Comentario a las Lecturas del V Domingo de Pascua 29 de abril de 2018
En la primera
lectura del Libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch, 9, 26-31) Se nos habla de San Pablo. El texto hace
referencia, sobre todo, a la primera ida de Saulo a Jerusalén después de su
conversión. Aunque intentaba unirse a los discípulos de aquella comunidad,
ellos recelaban de él debido a su reciente pasado de perseguidor de la Iglesia.
El texto no nos dice nada nuevo sobre el Saulo que
ya conocíamos: el apóstol de los gentiles. Es interesante resaltar el papel de
Bernabé, cuando presenta a Saulo a los apóstoles. Entre los discípulos de Jesús
había algunos que no se fiaban nada del Saulo que ellos habían conocido en
Jerusalén y en Damasco, antes de que este se convirtiera. Por eso ahora el
papel de Bernabé ante los apóstoles fue determinante. San Pablo
había sido uno de los más tenaces perseguidores de la Iglesia de Cristo. Hacía
poco que marchó hacia Damasco "respirando amenazas de muerte contra los
discípulos del Señor", con cartas para la Sinagoga, dispuesto a encadenar
a los que creían en Cristo, tanto hombres como mujeres.
Pero ese Cristo que él perseguía se le cruzó en el
camino y Pablo cayó a tierra, deslumbrado por el fulgor del Señor. Y cuando
comprendió que era el Mesías prometido por los profetas, cuando supo que Jesús
de Nazaret había resucitado de entre los muertos, Pablo se entrega totalmente,
emprende el camino que Dios le señalaba. Un camino con una dirección contraria
a la que él traía. Y toda la fuerza de su personalidad la pone al servicio de
ese Jesús que le ha derrumbado. Pablo es un hombre auténtico, consecuente con
sus principios, enemigo de las medias tintas, audaz y decidido. Ejemplo y
estímulo para nuestra vida de cristianos a medias, para nuestro querer y no
querer, para esta falta de compromiso serio y eficaz de quienes decimos creer.
"Entonces Bernabé lo tomó consigo y lo llevó a
los apóstoles; y les refirió cómo en el camino Saulo había visto al Señor, que
le había hablado..." (Hch 9, 27) No le creían. Era imposible que aquel terrible perseguidor quisiera
ahora vivir entre los cristianos, que fuera verdad que se había convertido. Fue
preciso que Bernabé, uno de los predicadores de más categoría, intercediera
presentándolo a los mismos Apóstoles. Y a pesar de ello Pablo tendrá que sufrir
durante toda su vida el recuerdo, siempre vivo en sus detractores, de sus
pecados pasados. Siempre será un sospechoso, una presa fácil para la calumnia y
la maledicencia. Y sus enemigos se empeñan en mantener la mala fama de su
actuación anterior.
Saulo se quedó con ellos (con los discípulos) y se
movía libremente en Jerusalén, predicando públicamente el nombre del Señor. El Pablo cristiano es el Saulo judío purificado de
muchas creencias y comportamientos incompatibles con la vida de Cristo. Como se
nos dice en el libro de los Hechos, los judíos más celosos de la ley judía no
perdonaron nunca esta conversión de Pablo al cristianismo y, por eso, “se
propusieron matarlo”.
En el Salmo
responsorial, ( Salmo 21, 26b-27. 28 y 30. 31-32) proclamamos hoy los últimos
versos del salmo 21 que
son muy apropiados para este tiempo de Pascua que estamos viviendo, hablan del
gozo y alegría por la intervención del Señor en nuestras vidas, pero también el
salmo 21 refleja proféticamente los momentos duros de la Pasión del Señor, que
todavía está muy cercana en nuestros recuerdos. Son muchos los salmos que
expresan primero la angustia para acabar con la alegría de sentir la mano
amable del Señor Dios.
Literariamente este salmo 21 es un poema perfecto. La belleza de sus
imágenes, la profundidad de su pensamiento teológico, la emoción que vibra
en toda la descripción de sus males hacen de él una obra maestra. Con
alegorías fácilmente comprensibles (la mención de los animales) y con un
lirismo acabado (descripción de su espíritu angustiado), el salmista nos
va llevando a la comprensión perfecta del drama que desgarra su vida, que
lo lleva a la muerte.
Así nos ha escrito la primera parte del poema, los versículos 1-22, mezcla
de dolor, angustia, fe y confianza.
Pero después, fruto también de su experiencia, nos describe su salvación:
cómo Dios, en realidad, no le ha abandonado, cómo le ha escuchado, cómo
le ha mirado: "porque no ha sentido desprecio ni repugnancia hacia
el pobre desgraciado". Su fe y su confianza han triunfado. La
alegría vuelve a resplandecer en su rostro. Por esto siente ahora la
necesidad de dar gracias, de alabar con todo su corazón a Dios. Es el
tema de la segunda parte, versículos 23-32.
Invita a los fieles a alabar al Señor, a todo el pueblo de Israel a que
glorifique a Dios que se ha mostrado el Salvador. El salmista puede ser
un buen maestro en esta enseñanza de la confianza y en la respuesta que
Dios da cuando se espera en él. Cumplirá sus votos, sus promesas, las que
haría cuando se veía en la aflicción y en el dolor. La última parte (los
vv. 28-32) son en realidad un añadido posterior al salmo ya acabado, pero
están en línea con las ideas expresadas en la segunda parte. Invita a todos
los pueblos de la tierra a que se conviertan y vuelvan a Dios, ya que él
únicamente es el rey de las naciones, el rey del universo. Esta alabanza viene expresada en la estrofa repetida; "El Señor es
mi alabanza en la gran asamblea".
San Juan en la
segunda lectura de hoy (Primera carta del apóstol San Juan 3, 18-24) : nos dice
que cuando estamos unidos a Cristo damos fruto de buenas obras.
Juan llama la atención sobre un principio que le
obsesiona: así como no puede uno contentarse con un conocimiento puramente
abstracto de Dios, de igual manera no puede uno amar a sus hermanos con solo
palabras (v. 18).
El v. 18 es una aplicación parenética de los dos
versículos anteriores. Nuestra caridad no debe consistir en discursos bonitos,
ni en mítines demagógicos, sino que debemos amar: a) con obras: el amor indica
solidaridad. "Si uno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano
pasa necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de
Dios?; y b) de verdad, La verdad es el órgano interno de las obras; la fe es la
raíz de la que dimana el amor, "lo que vale es una fe que se traduce en
amor" (Gál. 5, 6). La unión entre obras y verdad expresa la armonía que
debe existir entre fe y obras.
Este amor es la prueba evidente de que estamos de
parte de la verdad y así podremos apaciguar ante Dios nuestra conciencia (vv.
19-22). Estar de parte de la verdad es afirmar que nuestro actuar se rige por
un nuevo principio de acción: nuestra fe. Por eso, cuando el hombre comparece
ante Dios (contexto judicial: cfr. Mt. 10, 32; 25, 32...) en el foro interno de
su conciencia, esta práctica del amor hace rebrotar en nosotros la confianza y
la paz interna aun cuando nuestra conciencia pueda echarnos en cara nuestras
culpas. La razón última es que Dios está por encima de nuestra conciencia y
detecta y ve lo escondido de nuestra corazón y que estamos de parte de la
verdad.
Nuestra oración es escuchada por nuestra comunión
con el Señor, porque observamos sus mandamientos que se reducen, en el v. 23, a
la fe y el amor. El Espíritu es el que nos provoca al reconocimiento de Jesús
como Mesías (v. 24: confesión de fe). Y este es el Espíritu de verdad del que
nos habla en 4, 1-6.
Amar no de palabra o de boca, sino de verdad y con
obras. ¿De qué obras está hablando? De guardar sus mandamientos y de amarnos
unos a los otros, tal como nos lo mandó. Entonces experimentaremos que Él
permanece en nosotros. Por tanto, permanecer en Cristo no es sólo estar muchas
horas en la capilla contemplándole. Es, sobre todo, contemplar el rostro de
Dios en el hermano que sufre. Como dice San Agustín, "que cada uno examine
su obra y vea si brota del manantial del amor y si los ramos de las buenas
obras germinan de la raíz del amor". Hay personas que sufren mucho en este
mundo, padres que ven como sus hijos se tuercen, esposos traicionados, pobres
que no tienen nada que comer, inmigrantes que no acaban de encontrar un trabajo
digno, personas que sufren el aguijón de la enfermedad, pero sin embargo,
mantienen siempre la confianza en Dios. ¿Cuál es su secreto? Si examinamos su
vida descubriremos la causa de su paz interior: están unidos a Dios.
Ya lo decía San Juan la semana pasada: "Mirad
qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!
Y si somos hijos de dios, hay que vivir como
tales."
La primera condición para vivir así es romper con
el pecado ya que "todo el que peca ni le ha visto ni le ha conocido"
(3,6b); la segunda condición es guardar los mandamientos, sobre todo el del
amor.
El amor a los hermanos hecho vida, gestos
concretos, nos permite reconocer la presencia permanente de Dios en nosotros.
Dios deja de ser un ser abstracto y lejano para hacerse el Dios cercano.
No podemos separar a Dios y al hombre en nuestro
amor y entrega. El mandamiento va en esa dirección: "Y este es su
mandamiento que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos
unos a otros tal como nos lo mandó" (3,23).
Creer en Jesucristo es creer que el Padre ama, en
él, a todos los hombres; pero también es estar dispuestos a imitar a Cristo en
el amor, la renuncia y la obediencia al Padre.
Vivir los mandamientos es vivir en Dios y ser, por
el amor, signos de su presencia en el mundo, gracias a la fuerza de su Espíritu
en nosotros.
El evangelio de
hoy tomado de San Juan (Jn. 15, 1-8) forma parte del
segundo discurso de Jesús, que siguió a la Última Cena.
El tema de la vid estaba muy presente en el Antiguo
Testamento: había cepas que daban buenos frutos y las que daban agrazones;
había cepas bien seleccionadas y plantadas; también se habla de la viña,
definiendo con esa imagen al pueblo de Dios, a la Tierra Prometida; no faltaba
la figura del viñador, entre ellos los que no cuidaban de la viña.
Jesús, en el Nuevo Testamento, también utilizaría
varias veces estas imágenes e, igualmente, las aplicaba al pueblo de Dios y a
los jefes del mismo.
En el texto de hoy, una excepción, él mismo se
compara con la vid: "Yo soy la vid" y a los suyos con los sarmientos
"... y vosotros los sarmientos".
Después de tanta vid con malos frutos, ha llegado
la vid verdadera, la de los buenos frutos, la de la fidelidad, la del vino
nuevo del cumplimiento de los planes del Padre.
Y en él, todos los suyos, como sarmientos que se
alimentan de la misma vid. Para dar frutos hay que estar unidos a la vid, pues
separados de ella no se sirve más que para el fuego.
Ser discípulo es estar injertado en Cristo, y
recibir su vida.
Y lo que el Padre quiere es que todo el que esté
unido al Hijo dé fruto abundante.
"Dar fruto" es una expresión
frecuentemente minimizada por los escritores de la vida espiritual, que la
entienden muchas veces en el sentido de hacer buenas obras y alcanzar así la
salvación del alma. Pero en el evangelio de Juan, "dar fruto"
significa llevar a la madurez la misión de Cristo, esto es, llegar a la cosecha
del reinado de Dios para que se manifieste lo que ha sido sembrado en la muerte
de Cristo: la salvación del mundo, que es la gloria y la alegría del Padre (el
"labrador"). Los que reciben a Cristo y su palabra, los que
permanecen en él y cumplen lo que él dice, los que mueren con él para que el
mundo viva, dando mucho fruto. Y éste es el fruto que permanece (Jn 15,16). En
este fruto, en esta cosecha, está empeñada la iglesia. Para llevar adelante su
empeño debe continuar unida al Señor, dejando que sea el Señor el que inspire
toda su organización y le infunda la vida.
El texto evangélico nos habla de la gran importancia
de estar unidos a Cristo "Como
el sarmiento no puede dar fruto por sí -nos dice Jesús-, si no permanece en la vid, así
tampoco vosotros, si no permanecéis en mí". La comparación y
la enseñanza que se desprende no pueden ser más claras. El que no vive unido al
Señor es un hombre frustrado, incapaz de hacer nada que realmente sirva.
"A todo sarmiento mío que no da fruto lo
arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto". La viña que no se poda, se asilvestra y termina
por no dar buen fruto, sólo agrazones.
"Vosotros ya estáis limpios por las palabras
que os he hablado".
Hay dos limpiezas; una inicial y otra de
crecimiento.
La primera se realiza cuando el cristiano se
inserta en la vid separándose del orden injusto, i. e. cuando el hombre se
adhiere a Jesús y renuncia al mundo, lo cual requiere la decisión de poner en
práctica el mensaje de Jesús. Los discípulos ya han hecho esta elección, por
eso ya están limpios.
La segunda limpieza es necesaria para el
crecimiento de la vida cristiana, es esa poda, de la que acabo de hablar.
"Permaneced en mí y yo en vosotros, como el
sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco
vosotros, si no permanecéis en mí".
Esta fórmula "permaneced en mí y yo en
vosotros", muy típica de este evangelista, define la relación del
discípulo con Jesús como una reciprocidad personal. Y esa relación personal con
Jesús es la condición indispensable para dar fruto.
Una unión con Jesús que no es algo automático ni
ritual: pide la decisión del hombre, y a la iniciativa del discípulo responde
la fidelidad de Jesús "y yo permaneceré en vosotros". Esta unión
mutua entre Jesús y los discípulos será la condición para la existencia de la
comunidad, para su vida y para el fruto que debe producir.
El sarmiento no tiene vida propia, y por tanto, no
puede dar fruto de por sí, necesita la savia, es decir, el Espíritu comunicado
por Jesús.
El que vive unido a Cristo capta, por la plegaria,
cuál es el plan de Dios y es movido a realizarlo; da fruto abundante.
La gloria del padre se ha manifestado plenamente en
Jesús, que conocía su voluntad y la realizó, y ahora debe manifestarse en los
discípulos de Cristo, que, unidos a El, son capaces de dar fruto.
Así comenta San Agustín este
evangelio
Jn 15,1-8: No dijo: «Sin mí podéis hacer poco», sino: «Sin mí no podéis
hacer nada».
Quien no está unido a Cristo no es cristiano
" Jesús dijo que él era la vid, sus
discípulos los sarmientos y el Padre el agricultor. Sobre ello ya he hablado,
según mis alcances. En la misma lectura, hablando todavía de sí mismo que es la
vid, y de los sarmientos, es decir, de sus discípulos, dice: Permaneced en mí y
yo en vosotros (Jn 15,4). Pero ellos no están en él del mismo modo que él en
ellos. Una y otra presencia es provechosa para ellos, no para él. En efecto,
los sarmientos están en la vid de tal modo que, sin darle ellos nada a ella,
reciben de ella la savia que les da vida; a su vez la vid está en los
sarmientos proporcionándoles el alimento vital, sin recibir nada de ellos. De
la misma manera, tener a Cristo y permanecer en Cristo es de provecho para los
discípulos, no para Cristo; porque, arrancando un sarmiento, puede brotar otro
de la raíz viva, mientras que el sarmiento cortado no puede tener vida sin la
raíz.
Luego añade:
Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo, si no permanece unido a la
vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí (Jn 15,4). Gran
encarecimiento de la gracia, hermanos míos: con ella instruye a los humildes y
tapa la boca a los soberbios. Que repliquen, si se atreven, los que ignorando
la justicia de Dios y queriendo establecer la propia, no se someten a la de
Dios (Rom 10,3). He aquí a qué deben responder los que buscan complacerse a sí
mismos y consideran que no tienen necesidad de Dios para realizar las buenas
obras. ¿No resisten a esta verdad ellos, hombres de corazón corrompido y
réprobos en la fe? (2 Tim 3,8). Esto es lo que dicen: «El ser hombres lo
tenemos de Dios, el ser justos de nosotros mismos» 1. ¿Qué decís, ¡oh ilusos!,
más que asertores demoledores del libre albedrío, que por una vana presunción
caéis desde la altura de vuestro orgullo hasta el abismo más profundo? Afirmáis
que el hombre puede cumplir la justicia por sí mismo: he aquí la cima de
vuestro orgullo.
Pero la verdad
os contradice, cuando afirma: El sarmiento no puede dar fruto de sí mismo, si
no permanece unido a la vid. Corred ahora por lugares abruptos y, no hallando
donde fijar el pie, precipitaos en vuestras parlerias, llenas de viento: éstas
son las vanidades de vuestra presunción. Pero prestad oídos a lo que sigue, y
horrorizaos si aún queda en vosotros algún sentido común. El que cree que puede
dar fruto por sí mismo, no está unido a la vid; quien no está unido a la vid no
está unido a Cristo, y, quien no está unido a Cristo no es cristiano: éste es
el abismo al que os habéis precipitado.
Considerad una y
mil veces las siguientes palabras de la Verdad: Yo soy la vid, y vosotros los
sarmientos. El que está en mí y yo en él, ése dará mucho fruto, porque sin mí
no podéis hacer nada (Jn 15,5). Y para evitar que alguno pudiera pensar que el
sarmiento puede producir algún fruto, aunque escaso, después de haber dicho que
quien permanece en él dará mucho fruto, no dice: «porque sin mi podéis hacer
poco», sino: sin mí no podéis hacer nada. Se trate de poco o se trate de mucho,
no se puede hacer sin el cual no se puede hacer nada. Y si el sarmiento da poco
fruto, el agricultor lo poda para que lo dé más abundante; pero, si no
permanece unido a la vid, no podrá producir fruto alguno. Y puesto que Cristo
no podría ser la vid, si no fuese hombre, no podría comunicar esta virtud a los
sarmientos si no fuese también Dios. Mas como nadie puede tener vida sin la
gracia, y sólo la muerte cae bajo el poder del libre albedrío, continúa
diciendo: El que no permanezca en mí será echado fuera, como el sarmiento, y se
secará, lo cogerán y lo arrojarán al fuego y en él arderá (Jn 15,6). Los
sarmientos son tanto más despreciables fuera de la vid cuanto más gloriosos
unidos a ella. Como dice el Señor por boca del profeta Ezequiel, cortados de la
vid son enteramente inútiles para el agricultor y no sirven al carpintero. El
sarmiento ha de estar en uno de esos dos lugares: o en la vid o en el fuego; si
no está en la vid estará en el fuego. Permanezca, pues, en la vid para librarse
del fuego.
Si permanecéis
en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis cuanto queráis y se os
concederá (Jn 15,7). Permaneciendo unidos a Cristo, ¿qué otra cosa pueden
querer sino lo que es conforme a Cristo? Estando unidos al Salvador, ¿qué otra
cosa pueden querer sino lo que no es extraño a la salvación? En cuanto estamos
unidos a Cristo queremos unas cosas y en cuanto estamos aún en este mundo
queremos otras. Por el hecho de vivir en este mundo, a veces nos viene la idea
de pedir algo cuyo daño desconocemos. Nunca tengamos el deseo de que se nos
conceda, si queremos permanecer en Cristo, el cual no nos concede sino aquello
que nos conviene. Permaneciendo, pues, en él y reteniendo en nosotros sus
palabras, pediremos cuanto queramos, y todo nos será concedido. Porque si no
obtenemos lo que pedimos, es porque no pedimos lo que permanece en él ni lo que
se encierra en sus palabras, que permanecen en nosotros, sino que pedimos lo
que desea nuestra codicia y la flaqueza de la carne.
Estas cosas no
se hallan en él, ni en ellas permanecen sus palabras, entre las cuales está la
oración que nos enseñó a decir: Padre nuestro que estás en los cielos. No nos
salgamos en nuestras peticiones de las palabras y del contenido de esta
oración, y obtendremos cuanto pedimos. Porque sólo entonces permanecen en
nosotros sus palabras, cuando cumplimos sus preceptos y vamos en pos de sus
promesas. Pero cuando sus palabras están sólo en la memoria, sin reflejarse en
nuestro modo de vivir, somos como el sarmiento separado de la vid. A esta
diferencia hace alusión el salmo cuando dice: Guardan en la memoria sus
preceptos para cumplirlos (Sal 102,18). Hay muchos que los conservan en la
memoria para menospreciarlos o para escarnecerlos y atacarlos. En ésos no
permanecen las palabras de Cristo; tienen contacto con ellas, pero no están
adheridos a ellas, y, por lo tanto, no les reportarán beneficio, sino que les
servirán de testigos adversos" (San
Agustin, Comentarios al evangelio de San Juan 81)l
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1. Así los donatistas.
Para nuestra
vida.
Estamos en la Pascua, período de gozo y de
esperanza, época en la que la naturaleza se reviste del esplendor de sus verdes
vivos y la policromía de mil flores. Tiempo por otra parte de honrar a María en
este mes de mayo que está en su cenit. Vamos, con su ayuda, a llenar nuestra
existencia de buenos deseos y de mejores obras, vamos a ser sarmientos muy
unidos a la cepa que es Cristo, para dar frutos de vida eterna.
Por el buen fruto se reconoce el árbol bueno. Y por los frutos, por las
buenas obras, reconocemos también a los creyentes. Una fe sin obras es una fe
muerte, inexistente por inoperante, pura credulidad o presunción. Por eso,
cuando la vida cristiana discurre al margen y aun de espaldas al evangelio, no
es cristiana; pero, si la vida cristiana se entretiene al margen de la vida y
sus cuestiones, no es vida. La síntesis se verifica en la encarnación de la fe
en la vida, en las obras. Estas obras en que se encarna y realiza la fe cristiana no son las
prácticas de piedad, ni la recepción de los sacramentos y la oración,
recortando y reduciendo el horizonte del compromiso cristiano y encerrando la
religión en sí misma. La eucaristía, los sacramentos en general, la oración y
las devociones en particular, son confesión y expresión de la fe, pero no son
aún su realización y verificación. Son signos de la actitud religiosa, pero no
respuesta religiosa al desafío y compromiso de la vida y sus problemas. No son,
por tanto, las buenas obras, el fruto que legítimamente espera el viñador. Lo
que ha de hacer el cristiano no es sólo bautizarse, ir a misa, rezar y casarse
por la Iglesia. Todo eso ha de hacerlo para expresar su fe y para celebrar la
fe, pero no es lo que ha de hacer por tener fe. Por ser creyente se espera,
además, que traduzca su fe en buenas obras. Es imprescindible que proclame su
fe ante el mundo. Pero si la fe es algo más que pura palabrería o ensoñaciones
utópicas, ha de acreditarse en la transformación del mundo y transfiguración de
su existencia. ¿Qué sentido tiene estar bautizado, si no se vive comprometido?
¿Qué significa la comunión eucarística, si no hay ni siquiera voluntad de
compartir los bienes que confesamos haber recibido de Dios? ¿Para qué casarse
por la Iglesia, si no se está dispuesto a amarse mutuamente como Cristo ama a
su Iglesia? Ser cristiano no es un título o un diploma de buena conducta, sino
un compromiso en la vida y de por vida.
Tener fe no es un lujo, o un privilegio, sino una tarea. Y lo que
legítimamente se espera del creyente no es que diga que lo es, sino que lo
demuestre. No se esperan sólo palabras, gestos, símbolos, sino obras, obras
buenas y que contribuyan a hacer mejor el mundo y la convivencia.
En la primera
lectura vemos como San Pablo, después de su conversión, se dirige a Jerusalén
buscando el contacto con la primitiva comunidad cristiana. No le sería fácil, pues todos se acordaban del
antiguo perseguidor y lo miraban con recelo. Además, los judíos le consideraban
un traidor. La primera lectura de los Hechos presenta las dificultades con que
se encontró san Pablo cuando intentó incorporarse a la comunidad cristiana de
Jerusalén.
Admirable es
hoy el ejemplo de San Pablo. Convertido por la gracia del Señor, se ve situado
en un ambiente de desconfianza y persecución. Quien fue perseguidor de los
cristianos, se ve perseguido por sus antiguos correligionarios, dentro de la
desconfianza lógica de los cristianos a quienes perseguía no hacía mucho. Pero
al San Pablo cristiano no le asustaban ni las persecuciones, ni la misma
muerte, porque su único objetivo era identificarse con Cristo y, si Cristo
estaba con él, todo lo demás lo consideraba sin importancia. Su único objetivo,
como decimos, era identificarse con Cristo, hasta poder llegar a decir: “ya no
soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí”. Este ejemplo de San Pablo debe
animar hoy a muchos cristianos a permanecer fieles a su fe, en medio de las
muchas dificultades y peligros que están sufriendo. En la dificultad se prueba
la verdadera fe.
Lo más difícil , la conversión ya se había
realizado. Cierto que es difícil que los hombres cambien. Pero lo que para el
hombre es imposible, para Dios no lo es. Por eso el hombre más perverso puede
acabar siendo un santo.
La lectura nos presentan las dificultades que
encontró San Pablo al querer incorporarse a la comunidad, la razón principal de estas dificultades se
hallaba en que los miembros "antiguos" de la comunidad dudaban de la
sinceridad de la conversión del miembro "nuevo". Ya desde el
principio, aquella primera comunidad cristiana sintió la tendencia a encerrarse
en sí misma y a poner obstáculos a la incorporación de los que no tenían
exactamente la misma mentalidad. Este peligro es constante en la Iglesia. Y en
el fondo proviene de una falsa idea de lo que realmente es la comunidad
cristiana. A menudo confundimos la Iglesia con una sociedad meramente humana,
en la que sólo cuentan los factores unitivos de las afinidades humanas. Por eso
excluimos espontáneamente de nuestras comunidades a todos aquellos que no
piensan como nosotros, que no viven como nosotros, que no "son de los
nuestros". Para pertenecer a la Iglesia no es preciso pertenecer a un
pueblo, a una civilización, a una clase social, o a un partido político
determinado. Como dicen las palabras finales de la lectura, la única realidad
capaz de vivificar, multiplicar y construir la Iglesia, es el Espíritu Santo,
que supera todas las diferencias y rivalidades humanas.
Cierto que es difícil que
los hombres cambien. Pero lo que para el hombre es imposible, para Dios no lo
es. Por eso el hombre más perverso puede acabar siendo un santo. Y viceversa...
Para los que intentan rectificar sus vidas, uno de los obstáculos más difíciles
de superar es precisamente la sospecha de los "buenos", la desconfianza,
la duda sobre la rectitud de su conducta.
Demasiadas veces surgen dudas y desconfianzas entre
nosotros. Debemos pedirle al Señor que nos dé
la humildad suficiente para no jugar mal a nadie. Para no desconfiar de
los que, habiendo sido antes pecadores,
ahora quieren dejar de serlo. Que no pongamos zancadillas a los que
quieren caminar hacia Dios, persuadidos de tu poder ilimitado para cambiar al
hombre y de tu amor incansable por él.
Para vivir como cristianos en este inicio de siglo
XXI. no debemos olvidar que la Fe supera las divisiones culturales, la Fe está
por encima de la pertenencia a partido político diferente al que uno milita o
simpatiza, se expresará de acuerdo con nuestras realidades actuales, pero sin
dar a esta calificación soberana. La no aceptación de las divisiones étnicas,
de las diferencias de procedencia o de lengua de expresión, marginando al que
es diferente, sin llegar a condenarlo o expulsarlo, eso sí, han hecho mucho
daño a la realidad eclesial y continúan haciéndolo.
Con el Salmo 21 decimos: «El Señor es mi alabanza en la gran asamblea. Cumpliré mis votos delante
de sus fieles. Los desvalidos comerán hasta saciarse. Alabarán al Señor los que
lo buscan; viva su Corazón por siempre. Lo recordarán y volverán al Señor, se
postrarán las familias de los pueblos. Ante Él se inclinarán los que bajan al
polvo. Me hará vivir para Él, mi descendencia le servirá, hablarán del Señor a
la generación futura...»
En el salmo 21 hay tres partes casi iguales (v. 2-11, v. 12-22,
v. 23-32). Las dos primeras sirven para describir realista y crudamente
la propia situación desesperada. Se abren con un lamento («¿Por qué me
has abandonado?... te grito y no me respondes» v. 2, 3) y con una oración
(«no te quedes lejos»: v. 12). La tercera parte se abre con un grito de
triunfo. Ha llegado la liberación esperada: «Contaré tu fama a mis
hermanos» (v. 23).
Al llegar aquí el salmista siente necesidad de contar en medio de la
asamblea la salvación que le ha sido regalada por el Señor. El
«público» que poco antes le despreciaba, ahora le escucha alabar al Señor.
Son «hermanos» invitados a celebrar esta «acción de gracias». Y nos
encontramos con la visión de un banquete en el que participan pobres y ricos.
Se han roto todos los confines y son convocados todos los pueblos de la
tierra a este banquete en el que «los desvalidos comerán hasta saciarse,
alabarán al Señor los que lo buscan» (v. 27).
Esta última parte del salmo 22 contiene los elementos esenciales de
nuestra liturgia, especialmente de la eucaristía. Un banquete en el que
participan todos sin distinciones y donde existe una única mesa para
todos los hermanos.
Es memorial, es decir, conmemoración de los acontecimientos que tienen
como protagonista al Señor, que toma partido por la gente humillada,
indefensa, pisoteada. Que interviene para salvar y liberar.
Es acción de gracias, que es mucho más que un simple agradecer. Es el
tomar conciencia de la gracia en acción aquí y ahora. Los acontecimientos
que son rememorados, contados, no hacen referencia sólo al pasado. También
afectan al hombre de hoy. Su conmemoración les hace actuales, no sólo en
la memoria, sino sobre todo en su acción real, en sus efectos. Es un recuerdo
«eficaz». Por eso podemos decir que la liturgia actualiza la historia de
la salvación. Asi en la liturgia podemos actualizar lo expresado en el salmo.
En la segunda
lectura de hoy San Juan insiste una vez más en el amor, pero en un
amor que no se contenta con hermosas palabras; pues debemos amar como Cristo
nos ha amado, ya que "en esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio
la vida por nosotros". Y éste
es el amor que nos saca de dudas; por él conocemos si somos o no de la verdad;
esto es, si hemos nacido de Dios y somos sus hijos. ¿Por qué andamos entonces
siempre con complejos de ortodoxia y nos olvidamos tantas veces de la
ortopraxis? Porque es aquí, en la ortopraxis o en la práctica correcta del
amor, donde está el verdadero problema. Muchas veces, si nos examinamos a
fondo, vemos que nuestra conducta no está a la altura de las exigencias del
amor cristiano. Y el corazón nos acusa. Lo verdaderamente decisivo para la
salvación es creer que Jesús es el Cristo y el Hijo de Dios (ésta es la fórmula
más breve de la fe cristiana) y cumplir su mandamiento de amor, que resume
todas las exigencias morales del evangelio. Ambas cosas están unidas
inseparablemente, pues la fe es la aceptación de Jesucristo y el reconocimiento
práctico de que él solo es el Hijo de Dios, el Señor. Por lo tanto, el que cree
en el nombre de Jesucristo acepta y cumple lo que él mismo nos enseñó.
San Juan nos previene, "Hijos míos, no amemos
de palabra y de boca, sino de verdad y con obras…". En esto
conocemos que permanece Dios en nosotros: por el Espíritu que nos dio. Es
seguro que si amamos de verdad a Cristo, de verdad y con obras, tenemos su
Espíritu, daremos buenos frutos y cumpliremos sus mandamientos, amándonos unos
a otros tal como él nos mandó. Dios nos habla a través de nuestra conciencia y,
si tenemos fino el oído interior, sabremos en cada momento lo que Dios quiere
de nosotros. El que ama de verdad, como Cristo nos amó, puede vivir seguro de
que Dios le ama y de que el Espíritu de Cristo habita en él.
Todo esto es fácil decirlo, pero es muy difícil
hacerlo; amar de verdad exige un continuo esfuerzo de purificación de nuestro
egoísmo, de constante poda interior. Sólo los esforzados alcanzarán el reino de
los cielos. Esforcémonos nosotros cada día, hagamos poda interior, para ser
siempre sarmientos vivos de la cepa que es Cristo. En esto, como en muchas
otras cosas, tanto san Pablo, como san Juan y los demás apóstoles, fueron
maravillosos ejemplos de fidelidad a Cristo para nosotros.
¿Cómo podremos dar los frutos de la vida en
Cristo?.
La respuesta nos
la da el evangelio. “Quien no está unido a Cristo no es cristiano”, nos dice
San Agustín. Lo mismo que el pasado domingo en el evangelio del Buen Pastor,
nos sorprende ahora la afirmación absoluta de Jesús: "Yo soy la verdadera
vid". No dice que fue o que será,
pues él es ya la verdadera vid, la que da el fruto. Tales afirmaciones deben
escucharse desde la experiencia pascual y con la fe en la resurrección del
Señor.
Jesús vive y es para todos los creyentes el único
autor de la vida y el principio de su organización. De él salta la savia, y él
es el que mantiene unidos a los sarmientos en vistas a una misma función:
"dar fruto". "Dar fruto" es una expresión frecuentemente
minimizada por los escritores de la vida espiritual, que la entienden muchas
veces en el sentido de hacer buenas obras y alcanzar así la salvación del alma.
Pero en el evangelio de Juan, "dar fruto" significa llevar a la
madurez la misión de Cristo, esto es, llegar a la cosecha del reinado de Dios
para que se manifieste lo que ha sido sembrado en la muerte de Cristo: la salvación
del mundo, que es la gloria y la alegría del Padre (el "labrador").
Jesús es la cepa, la raíz y el fundamento a partir del cual se extiende la
verdadera "viña del Señor". Entre los sarmientos y la vid hay una
comunión de vida con tal de que aquéllos permanezcan unidos a la vid. Si es
así, también los sarmientos se alimentan y crecen con la misma savia. Jesús ha
prometido estar con nosotros hasta el fin del mundo, y lo estará si le somos
fieles. El no abandona a los que no le abandonan.
Clara es la enseñanza que emana del Evangelio de
hoy. Jesús es la vid, nosotros los sarmientos y el Padre es el labrador. Quiere decirnos con estas palabras que no podemos
subsistir como cristianos alejados de Él, que es nuestra vida. Tenemos
experiencia de momentos en los que hemos intentado vivir sin contar con Dios,
hemos creído que podíamos conseguirlo todo con nuestras fuerzas, pero algo nos
ha devuelto a la realidad.
Sin El no somos nada... Es el orgullo y la vanidad
lo que nos lleva a pensar que estamos por encima de todo y no hay nada que se
nos resista. Somos necios e insensatos...Si cortamos el contacto con la fuente,
nuestra vida de fe y nuestro entusiasmo se secan. Los sarmientos, es decir
nosotros, necesitamos su presencia provechosa. Así los sarmientos están en la
vid de tal modo que, sin darle ellos nada a ella, reciben de ella la savia que
les da vida; a su vez la vid está en los sarmientos proporcionándoles el
alimento vital, sin recibir nada de ellos. De la misma manera, tener a Cristo y
permanecer en Cristo es de provecho para los discípulos, no para Cristo;
porque, arrancando un sarmiento, puede brotar otro de la raíz viva, mientras
que el sarmiento cortado no puede tener vida sin la raíz.
El sarmiento que no da fruto es aquel que pertenece
a la comunidad, pero no responde al Espíritu de Jesús, el que come el pan, pero
no se asimila a Jesús. Es el sarmiento que no responde a la vida que se le
comunica.
El Padre, que cuida de su viña, lo corta; es un
sarmiento bastardo, que no pertenece a esa vid.
"Y a todo el que da fruto lo poda, para que dé
más fruto".
El Señor espera nuestra colaboración. Las personas
humanas si no podamos nuestros brotes malos, nuestras malas inclinaciones, y si
no resistimos con valentía las muchas tentaciones que nos da la vida, terminamos
convertidos en personas espiritualmente secas, en simples esclavos de nuestras
pasiones. Tenemos que podarnos corporalmente, en la comida y en la bebida, en
el ejercicio y en el descanso, y tenemos que podarnos psicológica y
espiritualmente, en pensamientos, palabras y obras. Somos sarmientos de la cepa
que es Cristo y si no podamos todo lo que sea incompatible con Cristo, nos
secamos espiritualmente y terminamos alejados de Dios. Para poder vivir en
comunión con Cristo necesitamos purificar diariamente nuestro interior y
comportarnos exteriormente de tal manera que nuestro comportamiento sea
parecido al comportamiento de Cristo, salvando, naturalmente, las muchas
distancias personales, de tiempo y espacio, que inevitablemente existirán
siempre entre nosotros y Cristo. Podar, en este caso, significa lo mismo que
purificar y sabemos que toda nuestra vida ha de ser un ejercicio continuado de
purificación, porque venimos ya a este mundo con inclinaciones y tendencias
originalmente malas y pecaminosas. En el evangelio se nos dice que intentemos
ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto, y sin un ejercicio
continuado de poda y purificación, nunca podremos acercarnos a este ideal,
porque no podremos dar fruto abundante de buenas obras.
Así comenta San Cirilo de Alejandría este texto: «El Señor,
para convencernos que es necesario que nos adhiramos a Él por el amor, ponderó
cuan grandes bienes se derivan de nuestra unión con Él, comparándose a Sí mismo
con la vid y afirmando que los que están unidos a Él e injertados en su
persona, vienen a ser como sus sarmientos y, que, al participar del Espíritu de
Cristo, éste nos une con Él. La adhesión de quienes se vinculan a la vid
consiste en una adhesión de voluntad y de deseo; en cambio, la unión de la vid
con nosotros es una unión de amor y de inhabitación» (San Cirilo de
Alejandría, Comentario al Evangelio
de San Juan 10,2).
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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