Comentarios
a las Lecturas del XXVII Domingo del Tiempo Ordinario 7 de octubre 2018
Esta
semana ha sido la semana de los ángeles custodios. Atreves de ellos vivimos la
paternidad de Dios que todo ama y abarca. Esta paternidad ya se la encuentra en
las primeras páginas de la Biblia. Cuando Dios deja a Adán en el Paraíso no lo
deja solo.
En
la Biblia encontramos oraciones y salmos que recuerdan cómo la figura del Ángel
Custodio desde siempre está presente en toda vicisitud de la relación entre el
hombre y el cielo. "He aquí que he enviado a un ángel ante ti para que te
custodie en el camino y para hacerte entrar en el lugar que he preparado",
(Libro del Éxodo ).
Nuestro
ángel custodio "¡Está siempre con nosotros! Y ésta es una realidad. Es
como un embajador de Dios con nosotros. Y el Señor nos aconseja: ‘¡Ten respeto
de su presencia!'. Y cuando nosotros - por ejemplo - hacemos una maldad y
pensamos que estamos solos: no, está él. Tener respeto de su presencia.
Escuchar su voz, porque él nos aconseja. Cuando sentimos esa inspiración: ‘Pero
has esto... esto es mejor... esto no se debe hacer...". ¡Escucha! No te
rebeles a él". (Papa Francisco. Misa en santa Marta. 2 de octubre 2015).
En
actitud de agradecimiento por este acompañamiento paternal del Señor, vamos a
meditar la palabra proclamada este domingo.
Las
lecturas de hoy nos hablan del amor en el matrimonio. El amor humano ha sido
bendecido por Dios. Dios eleva este amor a un nivel verdaderamente divino. A
partir de este momento Dios ama a cada uno de los esposos a través del amor del
otro, y cada uno ama a Dios amando al otro. - La unión del hombre y la mujer ha
sido bendecida y santificada por Dios. Uno, en su sano juicio, no suele
provocar daño a su propio cuerpo. En el matrimonio, tanto el hombre como la
mujer "son una sola carne" y, por tanto, busca siempre el uno la
felicidad del otro. Ya no se preguntará si "yo soy feliz", sino si
"estoy haciendo feliz al otro". Porque en la medida en que el esposo
haga feliz a su mujer, será también él feliz y viceversa.
La primera
lectura del Libro del Génesis (Gn 2,18-24), nos sitúa en el momento inicial de
la creación de la persona humana: hombre y mujer. Los
capítulos 2 y 3 del Génesis forman un díptico de antropología teológica. Nos
muestran los claroscuros de las situación humana, desde la perspectiva de la
fe. Por un lado la vocación del hombre a ser colaborador de Dios en la
creación, y por otro, la infidelidad del hombre a sus compromisos para con
Dios. El anónimo autor de estos capítulos se vale de elementos mitológicos de
las culturas vecinas para realizar su plan. Y todo esto acompañado con
vocabulario sapiencial y temas de alianza.
El fragmento que hoy nos propone la liturgia está formado por unos
cuantos versículos de la primera tabla del díptico: aquella que expone la
vocación a la que es llamado todo hombre. El hombre colabora con Dios
imponiendo nombre (señal de dominio) a todos los animales. Pero el único ser
natural que realmente puede complementarlo (que le ayude) es la mujer.
Ésta nos es presentada como hecha de la misma "materia"
que el hombre; sacada de la carne del hombre.
"Ésta sí que es hueso
de mis huesos y carne de mi carne", expresión semítica que significa
la radical igualdad de ambos. "Serán
los dos una sola carne": la palabra "carne" expresa en el
lenguaje bíblico la existencia terrena del hombre; ser de la misma carne
significa compartir la misma existencia, el mismo proyecto vital.
"No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que
le ayude". En este texto del libro del Génesis, se afirma con
rotundidad algo que podemos comprobar todos los días y en todos los países del
mundo: la atracción natural y poderosísima que existe entre el hombre y la
mujer. En la historia de esta búsqueda está escrita la historia de gran parte
de la humanidad. Dios no nos ha hecho distintos para que nos peleemos, sino
para que nos complementemos.
Los dos serán una misma carne, una vinculación íntima e irrompible
ata al hombre y a la mujer. Adán ya no
está solo, Y el Señor Dios formó, de la costilla que había sacado de Adán, una
mujer, y se la presentó a Adán. “ Adán
dijo: «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será
“mujer”, porque ha salido del varón»”. Y después todo se viene abajo. Y el
amor se rompe y la carne que debía ser una, se desgarra. El pecado lo manchó
todo, lo arruinó. El pecado es el único obstáculo que impide y recorta la
grandeza del amor, para convertirlo en la amargura del odio.
Hoy el salmo responsorial (Sal 127) incide en la
bendición de Dios
Como estrofa, repetimos: “Que el señor nos bendiga todos los días de
nuestra vida”.
Este salmo es de los "salmos graduales" que los
peregrinos cantaban caminando hacia Jerusalén. Desde los 12, cada año, Jesús
"subió" a Jerusalén con motivo de las fiestas, y entonó este canto.
La fórmula final es una "bendición" que los sacerdotes pronunciaban
sobre los peregrinos, a su llegada: "Que el Señor te bendiga desde Sión,
todos los días de tu vida..."
Presenta este salmo un
idilio sencillo, un cuadro de la "felicidad en familia", de una
familia modesta: allí se practica la piedad (la adoración religiosa... La
observancia de las leyes...), el trabajo manual (aun para el intelectual,
constituía una dicha, el trabajo de sus manos), y el amor familiar y conyugal...
En Israel, era clásico pensar que el hombre "virtuoso" y
"justo" tenía que ser feliz, y ser recompensado ya aquí abajo con el
éxito humano. Pensamos a veces que esta clase de dichas son materiales y
vulgares. Fuimos formados quizá en un espiritualismo desencarnado. El
pensamiento bíblico es más realista: afirma que Dios nos hizo para la
felicidad, desde aquí abajo... ¿Por qué acomplejarnos si estamos felices? ¿Por
qué más bien, "no dar gracias", y desear para todos los hombres la
misma felicidad?Este breve poema tiene un fondo sapiencial, como el anterior,
(parece continuación y conclusión del salmo anterior) si bien resalta en él un
carácter marcadamente placentero. Se declara bienaventurado al que sigue las
normas de la justicia divina, disfrutando de su trabajo y viéndose rodeado de
numerosa sucesión y aun lejana descendencia.
En el salmo anterior, Salmo 126, se citaba que los esfuerzos humanos sin
Dios son estériles, y reza que no se fatiguen para ganar el pan, porque Dios se
los da a sus amigos mientras duermen, y numerosos hijos como herencia o
salario; “cuando él colma a su amado mientras duerme la herencia del Señor son los hijos, recompensa el fruto de las
entrañas” (Salmos 126, 2,3). En este
salmo es todo lo contrario, pues ahora felicita al hombre que tiene en cuenta a
Dios. También se proclama y se contempla la satisfacción del que, por haber
actuado bien y fielmente, honra al Señor y sigue sus caminos; “Feliz el que
teme al Señor y sigue sus caminos”, por tanto ha conseguido hermosas bendiciones
divinas tales como trabajo fructífero y sustento asegurado, prosperidad;
“Comerás del fruto de tu trabajo, serás feliz y todo te irá bien”, y tendrá
además una esposa fecunda e hijos numerosos como brotes de un olivo: “Tu esposa
será como una vid fecunda en el seno de tu hogar; tus hijos, como retoños de
olivo alrededor de tu mesa”. En otra palabras, la felicidad total.
El “temor de Dios” es el principio de la sabiduría; “El temor de
Dios es el principio de la ciencia; los necios desprecian la sabiduría y la
instrucción”. (Proverbios 1,7), porque amoldando la conducta a las exigencias
de la ley divina se consigue la bendición del Señor Todopoderoso. El salmista
insiste en esta idea, tan recalcada en los escritos sapienciales. El ideal de
la doctrina de la mayor parte de los libros sapienciales del A.T., proclama que
debe disfrutarse de los bienes que Dios otorga de modo moderado, teniendo en
cuenta que cualquier exceso es duramente castigado por la justicia divina.
La senda de la ley del Señor lleva a la felicidad: “Ahora pues,
hijos, escuchadme, dichosos los que guardan mis caminos”. (Proverbios 8,32),
pues el justo tiene asegurada larga vida bajo la protección del Señor
Todopoderoso; el trabajo de sus manos no será usufructuado por sus enemigos,
sino que, al contrario, el premio a su laboriosidad será el disfrute honesto
del mismo; y así, su vida se desarrollará plácida y tranquila, rodeado de
numerosa descendencia. Sus hijos serán como brotes de olivo que se enrollarán
al tronco familiar, formando una escolta de honor en torno a la mesa del hogar:
“tus hijos, como retoños de olivo alrededor de tu mesa”. El olivo es símbolo de
vitalidad y de vigor.
Pero esta felicidad familiar debe tener una proyección social y
aun nacional; por eso, el salmista piensa en la prosperidad de la ciudad santa,
donde mora el Señor. Todo israelita debe pensar siempre en la suerte de su
nación, que está vinculada a su Dios por una alianza: la prosperidad familiar
debe ser un reflejo de la prosperidad general de la colectividad nacional y de
la propia capital de la teocracia: “Alabad al Señor, porque es bueno el Señor,
salmodiad a su nombre, que es amable. Pues el Señor se ha elegido a Jacob, a Israel, como su
propiedad” (Salmos 134, 3). Por eso, la
descendencia del israelita está vinculada a la suerte de la nación: la paz
sobre Israel. Este pensamiento final colectivo sirve para que el salmo pueda
ser cantado por los peregrinos que se acercan jubilosos a la ciudad santa.
La segunda lectura es de la Carta a los hebreos (Hb. 2,9-11). Hoy empezamos la lectura de la carta
a los cristianos hebreos, que continuaremos a lo largo de los seis próximos
domingos. Se trata de un texto difícil a causa de su lenguaje, de las ideas
utilizadas extraídas del complejo cultural del Antiguo Testamento y de la
profundidad cristológica de sus razonamientos que siguen, muchas veces, el
método exegético de los rabinos, bastante distinto al nuestro. La selección de
breves versículos que hace la liturgia no nos ayuda tampoco a captar
adecuadamente su contenido. Eso nos obliga a hacer una lectura personal
completa y seguida de toda la carta.
El autor parte de una experiencia personal: Cristo resucitado
comparte la vida de Dios; es hombre y Dios al mismo tiempo. Apartir de su
sensibilidad lilürgica comprende que Cristo ha realizado en verdad lo que el
antiguo culto pretendía alcanzar simbólicamente: hacer entrar al hombre a la
misma presencia de Dios. Por ello, en los primeros capítulos de la carta, el
autor presenta a sus lectores el doble rostro de Cristo, humano y divino al
mismo tiempo.
Nuestro texto de hoy se centra en este doble rostro. Cristo ha
compartido nuestra condición humana, nos llama "hermanos", "lo
hiciste casi igual que los ángeles" (cf. Salmo 8,6). Pero, al mismo
tiempo, después de su pasión y muerte, ha sido "coronado de gloria y
honor". Por su solidaridad con el linaje humano, su destino de gloria no
le afecta tan sólo a él; sino que, gracias a él, también es nuestro propio
destino: quiso "llevar una multitud de hijos a la gloria".
Nuestra vida de cristianos participa de este doble rostro de
Cristo.
Esta Carta atribuida durante muchos años a San Pablo y hoy
considerada como anónima, está dirigida –parece—a cristianos procedentes del
judaísmo y por eso tiene como contenido fundamental la superioridad del
sacerdocio de Cristo sobre los otros sacerdocios del rito de la antigua
alianza. Y una parte de ese sacerdocio sublime de Cristo es su Sacrificio que
liberó al género humano de la esclavitud del pecado. Así, en el fragmento del
capítulo segundo que hemos escuchado hoy pone de manifiesto la realidad
salvadora del sacrificio de la Cruz
La pasión y muerte de Cristo fue para bien de todos nosotros,
pobres pecadores. Para llevarnos a la gloria a todos nosotros, el Padre “juzgó
conveniente consagrar con sufrimientos al guía de nuestra salvación”. Pues, si
el mismo Cristo tuvo que sufrir y padecer antes de entrar en la gloria, hagamos
también nosotros del dolor y del sufrimiento materia y camino de salvación.
"Al que Dios había hecho poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos
ahora coronado de gloria y honor por su pasión y muerte".
El evangelio
de San Marcos (Mc 10,2-16), nos sitúa ante el hecho de la ruptura matrimonial.
"Por vuestra terquedad dejó escrito
Moisés este precepto".
Esta versión de Marcos concerniente a la discusión entre Jesús y
los fariseos sobre el divorcio es ligeramente diferente de la de Mt 19,01-09.
El segundo evangelista, teniendo en cuenta a un público poco familiarizado
con la ley judía literal y la Palabra de
Dios, insiste más que Mateo en la ley de la naturaleza. Dice también que
"Dios les hizo hombre y mujer" (v. 6), mientras que Mateo se refiere
a una "palabra" de Dios a Adán y Eva (Mt 19, 5). San Marcos hace
referencia directamente a la voluntad de Dios (v. 9). Por último, descartando
el inciso de Mt 19, 9, Marcos evita una seria dificultad de interpretación del
pensamiento de Jesús.
El texto de San Marcos nos presenta a Jesús de camino. Se aleja
lentamente de su Galilea natal, hasta llegar a Judea y a Jerusalén, meta de su
peregrinación. La tensión sube gradualmente. La confrontación con los
dirigentes judíos va en aumento y la incomprensión de los discípulos se hace
más evidente. Todo. desembocará en la soledad del Gólgota.
Hoy, y en los tres próximos domingos, leemos las cuatro perícopas
de este capítulo 10 de San Marcos. No se ha de perder la visión de su conjunto,
para entender mejor cada una de ellas: la "prueba" de los fariseos,
el desengaño del joven rico, las pretensiones de los Zebedeos y la curación del
ciego de Jericó.
San Marcos nos refiere con sencillez y brevedad el episodio de los
fariseos que preguntan a Jesús si le es lícito a un hombre divorciarse de su
mujer.
La cuestión planteada por los fariseos es la licitud o no del
divorcio. Marcos escribe para los romanos, a quienes no les interesaba tanto la
legislación mosaica sobre el libelo del repudio cuanto el problema más radical
de la licitud del divorcio. De ahí la diversidad del planteamiento en uno y
otro evangelio.
Jesús, sin esperar que le citen el Dt 24,1, les pregunta qué
ordena Moisés al respecto.
Según el libro del Deuteronomio, uno podía dar el libelo de
repudio a su mujer y casarse con otra. Jesús reconoce esta situación, pero la
considera como una concesión provisoria a la terquedad de los israelitas. En
realidad ese pasaje no permitía el divorcio. Simplemente tenía presente la
costumbre introducida por algunos y procuraba imponer unas reglas para evitar
mayores abusos. Es decir, ese texto de Dt 24, 1-4 es antidivorcista, a pesar de
que lo tolera.
Aun admitiendo otro sentido a ese pasaje veterotestamentario,
Jesús lo deroga con claridad y recurre a la originalidad de lo primigenio, a la
voluntad primera de Dios que determinó que el hombre se uniera para siempre a
la mujer, con un nudo que sólo la muerte podría romper. "Lo que Dios ha
unido que no lo separe el hombre". Es una sentencia tan concisa y clara
que no es posible admitir componendas.
Los fariseos responden correctamente, y así fija con claridad el
estado de la cuestión. Y pasa a interpretar la ley de Moisés como una concesión
necesaria por causa de la dureza de corazón de los judíos, incapaces de guardar
un orden moral más elevado. En toda concesión, perfectamente legítima en
determinadas circunstancias no hay que buscar nunca el ideal al que debe
orientar tanto la legislación como la conducta humana. También esta concesión
de Moisés implica una tolerancia y en cierto sentido una acusación. Jesús, que
no condena a Moisés, denuncia la dureza de corazón de los judíos.
Y elevándose por encima de las leyes, siempre condicionadas por
las situaciones históricas de un pueblo determinado, Jesús proclama lo que fue
un principio y lo que debe ser el fin del matrimonio.
Lo mismo que en las famosas antítesis del Sermón de la Montaña (Mt
5, 21-48), Jesús no opone aquí propiamente una ley a otra, aunque, ciertamente,
corrige y completa lo que era todavía imperfecto en la ética del A.T. Por lo
tanto, la declaración de Jesús debe anunciarse como evangelio. Lo mismo que las
bienaventuranzas. En ninguno de los dos casos el creyente debe desoir lo que se
propone como expresión de la voluntad salvadora de Dios.
Lo que Jesús ha dicho originariamente, la palabra del Señor, se
concreta luego en la comunidad de los discípulos ("en casa", una
expresión que alude probablemente a la comunidad cristiana).
" Si uno se divorcia de
su mujer y se casa con otra, comete adulterio con la primera. Y si ella se
divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio". Es
interesante resaltar que este famoso texto del evangelio según san Marcos tiene
mucho que ver con la defensa de los derechos de la mujer. En tiempos de Jesús
los derechos de la mujer en el matrimonio, y en la vida, eran prácticamente
nulos: el hombre podía despedir a la mujer dándole un libelo de repudio
facilísimo de conseguir, cosa que no podía hacer la mujer. Jesús no cae en la
trampa legalista que le plantean los fariseos y trata de igualar los derechos
de la mujer con los derechos del hombre. Una vez más, Jesús supera y va mucho
más allá del cumplimiento legalista de la ley de Moisés, tal como la entendían
muchos fariseos.
Para Jesús, el hombre no puede destruir una unidad inscrita en su
naturaleza.
a) La discusión sobre el divorcio se sitúa en tres niveles
sucesivos. Al comentar el Dt 24, 1, los fariseos habían ampliado
considerablemente los motivos de ruptura, pero no se habían puesto de acuerdo
en torno a la lista de éstos (cf. Mt 19, 3). El evangelista no alude a estas
discusiones; únicamente supone que los fariseos acaban de preguntar a Jesús si
está permitido repudiar a su mujer, pregunta un tanto sorprendente por parte de
aquellos, ya que tal posibilidad era admitida por el Dt 24, 1. Marcos no
ofrece, en este aspecto, la versión original.
El evangelista considera que los fariseos se refieren a la propia
ley (v. 4). Pero esta prescripción, les dice Jesús, debe ser abolida y la
solución ha de buscarse a nivel de la voluntad de Dios, inscrita en la
naturaleza (Gén 1, 27; 2, 24), según la cual el hombre y la mujer deben
permanecer unidos. Ningún hombre, incluido Moisés, tiene derecho de deshacer
esta unidad radical del matrimonio (vv. 11-12).
b) Para comprender bien el alcance de esta perícopa no debe
olvidarse que el mensaje que contiene forma parte del anuncio del Reino que
viene bajo el aspecto de un paraíso por segunda vez encontrado. Marcos ha hecho
ver ya que el Reino era una victoria sobre el pecado original (Mc 2, 1-10?),
una victoria sobre la enfermedad y la muerte (Mc 5, 21-43).
En este pasaje, Marcos precisa que el Reino es también una
reanudación del proyecto inicial, concerniente a la unidad del matrimonio por
el amor.
La vida conyugal es, en definitiva, uno de los terrenos
privilegiados en que toma cuerpo la venida del Reino, con tal de que sea vivida
con la máxima fidelidad a la iniciativa original de Dios.
La doctrina de Marcos es, pues, muy clara: el matrimonio no es
solamente un contrato facultativo entre dos personas, sino que está implícito
en él la voluntad de Dios, inscrita en la complementariedad de los sexos. No
basta la sola voluntad de los esposos para explicar el matrimonio y su unidad:
la propia voluntad de Dios y su unidad son parte interesada en el matrimonio.
Esta es la razón por la que el divorcio no es solamente una injusticia contra
el consorte perjudicado; es también una injusticia contra el mismo Dios. Aún se
puede preguntar si la armonía de las voluntades es hasta tal punto clara que
lleva consigo realmente -con todas las posibles limitaciones de los compromisos
humanos- una unión natural aceptable y, como consecuencia, la expresión de la
voluntad divina.
Para nuestra
vida.
Dos de los textos litúrgicos de este domingo –primera lectura y
Evangelio--inciden directamente en la valoración de lo que debe ser el
matrimonio cristiano. Y resulta más que obvio que el tema es de completa
actualidad en estos días. Jesús definió ya hace más de dos mil años la
indisolubilidad del matrimonio frente a la Ley de Moisés que permitía al marido
la entrega de un libelo de repudio a la esposa: una fórmula de divorcio legal.
Bien es cierto que ley mosaica dejaba al marido como juez y parte en la
decisión de despedir a la mujer y como enseñan los historiadores llegó a
entregarse el libelo de repudio a esposas ejemplares por el simple hecho de
haber envejecido y no ser ya del agrado de los maridos.
Nunca como hoy, el amor ha sido tan expresado, ninguneado,
cantado, celebrado o televisado. Pero ¿Es auténtico amor? ¿Es amor llevado
hasta las últimas consecuencias? ¿Es amor de corazón o amor de pantalla? ¿Es
amor de escaparate o amor que busca el bien del otro? ¿Es amor que se da o
cuento que se vende? A las personas las tenemos que querer como son, con
colores distintos y a veces demasiados variados. Vivir de espaldas o, marcharse
por el foro, no es amor: es oportunismo.
No podemos
caer en el error de pensar que amor es igual a contrato temporal con una
persona. No es bueno, entender el amor o el matrimonio, como aquel amigo que,
después de jugar durante una temporada con otro amigo, se aburrió de permanecer
con él porque ya no le divertía y lo abandonó. El amor no es un juego ni, los
amantes, son juguetes. Ni el matrimonio es un viaje en busca de placer.
Dios
reconoció que a su gran obra le faltaba algo. Que al hombre le faltaba una
compañera. No sé por qué me da que, también al mundo, a la sociedad también le
falta “algo” el amor auténtico, fiel, dialogado, recíproco y transparente.
En la
primera lectura leemos el relato de la creación de la mujer según la tradición
yahvista, de estilo muy cercano y humano.
La reflexión que Dios se hace a sí mismo al inicio del relato
transmite las ideas básicas que aquí se quieren destacar: en primer lugar, que
el hombre es un ser social por naturaleza, no hecho para estar solo; segundo,
que la mujer será este complemento que necesita el hombre; tercero, que aun
siendo el complemento, no es un simple auxiliar a su servicio, sino que es
capaz de ser una compañera para él, es decir, que está al mismo nivel que él.
Seguidamente, en la búsqueda de una ayuda que esté a la altura del
hombre, viene esta escena en la que Dios
presenta al hombre los animales que ha creado, para que les imponga el nombre
como signo de dominio. Y el hombre se ve dominador de los animales, pero esta
relación de dominio no es capaz de cubrir el vacío de su necesidad de una
compañera adecuada; y así se destaca, por contraste, el verdadero papel de la
mujer.
De este modo entramos en la escena misteriosa de la formación de
la mujer, mediante la cual se quiere poner de relieve la trascendencia de las
obras divinas, así como la trascendencia misma y el misterio de la vinculación
entre el hombre y la mujer. El grito de alegría de Adán al despertar destaca
una doble característica de la mujer: que es una ayuda y una compañía a la
altura del hombre, pero que a la vez su existencia depende psicológica y
socialmente de él. Se podría decir, pues, que las palabras del Génesis son una
defensa del papel de la mujer como algo más que un ser puramente sometido al
hombre, pero sin llegar a llevar el tema hasta sus últimas consecuencias, por
otro lado difícilmente imaginables en aquel orden social.
El texto finaliza con un principio general, una convicción
teológica que ha orientado y condicionado todo el relato: la unidad del
matrimonio y su naturaleza monógama son queridas por Dios, y los vínculos que
crea son más fuertes que cualquier otro vínculo familiar.
En la
segunda lectura nos encontramos con el hecho de que constituía un escándalo la
muerte de Jesús en la cruz (cfr. 1 Cor 1, 23). El hecho de
su muerte y el retraso de su parusía o manifestación definitiva de su gloria,
parecían situar a Jesús por debajo de los ángeles. El autor de la carta,
tratando de salir al paso de esta sospecha contra la excelsa dignidad de Jesús,
utiliza en sentido mesiánico el sal 8, 5-7. En este supuesto, hace las siguientes
afirmaciones de Cristo:
a)Durante el tiempo de su vida en la tierra se anonadó situándose
por debajo de los mismos ángeles;
b)Pero después de su ascensión a los cielos vive coronado de
gloria y está sentado a la diestra de Dios Padre;
c)La pasión y muerte de Jesús fueron condición necesaria de su
exaltación como Señor en la gloria;
d)Así como el medio elegido para salvar a los hombres.
Todo esto obedece al plan de Dios, que es el principio y fin de
todas las cosas y aquel de quien procede también la iniciativa de salvar a los
hombres. Se trata de un plan coherente con el amor de Dios, de un plan que
conviene a Cristo para alcanzar su gloria y a los hombres para llegar a ser
hijos de Dios y partícipes de la gloria de Cristo. El sufrimiento no es algo bueno
en sí mismo; tampoco algo en lo que Dios se complazca. Los cristianos no
creemos en un Dios sádico, sino en el Dios vivo que es Amor. Pero el
sufrimiento libremente aceptado por Cristo es la palabra más clara en la que
Dios se manifiesta como Amor. La solidaridad de Jesucristo con los que sufren
da sentido al sufrimiento. Cristo, Hijo de Dios, se hizo descendiente de Adán y
hermano nuestro, para que nosotros fuéramos hijos de Dios. De aquí que no se
avergüence de llamar hermanos a los que él ha santificado.
En el
evangelio se plantea la realidad del matrimonio. Es bueno
que también nosotros aprendamos de Jesús a superar ciertas trampas legalistas,
cuando de lo que se trata es de defender a las personas socialmente más
desamparadas. Lo nuclear es el amor.
Era muy viva entre los rabinos del tiempo de Cristo la discusión
sobre la interpretación que había que dar a los pasajes del Pentateuco en los
que se legisla sobre las posibilidades que tiene el hombre de repudiar a la
mujer (cf. Dt 24,1), y los fariseos querían saber la opinión de un maestro
cualificado como Jesús. Por eso, en el texto paralelo de Mt (19,3) se añade si
el repudio puede ser "por cualquier motivo", que es la cuestión que
realmente se planteaba en la polémica rabínica. Pero Mc, que escribe para un
ambiente muy alejado de los problemas legales judíos, convierte el tema en una
enseñanza general sobre el matrimonio y el divorcio. Por eso, añade también al
final, paralelamente a la crítica contra el divorcio promovido por el hombre
(única posibilidad entre los judíos), la crítica contra el promovido por la
mujer (posible en las leyes de los países paganos).
Jesús responde al problema presentando el ideal de plenitud
mesiánica, como había hecho en otros momentos (cf. el sermón de la montaña), ideal
que consiste en la plena aplicación del plan de Dios sobre el hombre.
Efectivamente, la ley de Moisés, que contenía la concesión de la posibilidad
del repudio, estaba hecha para regular la vida de los hombres en un mundo
sometido al pecado y en el que los corazones no estaban plenamente impregnados
de la voluntad de Dios. Pero ahora, en la nueva época mesiánica, cuando como
habían anunciado los profetas el amor de Dios será grabado en el corazón de
cada hombre, el planteamiento de toda esta cuestión tendrá que ser otro: tendrá
que ser la plena realización de lo que Dios había dicho al principio, cuando el
pecado aún no había llegado al mundo y no había puesto el veneno capaz de
destruir la unión de hombre y mujer: que esta unión hace que el hombre y la mujer
sean una sola carne, algo inseparable. Y esto por este motivo, hecho realidad
al menos como ideal: porque el pecado destructor ha sido superado, y los
corazones de los hombres han sido transformados por Dios.
El ingrediente necesario y esencial en el matrimonio es el amor.
Lo mismo ocurre con nuestro sentir cristiano, donde el amor debe inundar todas
nuestras acciones. Todos los amores se basan en la misma sustancia. Y es que
hay un solo amor que es el Amor. Existe una generalizada tendencia a ponerle adjetivos
al amor. Se habla de amor de madre, de amor de hombre o de amores apasionados o
de amores de hermanos. Y no hay razón de hacer distingos porque la sustancia de
esos amores es la misma que la del Gran Amor de
Dios.
Una consecuencia de la unión amorosa que se da en el matrimonio es
la familia y la unidad principal de la familia está en la unión de la pareja.
Eso es el matrimonio. Y este debe ser sano y fuerte. Y una condición para esa
sanidad y fortaleza es que se mantenga fuertemente unido. La fidelidad –pedida
por Cristo—es condición fundamental. Pero la fidelidad no es un decreto o una
orden prefijada sin más. Surge del amor y del deseo de que este permanezca. Al
amor hay que cuidarle y alimentarle todos los días y si bien la rutina es uno
de sus mayores enemigos, también lo es la frivolidad o los “encantamientos” que
el entorno puede producir. Es relativamente fácil para un hombre sentir el
golpe instintivo y atávico de la “conquista”. Y es también para una mujer
sentir la lisonja de un engañador y seductor que solo busca sexo o satisfacer
su vanidad de “macho”. El tema es acostumbrarse a esa hojarasca de la aventura
y el halago. Y no darlos importancia. Esa fidelidad profunda, basada en el amor
y en reconocimiento de la labor común necesaria para construir una familia
feliz, será uno de los mejores ingredientes para el camino nada fácil de la
vida en común, que producirá otras vidas a las que “construir” y educar. El
Padre del Amor será una ayuda fundamental para los difíciles momentos de un camino
duro. Jesús lo explica en el Evangelio de hoy.
Este hito del amor "a todos y por siempre", que el
Evangelio propone y la Iglesia no se cansa de recordar, puede parecer una
utopía a mucha de la gente que nos rodea. Pero, para los matrimonios
cristianos, ésta es una tarea posible, porque cuenta, no sólo con el propio
esfuerzo, sino también con la ayuda de Dios; que, por el sacramento del
matrimonio, viene a reforzar la solidaridad y el amor de la pareja y a
fortalecer su conocimiento mutuo y el gozo de vivir juntos.
Por eso, hoy, los cristianos hemos de fortalecer nuestras
convicciones y proclamarlas sin ninguna vergüenza: estamos a favor de las
parejas que viven un amor totalmente entregado en todas las circunstancias de
la vida y por siempre; que se esfuerzan para que este amor progrese cada día
más; que saben apartar desde el inicio las dificultades que se interponen entre
ambos; que valoran la celebración cristiana del matrimonio como sacramento del
amor de Dios y colaboran para que los cristianos más jóvenes también puedan
descubrir este valor. Y acogiendo y respetando a los divorciados, tanto como
nos sea posible, entenderemos que, de hecho, ésta es una salida para poner un
parche a un proyecto de amor que se ha roto; pero no un ideal de vida.
Rafael
Pla Calatayud
rafael@betaniajerusalen.com
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