelio. Sanación que rompe las barreras que separan a las
personas, devolviendo la realidad inicial de la persona humana creada a imagen
y semejanza de Dios.
Este salmo se
atribuye a David. Es la acción de gracias de un pecador. Notemos la audacia
maravillosa de este salmo. Lejos de ocultar, en forma individualista, en lo
secreto de su conciencia personal, este hombre culpable confiesa en público que
es pecador, se apoya en su propia experiencia de hombre reconciliado para sacar
lecciones de sabiduría que pueden ser útiles a todos: al final del salmo,
invita a todo el mundo a festejar en la alegría y el júbilo, este perdón de que
ha sido objeto.
El salmo 31
nos muestra una experiencia profundamente humana, y con ella una enseñanza
universal, válida para todos y para siempre.
Sabemos que el
salterio de la Biblia es como esta radiografía sorprendente y magnífica, que
revela toda la interioridad del alma humana que llega a sus más hondos
recovecos y que los manifiesta de una manera sincerísima. Y siempre lo hace en
unas coordenadas de fe en Dios y de confianza en El.
Hoy nos lo
hace el salmo 31, uno de los salmos llamados penitenciales.
Es la
experiencia de la necesidad imperiosa del perdón: cómo el alma humana aspira al
perdón y cómo se siente aliviada y feliz cuando se obtiene.
En la débil
estructura del corazón del hombre hay fuerzas y realidades que lo aprisionan,
que lo angustian, que lo hacen infeliz. Son fuerzas que lo agobian y lo
determinan. Díganse pecado, injusticia, egoísmo, hay algo que deja en nosotros
un poso de inquietud, de vacío, de miedo, de depresión, de soledad. Algo que la
conciencia detecta y vive, y que la convierte, como dice el poeta, en
"delator, juez y verdugo". Así de pobre es el hombre, así de débil.
Y esto es lo
que nos dice tan gráficamente el salmista. Su sufrimiento era indecible, sus
fuerzas habían flaqueado, su vigor, "su savia"
convertida en sequedad, en "fruto seco".
Pero es capaz
de controlar su situación, de considerarla, de ponderarla, de ver sus causas y
sus raíces. Y entonces con gran sinceridad reconoce ante Dios su pecado, no
oculta su culpabilidad: pide perdón, se humilla, baja sus ojos.
Y ahora
experimenta la alegría y la felicidad de un corazón en paz, reconciliado. Puede
exclamar con toda verdad, con todo asentimiento: "Dichoso el que está absuelto de su culpa a quien le han sepultado su
pecado, dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito"
En la segunda
lectura de la Primera carta de los corintios (1 Cor, 10, 31;-11, 1), San Pablo
responde a las cuestiones planteadas por los nuevos cristianos en Corinto, "Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier cosa,
hacedlo todo para gloria de Dios". Los
cristianos de Corinto le habían preguntado a san Pablo si se podían comer
carnes previamente sacrificadas a los ídolos, así como otras cuestiones
relativas a la liturgia de la comunidad, como el uso del velo de las mujeres, o
la celebración de la cena del Señor de una forma determinada. San Pablo les
pone delante su propio ejemplo y les dice que la ley suprema del cristiano es
la caridad, no poniendo por encima de todo el bien propio, sino el de la
mayoría, para que todos se salven. Todo deben hacerlo a la mayor gloria de
Dios, sacrificando, cuando lo crean conveniente, su propio interés y sus
preferencias particulares al bien común de la Iglesia. Se trata de construir la
Iglesia de Cristo según la ley de Cristo, que no fue otra que la del amor a
Dios y al prójimo. Pablo escribe que, sea lo que fuere, ya
comamos o bebamos o hagamos cualquier cosa, la suprema norma de conducta
cristiana es dar gloria a Dios. Pablo les ofrece su propio ejemplo y les invita
a que le sigan en la medida en que él mismo sigue a Jesucristo.
v. 31: Con las
palabras limite de la libertad concluye Pablo su
controversia acerca de la licitud o no para los cristianos de comer o no carne
sacrificada a los ídolos. Es sabido que los judíos no comían de una carne
sacrificada a los ídolos por considerarla impura.
Pensaba que el
que comía de esa carne participaba de alguna manera en el culto pagano y se
incapacitaba para el culto legítimo de Israel. Y de la misma opinión que los
judíos eran los cristianos procedentes del judaísmo, los más conservadores o
judaizantes, a los que Pablo llama los "débiles" en contraposición al
partido más progresista de los "fuertes". Estos últimos comían sin
miramiento alguno de toda carne que se vendiera en los mercados públicos, que
era siempre carne previamente "sacrificada".
San Pablo
defiende la opinión de los "fuertes", pero les advierte que por
consideración a los "débiles" no coman carne cuando éstos les digan
que ha sido sacrificada a los ídolos (v. 28). A lo que objetan los
"fuertes": "¿Cómo ha de ser juzgada la libertad de mi conciencia
por una conciencia ajena? Si yo como algo dando gracias, ¿por qué voy a ser
reprendido por aquello mismo que tomo dando gracias?" (vv. 29s). Pablo
responde que, sea lo que fuere, ya comamos o bebamos o hagamos cualquier cosa,
la suprema norma de conducta cristiana es dar gloria a Dios.
v. 32: Pero
nadie puede dar gloria a Dios si desprecia olímpicamente la conciencia de los
demás. Por eso es preciso no escandalizar a nadie, ni a los judíos ni a los
gentiles, ni a los de fuera ni a los hermanos en la fe. Esto significa para los
fuertes que no deben herir la susceptibilidad de los débiles, aunque no deben
renunciar tampoco a confesar la libertad de los hijos de Dios ante los
gentiles. Tendrán que actuar, por tanto, teniendo en cuenta la situación.
v. 33-1 Pablo
les ofrece su propio ejemplo y les invita a que le sigan en la medida en que él
mismo sigue a Jesucristo. La condescendencia de Pablo que se adapta a todos
para servir a todos y salvarlos a todos es, en efecto, una manera válida de
imitar los sentimientos de Cristo.
El
comportamiento de San Pablo no es una táctica proselitista ni obedece al deseo
de congraciarse con los judaizantes. San Pablo se sitúa más allá de la
controversia y de la anécdota: admite abiertamente la licitud de comer de
cualquier carne, sacrificada o no, ya que las cosas nunca son
"impuras"; rechaza la validez de una ética basada en la distinción
entre lo puro y lo impuro, pues todas las cosas son buenas como creadas por
Dios y no hay una división material que pueda originar después la división de
los hombres en buenos y malos; se opone al ritualismo y al legalismo de los
judíos y judaizantes, de los débiles...
Pero esto no
quiere decir que esté de acuerdo con la actitud de los fuertes que hacen
ostentación de una mayor libertad hiriendo los sentimientos de los débiles,
pues sabe que no es así como se ayuda a la fe de los hermanos y se fomenta la
convivencia en la comunidad cristiana. El ejemplo de Pablo puede evitar hoy
muchas tensiones inútiles dentro de la iglesia, aunque ciertamente no todas.
El evangelio de hoy (Marcos, 1, 40-45), Los tres sinópticos cuentan esta curación de un
leproso. Parecen estar de acuerdo en hacer de él uno de los primeros milagros
del Señor, haciéndole en cierto modo el encargado de poner de manifiesto la
autoridad del joven rabino sobre el mal. También están de acuerdo en situar
este milagro en Galilea. Lucas precisa incluso que "en una ciudad"
(Lc. 5, 12 ), lo que es bastante improbable, dada la severa legislación de los
judíos (Lev. 13, 45-46), que alejaba a los leprosos
de los centros habitados. Por eso, Mt. 8, 5 corrige este detalle, situando el
milagro a las puertas de la ciudad.
San Marcos
nos muestra a Jesús haciendo realidad la Buena Noticia. Enseñaba con autoridad,
expulsaba demonios y curaba en sábado. El hombre está por encima del sábado. El
amor está por encima de la ley. Hoy vemos cómo cura a un leproso.
Aquí es donde
por primera vez se habla de la curación de un leproso.
La lepra era
una enfermedad espantosa, porque excluía de la comunión con el pueblo, o sea,
segregaba a un hombre de sus relaciones con el pueblo de Dios. "¡Impuro,
impuro!", gritaba el leproso desde lejos, de manera que todos se pudieran
parar y evitar así acercarse a él (Lev 13, 45). Los
rabinos lo consideraban como si estuviera muerto y pensaban que su curación era
tan improbable como una resurrección.
En este caso
es curioso observar que el leproso no duda en acercarse a Jesús. Un viejo
documento cristiano, el papiro Egerton, inserta en
este texto una insistente oración del leproso cuando descubre a Jesús:
"Maestro Jesús, tú que andas con los leprosos y comes con ellos en su
mansión: yo también me he puesto leproso; si tú quieres, me volveré a poner
puro".
Algunos
códices muy autorizados, en vez de decir "tuvo compasión", dicen que
"se había indignado". Evidentemente, Jesús rechazaba enérgicamente la
segregación de la que eran víctimas aquellos pobres leprosos.
Algunos
detalles en el modo en que se realiza la curación subrayan su indignación por
la segregación de los leprosos. Jesús "toca" al enfermo para
demostrar así su desprecio por las inhumanas leyes vigentes. Estamos en un tema
que se repetirá como un "leitmotiv" a lo largo del segundo evangelio,
como igualmente en el epistolario paulino: las leyes no son soberanas en sí;
sólo obligan en cuanto están a favor del hombre. Y el juicio sobre esta
condición humana de la ley lo tiene que hacer el súbdito.
El
relato nos sitúa ante la realidad de la lepra y el tratamiento que tenía en el pueblo judío.
Las medidas tomadas por los sacerdotes respecto a la pureza tenían una
finalidad en primer lugar de tipo higiénico: evitar el contagio; pero la
finalidad más importante era de tipo cultico, ya que las afecciones descritas
deforman la presencia externa del hombre. La no integridad física los hacía
incompetentes para el culto. La persona declarada impura era alejada de la
comunidad. El pueblo, propiedad de Dios, es santo y la impureza atenta contra
esa santidad. El grito de "impuro" sirve de aviso para que los otros
miembros de la comunidad no se le acerquen. Se les consideraba personas
"apestadas", eran separados de la comunidad y del culto y tenían que
vivir alejados de todos, como "excomulgados". La lepra, decían, era
consecuencia de su pecado, el castigo por su mala conducta. No cabe duda de que
la actitud ante ellos era sumamente humillante y vejatoria. El leproso vivirá
solo hasta que sea declarado puro por el sacerdote. Era una
desgracia en aquel tiempo contraer la enfermedad de la lepra, no sólo por el
sufrimiento físico, sino sobre todo por la marginación social y religiosa a la
que estaban sometidos los leprosos. Se les consideraba como personas
“apestadas”, eran separados de la comunidad y del culto y tenían que vivir
alejados de todos, como “excomulgados”. La lepra, decían, era consecuencia de
su pecado, el castigo por su mala conducta, tenían que tocar una campanilla y
gritar cuando pasaban por un camino: ¡Impuro, impuro! Quizá lo hacían para
evitar el contagio, pero no cabe duda de que la actitud ante ellos era
sumamente humillante y vejatoria. Jesús sabe todo esto, por supuesto,
y, aun sabiéndolo, opta por la persona enferma, la toca, la cura y, como él no
era sacerdote, les manda a los leprosos que vayan a comunicárselo a los
sacerdotes, para que estos les declaren curados. Jesús hace una auténtica
opción por los enfermos y marginados de la sociedad, siendo muy consciente de
que su comportamiento es contrario a lo que mandaba la Ley judía. Que cada uno
de nosotros saque las consecuencias que crea más convenientes para su
comportamiento ante las personas más pobres, marginadas y vulnerables dentro de
nuestra sociedad. Unas veces en cuevas y otras en chozas.
Eran poblados miserables en los que aquella pobre gente se pudría poco a poco,
sumidos en la soledad y el desamparo, cuando no en la desesperación.
Jesús ve
lo que está sufriendo el leproso a causa de la enfermedad y de su
discriminación social y religiosa. Se acerca al leproso y le toca con su mano.
Dos actitudes, dos verbos entre los muchos que emplea Marcos en su evangelio:
acercarse y tocar. Un ejemplo para nosotros y una llamada de atención: tenemos
que acercarnos al necesitado, acogerle con cariño y estar dispuestos a tenderle
nuestra mano. Las manos sirven a veces para golpear, para rechazar, para
desplazar al otro. Jesús emplea su mano para perdonar, para acoger, para
ayudar, para apoyar al que se tambalea, para guiar al que no encuentra el
camino. Jesús ha unido el mandamiento del amor a Dios con el de amor al
prójimo. Amar, según es “ocuparse del otro y preocuparse por el otro”. Se trata
de un amor oblativo, que se entrega al otro, es decir del amor entendido como “agapé”, auto donación gratuita y generosa al hermano. Dios
nos ama personalmente y apasionadamente. Lo ha demostrado en Jesús de Nazaret y
lo podemos comprobar en la curación del leproso. Su amor está por encima de la
justicia humana. Frente a la legislación rigurosa y discriminatoria que excluía
a los leprosos, Jesús actúa con misericordia — poniendo el corazón en la
miseria--. El cura y, sobre todo, pone sus ojos de amor en aquel hombre. Hemos
de aprender a mirar no con nuestros ojos, sino desde los ojos y sentimientos de
Jesús, que se fija en el necesitado y sale a su encuentro. Sólo pide fe, la
confianza del leproso, que le dice: “Si quieres, puedes curarme”. Y Jesús....le
devolvió la salud y la dignidad.
Contemplamos dos actitudes: acercarse y
tocar. Frente a la legislación rigurosa y discriminatoria que excluía a los
leprosos, Jesús actúa con misericordia --poniendo el corazón en la miseria--.
El cura y, sobre todo, pone sus ojos de amor en aquel hombre. Hemos de aprender
a mirar no con nuestros ojos, sino desde los ojos y sentimientos de Jesús, que
se fija en el necesitado y sale a su encuentro. Sólo pide fe, la confianza del
leproso, que le dice: "Si quieres, puedes curarme". Y Jesús....le
devolvió la salud y la dignidad. ¿Qué actitud tomamos ante esas personas que
están tiradas al borde del camino? Comencemos ya ahora a tener actitudes de
amor hacia el necesitado. La compasión, el consuelo, el cuidado de la persona
herida, el ejercicio de la misericordia con el prójimo es lo que hoy día
llamamos solidaridad. Es la participación personal en las necesidades y
sufrimientos del otro. No se trata de dar, sino de "darse", es
manifestar al hermano sufriente que "lo que a ti te pasa, a mí me importa
y me conmueve".
Para nuestra
vida.
Este domingo,
el último antes de la Cuaresma 2018, nos trae dos propuestas comunitarias de
mucha importancia. Es la Jornada del Enfermo habitualmente celebrada el 11 de
febrero, festividad de la Virgen de Lourdes, el domingo “tapa” la liturgia
dedicada a María pero no así su mensaje notable: La jornada del Enfermo. Este
año el eslogan de la jornada es: “Acompañar a la familia en la enfermedad”. El
papa Francisco ha escrito un extraordinario mensaje dedicado a los enfermos que
merece la pena ser leído (ver nuestro Editorial) y meditado. En España también
se celebra la Pascua del Enfermo que, este año tendrá lugar el 5 de mayo y que,
junto a la referida Jornada Mundial, constituye un todo... Asimismo, la Pascua
del Enfermo tiene una enorme tradición. Y, por otro lado celebramos la Colecta
de la Campaña contra el Hambre auspiciada por la Conferencia Episcopal
Española. Manos Unidas en su habitual jornada y que tiene por eslogan este año:
“Comparte lo que importa”, Manos Unidas es la ONG de desarrollo de la Iglesia
católica y de voluntarios, que trabaja para apoyar a los pueblos del Sur en su
desarrollo y en la sensibilización de la sociedad española.
Hoy las
lecturas nos hablan de una realidad que a menudo la Biblia nos habla es la
lepra. Es también un símbolo que nos habla del pecado, del mal. El leproso es
una representación del pecador. Pero hay dos modos diversos -dos etapas- en la consideración
del leproso. La primera, le separa para que no contagie, la segunda, la de
Jesucristo, le cura para que conviva. Uno se pregunta si, demasiadas veces, no
seguimos en aquella primera etapa (1. lectura), y no conseguimos vivir en la
segunda (evangelio).
La primera
lectura nos plantea la realidad social de la lepra.
Desde siempre, la situación que crea la lepra, se ha considerado como un
símbolo de la persona en pecado, el
pecado nos destruye, mal terrible que
corroe y mancha al hombre. Una lepra mucho más dañina, pues sus consecuencias
no terminan con la muerte, sino que con ella empiezan para no terminar jamás.
Consecuencias indescriptibles que superan infinitamente el sufrimiento y las
penas de aquellos tiempos.
Hemos de reaccionar, hemos de luchar con alma y vida para evitar el pecado,
para salir de él si lo hemos cometido. La iglesia nos proporciona una curación
del pecado, el sacramento de la reconciliación. Vayamos al sacerdote como
aquellos leprosos para que nos cure, para que perdone nuestros pecados y nos
ayude a huir de nuestra soledad y tristeza, devolviéndonos la salud y la paz,
nuestra plena condición de hijos de Dios.
Hoy nos cuesta entender este
texto. También nos cuesta entender aquellos cánones del antiguo Código de
Derecho Canónico -en uso hasta hace muy pocos días- que hablaban de los
defectos corporales que inhabilitaban para ser ministros del culto.
-Estos versículos del Levítico
debemos leerlos siempre a la luz del Evangelio cuando nos dice que no es lo que
viene de fuera lo que contamina al hombre, sino lo que sale de la boca y del
corazón (Mt. 15, 10-20): "...porque del corazón salen las malas ideas: los
homicidios, los adulterios, inmoralidades, robos, testimonios falsos,
calumnias. Eso es lo que mancha al hombre; comer sin lavarse las manos,
no". Y en la Iglesia, ¿qué es lo que contamina al cristiano? Contestémonos
a esta pregunta.
El salmo de hoy nos presenta una actitud
profundamente religiosa: el drama del
pecado.
Este drama se sitúa en el interior de la "relación con Dios". No se
trata aquí del simple fenómeno sicológico del remordimiento, de la vergüenza...
Se trata de la ruptura de la Alianza, de la reanudación del diálogo de amor,
entre dos seres que se aman, y que se han hecho mal, pero que se perdonan.
"Dichoso el hombre a quien el Señor
no acusa de falta alguna. Te he confesado mi falta. Y Tú has perdonado la
ofensa de mi falta. Tú eres mi refugio. El Señor rodea con su gracia (con su
"Hessed", "amor fiel") a aquellos
que "confían en El". Aquí está la palabra clave de la Alianza, la
palabra "amor".
Y esto lo
sufre el corazón humano. Y es esto lo que claramente ha analizado el salmista.
Muy profundo debió ser el autor de este salmo. La Biblia dice que fue David, y
al menos para la primera parte del salmo, no habría ningún serio inconveniente
para atribuírselo. El, David, que tantas experiencias tuvo y que tan bellamente
supo cantar la realidad interior del hombre y de su fe.
El salmo nos
presenta la experiencia del agobio. No de una manera abstracta, sino basándose
en la propia experiencia, en la vivencia de un tormento interior, el autor analiza
su situación interna. Vive en desasosiego, en el agobio. Un remordimiento
profundo o una insatisfacción constante lo invaden y no le dejan en paz: "sus huesos se consumen, ruge todo el día".
Algo que le roba la paz y la serenidad, algo que le hace infeliz. Y en la raíz
de todo descubre el pecado: "Había
pecado, lo reconocí". En sus múltiples formas el pecado sabe tiranizar
al hombre, a veces de una manera tan sutil que solamente él lo siente y los
demás no se percatan. Pero allí está su obra y sus consecuencias. Causa de
insatisfacción, de complejos, de desesperación y de infelicidad, su peso se
hace a veces insoportable. Se siente la necesidad de liberarse de él, de salir,
de gritar, de confesar...
El salmo 31
habla del pecado y el perdón. La lepra y su curación por Jesús ha sido tomada
tradicionalmente como una imagen del pecado y su perdón. Pero en el momento
actual no tendríamos que limitarnos a este tipo de aplicaciones: es importante
resaltar que Jesús se acerca a enfermos y marginados reales, físicos. Y además,
puede resultar un tanto ofensivo para los leprosos actuales, si no se explica
bien, este tipo de aplicación.
San Cirilo de
Jerusalén (siglo IV) utilizará el Salmo 31 para mostrar a los catecúmenos la
profunda renovación del Bautismo, purificación radical de todo pecado («Procatequesis» n. 15). También él exaltará con las palabras
del salmista la misericordia divina. Concluimos nuestra catequesis con sus
palabras: «Dios es misericordioso y no escatima su perdón... El cúmulo de tus
pecados no será más grande que la misericordia de Dios, la gravedad de tus
heridas no superará las capacidades del sumo Médico, con tal de que te
abandones en él con confianza. Manifiesta al médico tu enfermedad, y dirígele
las palabras que pronunció David: "Confesaré mi culpa al Señor, tengo
siempre presente mi pecado". De este modo, lograrás que se haga realidad:
"Has perdonado la maldad de mi corazón"» («Las catequesis» --«Le catechesi», Roma 1993, pp. 52-53).
Ojalá el salmo
que hemos visto sea una voz de invitación que nos conduzca hacia Dios, que es
donde se encuentra la paz y la alegría.
San Juan pablo II concluye asi su catequesis
sobre este salmo: " En el Salmo
proclamado hoy encontramos el testimonio personal de un convertido. Habiendo
cometido culpas graves, no tenía valor para confesar sus pecados. Su situación
era penosa. Sentía el peso de la mano de Dios, consciente de que Dios, guardián
de la justicia y la verdad, no es indiferente al mal. Por ello, decide confesar
su culpa. Sus palabras parecen anticipar las del hijo pródigo de la parábola de
Jesús. Dios responde con el perdón. Para los arrepentidos y perdonados, a pesar
de las pruebas de la vida, se abre un horizonte de confianza y de paz.
Podemos aplicar este Salmo al sacramento de la
Reconciliación. En él se debería experimentar la conciencia del pecado, a
menudo ofuscada, y al mismo tiempo, la alegría que brota del ser liberado y
perdonado.( San Juan Pablo II. Audiencia
general miércoles, 19 mayo 2004 ).
De la segunda
lectura nos
queda un claro mensaje: nadie puede dar gloria a Dios si desprecia la
conciencia de los demás. San Pablo se refiere concretamente a los
cristianos que comían o bebían alimentos impuros, porque eran alimentos que
habían sido sacrificados previamente a los ídolos. Algunos cristianos, que
venían del paganismo, seguían esta costumbre y no la creían contraria al
cristianismo. San Pablo les dice a todos que toda comida es, en sí misma, pura
y que lo importante es que hagan todo para gloria de Dios, no apartando a nadie,
por esta causa, de la salvación. Así lo hace, de hecho él mismo. Quedémonos
nosotros con esta frase: “hagamos todo para gloria de Dios”. Lo importante, en
la comida y en todo lo demás, es ayudar a los demás a amar a Dios y al prójimo,
esto es hacer todo para gloria de Dios. También san Ignacio de Loyola tenía
esto muy claro cuando mandaba a sus frailes que hicieran todo “a la mayor
gloria de Dios”.
San Pablo deja claro que es preciso
no escandalizar a nadie, ni a los judíos ni a los gentiles, ni a los de fuera
ni a los hermanos en la fe. Esto significa para los fuertes que no deben herir
la susceptibilidad de los débiles, aunque no deben renunciar tampoco a confesar
la libertad de los hijos de Dios ante los gentiles. Se nos invita a actuar teniendo
en cuenta la situaciones concretas personales. Una
actitud necesaria para nosotros creyentes hoy es buscar, por encima de todo, el
reino de Dios y su justicia y todo lo demás se nos dará por añadidura. El ejemplo de Pablo puede evitar hoy muchas tensiones inútiles dentro de
la iglesia.
San Pablo se ha referido y ha reflexionado desde un hecho cotidiano en su
tiempo, el problema de comer o no comer las carnes sacrificadas a los ídolos.
El apóstol no daban importancia a ese hecho, pues en realidad dicha carne es
sólo carne. Pero algunos cristianos, sobre todo los más cercanos a las
creencias judías, repudiaban totalmente tal práctica. Pablo consigue con su
exhortación dar una normal general importantísima
para la conducta del cristiano: “Hacedlo todo para gloria de Dios”. Y la clave
está en que todas nuestras acciones, posturas ante la vida, prácticas generales
y hasta pensamientos todos sean para mayor gloria de Dios. Pero no es fácil.
Hay una tendencia a encerrar en el templo algunas cosas y cuestiones, haciendo
en la calle lo que hace la mayoría o está más de moda. Es decir solo queremos
al prójimo en la Iglesia, entregando unas monedas en las colectas, pero al
salir fuera seremos capaces de explotar o humillar a nuestros hermanos. Y si no
lo hacemos directamente colaboraremos con empresas o situaciones que lo hacen.
Esa especie de esquizofrenia de vida y comportamiento es una constante de
los cristianos ahora y en todas las épocas. Y contra eso ya Pablo, hace casi
dos mil años, llamaba la atención sobre el problema. Y además es que dicha
posición de hacer todo por la gloria de Dios, plantea que todo lo creado es
bueno, pero no hay maldad en la gran mayoría de nuestras acciones y de nuestras
necesidades y deseos. Que no hay oposición entre lo material y lo espiritual,
ni en lo llamado bueno, ni en lo llamado malo. Y es que Jesús nos enseñó que todo
lo que hacía era para Gloria de su Padre.
Somos los hombres y mujeres de todos los tiempos quienes marcamos
fronteras y divisiones innecesarias. Los que decretamos la bondad o la maldad
de algunos de nuestros semejantes. Pero eso Dios no lo hace ni lo dice. Y es
que el fondo de lo que dice Pablo hay una invitación a la unidad de todos,
dentro del amor y en comunión con Dios. San Pablo no hace otra cosa que imitar
a Jesús. Así es el Señor Jesús quien nos lo enseña mediante la palabra
inspirada de San Pablo.
Una perfecta vida burguesa, pasar de todo lo que se salga de los
caminos trillados ya por la especie humana, conservaréis la calma, la paz. Y la
tranquilidad de conciencia, se atreven a añadir. Sí, la paz de los perezosos,
de los injustos políticamente correctos, como se dice hoy en día. Sin querer
reconocer que se arrastra una vida injusta a la luz del mensaje evangélico.
Como, bebo, visto, compro y miro, haciéndolo todo para la gloria de Dios, así
lo afirmo, estoy convencido y basta, repiten. San Pablo en nombre de Dios nos
dice: no seas motivo, con tu comportamiento, de que otros prescindan de Dios y
crean que Él es injusto, caprichoso. Que te da a ti lo que a otros niega.
Pensará así, al verte, al conocer la vida que llevas y reclamen a Dios
justicia, para conseguir ellos, lo que tienes tú. Su reflexión será, tal vez,
impropia, pero sumida en la tristeza de la que serás culpable.
El evangelio
nos presenta la figura de un leproso. Este leproso viene
hasta Jesús, se acerca a él. Esto es lo primero que hemos de hacer, si queremos
ser curados de la lepra-pecado de nuestra condición pecadora, acercarnos a
Cristo, llegar hasta donde está él, oculto, pero presente en el Sagrario. Venir
también hasta el sacramento de la Penitencia para confesar nuestros pecados con
humildad, para que él nos perdone y nos dé fuerzas para ser fieles a nuestra
condición de hijos de Dios, llamados a la santidad.
El leproso se pone de rodillas y adopta una actitud suplicante. Con una
gran fe y humildad, lleno de confianza, exclama: "Señor, si quieres puedes
limpiarme". Ante esa manera de rogarle, ante esa sencillez, el corazón de
Cristo se enternece con una compasión profunda y contesta: "Quiero: queda
limpio". Y al instante desapareció la lepra y quedó limpio. Jesús no se
hizo rogar, fue suficiente la humillación y la confianza del leproso para que
actuara en su favor enseguida.
Seguimos contemplando y nos llenamos
de alegría y de esperanza. Contemplamos en silencio a Jesús y esperamos que nos
mire y se compadezca también de nosotros, tan sucios y podridos quizás. Desde
lo más hondo de nuestro ser repetimos la sencilla plegaria del leproso:
"Señor, si quieres puedes limpiarme". Así una y otra vez. Podemos
estar seguros de que Jesús volverá a enternecerse y nos dirá: "Quiero:
queda limpio".
Jesús cumple
la Ley de Moisés y por ese le pide al leproso que haga lo que manda la religión
y que se presente al sacerdote. A lo que se opone Jesús es a lo inhumano de una
parte de esa ley, al aislamiento, a la soledad y a la pobreza obligados del
enfermo de lepra. Todo el enfrentamiento de Jesús de Nazaret con la religión
oficial reside en la exageración de unas normas que se habían convertido en
auténtica esclavitud. Esas normas habían creado una imagen falsa de Dios,
convirtiéndole en un ser lejano y justiciero. Y es lo que el Maestro quiere
evitar. Y comunica algo completamente revolucionario para esos tiempos… y para
los de ahora: que Dios es amor y que el prójimo merece nuestro cariño y ayuda,
nuestro roce, nuestras caricias y las necesarias palabras de aliento.
Para nuestra vida también nos presenta como ejemplar la actitud del
leproso. El leproso del Evangelio viene hasta Jesús, se acerca
a él. En nuestra vida, esto es lo primero que hemos de hacer, si queremos ser
curados de la lepra de nuestra alma, acercarnos a Cristo, llegar hasta donde
está él, oculto, pero presente en el Sagrario. Venir también hasta el
sacramento de la Penitencia para confesar nuestros pecados con humildad, para
que él nos perdone y nos dé fuerzas para no ofenderle nunca más.
Del evangelio queda un ejemplo para nosotros y una llamada de atención: tenemos
que acercarnos al necesitado, acogerle con cariño y estar dispuestos a tenderle
nuestra mano. Las manos sirven a veces para golpear, para rechazar, para
desplazar al otro. Jesús emplea su mano para perdonar, para acoger, para
ayudar, para apoyar al que se tambalea, para guiar al que no encuentra el
camino. Dios nos ama personalmente y apasionadamente. Lo ha demostrado en Jesús
de Nazaret y lo podemos comprobar en la curación del leproso. Su amor está por
encima de la justicia humana.
La lepra personifica en los tiempos que vivimos a toda persona que se duele
y llora por las situaciones de contradicción que se dan en el mundo. Por tanta
exclusión e injusticia fruto de la intolerancia o de los intereses que
convierten automáticamente a unos en buenos y a otros en malos. Unos son
colocados en el escaparate, como referencia y encarnación de los valores que
emergen en una sociedad caprichosa, y otros son desterrados porque –sus
exigencias o su modo de vida- pueden resultar chocantes o calificados incluso
de “peligrosos”.
Hay muchos descartes en nuestra sociedad y muchos intentos ideológicos de
silenciar a los que no hacen orfeón o secundan iniciativas amparadas por leyes
de turno. Existen muchas iniciativas de apartar a los “nuevos leprosos” porque
no dicen lo que la sociedad quiere oír ni actúan como la sociedad dicta.
Nuestro comportamiento en todo debe ser de tal manera, que nuestras
decisiones las tomemos de acuerdo con las apetencias justas de los demás, no
por lo que nos marque nuestro egoísmo. Ser indiferentes a los otros, sentir
lástima por las víctimas de desgracias naturales, por las crisis económicas
inesperadas, sin hacer nada por ellos, sin tener siempre presente que ser
cristiano es compartir, es olvidar errónea e injustamente, el mensaje de Jesús.
Si hemos
escuchado atentamente el relato de Marcos en el evangelio de hoy vemos muchas
cosas dignas de ser tomadas en cuenta, para nuestra vida de cada día.
Precisamente, en línea a esas prescripciones en torno a los leprosos. Es el
enfermo quien se acerca a Jesús. Eso significa que el mismo Jesús le autorizó a
romper la distancia de seguridad que marcaba la Ley. Y le permite asimismo que
hable. Expresa el leproso su deseo de ser curado por Jesús. El Maestro lo acepta
pero además toca al leproso, lo cual estaba completamente prohibido. Es cierto
que podría haberle curado sin rozarle, con solo una palabra. Pero le toca y eso
en presencia de todos, de las multitudes que le seguían cotidianamente. Para
que no quepan dudas de que su gesto es humano y humanitario. Rompe así el
aislamiento del leproso.
Dediquemos esta semana que empieza (el miércoles comienza la Cuaresma
-tiempo de conversión-) a meditar sobre esos caminos de amor a Dios y a los
hermanos. !Ojala nos concienciemos profundamente sobre que barreras que nos
separan del prójimo y no inventar –o favorecer-- leyes que nos separan de él o
que traigan desigualdad y odio entre nosotros ¡. El leproso tuvo un acto de
valentía y se acercó, contra todos y todo, a Jesús. ¿Qué actos de valentía
evangélica estamos dispuestos a tener y adoptar en nuestra vida.
Una vez más, como en tiempos de Jesús, la perseverancia y la mano de Dios
salen al paso de aquellos que saben que, sólo Dios, es capaz de responder con
generosidad cuando el mundo rechaza o abandona.
Miremos un poco a nuestro alrededor. ¿Qué se enaltece? ¿Qué se valora? ¿Qué
se desprecia? ¿Qué se margina? ¿Qué se recompensa?
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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