Este domingo y
el siguiente centran nuestra atención en el final del camino humano. Hoy el
tema es visto desde la perspectiva de la muerte personal y la vida después de
la muerte; el domingo próximo, en cambio, se nos hablará del término de todo,
la espera del fin de los tiempos.
Hoy las lecturas nos sitúan frente a la realidad de la resurrección. El
pasaje del libro de los Macabeos (s. II a.C.) recoge
uno de los pocos textos que muestran la fe del pueblo de Israel en la
resurrección. Contiene parte del relato que narra el coraje de una madre y sus
siete hijos para afrontar con decisión y fortaleza el martirio. Los enemigos
griegos quieren que renieguen de su fe y sus tradiciones religiosas (comer
carne de cerdo). Pero ellos se mantienen fieles a Dios, confiando en que él no
los abandonará, sino que les llevará a la vida eterna después de la muerte.
El evangelio presenta el careo de los saduceos con Jesús. Este grupo judío
no creía en la resurrección, y para burlarse de ella plantea a Jesús un
rocambolesco supuesto (desde la ley del levirato, Dt
25,5): si hay vida después de la muerte, de quién sería esposa una mujer
casada sucesivamente con siete hermanos. Jesús afirma que la realidad del más allá será muy diferente a la vida terrena, ya nadie se casará. La identidad de los resucitados será al modo de ángeles, pertenecientes al ámbito celestial, serán “como hijos de Dios”. Finalmente, Jesús acude a la autoridad del Pentateuco (únicos libros que los saduceos reconocen como sagrados): si Dios se presenta a Moisés como Dios de los patriarcas (una vez que ya habían muerto) quiere decir que ellos están vivos.
casada sucesivamente con siete hermanos. Jesús afirma que la realidad del más allá será muy diferente a la vida terrena, ya nadie se casará. La identidad de los resucitados será al modo de ángeles, pertenecientes al ámbito celestial, serán “como hijos de Dios”. Finalmente, Jesús acude a la autoridad del Pentateuco (únicos libros que los saduceos reconocen como sagrados): si Dios se presenta a Moisés como Dios de los patriarcas (una vez que ya habían muerto) quiere decir que ellos están vivos.
Esta fe en la resurrección sustenta la misión de los cristianos. Así lo
vivió y manifestó el apóstol Pablo. La oración de su carta a los Tesalonicenses
refleja la esperanza puesta en el Señor, de quien procede la fuerza para amar.
El es fiel y nos libra del pecado y de la muerte, de tal modo que “al despertar
nos saciaremos de su semblante” (Sal 16).
La primera lectura del 2 Libro de los Macabeos
( 2 Mac 7,1-2.9-14 ). relata un episodio heroico acaecido durante la revolución macabea
en Israel en el s. II antes de Cristo. Durante el dominio de Antíoco Epifanes IV,
partidario de un helenismo a ultranza y perteneciente a la dinastía de
los seléucidas, que dominaban Mesopotamia, Siria y
Palestina después de la muerte de Alejandro Magno, la persecución había llegado
a tal extremo que son torturados y asesinados una mujer y sus siete hijos por
fidelidad a la ley y a las tradiciones religiosas de Israel. El texto celebra
el heroísmo de siete hermanos mártires, centrando teológicamente el discurso en
la profesión de fe de estos jóvenes que mueren mártires a causa de su fe: “El
Rey del universo nos resucitará a una vida eterna a los que morimos por su ley”
(v. 9); “de Dios he recibido estos miembros; por sus leyes los sacrifico, y de
él espero recobrarlos” (v. 11); “los que mueren a manos de los hombres tienen
la dicha de esperar en la resurrección” (v. 14).
Sabemos que el pueblo del Antiguo Testamento tuvo que recorrer un largo camino
en el que lenta y progresivamente, entre luces y dudas, fue intuyendo la
existencia de una vida más allá de la muerte, hasta llegar a la luminosa
profesión de fe que hoy escuchamos en el segundo libro de los Macabeos. El creyente veterotestamentario
estaba convencido firmemente de que el vínculo de amor que se instaura ya
durante la existencia terrena entre el justo y Dios, no se rompe ni acaba en el
vacío, sino que alcanza después de la muerte su plena realización. La comunión
de gracia de la existencia histórica se transforma en comunión escatológica.
El texto de
hoy recoge la valiente respuesta que le dieron al rey los cuatro primeros
hermanos: es una
profesión de fe en la resurrección de los muertos. Aun en el
Antiguo Testamento se encuentran afirmaciones claras de esta verdad. Los siete hermanos
están dispuestos a renunciar a esta vida porque están seguros que Dios les
concederá otra (vv. 9.11.14).
El responsorial es el salmo 16 ( Sal 16,1.5-8.15 ).Este salmo nos presenta la realidad de
un "inocente", cuya vida está en juego... por crímenes que jamás ha cometido. Justicia
e injusticia son palabras que ocultan realidades a las cuales los hombres de
hoy son especialmente sensibles.
¡Señor,
escucha el clamor de la justicia! Gritaba el salmista.
No olvidemos que bajo la imagen
de un "individuo" oprimido por enemigos arrogantes... está,
"colectivamente", Israel (y toda la humanidad) enfrentado al enemigo,
al impío, al acusador. Esta palabra se traduce en hebreo "satanás".
Esta reacción del hombre
perseguido que se "refugia en el templo" es admirable. Las sociedades
antiguas consideraban los santuarios, "asilos inviolables": Dios, defensor
y fiador de la justicia.
Cuando se tiene conciencia de
ser inocente, ¿no es acaso normal que se haga un llamado al juicio de Dios?
"Pronuncia la sentencia, Señor, Tú, ¡Tú que sabes la verdad!".
"Guárdame como a la niña
de tus ojos, a la sombra de tus alas escóndeme... Al despertar veré tu
rostro, me saciaré de tu imagen..." ¡He ahí el óptimo bien del
hombre! ¡La verdadera y definitiva justicia! Vivir en profunda comunión con
Dios es, en casos extremos, la única actitud eficaz. Pensemos en los
perseguidos, en los mártires... en todos aquellos que no tienen ninguna
posibilidad de que la rectitud de su causa sea reconocida aquí
abajo.
Al despertar... Estas palabras
finales del salmo del "inocente perseguido", ponen de
manifiesto que este hombre oprimido está poseído de una serena esperanza: se
atiene al juicio escatológico, sabe que después de las tinieblas de la
noche, habrá un despertar a otra vida, en la cual se restablecerá la
justicia vapuleada aquí abajo.
La segunda
lectura tomada de la 2 carta a los
Tesalonicenses ( 2 Tes 2,16–3,5 )
amplía el horizonte escatológico del antiguo Israel cuando habla del
“consuelo eterno” y la “esperanza espléndida” que los creyentes reciben
gratuita y amorosamente de parte de Dios Padre y del Señor Jesucristo (2,16).
Existía entre
los cristianos de Tesalónica algunas tensiones, y alguna idea teológica poco
correcta. Y también un poco de fanatismo, pero, en su conjunto, la vida de
aquella comunidad era suficientemente satisfactoria.
Esta segunda parte de la carta
concluye lo mismo que la primera (cfr. 1, 11s), con una oración. Pablo, Silvano
y Timoteo (pues la carta es de los tres) invocan a "Jesucristo, nuestro
Señor" y a "Dios, nuestro Padre" para que "consuele" y
"dé fuerzas" a los fieles tesalonicenses. Los dos verbos se hallan en
singular, no en plural como podía esperarse; la razón es que el Padre y
Jesucristo constituyen un único principio de una misma acción (cfr. 1. Tes 3, 11).
En la
primera parte de la lectura ( 2
Tes 2,16-17) Pablo pide al Señor que confirme los
corazones de todos con una buena disposición.
Cuando Pablo y sus compañeros
piden oraciones, piensan en su misión apostólica, en que el Evangelio se
difunda a partir de la comunidad de Tesalónica. Pues la palabra de Dios corre y
es glorificada en la medida en que los hombres responden a ella con la
obediencia de la fe. En ese progreso hay obstáculos que sólo pueden superarse
con la gracia de Dios. Por eso hay que pedir y rezar insistentemente.
En la
segunda parte (2 Tes 3,1-5) invita a los tesalonicenses a
pedir para que la palabra de Dios que ya ha producido tantas transformaciones
entre ellos, se difunda y sea conocida por todos los hombres. Pide que recen
también por él, pues tiene que afrontar muchas dificultades, hay muchos que lo
odian y que buscan destruir lo que él ha construido.
Ante todas estas dificultades,
Pablo y sus compañeros ponen su mirada en el Señor, cuya fidelidad conocen
(cfr. 1 Tes 5, 24); esperan del Señor, que dé fuerzas
a los fieles de Tesalónica para seguir firmes en la fe en medio de todas las
persecuciones. Se consuelan también recordando que los tesalonicenses ya son
fieles al Señor y a cuanto ellos mismos en su nombre les han enseñado.
La perseverancia en la fe debe
ir acompañada de la constancia en el amor a Dios y de la esperanza en la venida
del Señor Jesús. Y esto es lo que ellos piden ahora para sus amigos de
Tesalónica.
San Pablo, hace notar que esta esperanza no es
alienante, sino que se convierte en la fuerza más estimulante para que los
creyentes asuman su responsabilidad histórica. Experimentando en lo más
profundo de su ser el consuelo de Dios en medio de las luchas de cada día, el
cristiano vive orientado radicalmente hacia el bien (2,17), anuncia la palabra
de Dios con valentía (3,1), supera el temor a las fuerzas hostiles al evangelio
incluso en los momentos de más dura persecución (3,2) y se mantiene fiel en el
seguimiento de Cristo esperando con firmeza su manifestación gloriosa (3,5).
El evangelio de San Lucas ( Lc 20,27-38 ) narra una disputa de Jesús con un grupo de saduceos, “que niegan la
resurrección” (v. 27). A este grupo pertenecían las grandes familias
sacerdotales y la aristocracia laica. Se distinguían por ser fuertemente
tradicionalistas. Además de no aceptar la resurrección de los muertos, negaban
la existencia de los ángeles (Hch 23,8) y sólo
aceptaban la ley escrita (el Pentateuco) y no el código legal oral que seguían
los fariseos. En síntesis, se distinguían por no aceptar los desarrollos
últimos de la tradición y del patrimonio de la fe de Israel.
Los saduceos,
desde su incredulidad en la resurrección de los muertos, intentan
<<cazar>> a Jesús mediante una estratagema. En efecto, en le ljudaísmo existía la llamada ley del levirato, según la
cual si un hombre se casaba con una mujer y el hombre moría sin dejar
descendencia, el hermano siguiente mayor de edad y soltero tenía que casarse con
la viuda para procurar tener descendencia con ella y así perpetuar la memoria
de su hermano fallecido. Acogiéndose a esta ley, los saduceos le plantean a
Jesús una situación pintoresca: una mujer que se casa siete veces, porque otras
tantas han ido muriendo los respectivos maridos y hermanos sin dejarle
descendencia. Y aquí viene la pregunta capciosa de los saduceos a Jesús, si es
que realmente existe la resurrección de los muertos como el mismo Jesús afirma:
<<Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque
los siete han estado casados con ella.
La respuesta de Jesús, articulada en dos momentos, se fundamenta en el
principio del poder y de la fidelidad de Dios.
En su primera respuesta, construida a partir de la contraposición de
signo judeo-apocalíptico entre dos eones (épocas), Jesús
declara que en la resurrección (vida futura) hay una lógica de vida diversa de
la existencia histórica (vida presente): “Cuando los muertos resuciten, no se
casarán” (v. 25). Dice Jesús: “serán como ángeles” (v. 36). Es decir, siendo
inmortales no tendrán ya necesidad de procrear. La institución matrimonial no
tendrá ya razón de existir en una condición en la cual el hombre y la mujer
participan plenamente de la misma vida de Dios.
Jesús indirectamente se opone a una
idea de resurrección concebida según los patrones de la vida mortal, tal como
era vista en algunos ambientes populares y fariseos. Para Jesús la resurrección
no es la simple continuación de la vida presente, sino una etapa de plenitud
que transforma a la persona humana radicalmente gracias a la comunión
escatológica con la vida y el amor de Dios y que difícilmente lograremos
entender desde nuestra lógica terrena y nuestras realidades cotidianas.
En su segunda respuesta, Jesús con sobriedad, sin utilizar los
razonamientos llenos de fantasía de los ambientes apocalípticos, utiliza
explícita y únicamente la Escritura para describir la identidad de Dios (Ex
3,6.15.16). Jesús cita el Éxodo, un libro del Pentateuco, la única parte de la
Escritura aceptada por los saduceos. Hace alusión al encuentro de Moisés con Yahvéh en la zarza, para evocar la fidelidad de Dios a las
promesas de la Alianza, unas promesas que no pueden quedar incumplidas a causa
de la muerte: “Y que los muertos resucitan, el mismo Moisés lo da a entender en
el episodio de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, Dios de
Isaac y Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque todos
viven por medio de él” (vv. 37-38). Si los padres de Israel hubieran terminado
en la muerte, Dios sería un Dios de muertos, mostrándose al mismo tiempo infiel
a las promesas de la Alianza.
Para nuestra vida.
El hombre
moderno, que vive en medio de una cultura científica y técnica tan
desarrollada, parece que ha perdido el rumbo, viviendo intensamente el tiempo
presente como refugio o evasión del futuro y eludiendo la pregunta sobre el
sentido de la vida humana. Parece que le da miedo reflexionar sobre la muerte
para encontrarle ese sentido necesario que evite considerar la existencia del
hombre sobre la tierra como un absurdo. Como el tema de la resurrección está
ligado al de la muerte, no podemos abordarlo sin preguntarnos: ¿qué es el
hombre?; cuando uno se muere, ¿no hay nada más que hacer? Para el creyente de
cualquier religión, el hombre viene de Dios. Lo que significa que la vida
humana no puede analizarse sin una referencia al Dios de la vida, aunque todo a
nuestro alrededor nos hable de muerte y destrucción. Con otras palabras: la
misma fe que enseña el origen divino del hombre afirma el retorno a Dios.
La
resurrección de los muertos es el centro de la fe cristiana, la columna
vertebral del evangelio y de todo el Nuevo Testamento. Si se suprimiera de sus
libros las referencias a la resurrección, quedarían sin base. Sin ella nuestra
fe en Jesús de Nazaret no tendría sentido: "Si nuestra esperanza en Cristo
acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados" (/1Co/15/19).
Creer en un
Dios Padre que nos ama totalmente y pensar que este amor se limita a nuestro
paso por la tierra, sería tener una lamentable imagen de Dios. Dios no puede
amarnos sólo por un tiempo. Si nos hace partícipes de su vida, si establece una
alianza de amor con nosotros, es porque la muerte no es el final de la vida
humana.
Creemos en la
resurrección, la esperamos, pero no podemos demostrarla ni imaginarla. Somos un
poco como el niño antes de nacer en el seno de su madre: ¿qué sabe de la vida
que le espera? Pero la vida que le espera es real, aunque él no pueda
imaginarla. Una vida que ya vive, de alguna manera, en el seno materno. También
nosotros, ahora, podemos vivir ya la vida de Dios; una vida que se construye
paso a paso, día a día: en nuestro modo de amar, de luchar por la libertad y la
justicia... Una vida que llegará a una plenitud que ahora no podemos ni
imaginar (I Cor 2,9). Una vida que no podemos
confundir con el vigor físico, con las energías juveniles. Por ello no podemos
ser hombres tristes, por más motivos de tristeza que pueda haber en nuestra
vida; ni vivir sin esperanza, por más razones de desesperanza que tengamos.
Para muchos,
el problema no está en saber si creen o no en la resurrección, sino en saber si
tienen ganas de resucitar. Porque para tener ganas de resucitar es necesario
tener antes ganas de vivir, de nacer a una vida que deseemos prolongar durante
toda la eternidad. ¿Cómo desear eternizar una vida llena de sufrimientos, de
conflictos, de soledad...? ¿Quién podrá soportar una vida eterna fuera de Dios?
Sólo él ama lo bastante para que no le asuste una vida para siempre; sólo él es
capaz de revelarnos una vida tan verdadera que deseemos detenernos en ella para
siempre. La fe en la resurrección brota de un amor verdadero. Nuestra fe en la
resurrección depende estrechamente de nuestra capacidad de amar. Por ello no es
fácil, ni mucho menos.
El texto leído
hoy en la primera lectura muestra hasta
dónde puede llegar la fidelidad a la propia conciencia en algunos casos. En el relato bíblico se nos propone la historia de
una decisión en conciencia cuando hay que asumir cosecuencias
radicales como la muerte. Estos jóvenes israelitas que prefieren morir antes de
ser incoherentes consigo mismos y traicionar la verdad más profunda de su
conciencia que coincide con su obediencia a los mandamientos de Dios, son un
claro ejemplo de que las decisiones en conciencia algunas veces no suelen ser
fáciles. A todos nos asusta la coacción de quienes procuran forzarnos a una
decisión que contradiga nuestras convicciones morales y religiosas más hondas.
Son dilemas que se deben afrontar casi siempre en soledad, ante el tribunal de
nuestra propia conciencia. Estos jóvenes no traicionan su fe, no dejan de ser
fieles a los mandamientos de Dios, actúan según su conciencia, en la que se
juegan la honestidad y la integridad consigo mismo, con los demás y con Dios.
Hubiera sido más fácil ceder al miedo, dejarse arrastrar por halagos, actuar
como la mayoría para evitar la muerte. Sin embargo, la decisión en conciencia
busca por encima de todo la verdad y el bien y la
fidelidad a los caminos de Dios. Puede costar la vida o el sacrificio de la
propia razón y de las propias inclinaciones egoístas. Cuando alguien decide en
conciencia, asumiendo todas las consecuencias, aún las más desagradables o
dolorosas como la muerte, encuentra a Dios y sigue sus caminos, escucha su
voluntad y la pone en práctica, pues Dios reside en el sagrario de la
conciencia, allí donde se decide en último término la moralidad de todo acto
humano.
Emana
de la segunda lectura un mensaje de esperanza por la fidelidad de Dios: “El Señor es fiel, da
fuerzas y protege del mal”
(2 Tes 2, 16-3, 5)
San Pablo da a los
Tesalonicenses un mensaje de esperanza. Aunque la vida del cristiano es una
trama de luchas y de dificultades, Dios le ama, le da consuelo y una gozosa
esperanza, pero también fuerzas para el bien y para el anuncio del evangelio.
Por lo demás, hay que orar para que el evangelio se difunda y la palabra de
Dios se escuche en todas partes. Esta difusión no se da sin persecución por
parte de los que no creen. Pero Dios es fiel y da fuerza, protegiendo del mal.
Es preciso que perseveremos en este camino.
Este breve pero tonificante
pasaje de la carta va dirigido también a nosotros en medio del claroscuro de
nuestra vida y de las tentaciones de atasco y desaliento. La certidumbre del
amor que Dios nos tiene y de su ayuda nos levantan el
ánimo e impide que nos entorpezcamos en las miserias grandes o pequeñas de
nuestra existencia.
Nos quedamos
con un consuelo y una esperanza espléndidos. Nos quedamos con esa esperanza,
esa posibilidad, esa opción que hay que hacer frente a ella. Porque en este
mundo, en lo más radical de nosotros mismos, debemos elegir entre la nada o esa
esperanza que Dios nos ofrece. El autor se apoya precisamente en que Dios es
fiel y nunca falta a sus promesas; si Él ha prometido la vida, debemos vivir
con esa esperanza espléndida.
Hermosa oración
la que nos sugiere el salmo:
“Muéstrame, Señor. Tus obras san patentes, pero yo soy ciego y olvidadizo, y
necesito que me las vuelvas a mostrar, que me las recuerdes, que me las hagas
reales. Tu misericordia es tu amor, y si yo vivo es porque tú me amas. Cada
palabra de tus escrituras y cada instante de mi existencia es un mensaje de
amor que me envías en cuidado constante de mi efímera vida. Y tu misericordia
es también tu perdón cuando yo te fallo y te vuelvo a fallar, y tú me acoges
una y otra vez con incansable piedad. Sólo tengo que aprender a reconocer tu
sello en mi vida para entender tus maravillas.
Y
la que entiendo como mayor maravilla de tu misericordia es la confianza que me
das de poder aparecer ante ti con la frente erguida y el corazón tranquilo. Yo
nunca hubiera osado pronunciar las palabras que hoy pones tú en mis labios en
este Salmo: «Aunque sondees mi corazón visitándolo de noche, aunque me
pruebes al fuego, no encontrarás malicia en mí». Es verdad que no deseo
hacer el mal, pero también es bien verdad que el mal anida en mí y hago sufrir
a los demás y te entristezco a ti, y tú lo sabes muy bien y te dueles de mi
dolor. Pero también es verdad, y me gozo en recibir de ti esta gracia ahora,
que no soy malo en el fondo, que quiero hacer el bien, y que me alegra poder
hacer algo por los demás y servirlos en tu nombre. Yo no soy inocente, pero tu
misericordia me hace inocente, y ese gesto tuyo de borrar mi pasado y limpiar
mis fondos me llena de alegría ante la responsabilidad de mi vida y la realidad
de tu amor. Bendita sea tu misericordia que me abre las puertas del creer.
Ahora
puedo acabar el Salmo con confianza: «Con mi apelación vengo a tu presencia,
y al despertar me saciaré de tu semblante»”. (CARLOS
G. VALLÉS BUSCO TU ROSTROORAR LOS SALMOS. Paulinas Sal Terrae. Santander-1989. Pág. 36)
El evangelio hoy nos plantea la realidad de la
resurrección.
Hemos visto
como los saduceos, para poner en
ridículo la creencia en la resurrección de los muertos
proponen a Jesús un caso extremo en donde se aplica la ley del levirato,
atribuida a Moisés, según la cual la muerte de un hombre que no había dejado
descendencia, comprometía a su hermano a casarse con la viuda con el fin de
garantizar una descendencia al difunto (vv. 28-32, cf. Gn
38,8; Dt 25,5; Rut 3,9-4.10).
Detrás de
ciertas afirmaciones, ciertas oraciones, ciertos interrogantes de muchos
cristianos de hoy se percibe todavía, por desgracia, un concepto de la
“resurrección de los muertos” similar a la de los fariseos. La resurrección de
la cual habla Jesús—aquella que compara al hombre a los “ángeles de Dios”—es
completamente diversa. Para Jesús, el hombre vive sobre la tierra una gestación, se
prepara para un nuevo nacimiento después del cual no habrá otro, porque el
mundo en el que entrará será definitivo. Allí no estará presente ninguna forma
de muerte.
Jesús, con
gran aplomo y personalidad y con una sabiduría infinitamente superior a la de
sus enemigos dialécticos, les responde con contundencia que en el cielo nadie
se casará. Todos los que hayan sido juzgados <<dignos de la vida
futura>> serán como ángeles. Es decir, es una torpeza trasladar a la otra
vida los esquemas mentales y las realidades terrenas.
El
razonamiento de Jesús podría parecer extraño a primera vista. El problema que
le plantean es la resurrección de los muertos y él habla de Dios, pero en
realidad la fe en la resurrección depende de la imagen que se tiene de Dios. No
es sólo un problema antropológico que se resuelve respondiendo filosóficamente
a las preguntas de quién es el hombre y cuál es su destino. Es ante todo un
problema teológico. Por eso es sumamente importante el comentario que hace
Jesús al texto del Éxodo cuando añade al final: “todos viven por medio de él”
(v. 38). Para él, la resurrección de los muertos se fundamenta en el poder de
un Dios que es vida y amor, quien en virtud de la comunión de vida que ha querido
establecer con los hombres, no los abandona a la muerte sino que los conduce a
una vida sin fin.
La esperanza
de la vida futura, por una parte, nos ayuda a relativizar el presente,
ayudándonos a asumir nuestra condición de peregrinos en el mundo, en constante
éxodo, libres de todo lo que pueda distraernos en nuestro camino hacia la
patria eterna; por otra parte, esta esperanza da consistencia al presente, lo
hace fecundo e importante, pues vivimos con la conciencia de que hemos sido
arrancados del poder de la muerte y seremos recuperados totalmente para Dios y
en Dios. La esperanza en la vida futura nos libera de todo aquello que se
presenta ante nuestros ojos con pretensiones de absoluto. Al mismo tiempo, en
lugar de alienarnos, nutre y estimula nuestro compromiso con el presente,
sanando los límites y las heridas propias de la condición histórica. Gracias a
la esperanza en la vida futura, el cristiano es testigo de vida, de gozo y de
confianza.
La
resurrección como la vida en Dios es una condición completamente nueva: cuando
el hombre es introducido a esta vida nueva, y para mantener la propia
identidad, se transforma en un ser distinto, inmortal.
¿Cómo será
esta vida con Dios? Este es el interrogante que es necesario responder con
mucha circunspección porque está siempre el peligro de proyectar al más allá—como hacían
los fariseos y los saduceos—lo que de positivo experimentamos aquí, multiplicado
al infinito: alegría placer, satisfacción y—sostenían los rabinos—hasta el
retorno a la vida conyugal.
- Ante la
muerte nos hacemos mil preguntas y muchas de ellas son para recriminar a Dios.
¿Cómo experimentamos la “ausencia de Dios” en los momentos difíciles que genera
la muerte? ¿Qué resonancia tiene en nuestra vida esta experiencia?
- La cercanía
que nos han ofrecido otras personas en los momentos difíciles que genera la
muerte o la que hemos mostrado nosotros mismos a los demás es, con frecuencia,
el único modo de anunciar la esperanza cristiana de la resurrección..
¿Cómo prepararnos para asumir la muerte como participación de la resurrección
en Jesucristo?.
- El mundo de
hoy es cada vez más agitado y vertiginoso. ¿Estamos preparados para
encontrarnos cara a cara con el Señor Jesús?.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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