sábado, 17 de noviembre de 2018

Comentario a Lecturas del XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario. 18 de noviembre 2018


Comentario a Lecturas del XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario. 18 de noviembre 2018

A las puertas ya del final del año litúrgico, la Palabra de Dios nos es presentada en un lenguaje apocalíptico. La apocalíptica es la literatura que aborda esta temática: la ardiente espera de un final del orden presente, al que seguirá un orden o mundo nuevo. Para ello se sirve de un lenguaje especial, el lenguaje que tiene su origen en la fantasía. No es de naturaleza informativa, es decir, no es una guía en la que se nos comunica el desarrollo de unos hechos. Es de naturaleza simbólica, plástica y está al servicio de una idea, de una concepción. Por lo que respecta al final, éste es expresado con imágenes tremendistas: cataclismos cósmicos, guerras, fuego, derrumbamientos, personajes celestes, señales luminosas, trompetas convocando a juicio.
Si  ya había violencia en nuestra sociedad, este fin de semana la violencia ha llenado de horror las calles de París. Ahora nuestra comunión se ha hecho más dolorosa, pero no menos esperanzada; el calvario se nos ha llenado de sangre, la muerte parece prevalecer sobre la vida, pero sabemos cómo Iglesia amada del Señor, que la victoria es del Crucificado, que la última palabra la tienen las víctimas, la tiene siempre el amor. Hoy, en Cristo, Dios te muestra el camino que lleva al futuro. ¡Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra!
Hoy  en el salmo resonará las palabras del salmista que pronunció Jesús en la cruz. “Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti”:
Hoy la palabra proclamada nos sitúa ante tiempos difíciles. La Palabra de Dios de este domingo nos hace una llamada a reavivar nuestra confianza en Dios y nuestra responsabilidad en hacer de éste el mejor de los mundos posibles. Una vez más constatamos que Dios está a favor nuestro, que cuenta con nosotros para construir el Reino de Dios ya desde ahora.
Las palabras de la profecía de Daniel son palabras para “tiempos difíciles, como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora”. Las del evangelio lo son para los días que vendrán “después de la gran angustia”, días de regreso de la tierra al caos primordial, cuando sol y luna no la iluminaban y los astros no ocupaban sus órbitas en el cielo.
 Pero profecía y evangelio parecen remitir a tiempos que, por misteriosos y lejanos, difícilmente percibiremos en la comunidad eclesial como angustiosos y como nuestros. De ahí la necesidad de escuchar una y otro desde el dolor de las víctimas, desde el caos en el que todas ellas deambulan, como si sus vidas y su mundo no formasen ya parte de la creación de Dios.

La primera lectura del libro de Daniel (Dn 12, 1-3) es parte de un libro que fue escrito en tiempos de persecución y de resistencia. En los pasajes apocalípticos de esta lectura “la gran tribulación" o "los tiempos difíciles" aparecen como una señal de salvación definitiva de los justos.
Con toda seguridad este libro de Daniel fue escrito en tiempos difíciles, en tiempos de persecución y de resistencia. Concretamente los comentaristas actuales sitúan su redacción entre los años 167 y 164 a C., durante la dominación de Antíoco Epífanes y antes de la victoria de los Macabeos.
En los capítulos anteriores se describen los acontecimientos históricos desde un punto de vista o perspectiva escatológica, esto es, teniendo en cuenta el desenlace final. De manera que estos cuatro primeros versillos del capítulo 12 constituyen la conclusión del relato y de su interpretación. En ellos se anuncia cómo todo llegará a un nuevo punto culminante y decisivo, en el que Israel será protagonista y vencedor y se cumplirán los planes de Dios. Esto es lo que quiere decirse aludiendo a la victoria del arcángel San Miguel, que es el ángel custodio del pueblo de Dios y la personificación de la especial providencia divina en favor de Israel.
Los vs. que leemos hoy constituyen la lógica conclusión al relato que comenzó con el cap. 10. En medio del sufrimiento y de la gran tribulación, el Arcángel Miguel protegerá y librará al pueblo de Dios que ha permanecido fiel. Está tan seguro de ello el autor que llega a afirmar que los nombres de los salvados están "inscritos en el libro".
En esta época tardía encontramos la idea de ángeles guardianes o tutelares de los reinos. De la porción escogida de Dios, Israel, se ocupará Miguel (no quiero entrar en el oscurísimo origen de estos seres angélicos. Una opinión muy en boca los considera como divinidades inferiores de los panteones orientales, desclasadas).
Y tras la resurrección un juicio de separación: "...unos para vida eterna, otros para ignominia perpetua" (v. 2). Pero debemos ser muy cautos con el significado de "eterno". No se trata de un algo sin final absoluto (concepción filosófica griega) sino de una vida en la nueva etapa que Dios instaura (nuevo reino), libre de sufrimientos y de persecuciones. En esta nueva etapa del reino (siempre dentro de una continuidad histórica). Lo que nosotros entendemos hoy por vida eterna no aparece en Daniel. Los llantos, gritos, cadenas, fuego... que sufrirán los perversos, son ideas no bíblicas sino de la literatura apocalíptica no canónica.
El autor ve en los mártires de su tiempo la señal de la victoria, descubre la situación extrema que precede a la salvación del pueblo que ha resistido en la fe. Este es "el libro de la vida". Se trata de una imagen utilizada para expresar que Dios conoce a los suyos y los protege hasta el final. No hay en todo el Antiguo Testamento ningún otro lugar en el que hable tan claramente de la resurrección de los muertos que "duermen en el polvo". Aunque se dice que "despertarán muchos", esta expresión quiere decir con frecuencia "todos", y éste parece aquí su sentido. La resurrección es para nuestro autor un postulado de la justicia divina, que no puede dejar sin premio a los mártires y sin castigo a sus verdugos. No falta una palabra de esperanza y una promesa para los "sabios", esto es, para los que enseñan a practicar y no sólo a conocer lo que es justo a los ojos de Dios. Hay para ellos reservada una gloria especial e imperecedera.

El salmo responsorial de hoy es el salmo 15 (15,5 y 8. 9-10. 11)
Con este salmo imploramos  al Señor. «Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti. El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en su mano. Tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena. No me entregarás a la muerte ni me dejarás conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha».
Seguimos el comentario de San JP II. "El salmo 15 desarrolla dos temas, expresados mediante tres símbolos. Ante todo, el símbolo de la «heredad», término que domina los versículos 5-6. En efecto, se habla de «lote de mi heredad, copa, suerte». Estas palabras se usaban para describir el don de la tierra prometida al pueblo de Israel. Ahora bien, sabemos que la única tribu que no había recibido un lote de tierra era la de los levitas, porque el Señor mismo constituía su heredad. El salmista declara precisamente: «El señor es el lote de mi heredad. (...)
San Agustín comenta: «El salmista no dice: "Oh Dios, dame una heredad. ¿Qué me darás como heredad?", sino que dice: "Todo lo que tú puedes darme fuera de ti, carece de valor. Sé tú mismo mi heredad. A ti es a quien amo". (...) Esperar a Dios de Dios, ser colmado de Dios por Dios. Él te basta, fuera de él nada te puede bastar» (Sermón 334, 3: PL 38, 1469).
El segundo tema es el de la comunión perfecta y continua con el Señor. El salmista manifiesta su firme esperanza de ser preservado de la muerte, para permanecer en la intimidad de Dios, la cual ya no es posible en la muerte (cf. Sal 6,6; 87,6). Con todo, sus expresiones no ponen ningún límite a esta preservación; más aún, pueden entenderse en la línea de una victoria sobre la muerte que asegura la intimidad eterna con Dios.
Son dos los símbolos que usa el orante. Ante todo, se evoca el cuerpo: los exégetas nos dicen que en el original hebreo (cf. Sal 15,7-10) se habla de «riñones», símbolo de las pasiones y de la interioridad más profunda; de «diestra», signo de fuerza; de «corazón», sede de la conciencia; incluso, de «hígado», que expresa la emotividad; de «carne», que indica la existencia frágil del hombre; y, por último, de «soplo de vida».
Por consiguiente, se trata de la representación de «todo el ser» de la persona, que no es absorbido y aniquilado en la corrupción del sepulcro (cf. v. 10), sino que se mantiene en la vida plena y feliz con Dios.
() El segundo símbolo del salmo 15 es el del «camino»: «Me enseñarás el sendero de la vida» (v. 11). Es el camino que lleva al «gozo pleno en la presencia» divina, a «la alegría perpetua a la derecha» del Señor. Estas palabras se adaptan perfectamente a una interpretación que ensancha la perspectiva a la esperanza de la comunión con Dios, más allá de la muerte, en la vida eterna.
En este punto, es fácil intuir por qué el Nuevo Testamento asumió el salmo 15 refiriéndolo a la resurrección de Cristo. San Pedro, en su discurso de Pentecostés, cita precisamente la segunda parte de este himno con una luminosa aplicación pascual y cristológica: «Dios resucitó a Jesús de Nazaret, librándole de los dolores de la muerte, pues no era posible que quedase bajo su dominio» (Hch 2,24).
San Pablo, durante su discurso en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, se refiere al salmo 15 en el anuncio de la Pascua de Cristo. Desde esta perspectiva, también nosotros lo proclamamos: «No permitirás que tu santo experimente la corrupción. Ahora bien, David, después de haber servido en sus días a los designios de Dios, murió, se reunió con sus padres y experimentó la corrupción. En cambio, aquel a quien Dios resucitó -o sea, Jesucristo-, no experimentó la corrupción» (Hch 13,35-37). (San Juan Pablo II. Audiencia general del Miércoles 28 de julio de 2004).

La segunda lectura de la carta a los hebreos (Hb 10, 11-14.18) , que hemos ido leyendo estos domingos, marca de manera magistral –y, sobre todo, para la mentalidad de los judíos de la generación de Jesús—que su sacerdocio es eterno y que su sacrificio solo ha ocurrido una vez. La estructura de la Carta a los Hebreos refleja la condición de Jesús como Sumo Sacerdote, es el sacerdocio de Jesús, en el que la Iglesia, año tras año, se ha visto reflejada.
Los versículos de hoy pertenecen al final de la parte central de la carta a los hebreos (5, 11-10, 18), que ha puesto a la luz la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre el sacerdocio levítico. En la presente lectura el autor reclama nuestra atención sobre dos de los argumentos que él ha desarrollado en favor de esta superioridad.
En contraste con el sumo sacerdote, Cristo, a su vez, ha penetrado en un santuario eterno (versículos 12-13). Esta entrada simboliza su ascensión hasta el Padre, por encima de los cielos que la cosmología judía se representaba bajo la forma de una tienda (Sal 103/104, 2). Así pues, Cristo ha penetrado en un tabernáculo no hecho por manos de hombres (Heb 9, 11), es decir, este nuevo tabernáculo no pertenece a la creación propiamente dicha, y se ha sentado por encima de ella.
El autor desarrolla en este pasaje una idea nueva: el sacrificio de Cristo le confiere una investidura mesiánica (versículo 13), a la cual no podía aspirar el sumo sacerdote. Por primera vez, en Jesucristo, un acto sacerdotal termina en una investidura real.
En oposición a los múltiples sacrificios del templo, el sacrificio de Cristo es único (vv. 12, 14 y 18): todo se ha cumplido de una vez para siempre. Al ofrecer su vida y su sangre, Jesús trasciende todo lo que había sido realizado anteriormente (cf. Heb 9, 9-12); en segundo lugar, su sacrificio perfecciona a cualquiera que se beneficie de él (versículo 14), cosa que ningún sacrificio anterior había podido lograr (cf. Heb 8, 7-13); finalmente, el sacrificio de Cristo abre a los suyos el acceso a los bienes espirituales y escatológicos, en tanto que los sacrificios antiguos solo procuraban bienes materiales.
Incluso el hecho de que el Señor esté, a partir de este momento, "sentado" (v. 12), y no de pie, en actitud sacrificial (v. 11), pone de manifiesto que su sacrificio no admite renovación alguna, pues los pecados quedan efectivamente perdonados.
El sacrificio de Jesús vale para todos y en todos los tiempos. Es decir, no es una cuestión particular ligada al Templo de Jerusalén o a los templos de la Iglesia Católica. Sirve para todos los hombres y mujeres de antes, de ahora, y de todo el futuro.
La Carta a los Hebreos deja absolutamente claro la salvación,  cuando habla de la ofrenda de su propia vida, que Cristo ofreció por nuestros pecados de una vez para siempre. Desde entonces introdujo el perdón de los pecados, como regalo perpetuo que Dios nos hace. Los sabios según Dios y aquellos que enseñaron y practicaron la justicia brillarán por toda la eternidad.

El evangelio  acabando ya el ciclo litúrgico B es del evangelista san Marcos. (Mc 13, 24 – 32).
A continuación del texto del domingo pasado, San  Marcos nos presenta a Jesús abandonando el Templo y hablando de la futura destrucción de éste. Sentado después en el monte de los olivos, teniendo precisamente ante su vista ese Templo, Jesús responde a una pregunta formulada por Pedro, Santiago, Juan y Andrés. Son los mismos cuatro con los que Marcos había iniciado la andadura pública de Jesús. La pregunta ha sido la siguiente:
¿Cuándo sucederá esa destrucción y cuál será la señal anunciadora? Jesús les pone en guardia contra la curiosidad por saber tiempos y fechas, invitándoles más bien a tomar conciencia del difícil futuro que como discípulos suyos les espera. Es en este punto donde entronca el texto de hoy.
Related imageEste comienza con una referencia a esa situación de dificultad de los discípulos. La llama "gran tribulación". Sin embargo, y ésta es la peculiar aportación del texto, esta situación de dificultad no va a durar indefinidamente. Su final se articula en tres actos: fenómenos cósmicos, llegada gloriosa del Hijo del Hombre, reunión de los elegidos dispersos por los cuatro puntos cardinales. Esta reunión que pone fin a las penalidades de los elegidos es el punto culminante y razón de ser de los fenómenos cósmicos y de la llegada del Hijo del hombre.
A continuación el lenguaje del texto deja de ser informativo para hacerse interpelativo: empleo de la segunda persona del imperativo (aprended, sabed). La interpelación está basada en el símil del despuntar de la higuera como señal inconfundible de la proximidad de la estación buena. La formulación textual de la trasposición del símil es como sigue: "Así también vosotros, cuando veáis suceder esto, sabe que está cerca, a la puerta". Los problemas de esta formulación son dos: a qué se refiere el pronombre "esto"; ausencia de sujeto en la frase "está cerca". El mensaje es claro, Jesus indica que cuando por ser discípulos míos os veáis inmersos en la dificultad, sabed que el final de ésta, está cerca. El pronombre "esto" se refiere a las dificultades de los discípulos y no a los fenómenos cósmicos. La función del símil es despertar en los discípulos la certeza de que sus sufrimientos tendrán un desenlace feliz.
Incluso se afirma después la proximidad de ese desenlace, aunque su delimitación exacta no se pueda precisar.
La venida de Jesús, irá acompañada de unos acontecimientos cósmicos: vendrá como un ladrón en la noche, de manera imprevista. Pero en este futuro actuar de Dios hay un sí absoluto al mundo que ha creado. Jesús nos dice que estemos atentos a la higuera, es decir a los signos de los tiempos, de los que hablaba el concilio Vaticano II. El Hijo del Hombre, figura que aparece en el profeta Daniel, vendrá sobre las nubes del cielo, reunirá a los elegidos de los cuatro vientos. Por tanto, vendrá a salvar y no a condenar. El juicio será para la salvación no para la condenación. En los evangelios Jesús se atribuye a sí mismo este título mesiánico.
Aprended de la parábola de la higuera…; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que Él está cerca, a la puerta. El Señor siempre está cerca de cada uno de nosotros, animándonos con su gracia, su presencia y su amor para que sigamos viviendo. Todos los signos de los tiempos, la guerra y la paz, la justicia y la injusticia, la muerte de un niño y la muerte de un anciano, todas las criaturas nos hablan de un Dios que, como diría san Juan de la Cruz, por ellas ha pasado. El universo entero es huella de Dios: debemos ver y sentir a Dios en todas sus criaturas y, de manera especial, en cada uno de nosotros. Comparada con los tiempos de Dios, nuestra vida es solo un instante, como un soplo; todas las criaturas nos dicen que Dios está siempre ahí mismo. Estos son para nosotros los signos de los tiempos, a través de sus criaturas debemos los cristianos saber descubrir a Dios. Como cada higuera espera su primavera para que sus ramas se pongan tiernas y broten sus yemas, así cada uno de nosotros debe vivir siempre esperando que llegue para cada uno de nosotros la primavera de Dios, cuando Dios se hará presente definitivamente, en nuestras vidas.

Para nuestra vida.
Hoy es el domingo penúltimo del tiempo ordinario y los cristianos somos convocados a una meditación sobre el fin del mundo y el cumplimiento de la historia de la salvación. Es bueno pensar serenamente en el final para poder entender mejor los principios, y sobre todo para saber vivir en el presente. Meditar en las realidades últimas es signo de valentía espiritual.
Este domingo es una invitación a una buena noticia: nos espera la plena realización de todas las esperanzas de paz, alegría, amor, verdad y justicia. Al final del tiempo, la realización y consumación de la esperanza. Asidos en una palabra que es garantía de futuro: «no pasará esta generación antes de que todo se cumpla». Es misión del cristiano hacer presente este futuro en cada generación. Asumir con ojos de distancia y de futuro la responsabilidad del quehacer de cada día. No tiene que resultarnos extraño que en cada acción -por diminuta que ésta sea- resuene un cierto sabor de futuro. La fe y la esperanza nos aseguran que Dios da futuro al presente.
Creer es acoger a Dios en nuestra vida de cada día; acogida de amor y de libertad que implica conversión permanente, consentimiento en renacer de nuevo y una tensión hacia delante. Solamente la esperanza da fuerza para aguantar el cansancio de vivir y para superar la monotonía diaria. La religión cristiana es una praxis humana destinada a conferir sentido y orientación de la vida personal y social de los hombres en cada momento histórico. Transida de esperanza en un futuro que ha comenzado ya, tiene la vocación de hacer más justas, libres y fraternas las relaciones del hombre consigo mismo y con los demás.

En la primera lectura, el profeta Daniel habla a un pueblo que está a punto de ser extinguido por un poder militar adverso.
El libro de Daniel es muy fecundo en símbolos, visiones, escenas evocadoras, imágenes brillantes y en una filosofía de la historia que le confiere alto precio entre los libros santos. Precisamente la aportación más valiosa del libro la encontramos en los versículos que vamos a comentar.
Se puede afirmar que, hasta la redacción de este capítulo desconoce el AT la doctrina de la resurrección. Sería tarea prolija explicar el concepto de vida de ultratumba que tenían. De todos modos, aparece ya clara esta idea: los justos resucitarán. Pero hay más. Daniel insiste: los que se mantienen firmes en la palabra de Dios resplandecerán por siempre, eternamente, como las estrellas (v 3). La doctrina no puede ser más consoladora. Dios nos protege en esta vida y nos da, más allá, la vida eterna.
Estamos habituados ahora a hablar así, se nos antoja natural Pero fijemos nuestra atención en la audacia del autor que formula por primera vez y tan diáfanamente esta doctrina. Y si aseguramos que se trataba de un autor inspirado, caemos en la cuenta de que esta condición no nos excusa los esfuerzos. Como no los excusa el autor del libro a sus lectores, pese a que les promete la ayuda de Dios.
El autor de Daniel conoce la condición humana y hasta sus más grandes debilidades. Nos habla del orgullo de Nabucodonosor, de la impiedad de Baltasar y de la lubricidad senil de los acusadores de Susana; no es, desde luego, un ingenuo. Durante su vida ha presenciado crímenes y persecuciones, no ha vivido en un claustro alejado del mundo. Se trata de un hombre de carne y hueso, pero un hombre de fe, y hasta intransigente a veces.
El profeta les dice que no teman, que Dios les salvará, que lo que ellos tienen que hacer es mantenerse fieles a su Dios. Es un mensaje que también debe valernos a nosotros cuando estamos ante un peligro físico, social o psicológico: debemos mantener fuerte nuestra confianza en el Señor. En medio de todas las dificultades, Dios no nos abandona.
Y es con esa fe en Dios como cobra confianza, la más grande confianza habida en la historia, la que provoca el escepticismo irónico de los griegos frente a san Pablo, pero que a su vez fortalece a los creyentes más que suficientemente para soportarlo todo a fin de mantenerse firmes en su fe para con Dios.
No son realidades trasnochadas, cuentos de miedo para asustar a los niños en la noche. Son verdades fundamentales que, queramos o no, están ahí ante nosotros como una amenaza, o como un motivo de esperanza y de consuelo. Sí, porque "bienaventurados desde ahora los muertos que mueren el Señor. Si, dice el Espíritu, para que descansen de sus trabajos, porque sus obras les acompañan". "Para siempre, para siempre, para siempre", repetía Santa Teresa. Y esta idea la animaba a seguir luchando, a perseverar en su entrega, a ser fiel al amor del Amado. Llénate tú, y yo también, ante el recuerdo de estas realidades, de un deseo constante de seguir adelante, cubriendo gozoso todas las etapas que conducen a la última meta.
Este salmo se clasifica en la categoría de los "Salmos del huésped de Yahveh". El hombre que ora aquí, vive en un mundo materialista, en que los cultos paganos han invadido la sociedad "tras los ídolos van corriendo".. se someten a sus "libaciones sangrientas". En esa época se inmolaban niños a Moloc. El autor denuncia esta increíble propagación del paganismo, sus prácticas y sus devastaciones.
Es más: este hombre está tentado por este mundo circundante, por "los ídolos del país, sus dioses que tanto amé". Convertido al verdadero Dios, está turbado por el éxito y la prosperidad aparente de las grandes naciones paganas. El materialismo sin Dios es atractivo: "tras ellos van corriendo"... hay que armarse de valor para enfrentarse a una corriente de opinión. La gran tentación en todos los tiempos, ha sido el "sincretismo": esto es, juntar una pequeña dosis de "fe y una gran dosis de "materialismo"... algo de verdadera religión y algo de ídolos... un poco de Dios y mucho del dios Mamon, el dinero...
Tentado, turbado, por el mundo circundante el salmista pide a Dios ilumine el sentido de su existencia como "pueblo separado", "pueblo elegido". Siente en el fondo de su corazón la seguridad de "tener la mejor parte". Su opción de creyente y practicante, lejos de ser un peso, una obligación onerosa, es para él fuente pura de dicha incomprensible para los paganos, y describe su vida de intimidad con Dios. Entonces todo el vocabulario de dicha aflora a sus labios: "mi refugio"... "mi dicha"... "mi heredad"... "mi copa embriagadora"... "mi destino"... "suerte maravillosa"... "mi herencia primorosa" "mi alegría"... "mi fiesta"...
El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano (v. 5).
Los versículos 5 y 6 hacen referencia a la  forma de vida de los levitas,  que vivían en el templo, se convirtió en un símbolo de intimidad con Dios: la tierra de Canaán, dominio sagrado de Dios, dado a su pueblo... la casa de Dios, dominio sagrado al que introdujo a sus huéspedes... anuncios proféticos de la "era mesiánica" en que Dios "morará con los suyos y ellos con El".
El salmista ha aprendido un «ejercicio de piedad» fundamental: «Tengo siempre presente al Señor» (v. 8). Los resultados de este «ejercicio piadoso» son evidentes:
Con él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena (v. 8-9).
No se para a hacer inventario de lo que está en manos de los demás. El tesoro que le espera está en buenas manos (v. 5).
Porque no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha (v. 10-11).
Se trata de una intuición psicológica de la seguridad de uno que ama y por eso «siente» que la muerte no puede separarle de esa persona amada. Y como Dios es esta persona amada su omnipotencia puede extenderse sobre la vida y sobre la muerte. Estamos en la lógica del amor. El amor que desarma a la muerte: un tema vivo en cierta literatura contemporánea. Un novelista pone en boca de Cristo estas palabras:
Fijémonos en  la expresión final:
Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha (v. 11).
Cuando nuestra vida se halla verdaderamente anclada en la palabra de Dios, el Señor nos «aconseja». La palabra bíblica deja de ser entonces un vocablo cualquiera, genérico y distante, y se convierte en un término que compromete directamente mi vida. Supera la distancia de la historia y se hace para mí palabra personal. «El Señor me aconseja»; mi vida se convierte en una palabra que proviene de El. De esta suerte se hace realidad el dicho: «Tú me enseñarás el sendero de la vida» (Sal 16,11). La vida deja de ser un oscuro enigma. Aprendemos qué significa vivir. La vida se aclara, y, en el centro mismo de ese «ser educado», se transforma en alegría. «Fueron para mí cantos tus estatutos», leemos en el salmo 119 (v.54); no de otro modo se expresa el salmo 16: «Por eso se alegra mi corazón, jubila mi lengua» (v.9); «la hartura de alegría ante ti, las delicias a tu diestra para siempre» (v.11).

En la segunda lectura  de la carta a los Hebreos el tema central es  el siguiente: donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados: Cristo, con el sacrificio de su vida, nos ha perdonado ya todos nuestros pecados. Lo único que debemos hacer nosotros ahora es renovar este sacrificio único de Cristo; nuestras ofrendas sólo alcanzan valor definitivo si van unidas a la ofrenda única de Cristo. Cristo ya nos perdonó, con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados. Dios ya no quiere de nosotros sacrificios, ni ofrendas, sino un corazón arrepentido y entregado. Por gracia, por la gracia de Cristo, estamos salvados, como nos dirá repetidamente san Pablo.
El autor piensa que Cristo ya ha vencido, pero falta todavía algo para que su victoria sea efectiva en todas sus consecuencias. Por eso la Iglesia espera, y nosotros en ella, que un día se manifieste con poder y majestad el triunfo de su Señor. Creemos que Cristo ya está sentado y es el Señor, pero nosotros no podemos estar sentados. La esperanza cristiana no consiste en estar a verlas venir, es una esperanza activa.
Nuestra actividad como  cristianos no consiste en la multiplicación de los sacrificios para alcanzar el perdón. Pues ya hemos sido perdonados gracias al único sacrificio de Cristo. Nuestro culto, y en especial la eucaristía, no tiene que ver con los sacrificios antiguos. Ahora se trata más bien de renovar la memoria de Jesucristo, de celebrar su victoria y de actualizar el único sacrificio de la Cruz. Se trata de proclamar y de recibir el perdón de Dios. Se trata de atestiguar en el mundo que hemos sido perdonados perdonando nosotros también a los que nos ofenden.
El acontecimiento decisivo ha tenido ya lugar; la muerte de Cristo y su entronización en el santuario celeste a la derecha del Padre.
Todo lo que pueda venir después en nuestra vida y en la vida del mundo, debemos aguardarlo los cristianos con la mayor tranquilidad y sosiego, porque también nosotros hemos alcanzado con Cristo la "consumación" o perfección.
Ya tenemos abierto el camino que conduce al lugar santísimo de Dios. Cierto que todavía no hemos ocupado un puesto, como ya lo ha hecho Cristo, y todavía corremos peligro de recaer en el pecado y en la infidelidad. Porque el tiempo, nuestra vida, es el lugar de la siembra en la que debe ir creciendo la Palabra salvadora hasta la cosecha final.

El evangelio nos sitúa ante el final de los tiempos, no hemos de confundir  las precisiones que Jesús hace sobre su futura venida con tanta literatura pseudoreligiosa sobre el fin del mundo que aparece en nuestra sociedad.
Esta lectura evangélica nos introduce en una de las dimensiones más originales de la fe judeocristiana: su concepción de la Historia. La fe judeocristiana presenta la Historia como una serie de vectores que avanzan hacia un futuro y que deben alcanzar una meta. Al hombre se le contempla como alguien que ha de responsabilizarse de su presencia en el mundo y de tomar muy en serio la marcha de los acontecimientos.
En consecuencia, la fe cristiana no es una mera contemplación estética sino una fuerza que nos debe llevar a comprometernos en la marcha de las cosas que hacen posible que la vida del hombre en esta tierra vaya acercándose a esa situación ideal que Jesús presentó como el Reino de Dios, en la que reine la justicia, la fraternidad, la libertad, etc.
Es muy oportuno que este tema lo trate el evangelio del domingo que nos acerca al final del Año Litúrgico. Nos sitúa en esa coordenada de nuestra vida que apunta hacia su final y que con frecuencia no queremos recordar.
La parábola de la higuera nos invita a tener el arte de ser puntuales y no dejarnos sorprender por los acontecimientos decisivos que deben orientar nuestras vidas a acoger el Reino. Vivir el presente con esta tensión nos hace contemporáneos ya del fin de la historia y nos hace comprender la tan comentada frase de Jesús: "Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla".
Mirando a nuestro alrededor vemos como Los filósofos posmodernos arrojan la historia al cubo de la basura, argumentando con desenfado que se la han inventado los historiadores y existe solamente en los libros de texto. En realidad hay tan sólo acontecimientos sin ninguna conexión entre sí. El mundo está constituido por una multitud de átomos-individuos que estamos juntos por casualidad. No tenemos ningún proyecto, simplemente nos cruzamos o nos atropellamos unos a otros en un caos de biografías individuales. Así pues, andaremos errantes siempre: sin fin ni objetivos últimos, sin normas de marcha ni ilusorias esperanzas. No hay tierra de promisión. No hay que sacrificar el presente al futuro, porque no hay futuro. El símbolo humano ya no es el Prometeo que intenta robar para el hombre los atributos de Dios, sino el Narciso que vive para sí mismo y no mira al mundo exterior. Hay que acostumbrarse a vivir sin ideales. Ahora parece ser que hemos encontrado el átomo y hemos perdido el hombre. Terminamos la exposición de estos pocos idílicos planteamientos sin insistir en lo de la capa de ozono. Pero ya ven: no son predicadores de tremendista oratoria los que nos aguan la fiesta con el fin del mundo.
Esto se piensa en los círculos directivos del opulento Occidente. Pero, ¿qué opinan en el Tercer Mundo con las costillas marcadas y moscas en los labios? ¿Qué se siente al otro lado de ese muro, cada vez más alto, que separa al norte rico del sur pobre? ¿Qué dicen quienes lo esperan todo de ese mañana que los blancos pudientes dicen ahora que no existe? Decididamente, no se ven las cosas igual desde un palacio que desde una choza. Los ojos de los pobres dicen la verdad. Y nosotros seguiremos luchando para que esto cambie hasta que ellos puedan cantar el Magnificat.
La espera sobre la Segunda Venida es  motivo de alegría para los cristianos. Es la plasmación de que no estamos abandonados por Él y que un día, en su presencia y cercanía real y física, nacerá un nuevo mundo. Es la Jerusalén celestial que bajará del cielo ataviada con las mejores galas de una novia bellísima. Pero es cierto, también, que la espera de Jesús puede estar llena de problemas, inconvenientes y hasta hechos muy graves. No es fácil la vida de los cristianos es estos tiempos. Ciertamente, la fecha y el momento solo lo sabe el Padre.
Desde el abismo, Jesús de Nazaret se preguntaba: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Desde lo hondo de su desesperanza, el emigrante se preguntaba y me preguntaba “si Dios había creado también a los negros”. Desde lo hondo, la víctima no dudaba de que Dios había creado a los negreros, a los explotadores, a los violentos, a los violadores, y se preguntaba si Dios lo habría creado también a él.
Necesitamos escuchar profecía y evangelio desde el mundo de los pobres, desde la noche de los crucificados, desde el árbol seco de los malditos, desde la angustia de los excluidos de la paz, desde el temblor de hombres, mujeres y niños entregados a la intemperie de una tierra informe y vacía.
Sólo quienes todo lo han perdido, Jesús de Nazaret el primero, y con él todos los excluidos de la creación y devueltos al caos , sólo ellos pueden reconocer en Dios su todo, y poner en su Creador toda esperanza de ser.
En comunión con Cristo y con las víctimas, también nosotros aprendemos a decir las palabras del salmo: “Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti”.
Y en esa admirable comunión nuestro corazón sabrá que “el Señor es el lote de tu heredad”, todo tu ser sabrá que tu suerte está en la mano de nuestro  Señor. “Por eso se te alegra el corazón, se gozan tus entrañas, y todo tu ser descansa sereno”.
Hoy, en Cristo, Dios nos sacia de alegría.
Con el comienzo de un nuevo Adviento lo que haremos es esperar con esa alegría recibida  la Segunda Venida.
Y esa espera marcará un tiempo nuevo que no debemos desaprovechar.

Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com



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