Cada
domingo nos reunimos para escuchar la palabra del Señor. Cada domingo nos
acercamos a la mesa del Señor. Se supone que en la eucaristía escuchamos y
comemos para mejor conocer la voluntad del Señor, obedecer sus mandatos, acoger
su salvación y seguir sus caminos.
Cada
domingo, como el profeta, nos acercamos al templo del Señor. Cada domingo, como
el pescador, también nosotros echamos la red “en la palabra de Jesús”.
Cada domingo es una ocasión que la gracia nos ofrece para el asombro por lo que
se nos revela, para el santo temor de Dios por lo que Dios es, para la humildad
del corazón por lo que nosotros somos.
En
las lecturas de este domingo tenemos tres modelos de personas que aceptaron la
vocación a la santidad que Dios les dio, reconociendo inicialmente su
incapacidad para conseguirlo.
Estas tres personas - Isaías, san Pablo y San Pedro - fueron llamadas por Dios a predicar la palabra de Dios. Las tres respondieron positivamente a la llamada de Dios, a la vocación; cada una desde sus particulares circunstancias personales.
La primera
lectura del Profeta Isaías nos enseña que, si creemos y sabemos que no estamos
preparados para cumplir la misión que Dios nos encarga, Él mismo nos ayudará.
Pero tenemos que dejar ayudarnos. Estamos dispuestos a aceptar el encargo de
Dios pero hay un temor razonable de no
ser capaces de cumplirlo. El profeta Isaías es un buen ejemplo para nosotros.
Reconoció humildemente su impureza y su incapacidad personal, pero ofreció a
Dios su disponibilidad para cumplir con la vocación de profeta que el Señor le
pedía.
San Pablo pasó
de perseguidor a perseguido, de heterodoxo del judaísmo a contrario profundo de
la ley hebrea. Tenía que dejarse llevar –también contra todo pronóstico—como un
inválido, no como un aguerrido policía político, a Damasco y allí esperar.
Podría haberse negado y, mejor o peor, seguir su camino y cumplir la otra misión:
la de perseguir a los seguidores de Cristo.
San Pedro, atónito y asustado, por el portentoso milagro que acaba de ver, se arrojó a los pies del Señor para reconocer que él no era la persona apropiada, para el encargo que le proponía Jesús y se declara pecador… El Maestro le dice, simplemente, “no temas, yo te haré pescador de hombres”.
"Él año de la muerte del
rey Ozías, vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: la orla de su
manto llenaba el templo" (Is 6, 1). El capítulo 6 contiene la
narración sobre la vocación de Isaías, como es el caso del principio de otros
libros proféticos (Jeremías, Ezequiel). Entre todas las descripciones de
llamadas proféticas, la de Isaías es la más impresionante: la visión del rey
Yahvé, rodeado de serafines, la purificación con el tizón encendido, la
pregunta de Dios y la dispuesta contestación del profeta son de una belleza
literaria incomparable.
La introducción sitúa la
palabra de Dios en la historia, en un punto preciso del tiempo y del espacio;
la historia es el lugar del encuentro: por eso se mencionan el año de la muerte
de Ozías y el lugar de la misma, Jerusalén. Las «palabras» de Dios son los
auténticos acontecimientos de la historia. En la teofanía, Dios aparece como un
rey -es decir, con el poder auténtico después que la muerte ha borrado la
sombra de poder humano, Josías-: sentado sobre el trono, rodeado de misteriosas
figuras áulicas que destacan la impenetrabilidad de la esfera divina y su
diferencia de la humana. Están bellamente armonizados los componentes del
binomio «santidad» (trascendencia) y «esplendor» (inmanencia), que definen al
Dios de Israel como un Dios salvador. Toda profecía auténtica nace de una
experiencia particular de lo divino. A través de ella, los profetas conocen la
dimensión divina de las cosas. Isaías es el hombre del sentido incomparable de
Dios. En la investidura-misión, el profeta queda atrapado por la palabra. Todo
él debe hacerse signo: tendrá que hacer ver la dimensión divina de las cosas,
los hechos precisarán la dimensión humana.
Isaías es un excelente poeta
que nos narra, con palabras muy precisas y de enorme contenido, su experiencia
religiosa del primer encuentro con el Señor. Resulta muy difícil exponer en
breves líneas el sentido profundo de este texto.
(VV 1-4) visión. Acaece el año
739, año de la muerte de Ozías. El autor se halla, o al menos es transportado
mediante la visión, al templo terrestre donde se halla el altar del incienso
(vs. 1.9; Ex. 30, 1 ss.; I Rey. 6, 17). Isaías no nos describe la visión, sino
que de forma muy escueta nos dice: "vi al Señor".
Aquella rica experiencia
interna debe expresarla con unos símbolos, los bíblicos, para que puedan
entenderla sus oyentes y lectores. Así el humo (=nube; cfr. Ex. 13, 21; 40, 34;
I Rey. 8,10 ss.; Ex. 10, 4) que llena el templo (v. 4) es un símbolo que
expresa la presencia de Dios, sentado sobre un trono en actitud de rey (v. 1; I
Rey. 22, 19). Que el Señor aparezca envuelto en un manto es imagen bíblica
(Sal. 104, 1 ss.), pero el profeta sólo ve su orla o parte inferior. Así, de
forma velada, el autor nos dice que la parte superior ocupa el templo celeste
(por eso usa los adjetivos "alto y excelso" aplicados al trono).
La corte de este Rey está
formada por serafines (su nombre indica relación con el fuego). Son seres
alados que cubren su rostro y desnudez en señal de reverencia: como servidores,
están de pie y con dos alas se ciernen para indicar prontitud a hacer lo ordenado
por el Señor. En su canto (v. 3) tres veces se repite el término
"santo", práctica muy corriente en hebreo para indicar de forma
superlativa que Dios es santo y sólo santo (cfr. Is. 1,4;5,16.19.24; 10,17.20;
12,6; 29,19...). Y a la vez se ansía que la gloria (=manifestación de la
Majestad divina) invada toda la tierra. El gran coro produce una especie de
terremoto en el templo.
(VV. 5-8) reacción y
purificación. Ante la santidad divina la reacción del profeta es reconocerse
hombre de labios impuros, al igual que su pueblo; en esta condición no puede
participar en el coro de serafines, no puede ejercer la labor de anunciar.
Además, el miedo le invade porque sus ojos han visto al Señor y en consecuencia
debe morir (Ex. 3, 20). Un serafín coge del altar sagrado un ascua y purifica
los labios: desde entonces Isaías es apto para la misión de la palabra porque
por este rito se le ha perdonado su pecado y su culpa. Y libre de obstáculos se
ofrece, con prontitud, a la misión (v. 8).
es
atribuido por la tradición judía a David, probablemente surgió en una época
posterior.
Es un himno de
acción de gracias, comienza con un canto
personal del orante. Eleva su voz en la asamblea del templo o teniendo como
punto de referencia el Santuario de Sión, sede de la presencia del Señor y de
su encuentro con el pueblo de los fieles.
Así confiesa
en actitud orante: «me postraré hacia tu
santuario» de Jerusalén ( v. 2): allí canta ante Dios que está en los
cielos con su corte de ángeles, pero que también está a la escucha en el espacio
terreno del templo (v. 1). El Señor, es
decir, su realidad personal viva y operante, y sus virtudes de fidelidad y
misericordia, signos de la alianza con su pueblo, son la base de toda confianza
y de toda esperanza ( v. 2). La mirada se dirige, entonces, por un instante, al
pasado, al día del sufrimiento: entonces la voz divina había respondido al
grito del fiel angustiado. Había infundido valentía en el alma turbada (v.3). El
Señor «agita la fuerza en el alma»
del justo oprimido: es como la irrupción de un viento impetuoso que barre las
dudas y miedos, imprime una energía vital nueva, hace florecer fortaleza y
confianza.
Después de
esta premisa, aparentemente personal, el salmista amplía su mirada personal e
imagina que su testimonio abarca a todo el horizonte: «los reyes de la tierra», con una especie de adhesión universal, se
expresan unidos en una alabanza común en honor de la grandeza y de la potencia
soberana del Señor (vs..4-6).
Este contenido
tiene como primer tema la «gloria» y
los «caminos del Señor» (v.5), es
decir, sus proyectos de salvación y su revelación. De este modo, se descubre
que Dios «es grande» y trascendente, «ve
al humilde» con afecto, mientras aparta su rostro del soberbio, como signo
de rechazo y de juicio (v. 6). Se habla de la «ira de los enemigos» (v 7), una especie de símbolo de todas las
hostilidades que puede tener que afrontar el justo durante su camino en la
historia. Pero él sabe, y también lo sabemos nosotros, que el Señor no le
abandonará nunca y le ofrecerá su mano para socorrerle y guiarle.
El final del Salmo es una apasionada profesión
de confianza en el Dios de la bondad sempiterna: no abandonará la obra de sus
manos, es decir, a su criatura (versículo 8). Expresión de plena confianza en la obra de Dios la que se expresa en el
v. 8 «El Señor llevará a cabo sus planes sobre mí. Señor, tu misericordia es
eterna; no abandones la obra de tus manos». Palabras consoladoras,
si las hay.
Así comenta el Papa
Benedicto XVI: este Salmo137,
«Acción de gracias»
" 1. Atribuido por la tradición
judía al patronazgo de David, aunque probablemente surgió en una época
sucesiva, el himno de acción de gracias que acabamos de escuchar, y que
constituye el Salmo 137, comienza con un canto personal del orante. Eleva su
voz en la asamblea del templo o teniendo como punto de referencia el Santuario
de Sión, sede de la presencia del Señor y de su encuentro con el pueblo de los
fieles.
De hecho, el salmista confiesa: «me postraré hacia
tu santuario» de Jerusalén (Cf. versículo 2): allí canta ante Dios que está en
los cielos con su corte de ángeles, pero que también está a la escucha en el
espacio terreno del templo (Cf. versículo 1). El orante está seguro de que el «nombre»
del Señor, es decir, su realidad personal viva y operante, y sus virtudes de
fidelidad y misericordia, signos de la alianza con su pueblo, son la base de
toda confianza y de toda esperanza (Cf. versículo 2).
2. La mirada se dirige, entonces, por un instante,
al pasado, al día del sufrimiento: entonces la voz divina había respondido al
grito del fiel angustiado. Había infundido valentía en el alma turbada (Cf.
versículo 3). El original hebreo habla literalmente del Señor que «agita la
fuerza en el alma» del justo oprimido: es como la irrupción de un viento
impetuoso que barre las dudas y miedos, imprime una energía vital nueva, hace
florecer fortaleza y confianza.
Después de esta premisa, aparentemente personal, el
salmista amplía su mirada sobre el mundo e imagina que su testimonio abarca a
todo el horizonte: «los reyes de la tierra», con una especie de adhesión
universal, se asocian al orante judío en una alabanza común en honor de la
grandeza y de la potencia soberana del Señor (Cf. versículos 4-6).
3. El contenido de esta alabanza conjunta que surge
de todos los pueblos permite ver ya la futura Iglesia de los paganos, la futura
Iglesia universal. Este contenido tiene como primer tema la «gloria» y los
«caminos del Señor» (Cf. versículo 5), es decir, sus proyectos de salvación y
su revelación. De este modo, se descubre que Dios ciertamente «es grande» y
trascendente, «ve al humilde» con afecto, mientras aparta su rostro del
soberbio, como signo de rechazo y de juicio (Cf. versículos 6).
Como proclamaba Isaías, «así dice el Excelso y
Sublime, el que mora por siempre y cuyo nombre es santo: "En lo excelso y
sagrado yo moro, y estoy también con el humillado y abatido de espíritu, para
avivar el espíritu de los abatidos, para avivar el ánimo de los humillados"»
(Isaías 57, 15). Dios decide, por tanto, ponerse al lado de los débiles, de las
víctimas, de los últimos: esto se hace saber a todos los reyes para que
conozcan cuales deben ser sus opciones en el gobierno de las naciones.
Naturalmente no sólo se lo dice a los reyes y a todos los gobiernos, sino a
todos nosotros, pues también nosotros tenemos que saber cuál es la opción que
debemos tomar: ponernos del lado de los humildes, de los últimos, de los pobres
y débiles.
4. Después de esta referencia mundial a los
responsables de las naciones, no sólo de aquel tiempo, sino de todos los
tiempos, el orante vuelve a hablar de la alabanza personal (Cf. Salmo 137,
7-8). Con una mirada que se dirige hacia el futuro de su vida, implora la ayuda
de Dios para las pruebas que la existencia todavía le deparará. Y todos
nosotros rezamos con el orante de aquel tiempo.
Se habla de manera sintética de la «ira de los
enemigos» (versículo 7), una especie de símbolo de todas las hostilidades que
puede tener que afrontar el justo durante su camino en la historia. Pero él
sabe, y también lo sabemos nosotros, que el Señor no le abandonará nunca y le
ofrecerá su mano para socorrerle y guiarle. El final del Salmo es, por tanto,
una apasionada profesión de confianza en el Dios de la bondad sempiterna: no
abandonará la obra de sus manos, es decir, a su criatura (versículo 8). Y en
esta confianza, en esta certeza en la confianza de Dios, también tenemos que
vivir nosotros.
Tenemos que estar seguros de que, por más pesadas y
tempestuosas que sean las pruebas que nos esperan, no quedaremos abandonados a
nuestra suerte, no caeremos nunca de las manos del Señor, las manos que nos
crearon y que ahora nos acompañan en el camino de la vida. Como confesará san
Pablo: «quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando» (Filipenses
1, 6). (Benedicto XVI, miércoles, 7 diciembre 2005
Audiencia general dedicada a comentar el Salmo 137, «Acción de gracias»).
de la primera carta a los corintiosLa ciudad de Corintio a la que escribe
san Pablo estaba situada entre los mares Adriático y Egeo, en la ruta comercial
de oriente a occidente, capital de la provincia romana de Acaya, Corinto se
había convertido en la ciudad más brillante del imperio, propicia a los
negocios y a la vida alegre. Su población se componía, sobre todo, de colonos
italianos. Los griegos volvieron poco a poco, y había también gran afluencia de
orientales. Corinto era un mosaico de gentes y mentalidades distintas. Esta circunstancia
facilitaba la disgregación, las rivalidades y la relativización de todo y de
todos.
La comunidad cristiana de
Corinto no era excepción a la regla. En ella se da toda la anterior
problemática: elitismos, separatismos, fanatismos. En este fragmento, Pablo
sale al paso de la tendencia relativizadora de todo y de todos, recordando lo
que está por encima de todo partidismo o ideología: la buena noticia de la
muerte y resurrección de Jesús. Porque éste es el acontecimiento único que hace
feliz a la humanidad: un hombre ha resucitado y nos resucitará a nosotros.
San Pablo escribió esta primera
carta (al menos la primera que conservamos, y de la que la liturgia de hoy nos
trae un fragmento) en Éfeso, se calcula que hacia la primavera del año 57, para
responder a una serie de preguntas que la comunidad le había planteado. En ella
podemos encontrar tres partes: una primera dedicada a la corrección de las
desviaciones (capítulos 1 al 6); una segunda dedicada a responder las preguntas
que le habían planteado (7 al 10); y una tercera dedicada a dar instrucciones
sobre las asambleas litúrgica y a aclarar las ideas sobre la resurrección (11
al 15).
En este último capítulo San
Pablo expresa una serie de ideas que para él son de capital importancia; en
realidad no se trata de simples ideas; ni tampoco es una cuestión de práctica o
de conducta: es lo decisivo, lo fundamental en la fe y en la vida de San Pablo
y de todo aquel que quiera ser discípulo de Jesús.
Así que San Pablo les recuerda
algo que ya les ha anunciado; les recuerda el punto central de su fe:
Jesucristo ha resucitado, y también nosotros resucitaremos.
"Yo soy el menor de los
apóstoles y no soy digno de llamarme apóstol…, pero por la gracia de Dios soy
lo que soy". Sobre la
humildad de san Pablo y sobre su disponibilidad para cumplir con la vocación de
predicador del evangelio de Jesús, tal como el mismo Jesús le pidió, sabemos
bastante. Sus cartas a las distintas comunidades cristianas que él mismo fundó
son leídas casi diariamente en nuestras asambleas litúrgicas. En el libro de
los Hechos de los Apóstoles también encontramos mucha información sobre la
humildad de san Pablo y sobre su impresionante actividad como predicador del
evangelio de Jesús. Imitemos a san Pablo en su humildad, en su continua oración
y en su múltiple e incansable actividad a favor del evangelio.
San Pablo no
quiere terminar su primera carta a los corintios sin recordarles el Evangelio
que les predicó y que ellos aceptaron, el Evangelio que es lo único que puede
salvarles si es que no lo han olvidado. Porque tiene sus dudas al respecto, ya
que algunos niegan la resurrección de los muertos. El Evangelio no es
propiamente una doctrina, sino el anuncio de un hecho de salvación. Su
contenido es, ante todo, el mensaje apostólico de la resurrección del Señor. El
transmite lo que ha recibido. Pero la proclamación del Evangelio no es sólo la
difusión de una noticia, sino también la difusión del Espíritu con cuya fuerza
se proclama. Por eso es una tradición viva y vivificante. Aunque Pablo no
pertenece ya a la generación de los Doce, se considera apóstol por excepción.
orillas del lago de Genesaret. Allí
tuvieron lugar muchos encuentros de Jesús con la muchedumbre. Paisaje
sencillo de barcas y pescadores, de montañas, de aguas claras y azules. También
allí llamó el Maestro a los primeros apóstoles que eran pescadores y siguieron
siéndolo después. Aquellos momentos han quedado en la vida cristiana como
ejemplo y modelo de esos otros encuentros que, a lo largo de la historia, se
han ido repitiendo. Entregas generosas y decididas a este Señor y Dios nuestro
que sigue cerca de nosotros, para llamarnos a colaborar con él en esta tarea de
salvar a todos los hombres que existen y que existirán.
Entre el texto del domingo
pasado y el de hoy Lucas nos presenta a un Jesús buscado insistentemente por la
gente. De esta situación parte precisamente el texto. El marco no es ya la
sinagoga, sino el lago Genesaret. La gente escucha la Palabra de Dios.
La expresión es típica de Lucas
y define la propia enseñanza de Jesús, aunque no se especifica su contenido. El
autor espera probablemente que no perdamos de vista la enseñanza de los
domingos anteriores en la sinagoga de Nazaret.
Hoy se nos
narra una de las pescas milagrosas que aquellos pescadores lograron gracias a
la fe que tenían en Jesús. Con la sinceridad de siempre, Pedro dice al Maestro
que están cansados de lanzar la red durante toda la noche, sin conseguir nada.
Pero por darle gusto, por obedecerle harán otra tentativa.
En este contexto genérico
resuena explícita la Palabra de Dios a través de Jesús. Sacad la barca lago
adentro y echad vuestras redes para la pesca. Pedro replica constatando lo
descabellado, absurdo incluso, de la propuesta de Jesús. La pesca tiene sus
horas propicias, fuera de las cuales es inútil intentarlo. Pero, puesto que tú
lo dices, echaré las redes. Es decir, la Palabra de Jesús adquiere para Pedro
rango de valor superior a la lógica de la situación. Pedro acoge, hace suya esa
Palabra. Se fia más de ella que de la lógica de la situación. Los dos
versículos siguientes, 6-7, reflejan el resultado de la acogida de la Palabra
de Jesús. Un resultado imprevisible, impensable incluso, desde la lógica de la
situación previa.
La escena final tipifica la
reacción de Pedro en términos que recuerdan lo escuchado en la primera lectura
de Isaías. Es la reacción humana ante lo imprevisible-impensable desde la
lógica de la situación previa. Asombro, pasmo, temor, auto cuestionamiento de
la propia persona que se experimenta a sí misma como indigna, poca cosa. Señor,
apártate de mí, que soy un pecador. Pero la Palabra de Jesús disipa temores e
introduce al que se ha fiado de ella en una novedad de vida.
El
relato marca los tres momentos
psicológicos en el proceso de la vocación de los apóstoles.
*La
"señal", o el milagro, refuerza las palabras de Jesús y aumenta su
credibilidad ante los que van a ser sus discípulos en adelante.
*
La invitación a internarse en alta mar conlleva el riesgo a afrontar los
temporales tan frecuentes como inesperados en el lago de Tiberíades.
*
El fiarse de la Palabra. La vida del que se ha fiado
de la Palabra de Jesús entra en una dinámica nueva.
Lucas agrupa en este pasaje tres acontecimientos distintos,
sacrificando un orden cronológico en aras de un orden pedagógico.
La predicación de Jesús, el milagro de la pesca y la
decisión de abandonarlo todo para seguir al Maestro, marcan tres momentos
psicológicos en el proceso de la vocación de los apóstoles. La
"señal" o el milagro refuerza las palabras de Jesús y aumenta su
credibilidad ante los que van a ser sus discípulos en adelante.
La invitación a internarse en alta mar conlleva el
riesgo a afrontar los temporales tan frecuentes como inesperados en el lago de
Tiberiades o de Genesaret.
Toda
la tradición exegética se ha recreado, interpretando la barca de Pedro como
figura de la iglesia de Cristo. En este sentido resultan plenamente actuales
las palabras de Jesús: "Rema mar
adentro y echa las redes para pescar". El riesgo de la pesca de
altura, en medio del temporal, viene compensado por la abundancia de la pesca.
Después
viene el mandato de Jesús y las dudas de Pedro y las palabras de confianza de
Jesús.
La pesca
milagrosa era la prueba que se necesitaba para convencer a un pescador como
Simón Pedro.
Ante la
grandeza de Cristo Pedro se siente profundamente débil y pecador. Él, experto
pescador, no había conseguido pescar nada en toda la noche, pero cuando actúa
en nombre de Cristo consigue llenar las redes de peces. El asombro ante la
grandeza de Cristo le lleva a Pedro al reconocimiento humilde de su incapacidad
personal. Simón se arroja a los pies de Jesús diciéndole: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre
pecador”. Pero Jesús le responde con palabras que representan el
culmen del relato y el motivo que hará inolvidable este episodio: “Desde ahora serás pescador de hombres”.
Para nuestra vida
Dios
da a todos y cada uno de nosotros una vocación común: la vocación a la
santidad.
De
la llamada a la santidad nos dice el papa Francisco ".. la santidad no es algo que nos procuramos
nosotros, que obtenemos nosotros con nuestras cualidades y nuestras
capacidades. La santidad es un don, es el don que nos da el Señor Jesús, cuando
nos toma con sí y nos reviste de sí mismo, nos hace como Él. En la Carta a los
Efesios, el apóstol Pablo afirma que "Cristo amó a la Iglesia y se entregó
por ella, para santificarla (Ef 5,25-26). Por esto, de verdad la santidad es el
rostro más bello de la Iglesia, es el rostro más bello: es descubrirse en
comunión con Dios, en la plenitud de su vida y de su amor. Se entiende, por lo
tanto, que la santidad no es una prerrogativa solamente de algunos: la santidad
es un don que es ofrecido a todos, nadie está excluido, por lo cual, constituye
el carácter distintivo de todo cristiano." (Papa Francisco. Audiencia
general . 19 de
Noviembre de 2014 ).
Esta
vocación común a todas las personas debe realizarla después cada uno mediante
el cumplimiento concreto de las vocaciones temporales que también nos da el
Señor. Aceptar o no aceptar esta vocación a la santidad que Dios nos da, supone
colaborar o no colaborar con Dios en la edificación de nuestro yo interior,
para que se parezca lo más posible al Yo de Cristo.
Colaborar
con Dios supone siempre reconocer nuestra imperfección radical y aceptar que
sea Dios mismo el verdadero autor de nuestra santidad.
Colaborar
con Dios en la construcción de nuestra propia santidad supone, pues, siempre un
acto de humildad y un cuidado exquisito
de la oración. La humildad es siempre el primer paso hacia la santidad; sin
humildad no avanzaremos nunca hacia la santidad. Pero, a la humildad debe
seguir siempre la oración transformadora para que sea Él el autor de una
santidad que por nosotros mismos no podríamos conseguir nunca. En la vida
interior hay que ser constantes, hay que sembrar y regar, pero sabiendo siempre
que es Dios el que da el verdadero inicio y crecimiento.
Nuestra debilidad es evidente. No estamos a la altura
de los encargos que el Señor Dios pide. Pero Él, sí. Cuando elige a alguien ya
sabe quién es “desde que estaba en el seno de su madre”. Pero Dios no impone.
Dios no obliga.
La
primera y la segunda lecturas, nos presentan dos testimonios claros de la
llamada de Dios: Isaías y San pablo.
En la primera lectura se nos presenta la vocación
de Isaías. Isaías contempla, entre extasiado y atónito, el grandioso
espectáculo que se despliega ante sus ojos. Los cielos se han abierto,
todo ha desaparecido de su vista, las cosas terrenas han quedado bañadas por la
brillante policromía del mundo de la luz. Y allá, en lo alto, en lo más
excelso, está sentado el Señor, llenando con su esplendor el recinto del
templo.
"¡Santo,
santo, santo, el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su gloria...!
Y temblaban las jambas de las puertas al clamor de sus voces, y el templo
estaba lleno de humo". El
profeta exclama asustado: " ¡Ay de mí, estoy perdido! Yo hombre, de
labios impuros… Escuché la voz del Señor que decía: ¿a quién mandaré? ¿Quién
ira por mí? Contesté: aquí estoy, mándame".
El profeta
Isaías se siente abrumado ante el enorme contraste entre su insignificancia e
indignidad y la dignidad y grandeza de la misión que se le confía: anunciar con
sus propios labios la palabra de Dios. Y es que resulta carga excesiva el que
la palabra humana sea vehículo de la palabra de Dios. Este mismo es el riesgo y
la osadía de todo el pueblo de Dios, a quien se le ha confiado la misión
profética: que, siendo pecadores, tenemos que ser mensajeros del evangelio. El
profeta se serena y cobra ánimos cuando sabe que es Dios mismo quien le
purifica y capacita para la misión. El profeta acepta voluntariamente la misión
que se le encomienda: "Aquí estoy,
mándame".
La
fe verdadera nos saca de nosotros mismos y nos manda para que vayamos donde Él
nos envíe.
Dios
nos habla también hoy a nosotros a través de determinadas personas, y no sólo
de personas, sino también a través de determinados hechos y circunstancias; son
los signos de los tiempos a los que siempre debemos vivir atentos, como ya nos
manda el Concilio Vaticano II. Y si Dios nos pide que seamos nosotros mismos
profetas para los demás, no nos neguemos a ser fieles a la vocación que Dios
mismo nos da. Transmitamos la voz de Dios a nuestra familia, a nuestros amigos,
a cualquier persona que Dios ponga en nuestro camino. Siempre que creamos que
debemos transmitir la voz de Dios digamos como el profeta Isaías: “Aquí estoy, mándame”.
El responsorial nos sitúa ante la obra
de Dios en nosotros. Ante la actitud orante y confiada la obra de Dios: "Señor, tu misericordia es eterna, no
abandones la obra de tus manos".
En
el salmo ha resonado la fidelidad del Señor.«El Señor llevará a cabo sus
planes sobre mí». Se expresa la confianza de que el Señor tiene planes sobre mí, y que
quiere llevar a feliz término lo que ha comenzado. Eso debiera bastarnos. Estoy
en buenas manos. El trabajo ha comenzado. No quedará estancado a mitad de
camino. La promesa del Señor es que lo acabará.
Este salmo proclama la
"trascendencia" de Dios: "¡qué grande es tu gloria!" nada
original, esto lo hacen todas las religiones auténticas. Toma tiempo dejarse
invadir por este sentimiento de adoración que hace "prosternar", el
rostro contra el polvo, como dice el salmo, hasta tomar conciencia de
"ante quién estás".
Lo que es original, en la
revelación que Dios hace de sí mismo a Israel es ante todo, que este Dios
"trascendente" mira a los humildes con predilección. Prodigio de lo
infinitamente grande, ante lo infinitamente pequeño.
La grandeza de Dios no es
aplastante, es la grandeza del amor, la "Hessed", sentimiento que
llega hasta las entrañas. La palabra aparece dos veces en este salmo. Si es
amor, Dios da la vida, Dios salva. Dios está contra todo lo que hace daño, su
mano se abate contra los enemigos del hombre", su mano "protege al
pobre rodeado de peligros"... ¡Que tu "mano", Señor, no deje
incompleta su obra!
Finalmente este mensaje, esta
"palabra" (aparece dos veces en este salmo) recibida gozosamente por
Israel, y destinada un día a todos los hombres. "Te alabarán, todos los reyes de la tierra, cuando oigan las palabras de
tu boca". Los reyes representan a su pueblo; a través de ellos, todos
los pueblos darán gracias a Dios, en el día escatológico del Mesías.
¡Esplendida visión universalista de la obra de
Dios!.
Así comenta el Papa Benedicto XVI: este Salmo137,
«Acción de gracias» "5. De este
modo, hemos podido rezar con un Salmo de alabanza, de acción de gracias y de
confianza. Queremos seguir desplegando este hilo de alabanza en forma de himno
con el testimonio de un cantor cristiano, el gran Efrén el Siro (siglo IV),
autor de textos de extraordinaria fragancia poética y espiritual.
«Por más grande que sea nuestra maravilla por ti,
Señor, tu gloria supera lo que nuestros labios pueden expresar», canta Efrén en
un himno («Himnos sobre la virginidad» --«Inni sulla Verginità», 7: «L’arpa
dello Spirito», Roma 1999, p. 66), y en otro dice: «Alabado seas tu, para quien
todo es fácil, pues eres omnipotente» («Himnos sobre la Natividad» --«Inni
sulla Natività»--, 11: ibídem, p. 48), éste es un último motivo para nuestra
confianza: Dios tiene la potencia de la misericordia y usa su potencia para la
misericordia. Y, finalmente, una última cita: «Que te alaben quienes comprenden
tu verdad» («Himnos sobre la fe» --«Inni sulla Fede», 14: ibídem, p. 27)".(Benedicto
XVI, miércoles, 7 diciembre 2005 Audiencia general dedicada a comentar el Salmo
137, «Acción de gracias»).
El
texto proclamado hoy en la segunda lectura acaba con el testimonio de San Pablo
que no quiere olvidar que persiguió a la Iglesia, que fue enemigo y aborreció
aquella voluntad de amor y de salvación de Dios, que tenía ya un cuerpo en la
tierra, que es su Iglesia.
"Por la gracia de Dios soy lo que
soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí… aunque no he sido yo,
sino la gracia de Dios conmigo".
Desde el momento mismo de su conversión san Pablo se dedicó con todas sus
fuerzas a predicar el evangelio de Jesús, sin regatear nunca ni un solo
esfuerzo, ni un solo sacrificio. Pidamos a Dios que nos dé fuerzas para imitar
a san Pablo en su amor a Jesús y, como consecuencias de su amor, en su esfuerzo
y valentía para seguirle y predicarle; que nuestra vida y nuestro actuar diario
sea para los demás un ejemplo de buenos cristianos, es decir de buenos
discípulos de Cristo. Si lo hacemos así, también nosotros estaremos siendo en
nuestro tiempo profetas y mensajeros de Dios. No por nuestras propias fuerzas,
sino por la gracia que Dios nos da.
Que lo mereciera o no, que
fuera digno o no, ahora es apóstol ya sabe que lo debe exclusivamente, y con
mayor razón que nadie, a la gracia de Dios. Y porque debe a esta gracia su
apostolado, también todos los frutos de su ministerio apostólico. Puede afirmar
ya con toda objetividad -aunque se halla todavía en la mitad de su carrera- que
ha trabajado y se ha fatigado más que ningún otro. Esta afirmación no anula en
nada el carácter de gracia de sus trabajos; y, a la inversa, tampoco la
intervención de la gracia anula la fatiga del Apóstol. La gracia no desvaloriza
lo personal, las cualidades humanas. Aunque Pablo sabe que todo es gracia, y
quiere tributar a esta gracia la gloria, con todo, no debe olvidarse que la
gracia ha podido hacer todas estas cosas «con él», con su disposición, con
todas aquellas cualidades espirituales que recibió de la naturaleza, que
adquirió con el estudio y con el agradecimiento de que se sabe deudor, desde
aquel día, a Cristo.
Involuntariamente o a propósito,
el Apóstol nos habla aquí con algún mayor detalle de sí mismo.
De este modo, restablece, al
terminar, el justo equilibrio, tal como había sido planteado en el versículo 3:
«Os he transmitido lo que yo mismo
recibí.» La fe de los creyentes no se apoya, en última instancia, en
personalidades aisladas, sino en el testimonio de la totalidad. Incluso el
testimonio más personal debe concordar con la tradición apostólica. En ella se
apoya la predicación de los que predican y la fe de los que creen.
Como aquella comunidad de
Corinto, también nosotros necesitamos que se nos recuerde el Evangelio que se
nos ha anunciado; a veces incluso necesitamos que se nos anuncie, porque
nuestro olvido se ha vuelto deformación, y hemos puesto el acento de nuestra fe
en cualquier cosa menos en lo que es realmente central: la resurrección de
Jesucristo. Hay muchos cristianos convencidos de que lo fundamental es ir a
misa los domingos, o confesarse con escrúpulo neurótico de los más mínimos
detalles de sus pensamientos en materia sexual, o no saltarse ni una coma de
las rúbricas de los ritos litúrgicos, o la novena al santo de su devoción, o la
romería y la procesión a la ermita de su pueblo...
Hemos repartido nuestra
atención entre demasiadas cosas y no hemos sabido jerarquizarlas adecuadamente.
Las mismas palabras que San
Pablo dirigía a los Corintios para recordarles el Evangelio que les anunció nos
sirven hoy a nosotros, en nuestras circunstancias. Y esas palabras de Pablo nos
hablan de lo esencial en nuestra fe: la vida, la gratuidad y el amor.
La vida de Jesucristo, que ha
resucitado; hay muchos testigos de esa resurrección; en aquellos momentos lo
era, principalmente, los apóstoles, entre lo cuales se cuenta él mismo, y los
hermanos; hoy día nosotros somos esos testigos; pero es evidente que, para
ello, lo primero es tener la experiencia de que Cristo ha resucitado y vive,
pues de lo contrario, ¿cómo vamos a ser testigos de algo que no conocemos? Y
esa vida es como un ofrecimiento que se nos hace también a nosotros. Era lo que
pretendía San Pablo: que tuviesen fe en su propia resurrección, y que la tuviesen
porque Jesucristo había resucitado.
La gratuidad: "por la
gracia de Dios soy lo que soy, y lo que he trabajado no he sido yo, sino la
gracia de Dios conmigo"; otro buen recuerdo, otra buena lección para tanto
orgullo y tanta autosuficiencia, para tanta eminencia y tanta pompa. Agradecer
todo lo que gratuitamente nos da Dios; reconocer que todo lo que somos y
tenemos nos viene de El; compartir nuestras riquezas, del tipo que sean, con
los demás, pues para eso nos las ha dado; quien más tiene, más ha de compartir,
más ha de servir; la presunción sólo es posible en ignorantes que no conocen
por qué ni para qué son lo que son y tienen lo que tienen. Y, desde luego,
renunciar a la presunción de poseer la exclusiva de Dios, como si se tratase de
un objeto del que presumir ante las visitas; el mismo Jesús nos enseñó a decir
al terminar nuestra tarea que "somos siervos inútiles".
Y todo esto por amor, por el
amor que Dios nos tiene y por el amor que nosotros debemos tenerle y tenernos.
Por amor nos da la vida, por amor nos regala el triunfo sobre la muerte, por su
amor nos es posible todo lo que para nosotros era imposible. Reconozcámoslo:
son tres cosas de las que no andamos muy sobrados en nuestro tiempo y en
nuestra historia: la vida, la gratuidad, el amor. Florecen y abundan en nuestro
tiempo la muerte en mil y una formas, los intereses que mueven a los hombre en
casi todas sus actividades, el egoísmo que nos pone a cada uno por encima de
todo y de todos. San Pablo ha dejado su palabra escrita que, a través de los
siglos, nos llega en sus cartas, y también nos recuerda hoy a nosotros el
Evangelio en el que estamos fundados y que nos salva, si es que conservamos el
Evangelio que la Iglesia nos proclama: de lo contrario, también nosotros, como
los cristianos de Corinto, podríamos estar malgastando nuestra adhesión a la
fe.
El evangelio nos da una magnifica
lección del poder de Dios y de nuestra humilde colaboración.
También para nosotros resuenan las palabras de Jesús: «Rema mar adentro, y echad las redes para pescar.» Echar las redes
tiene para nosotros el sentido de sembrar o de anunciar generosamente la
palabra de Dios también en mares turbulentos, confiando en la virtud de esta
palabra y en Dios que es el que da el incremento a la cosecha.
Todo el
episodio que el evangelista de la misericordia, san Lucas, nos cuenta en este
domingo tiene como finalidad infundirnos coraje para el servicio apostólico, no
obstante todas las dificultades externas o internas que puedan presentarse.
La valentía
(la “parresía” apostólica de que hablarán los Hechos de los Apóstoles) proviene
no tanto de nuestras capacidades sino de la Palabra y de la persona de Jesús.
El servicio apostólico no se fundamenta ni en la capacidad de los apóstoles ni
en la buena voluntad de la gente a la cual ellos son enviados, sino solamente
se apoya en el encargo misionero y en el poder del Señor. La misión no se apoya
tanto en las cualidades personales de los misioneros por muy grandes que puedan
ser, sino ante todo en la “Palabra” del Señor.
El servicio de
Pedro (y el de todo apóstol de Jesucristo) permanecerá siempre ligado a estas
experiencias fundamentales y no podrá nunca ser independiente o autónomo.
No hay que recordarle
a Jesús que el llamado es un pecador, Él ya lo sabe. Lo más importante es que
Jesús puso a su servicio a este pecador, que ha orado por él y al que ha dirigido su mirada misericordiosa
. Así, Simón no realizará su servicio con base en sus propias fuerzas sino a
partir de la confianza en (y de) Jesús.
En fin, la
vocación solamente puede ser asumida “en su Palabra”. “En tu Palabra echaré las redes” (v.5).
Lucas distingue entre gente que
se agolpa alrededor de Jesús y discípulo. De la gente que acude a Jesús ha
hablado el autor en la precedente catequesis (4, 14-44). En 5, 1-3 vuelve Lucas
a mencionarla, pero sólo como enmarcación literaria y como contrapunto a su
catequesis sobre el discípulo.
Primera característica del
discípulo (vs. 4-5). Fiarse de Jesús aun cuando las evidencias empíricas estén
en contra. Un pescador profesional sabe que la petición de Jesús (que no es un
profesional de la pesca) es descabellada porque va contra la evidencia de la
experiencia. Lucas recalca intencionadamente esto para que resalte más el
elemento central: pero, por tu palabra.
Esta característica no es nueva
en lo que va de evangelio. Veíamos ya que la visita de María a su prima (Lc. 1,
39-45) estaba redactada bajo esta óptica. Y lo mismo que entonces, fiarse de la
Palabra de Dios vale la pena (vs. 6-7; cfr. Lc. 1, 45: ¡Dichosa tú, que has
creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumple.
Segunda característica (vv.
9-10a). Fiarse de Jesús es descubrir a alguien tan sensacional que el discípulo
no se siente merecedor de su compañía. El descubrimiento de Jesús lleva al
discípulo a someter a crítica su propia vida.
Tercera característica (vv.
10b-11). Fiarse de Jesús genera una nueva situación, un nuevo presente (desde
ahora). Una situación libre de miedos y falsos temores, abierta a los demás.
Ser discípulo de Jesús implica una función de cara a los otros. ¿Cuál es el
contenido de esta función? Lucas no lo especifica aquí; lo aclarará más
adelante cuando explique cuál es el programa del Reino (Lc. 6, 20-49).
Muchas veces,
a lo largo de nuestra vida, también nosotros habremos experimentado la grandeza
y la santidad de Dios actuando en nosotros. Si sabemos ser humildes y
colaboradores de Dios en la construcción de nuestra propia santidad, no
fracasaremos, a pesar de las muchas dificultades por las que tengamos que
pasar. Pedro, con todos sus defectos y con todas sus virtudes puede y debe ser
un buen ejemplo para nosotros. Desde que sintió la llamada del Señor, estuvo
siempre dispuesto a dar y hasta perder su vida al servicio del evangelio. Todo
el que comprenda la grandeza de Dios y piense en su propia miseria, ha de
sentirse indigno de ser amigo del Señor, incapaz de hacer nada bueno y, mucho
menos, de entregarse a su servicio y consagrar la propia vida a su inmenso
amor. Al mirar nuestra condición de pecadores, nos asustamos de la cercanía de
Dios, nos sentimos débiles e inseguros en su presencia. Uno quisiera huir y
contemplar de lejos, casi a escondidas, la magnificencia y bondad del Señor.
Como a Pedro y
a pesar de nuestra propia condición, el
Señor nos pide confiar plenamente en su palabra y estar animosos e
incansables, echando sus redes en todas las aguas del mundo.
No podemos
romper los planes que tiene para cada uno de nosotros. Pidamos al Señor que Él,
salga con todo su corazón a socorrer nuestras miserias. Una de ellas la
“parálisis evangelizadora” cuando se convierte en realidad viva por el
pesimismo o nuestra tristeza por los logros no conseguidos.
Cada
domingo, allí donde el profeta dijo: _ “¡ay de mí, estoy perdido!”; y
donde el apóstol dijo: _ “apártate de mí, Señor, que soy un pecador”,
nosotros decimos, robando las palabras a un soldado romano: “Señor, yo no
soy digno de que entres en mi casa”.
Hoy,
con vosotros, quiero robarlas todas: las del profeta, las del pescador, las del
soldado, por si se me agarra al alma el conocimiento de la grandeza de Dios, de
su santidad, con la sabiduría de mi indignidad para ir hasta Dios o para
recibirle si él viene a mi casa.
Hoy,
con el apóstol, le diremos «apártate», porque soy un pecador; mientras
todo nuestro ser, con los discípulos en el camino de Emaús, le pediremos «quédate»:
Quédate, porque anochece, y se oscurece la fe; quédate, porque tú tienes
palabras de vida eterna; quédate, porque te necesitamos; quédate, porque
sabemos que nos amas.
Y
si
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario