" Señor, tú que te complaces en habitar
en los rectos y sencillos de corazón
concédenos vivir por tu gracia de tal manera
que merezcamos tenerte siempre con nosotros".
(Oración
colecta del domingo VI del TO)
El mensaje nuclear de hoy son las bienaventuranzas.
La humildad de corazón, labraba no sin esfuerzo por parte de cada uno, y con el auxilio imprescindible de la gracia de Dios, forma los cimientos sobre los que se levanta y se construye el Cristo en nosotros.
Los autores espirituales clásicos dedicaron muchísimas páginas a combatir la soberbia y a alimentar el deseo de la sencillez y de la humildad en los cristianos. De eso hace mucho, y seguro que los tiempos nos reclaman una nueva insistencia aquí Recobrarse uno mismo en la humildad es el mejor servicio que podemos hacernos, es abrir la puerta principal al Espíritu, ese Espíritu que huye de lo "sabios" y es amigo de los pobres y sencillos de corazón, de los que aman rectitud y aborrecen la tortuosidad y el engaño sistemático e interesado.
He aquí nuestra oración de hoy. Que el Señor nos conceda conocer lo que somos, para que con un corazón sediento de humildad, Dios sea para nosotros la fuente de agua viva donde saciar nuestra sed de caridad.
Primera
lectura del libro de Jeremías (Jr 17, 5-8).. El material de este cap. 17 es muy heterogéneo y
no guarda conexión alguna entre sí; la datación de cada una de sus secciones
resulta poco menos que imposible.
Los vs. 5-11 constituyen una
colección de palabras sapienciales en desarmonía total con lo que antecede y
con los que sigue. Por su naturaleza, estas sentencias son anónimas y
pertenecen al patrimonio cultural de la comunidad. ¿Fue Jeremías el primero en
pronunciarlas? Para nada nos interesa. El profeta, miembro de esa comunidad,
pudo muy bien pronunciarlas y esto nos basta.
-La perfecta contraposición
entre los vs. 5-6 y 7-8 (maldición/bendición; cardo estepario/árbol plantado
junto al agua; muerte/vida) da unión a esta sección y de ella se sirve el autor
para exponernos su pensamiento. Antítesis que nos recuerda las
contraposiciones, tan frecuentes en Prov. 10-15, entre sensato e insensato,
honrado y malvado, etc.
Jeremías nos
dice hoy: "Maldito quien confía en
el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor"
(Jr 17, 5). Sin embargo, hay momentos en los que necesitamos confiar en
alguien; momentos en los que todo parece hundirse a nuestro alrededor.
Necesitamos entonces un apoyo, un amigo al que recurrir. Es la hora de
descubrir dónde está la verdadera amistad. ¡Y cuántos desengaños se sufren! Uno
comprende que las palabras que prometían no eran más que palabras hueras,
sonidos articulados carentes de sentido.
Por eso es
desdichado el que confía en el hombre, el que busca su fuerza en la carne. Y es
lógico que sea así. El hombre es frágil por naturaleza, se sostiene en pie con
dificultad. No puede dar mucho de sí, no es capaz, aunque quiera, de sostener
por mucho tiempo a los demás. No hay que extrañarse ni desalentarse. Y sobre
todo no hay que pedir a los hombres lo que no pueden dar, lo que ellos mismos
necesitan porque no lo tienen.
De lo
contrario, nos dice el profeta, serás como un cardo en la estepa, habitarás la
aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita. Serás un pobre desdichado que
saborea la amargura de la ingratitud. Un pobre corazón sin ilusión que mira
torvamente a cuantos se le cruzan por el camino.
Un árbol
plantado cerca del agua, con sus raíces metidas en tierra húmeda y blanda. Su
hoja estará verde en verano, en los años de sequía seguirá dando fruto
abundante y bueno. Así ve Jeremías al hombre que confía en Dios, que pone en el
Señor su refugio.
En efecto,
Dios no cambia. Él ama de verdad. También cuando las cosas van mal, también
cuando el ser querido le traiciona, le falla. Basta con que vuelva arrepentido
para que Dios le perdone y se olvide de todo. Y le limpie las lágrimas, le cure
las heridas, le llene, una vez más, el corazón de paz y alegría.
Además él es
fuerte, recio, es el apoyo firme del mundo entero. Todo lo que existe se apoya
en él y él en nada tiene que apoyarse. Si él escurriera el hombro todo se
vendría abajo, aun lo que más seguro nos parece. Sí, es cierto. Dichoso el que
confía en el Señor y pone en él su confianza. No se verá jamás defraudado. Dios
no le falta a nadie. A nadie que cuente con él. Y aunque parezca que el mundo
se hunde a nuestro alrededor, el corazón estará sereno,
Salmo responsorial (Sal
1, 1-2. 3. 4 y 6)
R. Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor
No es coincidencia que este salmo ocupe el
encabezamiento del salterio. La primera palabra del salmo comienza con la
primera letra del alfabeto "aleph". La última palabra del salmo
comienza con la última letra del alfabeto "tab". Este salmo es
verdaderamente un resumen de la totalidad de la ley. He aquí, en pocas palabras
desde la A... hasta la Z... todo lo que debéis saber. Y todo se resume en dos
"caminos", dos 'vías", que se abren ante cualquier hombre:
-El uno que conduce a la
"felicidad", simbolizado por la imagen del árbol que reverdece...
-El otro que conduce a la
"nada", simbolizado por la imagen de la "paja que se lleva el
viento"...
El autor no ha querido hacer
una simetría exacta, mecánica. Sería dar demasiada importancia al
"mal", al "vacío". Se toma el tiempo necesario (10
renglones de su texto) para detallar "la firmeza" del justo. Y de un
plumazo rápido (solamente cinco líneas), sugiere la desaparición del impío.
Esto es una obra de arte.
Este salmo hacía parte del
ritual de la Alianza, y debía cantarse en la fiesta de los Tabernáculos en la
cual se renovaba la Alianza. Es un anuncio profético de las
"bendiciones" que conlleva la fidelidad y de las
"maldiciones" que pesan sobre aquellos que son infieles a la Alianza.
Ver un texto paralelo en Jeremias 17,5-8.
En pocas palabras este salmo
primero es verdaderamente el prefacio de todo el libro de los salmos, y el
resumen de toda la vida humana: se trata de una continua lucha entre el bien y
el mal (concretamente el salmista dice entre los justos y los impíos), esta
lucha culminará con la victoria del bien. Aquí se expresa una esperanza, una
certeza sobre el éxito del plan de Dios.
Este breve salmo de tan sólo 6
versículos podemos dividirlo en tres partes:
a) presentación: la doble
actitud del hombre ante su vida (vv.1-2)
b) doble comparación
ilustrativa: árbol frondoso - paja seca (vv.3-4)
c) conclusión: la presencia o
ausencia de Dios en el camino elegido (vv.5-6).
Presentación
"Dichoso el hombre que no
sigue el consejo de los impíos..." La primera palabra con la que se abre
el salmo (y el salterio) es: "dichoso", "feliz". De la
misma manera comenzará la nueva enseñanza de Cristo en el Sermón de la montaña:
"dichosos", "felices" (Mt 5,3). Palabra que quiere
sintetizar lo positivo, lo atractivo, lo profundamente humano del mensaje de
Dios a los hombres. Es un grito de alegría, un llamamiento a la felicidad, ¿y
qué otra cosa no desea nuestro corazón sino la felicidad? Nuestra religión es
la religión del Dios con nosotros, del Dios para nosotros, que nos ama y busca
nuestro bien.
Pero, apenas leída la primera
palabra optimista, nos encontramos con algo negativo y que puede desconcertar;
pasa lo mismo que en las bienaventuranzas: empiezan con esta palabra positiva y
sigue luego una lista de realidades a primera vista negativas: los pobres, los que
lloran, los perseguidos, los hambrientos... El salmista es un buen pedagogo,
sabe lo que hace, y por vía de contraste enumera primero lo negativo para
exaltar más lo positivo de que hablará luego. Habla de tres aspectos negativos,
tres momentos que indican progresivamente una adhesión siempre más grande al
mal. Estos tres aspectos están representados por los verbos y los sujetos de
estas frases: -seguir el consejo de los impíos: dejarse llevar, dejarse
arrastrar por las insinuaciones del mal, moverse en la atmósfera del mal;
-entrar por la senda de los pecadores: caminar por el mal, adentrarse en la
maldad; -sentarse en la reunión de los cínicos: participar en la mentalidad
perversa, hacerla propia.
Esta progresión eficaz en el
movimiento hacia el mal la vemos también en la descripción de los personajes:
-los impíos: los que no tienen ninguna relación con Dios, no creen en él ni se
interesan por él; lo religioso les viene grande; -los pecadores: los que
cometen el mal, los que no tienen para nada en cuenta la ley de Dios; -los
cínicos: los que se befan de todo, de todo se burlan, los eternos volterianos
que todo lo ridiculizan y desprecian.
Hoy diríamos que aquí están
representados todos aquellos que se creen suficientes, que menosprecian los
valores del espíritu, que pasan de todos ellos, que arrastran al mal y que
pervierten. El camino es resbaladizo: quien se aventura por el camino del mal
corre el riesgo de llegar hasta el fin, de pervertirse totalmente.
Después de este enunciado
negativo aparece el positivo que es a donde va dirigida la enseñanza del salmo.
La bienaventuranza va especialmente encaminada hacia el hombre que medita la
Ley del Señor, que se complace en ella y la cumple:
"Su gozo es la Ley del Señor
y medita su Ley día y noche". La Ley, para el salmista, no es ningún peso
o carga: es simplemente la voluntad de Dios para que nosotros sepamos
conducirnos, orientarnos en nuestra vida y podamos seguir un camino de
realización y plenitud. Al decir Ley, en el sentido bíblico, entendemos no sólo
la observancia sino también la confianza en la bondad de Dios que ayudará y
bendecirá. Eco de la felicidad que proporciona el conocimiento y práctica de la
Ley lo encontramos en muchos pasajes de la Escritura: "Somos felices,
Israel, porque conocemos lo que a Dios agrada" (Bar 494) "Escucha y
guarda todo esto que yo te mando para que seas feliz tú y tus hijos después de
ti para siempre, haciendo lo que es recto a los ojos de Yahvé tu Dios" (Dt
12,28). "Estos son los mandamientos. Escúchalos, Israel, y ten mucho
cuidado en ponerlos en práctica para que seas feliz y os multipliquéis
grandemente" (Dt 6,1-2).
Dios es el creador del hombre,
y sabe qué es lo que le conviene a él y a la comunidad humana. Y si el hombre
no obedece y sigue su criterio, no tarda en sentir el efecto de su actuación, y
tiene que experimentar aquello del profeta Jeremías: "Reconoce y advierte
cuán malo y amargo es para ti haberte separado de Yahvé, tu Dios, y haberte
apartado de Yahvé, tu Dios" (Jer 2,19.17). Por todo ello día y noche el salmista
medita la Ley: la lee, la repasa, la estudia para conocerla y practicarla.
"Será como un árbol plantado al borde de la acequia..." Ahora
pasamos del lenguaje real al figurado. Árbol frondoso al borde de las aguas:
imagen realmente sugestiva en el árido Oriente. Da fruto en su sazón, a su
tiempo, no defrauda. Mantiene sus hojas siempre verdes, signo de vitalidad y
vigor. La imagen ayuda a la comprensión de la doctrina.
El salmista pasa de nuevo al
lenguaje real: "cuanto emprende
tiene buen fin". Cuanto emprende el hombre que teme a Dios no queda a
medias o abandonado. Nunca se desanima, sabe esperar, ve la ayuda de Dios, Dios
lo lleva y le favorece. Dios es quien actúa en él. De Dios únicamente le viene
la fuerza y la alegría para continuar adelante en sus trabajos, por arduos y
difíciles que sean. AL hombre fiel que describe el salmo Dios es quien le ayuda
y le anima a proseguir en la tarea emprendida, en el camino iniciado. En esto
vemos brillar el ejemplo de los santos que llevaron a cabo empresas arduas y
humanamente imposibles, pero ellos, confiando en Dios, llevaron a buen fin sus
trabajos, sus fundaciones, su apostolado. La otra comparación: "La paja
que el viento se lleva", propiamente no hablaría de la paja, útil para
tantas cosas: para los animales, la construcción, la combustión, etc, sino del
tamo, es decir, de aquella especie de polvillo, restos de la trilla, que
permanece en las eras y que es levantado y llevado por el viento sin la más
pequeña utilidad. Con esto se nos muestra la sensación de inutilidad y de
vaciedad que experimenta una vida sin Dios. Un árbol frondoso y lleno de frutos
- el tamo de la era que para nada sirve: doble comparación, sugestiva y
acertada, de los dos caminos que sigue el hombre, de las dos conductas de su vida.
Segunda lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a
los corintios (Icor 15, 12. 16-20). Este
es un texto polémico de San Pablo sobre la resurrección de los muertos. Había
quien la negaba.
Y negar que los muertos resuciten significaba herir de muerte el corazón mismo
de la predicación de Pablo. Pues ¿qué sentido podía tener entonces la
proclamación de que Cristo ha resucitado de entre los muertos? «Si no hay
resurrección de muertos, tampoco Cristo ha resucitado» (v 13). La cosa era de
vida o muerte. Por eso el Apóstol se juega todas las cartas. Para comprender su
pensamiento habrá que tener en cuenta que, para Pablo, la situación que podemos
llamar natural del hombre es de pecado y perdición. El hombre solo permanece
inexorablemente perdido. Solo no se puede salvar. El único que lo puede salvar
es el Cristo Jesús que Pablo predica. «Por eso si Cristo no ha resucitado,
vuestra fe es ilusoria y seguís en vuestros pecados. Y, por supuesto, también
los cristianos difuntos han perecido» (17-18). Así, pues, el Apóstol les dice
bien claro que si la esperanza que tienen en Cristo es sólo para esta vida,
"son ciertamente los más desgraciados de los hombres" (19), es decir,
unos ilusos.
San Pablo se encuentra
desarmado, no pudiendo probar que Cristo ha resucitado. Con todo, hacia el
final del texto no deja de insinuar y sugerir una razón seria, aunque tal vez
sutil, a favor de la resurrección de Cristo y de los hombres. Sin la
posibilidad de resucitar, es esta misma vida de aquí abajo la que resulta
carente de sentido, sin razón, ininteligible. «Si los muertos no resucitan,
comamos y bebamos, que mañana moriremos» (32). Es decir, sin la resurrección,
la vida del hombre, tal como se vive, no ofrece razón ni sentido dignos de
atención por el hecho de permanecer circunscrita únicamente al cumplimiento de
funciones fisiológicas de comer y beber. Ahora bien: ¿sólo para esto estaremos
en el mundo? Si así fuera, hay que reconocer que queda desposeído de cualquier
valor aquello que hay de más alto y humano en el hombre: la mente, el
pensamiento, la inteligencia. Y llega a ser absurdo que el hombre goce de estos
dones si la única cosa "racional" que puede hacer no es otra que
comer y beber. De esta forma, por tanto, el anuncio de la resurrección representa
para Pablo simultáneamente la recuperación y defensa del hombre en la parte más
noble y más humana de él mismo.
El presupuesto paulino de esta
forma de pensar es la unión total entre Cristo y el cristiano. No puede negarse
la consecuencia en el hombre de los sucesos de Cristo, sin negar al mismo
tiempo esos mismo sucesos. Porque lo de Jesús está en función de su efecto
salvador. Cristo es el primero en tiempo y en importancia.
La frase "si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra
fe", ha de entenderse en sentido principalmente salvífico. La
Resurrección no sólo prueba que Jesús tenía razón, sino causa la vida, coloca
al hombre en una nueva situación. Hay, pues, razones de esperanza vital, real,
presente.
Los cristianos ya estamos en
este camino. Ciertamente esta predicación puede resultar chocante. ¿Cuándo no
ha suscitado escándalo este mensaje? También en los primero tiempos (cfr. Hech.
17,32: Pablo en Atenas). Pero renunciar a ella o disimularla es renuncia a lo
típicamente propio del anuncio del Señor.
El evangelio es de san Lucas (Lc 6, 17. 20-26) .
San Lucas pone especial cuidado en diferenciar a los doce, los discípulos y el público en general. Con la lógica excepción de
los doce, Lucas recalca lo numeroso de los otros dos grupos y la
procedencia del público en general: de territorio judío y no judío.
Ambiente solemne y expectante: habían acudido a escuchar a Jesús (Lc. 8,18). San
Lucas restringe a los discípulos las palabras de Jesús recogidas en el texto de
hoy. Sólo en la óptica del discípulo podrán ser entendidas esas palabras.
En
el v.17 el autor presenta el escenario: un llano. En él, tres grupos de
personas netamente diferenciadas acompañan a Jesús: los doce, discípulos,
otra gente. La acción se desarrolla entre Jesús y discípulos. Esta acción no
lleva anejo movimiento alguno de las partes. Son palabras de Jesús teniendo
como destinatario de las mismas a los discípulos. En sus palabras Jesús
les habla de ocho categorías de personas, divididas en dos bloques
contrapuestos de a cuatro: pobres, hambrientos, llorosos y vituperados en
el primer bloque; ricos, saciados, alegres y ensalzados en el segundo.
Cada una de las categorías viene introducida por una exclamación de gozo
o de lamento. Exclamación de gozo en el primer bloque y de lamento en el
segundo.
Contemplamos a
Jesús que está rodeado de sus apóstoles, y también de aquella muchedumbre que
le admira y le ama, esa gente sencilla que ha sabido ver en él un refugio para
sus penas y una solución para sus problemas. Son hombres y mujeres de pueblo en
su mayoría, esos que eran llamados con cierta ironía, "el pueblo de la
tierra". Para todos ellos, y también para nosotros, pronuncia uno de sus
más bellos discursos, el Sermón de la Montaña.
Sus palabras
son llamativas. Comienza proclamando que los pobres son dichosos. Luego explica
que no lo son por ser pobres precisamente, sino porque de ellos es el Reino de
Dios. San Mateo completa la frase que nos transmite san Lucas, y aclara que
esos pobres son los de espíritu, es decir, los que reconocen su indigencia
radical, los que se sienten tan débiles y miserables que sólo en Dios tienen
puesta su esperanza. Éstos, en medio de su pobreza, incluso podríamos decir que
gracias a esa indigencia interior, son dichosos, bienaventurados porque Dios
les reserva un puesto de privilegio en su Reino.
También son
felices los que tienen hambre y sed de justicia, los que ansían con todas las
fuerzas de su ser el cumplimiento de la voluntad de Dios. Esa justicia de la
que habla en otra ocasión el Señor, cuando dice al Bautista que es preciso
cumplir toda justicia; esto es, realizar los planes de Dios, que en realidad
son los únicos realmente justos. Sigue el Maestro proclamando dichosos a los
que lloran porque ellos serán consolados, reinarán cuando llegue el momento
decisivo del juicio final, cuando cada uno recibirá el premio o el castigo por sus
obras.
En
contraposición, Jesús exclama: ¡Ay de
vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo! Son aquellos que,
como el rico Epulón, se olvidan de los demás y sólo viven para satisfacer su
propia ambición. Los que sueñan con ampliar más y más sus graneros, sin pensar
que un día cualquiera han de rendir cuenta a Dios de la administración de todos
esos bienes, que en realidad les fueron confiados para que contribuyeran no
sólo a su propio provecho, sino también al de los demás... Tratemos de sacar
propósitos concretos de estas palabras de Jesús. Procuremos ser pobres de
espíritu, y si somos ricos tratemos de enriquecer a los que tienen menos que
nosotros.
Para nuestra vida
En la primera lectura, el profeta
Jeremías nos sitúa ante una doble tesitura: o confiar en el hombre o confiar en
Dios.
Nuestra confianza debe apoyarse
en el Señor y no en la fuerza humana (cfr. 2 Cron. 32,8). Quien en sí mismo
confía se encuentra con la maldición porque los hombres, incluso los nobles, no
pueden salvar (cfr. Sal. 118,8; 146, 3). Su fin es la muerte, como la del cardo
en el desierto. Por contraposición, se elogia al hombre que pone su confianza y
se refugia en el Señor (Sal. 2,12; 34,9;40,5;146,5) y en él pone su apoyo. Su
fin es la vida, la salvación, como el árbol plantado junto a la corriente del
agua que siempre verdea
Hay
que tener en cuenta que aquí, el profeta Jeremías entiende por confiar en el
hombre el poner toda la confianza sólo en lo humano, en lo mortal, dando así la
espalda a Dios. Jeremías asegura que la vida de quien confía sólo en el hombre
y se olvida de Dios será como un desierto árido, donde no puede crecer la vida.
Sin embargo, quien confía en el Señor será como un árbol lleno de vida, junto a
una corriente de agua, y que no dejará de dar fruto.
La
esperanza que se apoya sólo en lo humano, en lo mortal. Es una confianza
efímera. Sin embargo, ante esto, Jeremías nos propone la confianza en Dios, que
nunca se acaba. Se convierte así para nosotros como una corriente de agua que
no termina, que constantemente nutre las raíces del árbol de nuestra vida.
Y nosotros, ¿en quién ponemos
nuestra confianza?, ¿en el poder de nuestra fuerza, del partido político, de la
guerra? No hace muchos domingos, Miq. 4,14-5,5, nos recordaba que la salvación
no viene del poder humano, sino de ese jefe de Israel que pastoreará en paz a
su rebaño.
Del mismo modo se expresa el
salmista.
El salmo 1 nos
dice. “Dichoso (bienaventurado) el hombre
que ha puesto su confianza en el Señor” y se acerca muy claramente al
contenido de la segunda lectura, del Libro de Jeremías, que habla, asimismo, de
que será bendito todo aquel que confíe en el Señor. Y plantea Jeremías
imprecaciones que son como los “Ays” que pronuncia Jesús de Nazaret al desarrollar
el efecto contrario de sus bienaventuranzas. En el fondo, es lo mismo. Jeremías
plantea que será maldito quien confíe en el hombre y no en el Señor. Y Jesús
afina mucho más dicho contenido y se opone drásticamente a los causantes de los
problemas de los hermanos, que se reflejan en las bienaventuranzas.
Confiar en
Dios es un camino seguro para hacer brotar en nuestros corazones el amor hacia
el propio Dios y hacia los hermanos. Sin esa confianza no habría amor y sin
amor nos convertimos en enemigos de la humanidad. No es una afirmación
excesivamente drástica. Los que no sienten amor por sus semejantes siempre
estarán tentados a utilizarlos, a esclavizarlos, a herirlos, sin con ello se
puede obtener algo de provecho.
En el juicio los impíos no se
levantarán. El cristiano, con la doctrina del evangelio, puede profundizar más
en la verdad de esta proposición: en la justicia de Dios, en el más allá, en la
recompensa eterna. El impío no podrá afrontar el juicio de Dios que lo
fulminará, lo mismo que su presencia le resulta incómoda y a veces insoportable
cuando se halla entre los justos, entre los fieles, entre aquellos que él ha
perjudicado u oprimido.
En cambio el Señor cuida del
camino de los justos, su providencia se encarga de ellos, de su camino, de su
recompensa final, Dios conoce el camino del justo, es decir, lo ama y favorece,
se interesa por él. El camino de los impíos perecerá. Ni siquiera se hace
mención de Dios. Quien nunca lo quiso perecerá en su soledad radical y en su
tristeza. Dos caminos bien delimitados, claros: el del bien y el del mal. El
salmo primero nos lo muestra y nos anima a seguir el camino del bien con el
conocimiento de la Ley del Señor y con la vivencia de la misma. Ahí está el
bien, la paz y la felicidad.
Desde esa
necesidad de amar nos encontramos con el drama de la pobreza y la marginación,
que son producidos por la opresión de algunos. La injusticia trae escasez. La
injusticia llega a la propia Tierra. La mayor parte de las agresiones que
recibe nuestro planeta son propiciadas por la injusticia y por el deseo de
lucro excesivo. Pero hay que cuidar la Tierra que es nuestra casa, nuestra
herencia y nuestro legado para las generaciones venideras. No se puede separar
el sentido de la justicia del cuidado de la Tierra.
¿Tenemos nosotros, igual
optimismo sobre el "dinamismo del porvenir"? La era Mesiánica
esperada por Israel, es una felicidad, un éxito.
Meditemos
sobre ello para que cambien nuestras conciencias... Y además orar ardientemente
al Dios de todas las causas, para que cambie el alma de los que abusan, de
aquellos que Jesús de Nazaret, hace más de dos mil años, denunció con fuerza y
justicia.
La segunda lectura nos habla de
la fe en la resurrección que es una fe fundamental para poder vivir como
auténticos cristianos, sobre todo en determinados
momentos de nuestra vida, cuando esta vida nos resulte demasiado difícil y
costosa.
La contraposición entre los
corintios y San Pablo a propósito de la resurrección se basa, en gran parte
sobre dos conceptos antropológicos diferentes: el dualismo griego que separa el
alma del cuerpo hasta atribuir a la primera una existencia cuasi autónoma y el
concepto unitario judío según el cual el cuerpo y el alma, juntos, constituyen
la persona humana.
La resurrección de los cuerpos
se les hacia un tanto difícil a más de un corintio (v. 12). Probablemente no
dudaban de la resurrección de Cristo, pero negaban todo nexo entre el
acontecimiento de Pascua y la resurrección general de los cuerpos. Cabe pensar
que esos corintios eran, o bien discípulos de judíos saduceos, que negaban la
resurrección (Mt. 22, 23), o bien personas de tendencia platónica para las que
no había necesidad alguna de encontrar en el más allá un cuerpo, que lo único
que podría hacer sería obstaculizar el goce de la felicidad espiritual
esperada.
La argumentación de Pablo
discurre en dos planos complementarios. Por otra parte, si Cristo ha
resucitado, está claro que también nosotros estamos llamados a la misma
resurrección, por el simple hecho de que poseemos la misma naturaleza que El
(v. 20). Por otra parte, la resurrección de Cristo no puede comprenderse sino
en función de la de todos los hombres, y no a la inversa (vv. 13-18). Que
exista un nexo interno entre ambas resurrecciones, eso no lo ve Pablo, puesto
que se sitúa no en el plano filosófico, sino en el plano de la salvación.
Afirma que si los muertos no resucitan, esto probaría que Cristo no consiguió
salvar a la humanidad. La salvación implica efectivamente la victoria sobre la
muerte corporal.
Inconscientemente, el cristiano
moderno se vería fácilmente impulsado a razonar como los corintios. Admite la
resurrección de Cristo como un milagro extraordinario que ratifica la misión y
la doctrina de Jesús, pero no acierta a ver tan claro por qué esa resurrección
supone la suya y la de todos los hombres.
Encuentra, además, alguna
dificultad en admitir que este cuerpo enterrado y descompuesto pueda recobrar
la vida, porque el cristiano disocia fácilmente el alma del cuerpo, en nombre
de una filosofía griega dicotómica tradicional y que tiene que hacer un
esfuerzo para creer en la unidad de la persona humana.
La
fe en la resurrección debe animarnos siempre, pero sobre todo en los momentos
más duros de nuestra vida.
En el Evangelio escuchamos las
Bienaventuranzas en la versión de san Lucas, compuestas por cuatro
Bienaventuranzas y cuatro “ayes”. No es la versión más conocida, pero nos
muestra el mismo camino: quienes sufren aquí en la tierra, los pobres, los que tienen
hambre, los que lloran, los perseguidos, serán recompensados en el Cielo;
mientras que los que tienen de todo, los ricos, los que están saciados, los que
ahora ríen, los que son aplaudidos y aquellos de quienes todo el mundo habla
bien, ya han recibido su recompensa aquí en la tierra. El que acumula bienes injustos,
en su interior es un desdichado. Los satisfechos y egoístas que sólo piensan en
sí mismos, en el fondo son unos infelices porque han puesto su confianza en sí
mismos en lugar de ponerla en Dios. A Lucas le da pena su situación, por eso
exclama ¡Ay de vosotros! Jesús invierte el orden de valores de este mundo, lo
pone todo al revés. Por eso su mensaje es radical y revolucionario. Muchas
veces se ha querido deformar u ocultar la exigencia radical del Evangelio. Pero
sus palabras son claras, no hay duda de que el que quiera seguirle tiene que
estar dispuesto a vivir de otra manera, pero tiene la seguridad de que va a ser
feliz. Le criticarán, se meterán con él, será rechazado…, no importa, peor
sería si todo el mundo hablara bien de él. Así hubo muchos falsos profetas en
Israel que hacían componendas para salir del paso. El cristiano debe ser
valiente y afrontar el riesgo que supone seguir a Jesús de Nazaret. Él es el
que nos llena plenamente.
Las
bienaventuranzas no son prometidas a quienes son pobres porque son pobres, y
las maldiciones no se dirigen contra los ricos porque son ricos. De
hecho, Jesús elogia a los pobres que viven en dos mundos a la vez: el
presente y la escatología, y amenaza a los ricos que no viven más que en
un solo mundo, el que encadena casi inevitablemente a quien lleva una
vida confortable.
El rico es el que se da tan
pronto por satisfecho con lo que posee que no realiza el viaje hacia la
profundidad de su ser, a lo que, por otra parte, nada le llama: un
determinado orden social rico, una determinada institución
eclesiástica asegurada de verdades y de derecho.
El pobre no posee más que su
soledad, pero la vive con ese valor de ser que le lleva a las
profundidades de su ser, allí donde se vislumbra otro mundo. Solitario en ese
orden, es rico en la participación de este otro orden, participa ya en
las victorias y de su proximidad. Es el revelador de este otro mundo que
viene penosamente, a través de gracias y desgracias, éxitos y fracasos,
victorias y traiciones.
El
mensaje de las Bienaventuranzas es un mensaje de esperanza en la Vida Eterna.
No se trata de llorar porque sí, o de pasar hambre sin ningún sentido, o de
padecer por el mero hecho de padecer. Sino que es una llamada a mirar más allá
de la vida aquí en la tierra. Pues los cristianos esperamos la vida del Cielo.
Esta Vida Eterna tiene un solo camino, que es el mismo camino que siguió Jesús:
la cruz. La cruz, el sufrimiento, la entrega de la propia vida se convierten
así en el camino que lleva a la Gloria. Es, en definitiva, seguir las huellas
de Cristo, que no buscó el éxito aquí en la tierra, que no procuró tener de
todo e incluso un poco más, sino que se reservó todo esto para el Cielo.
La
confianza en Dios no es caer la inactividad o dejadez. Entre otras cosas, la
confianza en Dios implica –además de abandonarnos en El- plantearnos pequeñas
metas que denoten que somos de los suyos, que Dios no es una simple quimera o
un sueño fugaz. Que es Alguien que lo sentimos cercano a nuestra vida y a
nuestra realidad. Alguien, con cierta razón, llegó a decir: “la confianza en
Dios es la mayor prueba que le podemos dar de que somos sus hijos”. Y hoy, por
si no nos queda suficientemente claro, Jesús nos señala unos caminos para
llevarnos hasta Dios: es el mensaje denso pero nítido de las bienaventuranzas.
¿Confías en Dios? No
pongas tu centro en el dinero. Tampoco digas que “no es importante”. Entre
otras cosas porque, puedes engañar a algunos de los que te rodean, pero a no
Dios que siempre ve en lo escondido.
¿Confías en Dios?
No te preocupes si no posees todo aquello que tú desearías alcanzar para una
felicidad completa. Un día, en el abrazo saciativo que Dios te dará, entenderás
muchas cosas.
¿Confías en Dios?
No olvides las lágrimas. Sé solidario. No te justifiques sobre el mal del mundo
con un “yo no puedo hacer nada”. Que tu llanto sea sinónimo de tu solidaridad
con los que más sufren.
¿Confías en Dios?
Da razón de tu esperanza. No escondas tu carnet de identidad cristiano. El Señor
puso por nosotros su cara en una cruz. ¿Por qué nos cuesta tanto a nosotros
dar testimonio de que somos cristianos o católicos?
¿Confías en Dios? Si a Él lo insultaron antes, subiendo
y estando colgado en la cruz... ¿pretendes, pretendemos ser más que el Maestro?
A veces, cuando no somos más increpados, tendríamos que preguntarnos si no será
porque presentamos de una forma, demasiado dulce o descafeinado el mensaje del
Evangelio.
¿Confías en Dios? No anhelemos puestos de primera o
reconocimiento público por parte de instituciones políticas, económicas,
culturales o sociales. Nuestra recompensa, y que no sea un tópico, está en el
cielo. Hacia él, donde habita la gloria de Dios, vamos caminando con el
espíritu de las bienaventuranzas.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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