Comentarios a las Lecturas del XXXII Domingo del Tiempo Ordinario 10 de noviembre
En
la liturgia de hoy las mujeres juegan un papel predominante y positivo. Además
se trata de mujeres viudas, con toda la precariedad que ese término traía
consigo en los tiempos remotos del profeta Elías (siglo IX a. C.) y de Jesús.
No
pocas veces la viudez iba unida a la pobreza, e incluso a la mendicidad. Sin
embargo, los textos sagrados no presentan estas dos buenas viudas como ejemplo
de pobreza (eso se sobreentiende), sino como ejemplo de generosidad. En los
tres años de sequedad que cayó sobre toda la región, a la viuda de Sarepta le
quedaban unos granos de harina y unas gotas de aceite, para hacer una hogaza
con que alimentarse ella y su hijo, y luego morir. En esa situación, ya
humanamente dramática, Elías le pide algo inexplicable, heroico: que le dé esa
hogaza que estaba a punto de meter en el horno. La mujer accede.
Hay
una especie de instinto divino que la mueve a obrar así. Es el don de la
generosidad que Dios concede a los que poco o nada tienen. No piensa en su
suerte; piensa sólo en obedecer la voz de Dios que le llega por medio del
profeta Elías.
"El
Señor, que sustenta al huérfano y a la viuda", nos da hoy su mensaje de
generosidad a través de dos viudas y el
Salmo 145. Junto a los huérfanos, las viudas representan en la Biblia,
los seres más indefensos, y por lo mismo, los más cuidados por la inmensa
Providencia de Dios. Encontramos un copioso número de textos que lo prueban:
"No haréis daño a la viuda ni al huérfano" (Ex 22,22). "Aprended
a hacer bien, buscad lo que es justo, socorred al oprimido, haced justicia al
huérfano, amparad a la viuda" (Is 1,17)."Esto dice el Señor: Juzgad
con rectitud y justicia, y librad de las manos del calumniador a los oprimidos
por la violencia, y no aflijáis ni oprimáis inicuamente al forastero, ni al huérfano,
ni a la viuda" (Jr 22,8). "Honra a las viudas" (1Tim 5,8);
"La que verdaderamente es viuda y desamparada, espere en Dios, y
ejercítese en plegarias noche y día" (Ib 5,5). "Si alguno de los
fieles tiene viudas entre sus parientes, asístalas, y no se grave a la Iglesia
con su manutención, a fin de que haya lo suficiente para mantener a las que son
verdaderamente viudas" (Ib 5,16);
En
esta misma línea de la Escritura se pronuncia San Gregorio Magno en sus
Morales, 19,12. "Muy piadoso es consolar a las viudas". Y San
Ambrosio: "Nada más hermoso que una viuda que guarda fidelidad al difunto
esposo". "Difícil es la viudez, mas no para quien comprende la ley
del verdadero amor", sentencia San Gregorio Nazianceno. Y San Juan Crisóstomo
considera: "Poderosas las lágrimas de la viuda; porque pueden abrir el
mismo cielo". ¿Tendría presentes las palabras del obispo africano con las
que consoló a Santa Mónica, viuda, que las derramaba por su hijo perdido
Agustín?
La
primera lectura del Libro Primero de los Reyes ( Rey 17, 10-16), nos relata la
situación de Elías en tierra extranjera. Presenta la debilidad de Ajab, rey de
Israel. Se casó con Jezabel, hija de un rey de Tiro y Sidón. Así vino a caer
Israel bajo la influencia cultural y religiosa de los fenicios. Ajab, a ruegos
de su esposa, levantó un santuario en Samaria dedicado al dios Baal. En
aquéllos días se alzó la voz del profeta Elías, avivando la memoria del pueblo
y el recuerdo de la Alianza con Dios. Elías anuncia una terrible sequía como
castigo por los pecados de Israel y su palabra se cumple. Entonces Ajab trata
de liquidar al profeta. Pero Elías huye, se esconde en el desierto y después
marcha a tierras fenicias hasta la región de Sarepta, entre Tiro y Sidón. El
profeta Elías se puso en camino hacia Sarepta y, al llegar a la puerta de la
ciudad, encontró allí una viuda que recogía leña. Por lo que leemos en el libro
primero de los Reyes, se trata de otra viuda que dio limosna no de lo que le
sobraba, sino de lo que ella misma y su hijo necesitaban para sobrevivir. En
este caso, la viuda de Sarepta lo hizo fiándose de la palabra del profeta
Elías, a quién ella vio como un auténtico profeta de Yahvé. Tiempos difíciles
cuando la lluvia no acaba de llegar. Elías, el profeta de hierro, había gritado
la maldición de Dios sobre el pueblo pecador. Los campos aparecían duros y
secos; el ganado, escuálido. La pobreza había hecho su mansión en Israel; la
miseria y el hambre rondaban por sus poblados tristes y polvorientos.
Elías
se escondió en el torrente Querit, en la ribera oriental del Jordán. Allí había
pasado algún tiempo. Pero también aquel torrente se secó. Y nuevamente el Señor
dirige sus pasos: Vete a Sarepta de Sidón. Una pobre viuda que vive allí te
alimentará... Unas palabras extrañas. En aquella región tampoco había llovido.
Y de una pobre viuda poco se podía esperar. Pero Elías se marcha, obedece. Y
cuando llega, la ve recogiendo leña. Le pide agua. Después, armándose de valor,
le pide pan. Ella protesta, pero Elías insiste. La mujer obedece y el milagro
se produce.
Tener
fe, esperar contra toda esperanza. Aceptar los planes de Dios, por extraños que
sean. Obedecer a la voluntad de Dios, aguardar serenos y confiados. El agua
caerá a su tiempo y la tierra dará su fruto. Y lo que es más importante, en el
corazón habrá brotado la esperanza, habrá brillado la fe, se habrá encendido el
amor... Haznos comprender, Señor, que todo eso vale muchísimo más que tener
todos los campos verdes y el ganado alimentado.
"Te
juro por el Señor tu Dios, que no tengo ni pan; me queda sólo un puñado de
harina en el cántaro y un poco de aceite en la alcuza" (1 R 17, 12).
Aquella mujer responde enojada: “Ya ves que estoy recogiendo leña. Voy a hacer
un pan para mí y para mi hijo; nos lo comeremos y luego moriremos". Sus
palabras están cargadas de tristeza. No hay otra solución. Se comerán lo poco
que les queda y después, muy juntos, hijo y madre, esperarán la inexorable
muerte.
Pero
Elías le dice: "No temas. Anda, prepáralo como has dicho; primero hazme a
mí un panecillo y tráemelo; para ti y para tu hijo lo harás después". Ella
se olvida por un momento del hambre, se dispone a entregar lo que Dios le pide
por medio de su profeta. Y entonces "ni la orza de harina se vació ni la
alcuza de aceite se agotó.
El
salmo responsorial, (Sal 145, 7. 8-9a.
9bc-10) es una invitación a la alabanza agradecida por las obras del Señor.
ALABA ALMA MÍA AL SEÑOR.
VV.
6-9: Después de recordar la acción creadora, recuenta una serie de obras de
misericordia, que caracterizan a Dios.
V.
10 En eso consiste el reinado del Señor. El Dios del universo es el Dios de
Sión, porque eligió un pueblo y un templo.
VV.
5-10: Es la parte positiva del salmo: Dios sí puede y quiere salvar. Por eso,
dichoso el que confía en él. Es el último macarismo del Salterio, dirigido al
pueblo escogido, no a prosélitos o convertidos (cf. Sal 33,12; 144,15). Las
razones de esa bienaventuranza se reducen a actos de fe en el poder de Yahvé,
que se presenta como el gran Auxiliador en toda clase de necesidades del
hombre, en contraste con la impotencia y fragilidad de éste. Él es Creador;
siempre fiel y valedor de oprimidos, hambrientos, cautivos, ciegos, peregrinos
o huéspedes, huérfanos y viudas, y, por antítesis, castigador de los malvados.
De modo paralelo al salmo 145 termina ensalzando en presente el reino eterno de
Yahvé, Dios del universo y de Sión.
Así
comenta San Juan Pablo II este salmo:” 1. El salmo 145, que acabamos de
escuchar, es un «aleluya», el primero de los cinco con los que termina la
colección del Salterio. Ya la tradición litúrgica judía usó este himno como
canto de alabanza por la mañana: alcanza su culmen en la proclamación de la
soberanía de Dios sobre la historia humana. En efecto, al final del salmo se
declara: «El Señor reina eternamente» (v. 10).
De
ello se sigue una verdad consoladora: no estamos abandonados a nosotros mismos;
las vicisitudes de nuestra vida no se hallan bajo el dominio del caos o del
hado; los acontecimientos no representan una mera sucesión de actos sin sentido
ni meta. A partir de esta convicción se desarrolla una auténtica profesión de
fe en Dios, celebrado con una especie de letanía, en la que se proclaman sus
atributos de amor y bondad (cf. vv. 6-9).
2.
Dios es creador del cielo y de la tierra; es custodio fiel del pacto que lo
vincula a su pueblo. Él es quien hace justicia a los oprimidos, da pan a los
hambrientos y liberta a los cautivos. Él es quien abre los ojos a los ciegos,
quien endereza a los que ya se doblan, quien ama a los justos, quien guarda a
los peregrinos, quien sustenta al huérfano y a la viuda. Él es quien trastorna
el camino de los malvados y reina soberano sobre todos los seres y de edad en
edad.
Son
doce afirmaciones teológicas que, con su número perfecto, quieren expresar la
plenitud y la perfección de la acción divina. El Señor no es un soberano
alejado de sus criaturas, sino que está comprometido en su historia, como Aquel
que propugna la justicia, actuando en favor de los últimos, de las víctimas, de
los oprimidos, de los infelices.
….
5.
Concluyamos nuestra meditación del salmo 145 con una reflexión que nos ofrece
la sucesiva tradición cristiana.
El
gran escritor del siglo III Orígenes, cuando llega al versículo 7 del salmo,
que dice: «El Señor da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos»,
descubre en él una referencia implícita a la Eucaristía: «Tenemos hambre de
Cristo, y él mismo nos dará el pan del cielo. "Danos hoy nuestro pan de
cada día". Los que hablan así, tienen hambre. Los que sienten necesidad de
pan, tienen hambre». Y esta hambre queda plenamente saciada por el Sacramento
eucarístico, en el que el hombre se alimenta con el Cuerpo y la Sangre de
Cristo (cf. Orígenes-Jerónimo, 74 omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, pp.
526-527).” (San Juan Pablo II. Audiencia
general del Miércoles 2 de julio de 2003).
En la segunda lectura de la carta a los
Hebreos (Hb 9, 24-28) nos describe
maravillosamente con ayuda del salmo 40 lo que constituye el centro de su
pensamiento cristológico. El sacrificio de Jesús consiste en su donación total,
en su entrega personal al Padre.
“ofreció un sacrificio "en su propia
sangre". "Realizar el designio de Dios" y "ofrecerse a sí
mismo" son la misma cosa; no en el sentido de que Dios quisiera la muerte
de Jesús en la cruz sino en el sentido más radical de la entrega que Jesús hace
de sí mismo al Padre con todas sus consecuencias, hasta la entrega cruenta de
la propia vida.
El
autor introduce las palabras del salmo 40 con una expresión iluminadora que
lleve hasta el final de su concepción: JC, "al entrar en el mundo, dice: Tu
no quieres sacrificios y ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas
holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el
Libro: Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad".
-¿Qué
quiere decir esto? Que el sacrificio de Jesús no fue un rito externo, sino su
plena entrega interior a Dios. Esta entrega a Dios, no se limitó al momento de
su muerte, sino que fue la razón de ser de toda su vida.
El
sacrificio de Jesús fue toda su vida porque toda su vida estuvo animada por una
absoluta entrega a Dios y después, asumida, consumada, llevada a la perfección
en la cruz.
Cristo
ha entrado no en un santuario construido por hombres -imagen del auténtico-,
sino en el mismo cielo-, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros.
Sabemos que el autor que escribió la Carta a los Hebreos reflexiona y redacta
su escrito teniendo delante dos realidades: el antiguo sistema del culto judío
y el nuevo inaugurado por Cristo en su propio cuerpo entregado y resucitado. El
antiguo era una figura, el nuevo una realidad.
Recordemos
el contexto existencial e histórico que movió al autor a escribir esta Carta.
Los cristianos son perseguidos por los judíos y con esta persecución se han
quedado sin el amparo legal de que gozaba la religión judía en el imperio
romano. Son desposeídos de sus bienes y marginados socialmente. Los cristianos
perseguidos sienten la tentación de volver a tras en su seguimiento de Cristo.
Y un elemento que influyó fuertemente era precisamente la comparación del
espléndido culto que se practicaba en Jerusalén y el modesto culto cristiano en
sus formas (no en su contenido evidentemente). Por eso el autor insiste una y
otra vez que el sacerdocio de Cristo, menos esplendoroso en sus formas
externas, es el definitivo porque ha llegado hasta el cielo, es decir, hasta la
presencia de Dios. Y desde allí ejerce la misión de Mediador y Abogado para
siempre. El templo terreno era solo figura del verdadero templo y del verdadero
culto que se realiza en el cielo y para siempre.
A
lo largo de este año hemos ido leyendo el evangelio de San Marcos y ahora,
cuando se acerca ya el final, nos presenta los últimos tiempos de la vida de
Jesús. Se trata de unos tiempos difíciles: todos le han dejado, los poderosos
quieren su muerte y sólo le quedan los apóstoles y un grupo reducido de amigos.
Pero Jesús, a pesar de todo, continúa hablando claro y de una manera muy
sencilla y clara. No teme proclamar la Palabra de Dios en estos momentos
últimos de su vida.
Hoy
el texto (Mc 12, 38-44) nos describe una
escena evangélica que se desarrolla en el Templo de Jerusalén. Esta
escena ocupa, en el evangelio de Marcos, un lugar muy significativo. Es el
colofón a todos los dichos y hechos de Jesús. Viene a decir que, ante lo que
Cristo dice y hace, debemos evitar la actitud de los escribas —¡Cuidaos de los
escribas!— con su hueca piedad e hipocresía. Debemos más bien observar a la
viuda para descubrir en ella el verdadero fundamento de la religión: ser
pródigos en darnos a Dios, sin reservas, con lo que somos y tenemos. Sólo así
Dios será lo único importante de nuestra vida al que serviremos pródigamente
con lo necesario para vivir y no con lo superfluo.
Concretamente
la escena se desarrolla en el lugar llamado atrio de las mujeres. Atravesado el
gran espacio abierto a todo el mundo, la enorme explanada, y franqueado el muro
que significaba la frontera que ningún gentil podía cruzar, se entraba en esta
plazoleta llamada de las mujeres por dos motivos: en primer lugar porque
también ellas podían situarse y en segundo porque en unas escalinatas que
circundaban su interior, se situaban ellas para ver como los varones bailaban.
Sólo ellos podían hacerlo allí. En sus cuatro extremos estaban situadas unos
pequeños recintos, almacenes sin techo, dedicados diversas utilidades, una de
ellas la aceptación de los dones que ofrecían los fieles. Gracias a ellos, y a
la correspondiente parte de las víctimas que se sacrificaban, podían mantenerse
y vivir holgadamente los levitas y los sacerdotes. También servían los
donativos para la conservación del edificio sagrado, una de las grandes
maravillas de su tiempo.
Jesús
con sus discípulos, como tantas otras veces, está sentado en los atrios del
Templo. El Señor toma ocasión esta vez para impartir su enseñanza de un hecho
que, quizá para muchos, pasó desapercibido. Entre aquellos que echaban grandes
limosnas, casi oculta entre la muchedumbre, una pobre viuda echa también su
humilde limosna, dos reales dice la traducción litúrgica. Una insignificancia
en fin, sobre todo en comparación con las grandes sumas que otros echaban.
Los
ricos daban mucho. Los pobres ¿qué iban a ofrecer? ¿Para qué podían servir las
diminutas moneditas de su bolsa? Aquella buena mujer anónima no entendía de
cálculos matemáticos. No se entretenía en pensar para qué iba a servir su
centimito. Ella lo daba a Dios y Dios lo entendería. Dios y su Hijo-hombre lo
vieron y entendieron y fue tanto su gozo, que no pudo callarse el Hijo y lo
comunicó de inmediato a sus amigos.
"...
ha echado todo lo que tenía para vivir" (Mc 12, 44) Aquellos escribas
hacían de su oficio un honor y no un servicio. Es cierto, y lo dice la
Escritura, que quienes presiden y quienes enseñan a los demás merecen un doble
honor. Pero ese honor y ese respeto ha de venir espontáneamente de quienes reciben
la enseñanza, y nunca buscado ni exigido por quienes la imparten. El servicio
debe de ser un servicio desinteresado y generoso que sólo procure el bien de
aquellos que el Señor, de un modo u otro, nos ha confiado.
Aparece
en escena la viuda. Estos echaban mucho al parecer, pero echaban de lo que les
sobraba. En cambio, la pobre viuda daba cuanto tenía, que además, le era
necesario para sobrevivir. Es un ejemplo de la generosidad de los pobres que a
veces, ante la mirada divina, son mucho más ricos que los que tienen de sobra,
a los ojos de Jesús, aquella modesta limosna valía más que la de los otros.. Al
fin y al cabo esa es la verdadera riqueza, la de la generosidad en el dar por
amor de Dios. Bien dice el Señor que mejor es dar que recibir. Aparentemente
resulta una paradoja, pero de cara a Dios así es. Quien da, movido por la
caridad, recibe del Señor el ciento por uno y la vida eterna. Ojalá lo
entendamos y lo practiquemos, ojalá seamos tan generosos como la pobre viuda,
capaces de darlo todo.
Para
nuestra vida
Las
lecturas de hoy inciden en dos realidades: el compartir y la figura de la
viudas.
Las
viudas son consideradas en la Escritura blanco de la injusticia social y la
imagen misma del infortunio y de la pobreza en todas sus formas. Dos pobrezas
al encuentro, dos formas de compartir : la de la viuda y la de Elías.
La
viuda da lo que tiene, en ambiente de fe en el Señor: "Por el Señor tu
Dios".
El
milagro se produce porque la viuda da pruebas de fe, porque ella no da sólo de
lo superfluo, sino todo lo que tiene, hasta la imprudencia.
“Pero
el Señor hace justicia a los oprimidos,
da
pan a los hambrientos...
El
Señor sustenta al huérfano y a la viuda...
El
Señor reina eternamente” (Sal 145).
Darlo
todo, hasta quedarse sin nada. Dar lo más que podamos. Y mientras más
entreguemos, mayor será la recompensa.
¡Dar
no de lo que nos sobra, sino de lo que necesitamos para vivir! Esto es lo que
hicieron las dos famosas viudas de las que nos hablan las lecturas de hoy.
Evidentemente, se trata de dos casos extremos de generosidad. Yo creo que, en
circunstancias normales, a nosotros no se nos exige tanto; es suficiente con
que demos limosna con generosidad, aunque la limosna nos suponga privarnos de
un dinero que nos vendría bien, pero sin que la limosna que damos nos deje en
necesidad extrema, como le ocurrió a las dos viudas de las lecturas de este
domingo. Estas dos viudas son ejemplos más admirables que imitables. Se nos
proponen precisamente para eso: para que admiremos su gran generosidad y para
que su ejemplo nos anime a vencer nuestra tacañería habitual y nuestra excesiva
preocupación por lo económico.
También
las lecturas hoy nos sitúan ante la realidad de nuestra expresión religiosa que
debe ser siempre expresión de nuestro amor a Dios y al prójimo. Una expresión
religiosa con fines egoístas no es un uso religioso de la religión. Por una
parte no utilizar la vida religiosa en nuestro beneficio y al mismo tiempo
cuidar la limosna.
Hoy
también se nos plantea la realidad del extranjero, de la crisis económica y la
acogida. Elías anda moviéndose por el
extranjero, en tierras fenicias concretamente, que hoy las llamamos Líbano en
tiempos de crisis económicas, semejantes a las que sufrimos ahora. Es un
desplazado, en una tierra de cultura muy diversa a la suya, donde se da culto a
un dios que quieren convertirlo en el enemigo de Yahvé, porque en aquel tiempo,
cada país tenía su rey y su dios y sus costumbres y riquezas. Elías,
aparentemente, es un pobre hombre. Y pide auxilio a una pobre buena mujer,
muerta de hambre. Pide la limosna del alimento más humilde: un panecillo.
En
la primera lectura vemos como Elías en su huida encuentra una viuda que recogía
leña y pide que le traiga un jarro de agua y un trozo de pan. Pero eso era todo
lo que tenía la viuda para ella y su hijo. Elías hace una promesa en nombre de
Dios, una promesa a cambio de lo que le pide y de todo lo que tiene la viuda.
La mujer cree en la palabra del profeta. Dios premia la hospitalidad de esta
pobre viuda y manifiesta que es el único Dios, que puede salvar precisamente en
el país de donde había salido el paganismo que imperaba en Israel. Siglos más
tarde, Jesús recordará con amor el gesto de esta mujer extranjera, que fue
preferida por Dios por encima de todas las viudas de Israel. El mensaje es
claro: en medio de las dificultades, Dios no abandona al que permanece fiel.
Lo
hemos experimentado en la Palabra de la primera lectura que “Dios cumple su palabra”.
“La
orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día
en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra”. Se trata de un signo
realizado para garantizar la misión de Elías. El acontecimiento tiene, por
tanto, dos vertientes: una, en la que subraya la misericordiosa providencia de
Dios manifestada en un gesto entrañable; y otra la misión de garantizar la
autenticidad del profeta. Esta es la función de los signos en la Escritura
tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. No debe entretenerse nuestra
reflexión de la Palabra de Dios en el signo en sí mismo sino en su proyección
significativa. Y este es el centro de atención. Dios provee a favor de una
pobre viuda, su hijo y el profeta enviado por él y esto significa que Dios
derrama su bondad sobre todos. Pero es necesario volver a la genuina fe en él.
Todo este conjunto de realidades convierte este pequeño relato en un punto de
referencia muy importante desde la perspectiva de la historia de la salvación.
Por eso sigue teniendo valor hoy y siempre para los creyentes en Dios y en
Jesús.
El
responsorial de hoy el Salmo 145 es un canto de alabanza al Dios poderoso,
compuesto con intenciones didácticas. Dios viene en ayuda de sus fieles, de
todos los que sufren: ciegos, justos, peregrinos, huérfanos y viudas.
Hace
justicia a los oprimidos y sustenta a los que ya se doblan. En cambio, tuerce
el camino de los malvados. No se debe confiar en los hombres, aunque sean
poderosos, porque sus planes perecen lo mismo que ellos.
El
verso final proclama su señorío universal. Es una lección en forma de oración.
Dios ejerce su reinado para que tengan vida plena cuantos confían en El. Dios
sigue ayudando al hombre de hoy. Su salvación se actualiza en Cristo, mediador
de la nueva alianza.
La
brevedad de la existencia humana puede sugerir una forma de ser y de
comportarse fundamentada en los bienes presentes. Que todos se harten de vinos
exquisitos y de perfumes, no pase ninguna flor primaveral, que nadie falte a la
alegría orgiástica porque tal es la herencia del hombre. Después sólo queda la
muerte. Pero hay otros valores. La historia de la cruz ha puesto de relieve que
la esperanza en Dios y el concomitante amor a los demás no queda sin respuesta.
Quienes viven como enemigos de la cruz de Cristo, proclamando dios a su
vientre, gloriándose en su vergüenza, tendrán un final de perdición. Quienes
por el contrario hacen suya la cruz del Señor, serán auxiliados por el Dios de
Jacob. Él transformará nuestro cuerpo en un cuerpo glorioso como el de Cristo.
La herencia de estos hombres no es la muerte, sino la vida. No perecerán los
planes de aquellos que esperan en el Señor su Dios.
Así
comenta San Juan Pablo II este salmo:” 3. Así, el hombre se encuentra ante una
opción radical entre dos posibilidades opuestas: por un lado, está la tentación
de «confiar en los poderosos» (cf. v. 3), adoptando sus criterios inspirados en
la maldad, en el egoísmo y en el orgullo. En realidad, se trata de un camino
resbaladizo y destinado al fracaso; es «un sendero tortuoso y una senda llena
de revueltas» (Pr 2,15), que tiene como meta la desesperación.
En
efecto, el salmista nos recuerda que el hombre es un ser frágil y mortal, como
dice el mismo vocablo'adam, que en hebreo se refiere a la tierra, a la materia,
al polvo. El hombre -repite a menudo la Biblia- es como un edificio que se
resquebraja (cf. Qo 12,1-7), como una telaraña que el viento puede romper (cf.
Jb 8,14), como un hilo de hierba, verde por la mañana y seco por la tarde (cf.
Sal 89,5-6; 102,15-16). Cuando la muerte cae sobre él, todos sus planes perecen
y él vuelve a convertirse en polvo: «Exhala el espíritu y vuelve al polvo; ese
día perecen sus planes» (Sal 145,4).
4.
Ahora bien, ante el hombre se presenta otra posibilidad, la que pondera el
salmista con una bienaventuranza: «Bienaventurado aquel a quien auxilia el Dios
de Jacob, el que espera en el Señor su Dios» (v. 5). Es el camino de la
confianza en el Dios eterno y fiel. El amén, que es el verbo hebreo de la fe,
significa precisamente estar fundado en la solidez inquebrantable del Señor, en
su eternidad, en su poder infinito. Pero sobre todo significa compartir sus
opciones, que la profesión de fe y alabanza, antes descrita, ha puesto de
relieve.
Es
necesario vivir en la adhesión a la voluntad divina, dar pan a los hambrientos,
visitar a los presos, sostener y confortar a los enfermos, defender y acoger a
los extranjeros, dedicarse a los pobres y a los miserables. En la práctica, es
el mismo espíritu de las Bienaventuranzas; es optar por la propuesta de amor
que nos salva desde esta vida y que más tarde será objeto de nuestro examen en
el juicio final, con el que se concluirá la historia. Entonces seremos juzgados
sobre la decisión de servir a Cristo en el hambriento, en el sediento, en el
forastero, en el desnudo, en el enfermo y en el preso. «Cuanto hicisteis a uno
de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40): esto es
lo que dirá entonces el Señor. ).”(San Juan Pablo II. Audiencia general del
miércoles 2 de julio de 2003).
En
la segunda lectura la reflexión del autor de la carta a los hebreos nos sitúa
ante la realidad del sacrificio expiatorio de Cristo, este debe animar a los
cristianos sometidos a la persecución (muchos en este momento de la historia)
para que no pierdan la esperanza a que
han sido convocados. Esta esperanza no será nunca defraudada porque Cristo vive
para siempre como Intercesor y Abogado. Para siempre significa que también hoy
sigue ejerciendo esta misión y tarea junto al Padre. También hoy la Iglesia
pasa por momentos difíciles, por lo que también hoy necesita volver la mirada a
su Mediador y reflexionar sinceramente este mensaje de la Carta a los Hebreos.
El
texto nos recuerda que Cristo es el medio eficaz para hacer que el hombre tenga
acceso a Dios y alcance la verdadera comunión con Dios. Para ello era necesaria
la muerte de Cristo. La nueva alianza entró en vigor después de la muerte de
Cristo. Él es el mediador de la nueva alianza. Él es también la víctima
sacrificial, que era necesaria en toda alianza para poder ser confirmada. La
nueva Alianza de la que Cristo es mediador es una alianza eterna. Tenemos que
ir haciendo presente en nuestra vida la Alianza eterna venciendo todo lo que
haya de pecado y egoísmo en nuestro corazón.
El
evangelio además de destacar la actitud de la viuda, también nos advierte de
otros peligros en la vida religiosa. ¡Cuidado con los escribas! Devoran los
bienes de las viudas con pretexto de largos rezos. También estos hechos se dan
en nuestra realidad eclesial.
Usar
la religión en beneficio propio y en contra del prójimo no sólo no es una
virtud, sino que es una actitud corrupta. Si la religión debe ser siempre un
acto de amor a Dios y al prójimo, usar la religión con fines exclusivamente
egoístas es falsificar la esencia misma de la religión. Jesús condena a los
escribas judíos precisamente por eso: por usar la religión para obtener
primeros puestos y para llenar sus anchos bolsillos precisamente con el dinero
de los pobres. Desgraciadamente, no han sido exclusivamente los escribas judíos
los que han hecho eso, sino que han hecho lo mismo muchísimos ricos cristianos
a lo largo de la historia del cristianismo. Muchos nobles y ricos cristianos
han hecho muchas donaciones a la Iglesia y han dado suculentas limosnas a
parroquias y templos con el exclusivo fin de asegurar su estatus social. No
usemos nunca nosotros la religión con fines particulares exclusiva o
principalmente económicos.
Si
la limosna es expresión del amor al prójimo, la práctica de la limosna es tan
necesaria como necesaria es la práctica del mandamiento del amor al prójimo.
Tampoco es necesario que estemos muy sobrados de dinero, para tener que dar
limosna; la viuda del evangelio era una persona pobre y, sin embargo, dio
limosna al templo, porque estaba convencida de que así contribuía a dar un
mejor culto al Dios al que ella adoraba. Demos limosna en medida que nos sea posible, porque así
estaremos cumpliendo el mandamiento principal de la ley de Dios: amar a Dios
sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Si no actuamos así,
dice el Señor, recibiremos una sentencia rigurosa.
Las
apariencias, tantas veces, engañan. El valor de las cosas no depende de su
tamaño, ni de su brillo, ni del ruido que producen. Hay pequeñas cosas,
detalles menudos, que de pronto son capaces de convertirse en protagonistas de
todo un paisaje. Jesús, como haría un buen director de cine, sabe acercar unas
veces su cámara a un detalle que parecía insignificante, y hacer que crezca,
que se destaque y se adueñe de la pantalla; otras, en cambio, pasea su mirada
con indiferencia, sin detenerse siquiera, sobre sucesos y personas que acaparan
la atención de la gente.
Jesús
tiene otra manera de ver las cosas, otra escala de valores. Para Él, por
ejemplo, lo importante no es dar, sino darse. Por eso, no lo engaña el ruido de
un torrente de monedas cayendo en el cepillo del Templo: es un ruido engañoso,
porque viene de alguien que da de lo que le sobra. Pero los oídos atentos de su
corazón captan un sonido casi imperceptible: el que producen, al caer en el
cepillo, dos moneditas; las está echando, casi a escondidas, una pobre viuda.
Jesús percibe que ahí está latiendo un corazón; ahí hay alguien que se está
dando a sí mismo.
Miremos
en nuestra vida que predomina la actitud del fariseo o la de la viuda. ¿ A que
damos importancia: a las apariencias o la actitud del corazón?.
Nosotros
en este siglo XXI, pertenecemos a la comunidad de discípulos que quiere Jesús y
que esta llamada a representar un mundo desarrollado según los designios de
Dios, en el que cuenta más la calidad que la cantidad, y lo que uno es más que
lo que representa o tiene. Frente a los infieles a Dios por su apego al dinero,
están los creyentes generosos que dan lo que tienen y lo que son y participan
de la generosidad de Cristo, que entregó total y gratuitamente su vida al Padre
en servicio a los hombres. ¿En que nivel de entrega estamos nosotros?.
Hagámonos la pregunta personalmente.
¿Somos
capaces de dar lo necesario alguna vez, en lugar de desprendernos de lo
superfluo?
¿Compartimos
los cristianos nuestros bienes?
Anexo1.-
San Juan Crisóstomo. HOMILÍA 71 CONTRA LA VANAGLORIA EN LA LIMOSNA
“
¿Contra quiénes, pues, daremos primero la batalla? Por que no basta para todos
uno solo y mismo discurso. ¿Os parece, pues, que ataquemos primero a los que
buscan la vanagloria en la limosna? A mí así me parece, pues amo ardientemente
la limosna y me apena verla viciada y que la vanagloria atente contra ella,
como una mala nodriza e institutriz contra una imperial doncella. La cría, sí,
pero juntamente la prostituye para vergüenza y el castigo. Ella le enseña a
despreciar a su padre y a adornarse para agradar a hombres muchas veces
abominables y viles. El adorno que le pone no es el que su padre quiere sino el
que quieren los extraños, vergonzoso e ignominioso. Ea, pues, volvámonos contra
éstos. Supongamos una limosna hecha con generosidad, pero por ostentación ante
el vulgo. Esto es ante todo como sacar a la imperial doncella de la cámara
paterna. Su padre no quiere que sea vista ni de su mano izquierda, y ella se
muestra a los esclavos, a los primeros que topa, a gentes que ni la conocen.
Mirad esa ramera y prostituta cómo la conduce al amor de hombres torpes, y como
ellos le mandan, así se compone. ¿Queréis ver cómo la vanagloria no hace sólo
ramera al alma, sino también loca? Considerad la intención con que obra. Esa alma
deja el cielo y corre desalada detrás de esclavos y pordioseros por caminos y
encrucijadas y va siguiendo a los mismos que la aborrecen a gentes torpes y
deformes, a quienes no quieren ni verla a ella, a quienes más la odian
justamente por perecerse de amor por ellos. ¿Puede darse mayor locura que ésta?
A nadie, en efecto, aborrece tanto la gente como a quienes ve que necesitan de
su gloria. Por lo menos, a éstos gusta de envolver en sus acusaciones. Es como
si uno, haciendo bajar del trono imperial a una doncella hija del emperador, la
mandara entregarse a hombres sin vergüenza y que por añadidura la aborrecieran.
Porque ésos, cuanto más los sigues, más abominan de ti; Dios, empero, cuanto
más busques la gloria que de Él viene, más te atrae hacia Sí, más te alaba y
mayor recompensa te prepara. Y si quieres comprender, por otro lado, el daño
que te acarreas dando por ostentación y vana gloria, considera la tristeza que
se apoderará de ti, la pena continua que te atenazará cuando resuene la voz del
Cristo y te diga que perdiste toda tu paga. Porque siempre es un mal la vana
gloria, pero nunca mayor que cuando busca satisfacerse por medio de la
misericordia, que se convierte entonces en la más dura crueldad, sacando a
pública plaza las desgracias ajenas y poco menos que insultando a los que están
en la miseria. Por que, si es ya un insulto echar en cara los propios
beneficios, ¿qué piensas que es pregonarlos entre la gente? Ahora bien, ¿cómo
huiremos este mal? Aprendiendo a dar limosna, viendo qué opinión o alabanza
hemos de buscar, Porque, dime: ¿quién es, digámoslo así, el verdadero técnico
de la limosna? Indudablemente, el que ha inventado la cosa, es decir, Dios es
el que mejor la conoce de todos, como que Él la ejercita de modo infinito.
Ahora bien, cuando aprendes la lucha, ¿a quién miras o a quiénes quieres
mostrar tus ejercicios, al vendedor de verduras o peces o al maestro de
gimnasia? Y, sin embargo, vendedores de verduras y pescados hay muchos; el
maestro de gimnasia es uno solo. ¿Qué decir, pues, si el maestro te alaba y los
otros te desprecian? ¿No es así que tú con tu maestro te reirás de ellos? ¿Qué
harás si aprendes el pugilato? ¿No es así que mirarás sólo al que puede
enseñártelo? Si te dedicas a la elocuencia, ¿no aceptarás las alabanzas del rétor
y despreciarás todas las otras? Pues ya, ¿no es absurdo que en todas las otras
artes mires a un solo maestro y aquí hagas todo lo contrario, a pesar de que el
daño no es igual? Porque allí, si luchas a gusto de la gente y no a gusto del
maestro, el daño no pasa de la palestra; aquí, empero, te haces semejante a
Dios en la limosna por toda la vida eterna. Hazte, pues, semejante también a Él
en no buscar la ostentación en la limosna. El Señor, en efecto, cuando curaba,
mandaba que no se dijera nada a nadie. Mas tú quieres que los hombres te llamen
misericordioso. ¿Y qué sacarás de ahí? Provecho ninguno, daño sin límites; Esos
mismos a quienes tú llamas para testigos, se convierten en salteadores de tus
tesoros del cielo; o, por mejor decir, no son ellos, somos nosotros mismos
quienes nos despojamos de nuestros bienes, quienes tiramos lo que allá arriba
teníamos depositado. ¡Oh desgracia nueva, oh loca pasión ésta! Donde la polilla
no destruye ni el ladrón perfora, la vanagloria desparrama y tira. Ésta es la polilla
de los tesoros de allí, éste es el ladrón de nuestras riquezas del cielo, ésta
la que nos sustrae aquellos bienes inviolables. Vio el demonio que aquel lugar
era inaccesible a salteadores, gusanos y demás malandanzas, y se vale de la
vana gloria para sustraernos aquella riqueza.
LA
LIMOSNA ES UN MISTERIO O COSA OCULTA
¿Pero
tú deseas gloria? Muy bien. ¿Y no te basta la misma del que recibe tu limosna,
la gloria de Dios misericordioso, sino que buscas también la de los hombres?
Mira no te encuentres con lo contrario. Mira no te condene alguno, no por
misericordioso, sino de fastuoso y ambicioso, como quiera que haces trágico
espectáculo de las ajenas desdichas. A la verdad, la limosna es un misterio.
Cierra, pues, las puertas a fin de que nadie vea lo que no es lícito mostrar.
Nuestros misterios, en realidad, eso son principalmente: misericordia y
benignidad de Dios, pues por su gran misericordia, cuando aún éramos
desobedientes, se compadeció de nosotros. Así, la primera oración, en que
rogamos por los energúmenos, está llena de misericordia. La segunda,
igualmente, por los penitentes, no otra cosa busca que la infinita
misericordia. La tercera, en fin, que es por nosotros mismos, presenta ante
Dios a los niños inocentes, a fin de que ellos supliquen a Dios misericordia.
Porque, ya que nosotros hemos condenado nuestros propios pecados; por quienes
mucho han pecado y deben ser acusados, clamamos a Dios nosotros mismos; pero
por nosotros clamen los niños, a los imitadores de cuya sencillez les espera el
reino de los cielos. Porque lo que esta figura representa es que quienes son
humildes y sencillos como los niños, son los que mejor pueden alcanzar el
perdón de los culpables. Y el misterio mismo—la Eucaristía—de cuánta
misericordia, de cuánta benignidad esté lleno, sábenlo bien los iniciados.
EXHORTÁCIÓN
FINAL: HUYAMOS LA VANAGLORIA PARA ALCANZARLA VERDADERA GLORIA
Pues
tú también, según tus fuerzas, cierra las puertas al hacer limosna y sólo la
conozca el que la recibe, y, si fuere posible, ni ése. Mas si las abres de par
en par, profanas tu misterio. Pues piensa que aun ese mismo cuya gloria buscas,
te ha de condenar., Si es amigo tuyo, te condenará secretamente; si es enemigo,
te pondrá en solfa delante de los demás y hallarás lo contrario de lo que
andabas buscando. Tú deseabas que te llamara misericordioso, y él te llamará
vanidoso, amigo de agradar a los hombres y otras cosas peores. Mas si te
ocultas, dirá todo lo contrario, que eres caritativo y misericordioso. Porque
Dios no consiente que una buena obra quede oculta. Si tú la escondes, Él la
manifiesta, y entonces es mayor la admiración y más copioso el provecho. De
suerte que, aun para con seguir la gloria, no hay nada tan contrario como la
ostentación. Nada tan derechamente se opone a lo mismo que con tanto afán
andamos buscando. Porque no sólo no conseguimos opinión de misericordiosos,
sino de todo lo contrario. Y por añadidura, nos acarreamos también enorme daño.
Por todo ello, pues, apartémonos de la vanagloria y sólo amemos la gloria de
Dios. Porque de este modo alcanzaremos la gloria de la tierra y gozaremos de los
bienes eternos, por la gracia y misericordia de nuestro Señor Jesucristo, a
quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.”(San Juan
Crisóstomo, Obras de San Juan Crisóstomo, tomo II, B.A.C., Madrid, 1956,
444-449)
La adoración a Dios consiste en
la ofrenda total de uno mismo. Al darnos, dejamos de poseernos.
Uno
de los signos de vivir en el Espíritu es la generosidad. Generosidad
para con Dios y para con los hermanos. En cambio, cuando uno está cerrado a la
acción del Espíritu o está abierto solo en apariencia, acaba viviendo para sí
mismo; con un corazón tacaño y mezquino que actúa movido por cálculos
interesados. Porque aún no ha descubierto que todo es don, todo es gracia y que se
es más feliz al dar que al recibir (cf. Hch 20,
35).
Cuando se abre a la acción del Espíritu vive convencido de que Dios “ama al que da con alegría” y que el que siembra tacañamente, tacañamente cosechará; el que siembra abundantemente, abundantemente cosechará…, porque Dios tiene poder para colmaros de toda clase de dones (cf. 2 Cor 9).
¿Cómo estás de generosidad? ¿Eres tacaño, calculador… a la hora de entregarte? ¿Cómo es tu entrega en la familia, en la parroquia…? ¿Cuáles son las excusas que pones para dar solamente lo que te sobra?
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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