sábado, 5 de noviembre de 2016

Comentario a las lecturas del Domingo XXXII del Tiempo Ordinario, 6 de noviembre de 2016.

Este domingo y el siguiente centran nuestra atención en el final del camino humano. Hoy el tema es visto desde la perspectiva de la muerte personal y la vida después de la muerte; el domingo próximo, en cambio, se nos hablará del término de todo, la espera del fin de los tiempos.
Hoy las lecturas nos sitúan frente a la realidad de la resurrección. El pasaje del libro de los Macabeos (s. II a.C.) recoge uno de los pocos textos que muestran la fe del pueblo de Israel en la resurrección. Contiene parte del relato que narra el coraje de una madre y sus siete hijos para afrontar con decisión y fortaleza el martirio. Los enemigos griegos quieren que renieguen de su fe y sus tradiciones religiosas (comer carne de cerdo). Pero ellos se mantienen fieles a Dios, confiando en que él no los abandonará, sino que les llevará a la vida eterna después de la muerte.
El evangelio presenta el careo de los saduceos con Jesús. Este grupo judío no creía en la resurrección, y para burlarse de ella plantea a Jesús un rocambolesco supuesto (desde la ley del levirato, Dt 25,5): si hay vida después de la muerte, de quién sería esposa una mujer
casada sucesivamente con siete hermanos. Jesús afirma que la realidad del más allá será muy diferente a la vida terrena, ya nadie se casará. La identidad de los resucitados será al modo de ángeles, pertenecientes al ámbito celestial, serán “como hijos de Dios”. Finalmente, Jesús acude a la autoridad del Pentateuco (únicos libros que los saduceos reconocen como sagrados): si Dios se presenta a Moisés como Dios de los patriarcas (una vez que ya habían muerto) quiere decir que ellos están vivos.
Esta fe en la resurrección sustenta la misión de los cristianos. Así lo vivió y manifestó el apóstol Pablo. La oración de su carta a los Tesalonicenses refleja la esperanza puesta en el Señor, de quien procede la fuerza para amar. El es fiel y nos libra del pecado y de la muerte, de tal modo que “al despertar nos saciaremos de su semblante” (Sal 16).
 
La primera lectura  del 2 Libro de los Macabeos ( 2 Mac 7,1-2.9-14 ). relata un episodio heroico acaecido durante la revolución macabea en Israel en el s. II antes de Cristo. Durante el dominio de Antíoco Epifanes IV,  partidario de un helenismo a ultranza y perteneciente a la dinastía de los seléucidas, que dominaban Mesopotamia, Siria y Palestina después de la muerte de Alejandro Magno, la persecución había llegado a tal extremo que son torturados y asesinados una mujer y sus siete hijos por fidelidad a la ley y a las tradiciones religiosas de Israel. El texto celebra el heroísmo de siete hermanos mártires, centrando teológicamente el discurso en la profesión de fe de estos jóvenes que mueren mártires a causa de su fe: “El Rey del universo nos resucitará a una vida eterna a los que morimos por su ley” (v. 9); “de Dios he recibido estos miembros; por sus leyes los sacrifico, y de él espero recobrarlos” (v. 11); “los que mueren a manos de los hombres tienen la dicha de esperar en la resurrección” (v. 14).
Sabemos que el pueblo del Antiguo Testamento tuvo que recorrer un largo camino en el que lenta y progresivamente, entre luces y dudas, fue intuyendo la existencia de una vida más allá de la muerte, hasta llegar a la luminosa profesión de fe que hoy escuchamos en el segundo libro de los Macabeos. El creyente veterotestamentario estaba convencido firmemente de que el vínculo de amor que se instaura ya durante la existencia terrena entre el justo y Dios, no se rompe ni acaba en el vacío, sino que alcanza después de la muerte su plena realización. La comunión de gracia de la existencia histórica se transforma en comunión escatológica.
El texto de hoy recoge la valiente respuesta que le dieron al rey los cuatro primeros hermanos: es una profesión de fe en la resurrección de los muertos. Aun en el Antiguo Testamento se encuentran afirmaciones claras de esta verdad. Los siete hermanos están dispuestos a renunciar a esta vida porque están seguros que Dios les concederá otra (vv. 9.11.14).
 
El responsorial es el salmo 16 ( Sal 16,1.5-8.15 ).Este salmo nos presenta la realidad de un "inocente", cuya vida está en juego... por crímenes que jamás ha cometido. Justicia e injusticia son palabras que ocultan realidades a las cuales los hombres de hoy son especialmente  sensibles. ¡Señor, escucha el clamor de la  justicia! Gritaba el salmista. 
No olvidemos que bajo la imagen de un "individuo" oprimido por enemigos arrogantes... está, "colectivamente", Israel (y toda la humanidad) enfrentado al enemigo, al impío, al  acusador. Esta palabra se traduce en hebreo "satanás". 
Esta reacción del hombre perseguido que se "refugia en el templo" es admirable. Las sociedades antiguas consideraban los santuarios, "asilos inviolables": Dios, defensor y  fiador de la justicia.
Cuando se tiene conciencia de ser inocente, ¿no es acaso normal que se haga un llamado al juicio de Dios? "Pronuncia la sentencia, Señor, Tú, ¡Tú que sabes la verdad!". 
"Guárdame como a la niña de tus ojos, a la sombra de tus alas  escóndeme... Al despertar veré tu rostro, me saciaré de tu imagen..." ¡He ahí el óptimo bien  del hombre! ¡La verdadera y definitiva justicia! Vivir en profunda comunión con Dios es, en  casos extremos, la única actitud eficaz. Pensemos en los perseguidos, en los mártires... en  todos aquellos que no tienen ninguna posibilidad de que la rectitud de su causa sea  reconocida aquí abajo. 
Al despertar... Estas palabras finales del salmo del "inocente perseguido", ponen de  manifiesto que este hombre oprimido está poseído de una serena esperanza: se atiene al  juicio escatológico, sabe que después de las tinieblas de la noche, habrá un despertar a  otra vida, en la cual se restablecerá la justicia vapuleada aquí abajo.
 
La segunda lectura  tomada de la 2 carta a los Tesalonicenses ( 2 Tes 2,16–3,5 ) amplía el horizonte escatológico del antiguo Israel cuando habla del “consuelo eterno” y la “esperanza espléndida” que los creyentes reciben gratuita y amorosamente de parte de Dios Padre y del Señor Jesucristo (2,16).
Existía entre los cristianos de Tesalónica algunas tensiones, y alguna idea teológica poco correcta. Y también un poco de fanatismo, pero, en su conjunto, la vida de aquella comunidad era suficientemente satisfactoria.
Esta segunda parte de la carta concluye lo mismo que la primera (cfr. 1, 11s), con una oración. Pablo, Silvano y Timoteo (pues la carta es de los tres) invocan a "Jesucristo, nuestro Señor" y a "Dios, nuestro Padre" para que "consuele" y "dé fuerzas" a los fieles tesalonicenses. Los dos verbos se hallan en singular, no en plural como podía esperarse; la razón es que el Padre y Jesucristo constituyen un único principio de una misma acción (cfr. 1. Tes 3, 11).
En la primera parte de la lectura ( 2 Tes 2,16-17) Pablo pide al Señor que confirme los corazones de todos con una buena disposición.
Cuando Pablo y sus compañeros piden oraciones, piensan en su misión apostólica, en que el Evangelio se difunda a partir de la comunidad de Tesalónica. Pues la palabra de Dios corre y es glorificada en la medida en que los hombres responden a ella con la obediencia de la fe. En ese progreso hay obstáculos que sólo pueden superarse con la gracia de Dios. Por eso hay que pedir y rezar insistentemente.
En la segunda parte (2 Tes 3,1-5) invita a los tesalonicenses a pedir para que la palabra de Dios que ya ha producido tantas transformaciones entre ellos, se difunda y sea conocida por todos los hombres. Pide que recen también por él, pues tiene que afrontar muchas dificultades, hay muchos que lo odian y que buscan destruir lo que él ha construido.
Ante todas estas dificultades, Pablo y sus compañeros ponen su mirada en el Señor, cuya fidelidad conocen (cfr. 1 Tes 5, 24); esperan del Señor, que dé fuerzas a los fieles de Tesalónica para seguir firmes en la fe en medio de todas las persecuciones. Se consuelan también recordando que los tesalonicenses ya son fieles al Señor y a cuanto ellos mismos en su nombre les han enseñado.
La perseverancia en la fe debe ir acompañada de la constancia en el amor a Dios y de la esperanza en la venida del Señor Jesús. Y esto es lo que ellos piden ahora para sus amigos de Tesalónica.
San Pablo, hace notar que esta esperanza no es alienante, sino que se convierte en la fuerza más estimulante para que los creyentes asuman su responsabilidad histórica. Experimentando en lo más profundo de su ser el consuelo de Dios en medio de las luchas de cada día, el cristiano vive orientado radicalmente hacia el bien (2,17), anuncia la palabra de Dios con valentía (3,1), supera el temor a las fuerzas hostiles al evangelio incluso en los momentos de más dura persecución (3,2) y se mantiene fiel en el seguimiento de Cristo esperando con firmeza su manifestación gloriosa (3,5).
 
El evangelio de San Lucas ( Lc 20,27-38 ) narra una disputa de Jesús con un grupo de saduceos, “que niegan la resurrección” (v. 27). A este grupo pertenecían las grandes familias sacerdotales y la aristocracia laica. Se distinguían por ser fuertemente tradicionalistas. Además de no aceptar la resurrección de los muertos, negaban la existencia de los ángeles (Hch 23,8) y sólo aceptaban la ley escrita (el Pentateuco) y no el código legal oral que seguían los fariseos. En síntesis, se distinguían por no aceptar los desarrollos últimos de la tradición y del patrimonio de la fe de Israel.
Los saduceos, desde su incredulidad en la resurrección de los muertos, intentan <<cazar>> a Jesús mediante una estratagema. En efecto, en le ljudaísmo existía la llamada ley del levirato, según la cual si un hombre se casaba con una mujer y el hombre moría sin dejar descendencia, el hermano siguiente mayor de edad y soltero tenía que casarse con la viuda para procurar tener descendencia con ella y así perpetuar la memoria de su hermano fallecido. Acogiéndose a esta ley, los saduceos le plantean a Jesús una situación pintoresca: una mujer que se casa siete veces, porque otras tantas han ido muriendo los respectivos maridos y hermanos sin dejarle descendencia. Y aquí viene la pregunta capciosa de los saduceos a Jesús, si es que realmente existe la resurrección de los muertos como el mismo Jesús afirma: <<Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.
La respuesta de Jesús, articulada en dos momentos, se fundamenta en el principio del poder y de la fidelidad de Dios.
En su primera respuesta, construida a partir de la contraposición de signo judeo-apocalíptico entre dos eones (épocas), Jesús declara que en la resurrección (vida futura) hay una lógica de vida diversa de la existencia histórica (vida presente): “Cuando los muertos resuciten, no se casarán” (v. 25). Dice Jesús: “serán como ángeles” (v. 36). Es decir, siendo inmortales no tendrán ya necesidad de procrear. La institución matrimonial no tendrá ya razón de existir en una condición en la cual el hombre y la mujer participan plenamente de la misma vida de Dios.
 Jesús indirectamente se opone a una idea de resurrección concebida según los patrones de la vida mortal, tal como era vista en algunos ambientes populares y fariseos. Para Jesús la resurrección no es la simple continuación de la vida presente, sino una etapa de plenitud que transforma a la persona humana radicalmente gracias a la comunión escatológica con la vida y el amor de Dios y que difícilmente lograremos entender desde nuestra lógica terrena y nuestras realidades cotidianas.
En su segunda respuesta, Jesús con sobriedad, sin utilizar los razonamientos llenos de fantasía de los ambientes apocalípticos, utiliza explícita y únicamente la Escritura para describir la identidad de Dios (Ex 3,6.15.16). Jesús cita el Éxodo, un libro del Pentateuco, la única parte de la Escritura aceptada por los saduceos. Hace alusión al encuentro de Moisés con Yahvéh en la zarza, para evocar la fidelidad de Dios a las promesas de la Alianza, unas promesas que no pueden quedar incumplidas a causa de la muerte: “Y que los muertos resucitan, el mismo Moisés lo da a entender en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque todos viven por medio de él” (vv. 37-38). Si los padres de Israel hubieran terminado en la muerte, Dios sería un Dios de muertos, mostrándose al mismo tiempo infiel a las promesas de la Alianza.
 
 
 
Para nuestra vida.
El hombre moderno, que vive en medio de una cultura científica y técnica tan desarrollada, parece que ha perdido el rumbo, viviendo intensamente el tiempo presente como refugio o evasión del futuro y eludiendo la pregunta sobre el sentido de la vida humana. Parece que le da miedo reflexionar sobre la muerte para encontrarle ese sentido necesario que evite considerar la existencia del hombre sobre la tierra como un absurdo. Como el tema de la resurrección está ligado al de la muerte, no podemos abordarlo sin preguntarnos: ¿qué es el hombre?; cuando uno se muere, ¿no hay nada más que hacer? Para el creyente de cualquier religión, el hombre viene de Dios. Lo que significa que la vida humana no puede analizarse sin una referencia al Dios de la vida, aunque todo a nuestro alrededor nos hable de muerte y destrucción. Con otras palabras: la misma fe que enseña el origen divino del hombre afirma el retorno a Dios.
La resurrección de los muertos es el centro de la fe cristiana, la columna vertebral del evangelio y de todo el Nuevo Testamento. Si se suprimiera de sus libros las referencias a la resurrección, quedarían sin base. Sin ella nuestra fe en Jesús de Nazaret no tendría sentido: "Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados" (/1Co/15/19).
Creer en un Dios Padre que nos ama totalmente y pensar que este amor se limita a nuestro paso por la tierra, sería tener una lamentable imagen de Dios. Dios no puede amarnos sólo por un tiempo. Si nos hace partícipes de su vida, si establece una alianza de amor con nosotros, es porque la muerte no es el final de la vida humana.
Creemos en la resurrección, la esperamos, pero no podemos demostrarla ni imaginarla. Somos un poco como el niño antes de nacer en el seno de su madre: ¿qué sabe de la vida que le espera? Pero la vida que le espera es real, aunque él no pueda imaginarla. Una vida que ya vive, de alguna manera, en el seno materno. También nosotros, ahora, podemos vivir ya la vida de Dios; una vida que se construye paso a paso, día a día: en nuestro modo de amar, de luchar por la libertad y la justicia... Una vida que llegará a una plenitud que ahora no podemos ni imaginar (I Cor 2,9). Una vida que no podemos confundir con el vigor físico, con las energías juveniles. Por ello no podemos ser hombres tristes, por más motivos de tristeza que pueda haber en nuestra vida; ni vivir sin esperanza, por más razones de desesperanza que tengamos.
Para muchos, el problema no está en saber si creen o no en la resurrección, sino en saber si tienen ganas de resucitar. Porque para tener ganas de resucitar es necesario tener antes ganas de vivir, de nacer a una vida que deseemos prolongar durante toda la eternidad. ¿Cómo desear eternizar una vida llena de sufrimientos, de conflictos, de soledad...? ¿Quién podrá soportar una vida eterna fuera de Dios? Sólo él ama lo bastante para que no le asuste una vida para siempre; sólo él es capaz de revelarnos una vida tan verdadera que deseemos detenernos en ella para siempre. La fe en la resurrección brota de un amor verdadero. Nuestra fe en la resurrección depende estrechamente de nuestra capacidad de amar. Por ello no es fácil, ni mucho menos.
 
El texto leído hoy en la primera lectura  muestra hasta dónde puede llegar la fidelidad a la propia conciencia en algunos casos. En el relato bíblico se nos propone la historia de una decisión en conciencia cuando hay que asumir cosecuencias radicales como la muerte. Estos jóvenes israelitas que prefieren morir antes de ser incoherentes consigo mismos y traicionar la verdad más profunda de su conciencia que coincide con su obediencia a los mandamientos de Dios, son un claro ejemplo de que las decisiones en conciencia algunas veces no suelen ser fáciles. A todos nos asusta la coacción de quienes procuran forzarnos a una decisión que contradiga nuestras convicciones morales y religiosas más hondas. Son dilemas que se deben afrontar casi siempre en soledad, ante el tribunal de nuestra propia conciencia. Estos jóvenes no traicionan su fe, no dejan de ser fieles a los mandamientos de Dios, actúan según su conciencia, en la que se juegan la honestidad y la integridad consigo mismo, con los demás y con Dios. Hubiera sido más fácil ceder al miedo, dejarse arrastrar por halagos, actuar como la mayoría para evitar la muerte. Sin embargo, la decisión en conciencia busca por encima de todo la verdad y el bien y la fidelidad a los caminos de Dios. Puede costar la vida o el sacrificio de la propia razón y de las propias inclinaciones egoístas. Cuando alguien decide en conciencia, asumiendo todas las consecuencias, aún las más desagradables o dolorosas como la muerte, encuentra a Dios y sigue sus caminos, escucha su voluntad y la pone en práctica, pues Dios reside en el sagrario de la conciencia, allí donde se decide en último término la moralidad de todo acto humano.
 
Emana de la segunda lectura un mensaje de esperanza por la  fidelidad de Dios: “El Señor es fiel, da fuerzas y protege del mal” (2 Tes 2, 16-3, 5)
San Pablo da a los Tesalonicenses un mensaje de esperanza. Aunque la vida del cristiano es una trama de luchas y de dificultades, Dios le ama, le da consuelo y una gozosa esperanza, pero también fuerzas para el bien y para el anuncio del evangelio. Por lo demás, hay que orar para que el evangelio se difunda y la palabra de Dios se escuche en todas partes. Esta difusión no se da sin persecución por parte de los que no creen. Pero Dios es fiel y da fuerza, protegiendo del mal. Es preciso que perseveremos en este camino.
Este breve pero tonificante pasaje de la carta va dirigido también a nosotros en medio del claroscuro de nuestra vida y de las tentaciones de atasco y desaliento. La certidumbre del amor que Dios nos tiene y de su ayuda nos levantan el ánimo e impide que nos entorpezcamos en las miserias grandes o pequeñas de nuestra existencia.
Nos quedamos con un consuelo y una esperanza espléndidos. Nos quedamos con esa esperanza, esa posibilidad, esa opción que hay que hacer frente a ella. Porque en este mundo, en lo más radical de nosotros mismos, debemos elegir entre la nada o esa esperanza que Dios nos ofrece. El autor se apoya precisamente en que Dios es fiel y nunca falta a sus promesas; si Él ha prometido la vida, debemos vivir con esa esperanza espléndida.
 
Hermosa oración la que nos sugiere el salmo: “Muéstrame, Señor. Tus obras san patentes, pero yo soy ciego y olvidadizo, y necesito que me las vuelvas a mostrar, que me las recuerdes, que me las hagas reales. Tu misericordia es tu amor, y si yo vivo es porque tú me amas. Cada palabra de tus escrituras y cada instante de mi existencia es un mensaje de amor que me envías en cuidado constante de mi efímera vida. Y tu misericordia es también tu perdón cuando yo te fallo y te vuelvo a fallar, y tú me acoges una y otra vez con incansable piedad. Sólo tengo que aprender a reconocer tu sello en mi vida para entender tus maravillas.
Y la que entiendo como mayor maravilla de tu misericordia es la confianza que me das de poder aparecer ante ti con la frente erguida y el corazón tranquilo. Yo nunca hubiera osado pronunciar las palabras que hoy pones tú en mis labios en este Salmo: «Aunque sondees mi corazón visitándolo de noche, aunque me pruebes al fuego, no encontrarás malicia en mí». Es verdad que no deseo hacer el mal, pero también es bien verdad que el mal anida en mí y hago sufrir a los demás y te entristezco a ti, y tú lo sabes muy bien y te dueles de mi dolor. Pero también es verdad, y me gozo en recibir de ti esta gracia ahora, que no soy malo en el fondo, que quiero hacer el bien, y que me alegra poder hacer algo por los demás y servirlos en tu nombre. Yo no soy inocente, pero tu misericordia me hace inocente, y ese gesto tuyo de borrar mi pasado y limpiar mis fondos me llena de alegría ante la responsabilidad de mi vida y la realidad de tu amor. Bendita sea tu misericordia que me abre las puertas del creer.
Ahora puedo acabar el Salmo con confianza: «Con mi apelación vengo a tu presencia, y al despertar me saciaré de tu semblante»”.  (CARLOS G. VALLÉS BUSCO TU ROSTROORAR LOS SALMOS. Paulinas Sal Terrae. Santander-1989. Pág. 36)
 
El evangelio hoy nos plantea la realidad de la resurrección.
Hemos visto como los  saduceos, para poner en ridículo la creencia en la resurrección de los muertos proponen a Jesús un caso extremo en donde se aplica la ley del levirato, atribuida a Moisés, según la cual la muerte de un hombre que no había dejado descendencia, comprometía a su hermano a casarse con la viuda con el fin de garantizar una descendencia al difunto (vv. 28-32, cf. Gn 38,8; Dt 25,5; Rut 3,9-4.10).
Detrás de ciertas afirmaciones, ciertas oraciones, ciertos interrogantes de muchos cristianos de hoy se percibe todavía, por desgracia, un concepto de la “resurrección de los muertos” similar a la de los fariseos. La resurrección de la cual habla Jesús—aquella que compara al hombre a los “ángeles de Dios”—es completamente diversa. Para Jesús, el hombre vive sobre la tierra una gestación, se prepara para un nuevo nacimiento después del cual no habrá otro, porque el mundo en el que entrará será definitivo. Allí no estará presente ninguna forma de muerte.
Jesús, con gran aplomo y personalidad y con una sabiduría infinitamente superior a la de sus enemigos dialécticos, les responde con contundencia que en el cielo nadie se casará. Todos los que hayan sido juzgados <<dignos de la vida futura>> serán como ángeles. Es decir, es una torpeza trasladar a la otra vida los esquemas mentales y las realidades terrenas.
El razonamiento de Jesús podría parecer extraño a primera vista. El problema que le plantean es la resurrección de los muertos y él habla de Dios, pero en realidad la fe en la resurrección depende de la imagen que se tiene de Dios. No es sólo un problema antropológico que se resuelve respondiendo filosóficamente a las preguntas de quién es el hombre y cuál es su destino. Es ante todo un problema teológico. Por eso es sumamente importante el comentario que hace Jesús al texto del Éxodo cuando añade al final: “todos viven por medio de él” (v. 38). Para él, la resurrección de los muertos se fundamenta en el poder de un Dios que es vida y amor, quien en virtud de la comunión de vida que ha querido establecer con los hombres, no los abandona a la muerte sino que los conduce a una vida sin fin.
La esperanza de la vida futura, por una parte, nos ayuda a relativizar el presente, ayudándonos a asumir nuestra condición de peregrinos en el mundo, en constante éxodo, libres de todo lo que pueda distraernos en nuestro camino hacia la patria eterna; por otra parte, esta esperanza da consistencia al presente, lo hace fecundo e importante, pues vivimos con la conciencia de que hemos sido arrancados del poder de la muerte y seremos recuperados totalmente para Dios y en Dios. La esperanza en la vida futura nos libera de todo aquello que se presenta ante nuestros ojos con pretensiones de absoluto. Al mismo tiempo, en lugar de alienarnos, nutre y estimula nuestro compromiso con el presente, sanando los límites y las heridas propias de la condición histórica. Gracias a la esperanza en la vida futura, el cristiano es testigo de vida, de gozo y de confianza.
La resurrección como la vida en Dios es una condición completamente nueva: cuando el hombre es introducido a esta vida nueva, y para mantener la propia identidad, se transforma en un ser distinto, inmortal.
¿Cómo será esta vida con Dios? Este es el interrogante que es necesario responder con mucha circunspección porque está siempre el peligro de proyectar al más allá—como hacían los fariseos y los saduceos—lo que de positivo experimentamos aquí, multiplicado al infinito: alegría placer, satisfacción y—sostenían los rabinos—hasta el retorno a la vida conyugal.
 
- Ante la muerte nos hacemos mil preguntas y muchas de ellas son para recriminar a Dios. ¿Cómo experimentamos la “ausencia de Dios” en los momentos difíciles que genera la muerte? ¿Qué resonancia tiene en nuestra vida esta experiencia?
- La cercanía que nos han ofrecido otras personas en los momentos difíciles que genera la muerte o la que hemos mostrado nosotros mismos a los demás es, con frecuencia, el único modo de anunciar la esperanza cristiana de la resurrección.. ¿Cómo prepararnos para asumir la muerte como participación de la resurrección en Jesucristo?.
- El mundo de hoy es cada vez más agitado y vertiginoso. ¿Estamos preparados para encontrarnos cara a cara con el Señor Jesús?.
 
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
 

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