Llegará un día que Dios terminará con toda la penuria humana y, además,
aniquilará la muerte para siempre. Y hay palabras misteriosas, como las que
dice: “arrancará en este monte el velo que cubre a todas los pueblos, el paño
que tapa a todas las naciones. Y preparará para todos un gran banquete. En la
descripción del banquete recuerda, sin duda, al salmo 22, en el que el Señor
nos lleva a fuentes tranquilas y prepara una mesa ante nosotros. Llegará, sin
duda, ese día final de gran alegría y de conocimiento total de lo que nos falta
por saber de la existencia futura. La promesa de Dios es para todos los
pueblos. No sólo para el pueblo elegido, para Israel. Pero no sólo, tampoco,
para nosotros los cristianos, que no podemos creer, asimismo, elegidos. Serán todos
los pueblos. “El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, y el oprobio
de su pueblo lo alejará de todo el país”.
“Las palabras de la profecía, proclamadas hoy en la liturgia de la
comunidad, vuelan de los campos del hambre a los tugurios de las zonas de miseria,
de las vallas fronterizas al fondo de las pateras, del infierno de los
esclavizados, al oprobio de los desechados, y no se puede acceder a la verdad de
Cristo, si no las devuelves como un eco la montaña del sufrimiento humano.
Dios no puede enjugar las lágrimas, Dios no puede alejar el oprobio. Lo
sabe el hambriento, lo sabe el contagiado, lo sabe el emigrante, lo sabe el
esclavo, lo sabe el que nada cuenta, el que nada tiene, el que nada vale, lo
sabes tú. Y el eco lo irá repitiendo cada día desde la montaña del sufrimiento:
Dios no puede… Lo saben también el opresor, el negrero, el explotador, el
corrupto, el violento, el cruel, el violador, el engañador, el pederasta.
Las palabras de la profecía son verdaderas, sabes que las lágrimas serán
enjugadas y que el oprobio será alejado, tú sabes que sobre esas palabras se
levanta cierta la esperanza de los pobres, tú sabes que el Señor Dios, su no
poder y su amor, es tu salvación.
En Jesús de
Nazaret, en el misterio de la Palabra hecha carne, evidencia de la debilidad de
Dios y de su amor, Dios se nos hizo cercano para enjugar lágrimas y alejar
oprobios.
La
primera lectura es del libro de Isaías ( Is
25, 6-10ª). La
lectura de este domingo forma parte de una unidad literaria del libro de
Isaías, denominada "Escatología" (cap. 24-27). Estos capítulos son
muy posteriores al profeta, y fueron insertados en esta obra en una época
posterior al destierro.
La montaña de Sión es la
habitación de Yahvé, en el futuro no sólo los judíos subirán para adorarlo,
sino todos los pueblos. En este encuentro de todos los pueblos en Jerusalén
desaparece la distinción entre judíos y gentiles (vv
6-7). La destrucción de la muerte, de la cual se habla en el v 8, reviste el
mismo significado que en 11,9: «No harán daño ni estrago en todo mi Monte
Santo, porque está lleno el país del conocimiento de Yahvé, como las aguas
colman el mar».
Al leer el texto no debemos
nunca de perder de vista el hecho de que nos encontramos con un relato
escatológico en el que las afirmaciones son más producto de la fe que del
conocimiento. El autor sueña con un futuro, que cree real, en el que el
Soberano Juez de la historia inaugurará su verdadero reinado en cielos y
tierra, en todo el universo. ¿Cuándo tendrá lugar? El escritor sólo sabe que se
trata de un futuro.
Para entender este texto,
tenemos en cuenta Is 24. 21-23.
En un tiempo futuro, el
Soberano hará un juicio sobre todo el Cosmos, tanto sobre las huestes celestes
como sobre los reyes de la tierra. Las huestes o ejércitos celestes son las
estrellas, consideradas por los orientales como seres divinos. Más tarde, en la
literatura apocalíptica, estas huestes se identificarán con los coros de
ángeles (en el libro de Enoch se habla,
indistintamente, del castigo de las estrellas o de los ángeles).
El juicio divino es un examen
de separación: investigada la culpa se le elimina. Los agentes de la misma, ya
sean humanos o divinos, son encerrados en la mazmorra a la espera del castigo.
El texto no habla para nada de
la destrucción del sol y de la luna, como afirman otros relatos apocalípticos
sino que sólo se constata el hecho de que las dos "grandes"
luminarias "se avergüenzan", expresión similar a nuestro "salir
los colores": un desorden interno aflora al exterior en un "ponerse
rojo como un tomate".
Es el inicio del reinado del
Señor.
Y este acontecimiento se
celebra con un espléndido "banquete" al que están invitados todos los
pueblos (25. 6-8a) sin excluir a los judíos (v. 8b). El banquete es imagen de
la liberación gozosa de la era mesiánica. El Señor es un generoso anfitrión que
nos ofrece los mejores manjares y los más exquisitos licores, y los ofrece a
todo el mundo sin excluir a nadie.
Y para colmo, este gran
anfitrión nos hace "un regalo
inapreciable": aniquilar de forma definitiva la muerte y, con ella, su
cortejo de sufrimientos y de lágrimas. 2) vs. 9-10a: Es un canto de
agradecimiento entonado por todos aquellos que han experimentado en sus carnes
la liberación del Señor. Con gozo inmenso la comunidad exclama: el Señor está
en medio de nosotros y notamos su mano.
En el reino mesiánico
desaparecerán la violencia y la sangre.
El responsorial es el salmo
22 (Sal 22,1-6). Este nos
habla de una profunda experiencia religiosa que marcará profundamente la
espiritualidad cristiana. Un día de la fiesta de los Tabernáculos en Jerusalén,
el mismo Jesús dirá ante la multitud en el templo: "Yo soy el buen
Pastor".
El salmo 22 es uno de los
salmos más breves del salterio: sólo 6 versículos. Dentro de su unidad temática
se distinguen dos partes bien diferenciadas que podríamos llamar:
Dios como pastor (vv. 1-4)
Dios como anfitrión (v. 5-6).
El salmo empieza con la cierta
y serena afirmación de que Dios es el pastor del salmista. Este
habla en primera persona a lo largo de todo el poema y en la primera parte
describe su experiencia bajo la solicitud y el amor de su pastor.
Con metáforas sacadas del mundo
pastoril va enumerando las pruebas del exquisito amor del pastor hacia él,
afirmando ya desde el principio que nada le falta porque Dios piensa en todo:
verdes praderas, fuentes tranquilas, sendero justo: todo lo positivo y lo
agradable de la vida se lo proporciona el pastor de quien se siente hondamente
amado. Dios obra así "en honor de su nombre", es decir, para que su
reputación de Dios bondadoso, grande en misericordia y rico en perdón, se
manifieste y se viva. Dios no puede ser tildado de negligente o indiferente en
lo que respecta a su pueblo y al bien de los suyos. Así, por su actitud hacia
los fieles de Israel, mostrará su superioridad sobre los ídolos de los paganos.
Es una descripción completa,
sencilla, pero clara, que muestra con toda luminosidad la bondad de Dios, su
providencia, su atención solícita hacia aquellos que confían en él.
El salmo 22, uno de los más
bellos de todo el salterio comienza con una afirmación atrevida: “El Señor es
mi pastor, nada me falta” (v. 1).
También nosotros formamos parte
de ese gran rebaño.
Nos guías «por el sendero
justo» (v. 3).
En verdes praderas me hace
recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas (v. 2-3).
El salmo describe una imagen
plena de paz y de quietud. Pero nosotros siempre llevando la contraria. Y
nuestro espíritu en vez de robustecerse, se entristece y entumece
alarmantemente, ni nos damos cuenta de que existe. Damos vueltas en el vacío,
creyéndonos que hacemos algo.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo (v. 4).
Frente a las dificultades y
angustias de la vida, simbolizadas por las "cañadas oscuras", el
salmista nada teme. Se fía de su pastor, de su Dios. Se encuentra en sus manos,
y por tanto, ¿qué le puede suceder de malo? ¿no le
protegerá el amor y la solicitud de su pastor?
"Tu vara y tu cayado me
sosiegan" (v. 4). Una doble imagen que puede ser simplemente una
redundancia, pero que igualmente pueden significar una defensa: la vara contra
los animales, chacales, lobos, y el cayado como una guía que encamina y
endereza e impide descarriarse. Así el salmista se siente protegido, seguro,
feliz.
A veces buscamos un sendero
seductor y voy por él sin pensar. Algunas normas no las entiendo. Ciertas
imposiciones pesan demasiado. Las prohibiciones me irritan, las considero
atentados contra mi libertad. Además, precisamente las ovejas que se dicen más
fieles y celosas, viéndolas de cerca, me desilusionan y casi me empujan a
marchar.
Miremos al pastor en vez de
fijarse en la miseria, la porquería e hipocresía de ciertos compañeros de
viaje.
Como quiera que sea el sendero
está allí y yo me voy por él. Pero cuando creo que me separa una gran distancia
del rebaño, cuando he perdido todo camino de vuelta, me encuentro junto a ti,
« nada temo,.tú vas conmigo» (v. 4).
En la soledad y el peligro te
descubrimos junto a nuestra vida. Tu tomas la
iniciativa. Abandonadas a las otras. Una oveja extraviada vale tanto para ti
como todas las otras juntas.
Has venido a buscarme. A pesar
de que alguien te diría: «No te preocupes, déjale, al fin de cuentas ha sido
porque ha querido, nadie le ha echado, puede volver cuando quiera...».
No has estado en paz hasta que
no me has encontrado. Te sentías empobrecido de mí. De mí, la oveja de la
última fila.
Ni una palabra siquiera de
reprensión. Al contrario:
Siguiendo el mismo tono
simbólico, el salmista pasa del pastor guía y protector de sus ovejas, a la
imagen del huésped espléndido o anfitrión que convida a un banquete. La imagen
de la oveja queda también transformada en la del amigo o deudo del Señor que ha
sido convidado a un festín.
Preparas una mesa ante mí
enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa (v.
5).
Quieres que se haga fiesta. Que todos
participen en tu alegría.
Así como el pastor siempre se
preocupa de sus ovejas, las guía y las alimenta, así ahora, igualmente, el
mismo Dios, con la figura del huésped, favorece magníficamente a aquellos que
se sienten amados por él, les regala con dones exquisitos. Por esto el salmista
no ha imaginado otra cosa más expresiva que un banquete: una mesa preparada, un
ambiente de alegría y de riqueza (ungüento para la cabeza, rebosar de la copa).
La mención de los enemigos la
hace el salmista para recalcar la seguridad de aquél que es favorecido por
Dios; así como antes hablaba de cañadas oscuras, ahora menciona a los enemigos,
que son ya impotentes y se ven como derrotados viendo la suerte feliz de aquél
a quien querían malherir o aniquilar.
Tu bondad y tu misericordia me
acompañan todos los días de mi vida (v. 6).
Y habitaré en la casa del Señor
por años sin término (v. 6).
Describe el salmo la intimidad
con Dios. Intimidad que nos sitúa en el secreto de la plena alegría.
¿Por qué no comenzar de
inmediato? "Sólo bondad y benevolencia me acompañan todos los días de mi
vida; y moraré en la Casa del Señor todos los días de mi vida".
La segunda lectura es de
la carta del apóstol San Pablo a los filipenses (Fil 4, 12-14. 19 20)..
En este texto habla de su total disponibilidad y adaptación a las distintas
circunstancias de la vida. No por estoicismo o afán de puro autodominio o
control, sino para predicar el evangelio.
Pablo había
recibido ayuda de los filipenses (2,25.3O; 4,10). Y esto fue para él motivo de
alegría por lo que suponía de prosperidad en las comunidades de Macedonia, que
tan mal lo habían pasado económicamente (cf. 2 Co 8,2); pero en especial Pablo
se alegra del buen espíritu de colaboración de los filipenses en los trabajos
de evangelización. Con todo, Pablo no "da gracias" a los que le
habían ayudado con su dinero. Entiende que sólo es justo y necesario "dar
gracias" a Dios. Más aún, advierte de paso a los filipenses que está
acostumbrado a vivir en la pobreza y en la abundancia. Pablo es muy celoso de
su independencia, de su "autarquía", no quiere atarse a nada ni a
nadie que pueda menguar su libertad de predicar el Evangelio.
No recrimina la ayuda que ha
recibido, sino que dice a los filipenses: "Hicisteis bien en compartir mi
tribulación" . De hecho, han ayudado a "uno
de aquellos pequeños necesitados" y, por eso, recibirán la recompensa que
Jesús ha prometido a los que actúen así.
La acción de gracias de Pablo
culmina con una alabanza a Dios Padre, que pone punto final a la carta, antes
de las salutaciones finales.
La clave está
en el v. 13: "todo lo puedo..." En todos los sentidos, para vivir con
poco o para no dejarse engañar por lo mucho. Lo importante es El que me
conforta o ayuda. El poner el punto de apoyo en Cristo, no en una forma
determinada de vida como si ella fuera decisiva por sí misma.
ALELUYA
Cf. Ef 1, 17-18
El
Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine lo ojos de nuestro corazón, para que
comprendamos cuál es la esperanza a la que nos llama
El
evangelio es de San Mateo (Mt 22, 1-14) Es el último domingo dedicado a las cuatro
parábolas de San Mateo, que nos presentan diversos aspectos de la historia del
Reino, podría resumir sintéticamente su línea de fondo: Dios, el Padre, nos
comunica su amor -y Jesucristo es su gran portavoz- y este amor de Dios debe
hallar una respuesta de hecho en nosotros. Dios nos envía a trabajar a su viña
y a todos los que se apuntan, más pronto o más tarde, les da generosamente el
mismo jornal (domingo. 25); la respuesta no debe ser un "sí" de
palabra, sino de hechos aunque de palabra se diga "no" (domingo. 26);
nosotros somos la viña que él quiere y que espera que dé frutos de justicia y
derecho (domingo. 27); su llamada a trabajar es un camino hacia la gran fiesta
eterna que él quiere para nosotros (domingo. 28).
La dinámica de estas parábolas
es un don de amor ofrecido por Dios, una respuesta que capte que sólo con amor
se responde de verdad.
Una
idea que destaca en el evangelio de hoy es que el Reino de Dios es un banquete.
Es algo que no conviene olvidar en un mundo y en una cultura que ha criticado a
la religión como algo que aliena al hombre y va contra sus tendencias más
naturales, como si se opusiese a su felicidad. Y esto no es así en la Palabra
de Dios y, por tanto, en la fe cristiana. Otra cosa puede ser el camino y hasta
la meta para conseguir esa felicidad. Ahí puede haber y hay discordancias
profundas y opuestas. Pero quede claro que la felicidad es la meta del hombre
para el sentido cristiano de la vida.
La situación que se ha creado
con el advenimiento del Reino en la persona de Jesús puede ilustrase con lo que
se describe en la parábola. En primer lugar se destaca la importancia del que
llama: "un rey" -la mentalidad popular pensaba inmediatamente en
Dios- y de la fiesta que celebra: "la boda de su hijo". El punto que
merece subrayarse con mayor insistencia son las reiteradas invitaciones, en
primer lugar a sus amigos que ya habían sido convidados (llamados)
anteriormente. En la invitación que se les dirige ("Todo está a punto.
Venid a la boda") resuenan las palabras que inician y resumen la
predicación de Jesús: "Está cerca el Reino de los cielos: convertíos"
(cfr. Mt 4, 17).
A la hora de la verdad, los
primeros invitados se desentienden. Tratándose del rey, rechazar su invitación y
maltratar a sus enviados, es una muestra clara de estar contra él. La reacción
del anfitrión es doble:
a) Convidar a todos, malos y buenos, a la
fiesta y llenar así la sala del banquete. Esto debía ser una gran bofetada para
los que no habían querido acudir a la boda.
b) Terminar con los que han
rechazado la invitación y prender fuego a la ciudad. Parece que la parábola
seguiría un orden más lógico sin los versículos 6 y 7, y así Lucas los
desconoce totalmente. Seguramente son fruto de la reinterpretación que la
iglesia mateana hace de la parábola después de la
destrucción de Jerusalén, el año 70, a la que aquí se alude; y los malos tratos
al segundo grupo de enviados pueden referirse a la actuación del judaísmo con
los primeros cristianos.
El versículo 10 ("La sala
del banquete se llenó de comensales") sería el final de la parábola. El
nuevo pueblo de Dios se ha reunido abriendo a todos
sus puertas: a buenos y malos.
Los últimos versículos indican que del hecho de pertenecer a la
comunidad eclesial no se sigue automáticamente la entrada en el Reino, sino que
es necesaria una transformación personal, expresada con la imagen del traje de
fiesta. El rey-juez excluye a quien no lo lleva y su situación expresa la
desaparición de aquel que, por culpa propia, ha sido excluido de la salvación.
Y el texto evangélico termina
con una sentencia generalizadora, en su origen seguramente independiente de la
parábola: la llamada de Dios es para todos, pero exige una respuesta que no
todos dan.
Para nuestra vida.
Si la imagen de la viña dominaban en
las lecturas del pasado domingo, hoy destaca la imagen del banquete, del gran
festín al que Dios llama a todos los hombres (1. lectura y evangelio). También,
como el pasado domingo, convendrá presentar fundamentalmente la imagen del
banquete en su sentido más profundo, más que detenerse en los detalles de la
parábola del evangelio. Destaca la gran llamada del Padre: "Venid a la
fiesta".
En
la primera lectura el profeta Isaías se refiere en sus palabras al monte Sión,
sobre el que está el Templo de Jerusalén, lugar donde los judíos sentían de una
manera especial la presencia de Dios. Al Templo se iba a
encontrarse con Dios, a vivir la alegría del encuentro con el Dios Altísimo.
Dios convoca en su Templo a todas las naciones, prometiéndoles la salvación, la
victoria definitiva sobre el mal y la muerte. También el profeta Isaías compara
este encuentro con Dios con un festín “de
manjares enjundiosos y suculentos, de vinos generosos, de solera”. ¿Es
también para nosotros cuando nos encontramos con Dios en su templo un festín,
una promesa de salvación, de triunfo sobre la muerte? ¿O salimos del templo
como si no hubiera pasado nada, con el alma llena de turbulencias y
preocupaciones materiales? Pidamos a Dios esto: que nuestro encuentro con él
nos vivifique y nos conforte por dentro, que nos haga fuertes ante los
problemas de cada día. “Lo santo” debe estar reñido con “lo triste”, porque
sentir la santidad de Dios dentro de nosotros es sentir la fuerza de Dios
superando todas nuestras flaquezas y enfermedades de nuestra alma y de nuestro
cuerpo.
El texto no menciona a ningún
Mesías, ya que Dios en persona es el Soberano, esta profecía veterotestamentaria nos lleva a una era mesiánica en una
lectura más profunda y conjunta de toda la Biblia. Con el cumplimiento de la
profecía en Jesús de Nazaret, la perspectiva cambia. Él es el Mesías que
instaura el Reino del Padre, y resucitando de la muerte triunfa sobre ella y
sobre sus consecuencias: el dolor y llanto. A cuantos responden a su invitación
a formar parte de su reino les hace participar de alguna manera, y en alguna
medida aunque no definitiva, en su triunfo sobre la muerte. El autor no dice
cuál es el origen, la causa de nuestro dolor y de nuestras lágrimas. Es nuestra
finitud la culpable de los mismos. Y la imagen de un Soberano enjugando las
lágrimas de los seres finitos es conmovedora. Él es el ser solidario con el
hombre con amor total hacia cada uno de los miembros de la humanidad. Él es el gran consolador que no sólo anuncia la
extirpación futura del dolor y de la muerte sino que se entretiene con el
quehacer diario de consolar en el momento presente. Así debe ser la actitud de
la Iglesia, de todo cristiano: anunciar el final glorioso de esta limitación
humana, pero mientras esto acaece no desentenderse de las lágrimas de nuestro
mundo. Son demasiado copiosas, y los gritos muy desgarradores. ¡No cerremos los
ojos ni taponemos nuestros oídos! El banquete eucarístico es signo del banquete
escatológico. El Señor es un generoso anfitrión que nos ofrece todo lo mejor,
sin excluir a nadie. El Papa, los obispos, la Iglesia deben ser generosos con
todos y en todo, sin tratar de excluir a nadie, sin querer ofertar sólo café y
prohibiendo los otros licores. Y la razón es muy sencilla: ninguno de ellos es
el anfitrión y deben respetar la voluntad del amo. ¡No caigamos en teologías
baratas de "alter Xtus"! El amo sólo es
uno.
Al instaurar su reinado, el
Señor consuela a los que están tristes ofreciéndoles un banquete, signo del
gozo y de la alegría. Dios quiere mostrar su soberanía haciendo a los hombres
felices, el banquete y la destrucción de la muerte son sus imágenes más
plásticas.
El salmo como que actualiza las promesas de la
primera lectura y fortalece la invitación de Jesús al banquete de bodas:: “El Señor es
mi pastor, nada me falta”. Ello supondrá como repetimos en la estrofa del
salmo “habitaré en la casa del Señor por
años sin término”.
El creyente que recita el salmo, se sabe guiado y acompañado por la mano firme
y protectora del pastor, proclama con tranquila audacia su ausencia de
ambiciones. Tiene todo lo que necesita: conducción, seguridad, alimento,
defensa, escolta, techo donde habitar... Difícilmente anidarán en su corazón la
agresividad, la envidia, la rivalidad, todas esas actitudes que amenazan
siempre el convivir con los otros fraternalmente. El texto comienza con el
reconocimiento de Dios pastor, preocupado de que no le falte nada al creyente.
Ser cristianos quiere decir
precisamente aceptar la alegría de vivir en la intimidad con el Señor. Bajo la
guía del pastor, un pastor que se alegra por haber recuperado a la oveja que
camina rezagada, la perdida.
El corazón del pastor nos reconcilia con todo el rebaño. Las
deficiencias de los demás ya no me escandalizan. Sé a dónde mirar y me doy
cuenta de que «nada me falta» (v. 1). Cuando se ha descubierto el corazón del
pastor, no se tienen ganas ya de hacer el inventario de las miserias de los
compañeros de viaje.
El clima árido "de la
sociedad de consumo" lleva a muchos jóvenes y menos jóvenes a la búsqueda
de "fuentes frescas". El hombre no vive solamente de pan ni de
supermercados, ni de placeres...
Hoy se nos invita a descubre
alegrías más profundas. La experiencia de la "vida con" Dios hace
parte de estas alegrías secretas: "porque Tú estás conmigo"...
"Nada me falta".
Dios, el gran protagonista del
salmo, se nos describe con los colores más hermosos que puedan representar la
bondad, la providencia, la ayuda, la generosidad, la esplendidez. Dios no deja
nada de lo que pueda contribuir al bien, a la alegría, a la paz de sus fieles.
Por esto el salmista confiesa, agradecido, que la bondad y la misericordia del
Señor le acompañan siempre, todos los días de su vida. Constata su situación de
privilegio, diríamos de mimo, la situación de un alma que se siente querida por
Dios, que es bien consciente de sus favores, de su predilección.
Cada creyente, asegurado por su
experiencia de un Dios tan inmensamente bueno y providente, lanza al futuro su
mirada, se siente seguro de aquella bondad que ha experimentado siempre, y
prorrumpe en una afirmación llena de fe y de esperanza: "habitaré en la
casa del Señor por años sin término".
En el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, pequeña y humilde, desposeída
de poder y ungida de amor, Dios se hace buena noticia para todos, pero solo
pueden entenderla los pobres.
Los pobres, que se encuentran con nosotros, deben encontrarse a través
nuestro con Cristo, y podrán ir diciendo: “El
Señor es mi pastor, nada me falta”.
Solamente el espíritu cristiano
puede comprender la profundidad de esta mención de la eternidad feliz. El
salmista la ignoraba del todo en su tiempo, y por esto lo que él veía y
pretendía era la certeza de vivir junto al templo del Señor hasta el final de
sus días. Nada le separaría del templo, nada le alejaría de aquella intimidad,
de aquella experiencia de un Dios que él mismo calificó de pastor y de huésped.
Nuevamente la antigua tradición
cristiana leyó algunas veces esta segunda parte del salmo en clave sacramental:
la mesa preparada sería la eucaristía; el ungüento o la unción en la cabeza significaría
la unción del Espíritu, la confirmación; las cañadas oscuras de antes (sombras
de muerte) eran imagen del bautismo, ser sepultados con Cristo. Todas estas
gracias sacramentales harán que el cristiano tenga siempre vida eterna, ahora
ya en este mundo, y luego, para siempre, en la gloria.
En la segunda lectura San Pablo se coloca
como ejemplo de saber vivir en cualquier circunstancia. “Sé vivir en pobreza y abundancia.
Estoy entrenado para todo y en todo: la hartura y el hambre, la abundancia y la
privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta. En todo caso, hicisteis bien
en compartir mi tribulación. En pago, mi Dios proveerá a todas vuestras
necesidades con magnificencia, conforme a su espléndida riqueza en Cristo Jesús”.
La enseñanza esta
centrada en la fuente de nuestra fortaleza:”
Sé vivir en pobreza y en abundancia… Todo lo puedo
en aquel que me conforta”. La comunidad de Filipos- a la que evangelizó era una comunidad a la que Pablo amaba especialmente
y por la que se sentía correspondido en más
de una ocasión. Lo primero que Pablo les dice es que les agradece la ayuda,
pero que quiere que sepan que él sabe vivir con poco y con mucho, porque todo
lo puede con la ayudad de Cristo, que es el que verdaderamente siempre le
conforta. Un buen ejemplo para todos nosotros. Debemos ser sobrios y austeros
en la pobreza y en la abundancia, saber vivir con poco y no olvidarnos nunca de
los que tienen menos que nosotros. Nuestra fuerza interior no debe dárnosla el
dinero, sino el espíritu de Cristo, el vivir nuestro cristianismo con verdad y
sinceridad. Una persona que vive en lo económico usando y abusando de bienes
superfluos nunca podrá ser buen cristiano.
En el evangelio de hoy
Jesús se vale de una comparación (en un reino, las bodas del rey), para
hacernos comprender de alguna manera las alegrías del Cielo. Alegría y abundancia de toda clase de bienes que se prolongan por
muchos días. En el caso del Cielo por toda la eternidad. Estamos ante la
promesa mayor que el Dios omnipotente nos hace, eso que colmará finalmente
todos los deseos y anhelos del corazón humano.
Jesús entendió su vida entera como una gran invitación a una fiesta
final en nombre de Dios. Por eso, Jesús
no impone nada a la fuerza, no presiona a nadie. Anuncia la Buena
Noticia de Dios, despierta la confianza en el Padre, enciende en los corazones
la esperanza. A todos les ha de llegar su invitación.
Jesús era realista. Sabía que la
invitación de Dios puede ser rechazada. En la parábola de “los invitados
a la boda” se habla de diversas reacciones de los invitados. Unos rechazan la
invitación de manera consciente y rotunda: “no quisieron ir. Otros responden
con absoluta indiferencia: “no hicieron caso”. Les importan más sus tierras y
negocios.
Pero, según la parábola, Dios no se desalienta. Por encima de todo,
habrá una fiesta final. El deseo de Dios es que la sala del banquete se llene
de invitados. Por eso, hay que ir a “los cruces de los caminos”, por donde
caminan tantas gentes errantes, que viven sin esperanza y sin futuro. La Iglesia ha de seguir anunciando con fe y
alegría la invitación de Dios proclamada en el Evangelio de Jesús.
Dios ha preparado para sus hijos un festín de manjares suculentos, un
festín de vinos de solera, manjares enjundiosos, vinos generosos.
Jesús habla de la invitación a una boda. ¿Qué experiencia podía haber
más gozosa para aquellas gentes que ser invitados a una boda y poder sentarse
con los vecinos a compartir juntos un banquete de bodas?
En Cristo Jesús, en la eucaristía, el amor hace presente entre los
pobres la ciudad futura, la nueva Jerusalén, la morada de Dios entre los
hombres, en la que Dios “enjugará toda
lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor,
porque lo primero ha desaparecido”.
El futuro se anticipa con el poder del amor, del amor venimos, al amor
vamos y con amor estamos llamados a caminar, hacia el “banquete del Reino”.
Hoy la parábola del gran
banquete, expresa que no se trata de un limitarse a cumplir, sino de una
llamada a querer participar en una vida sin límites, en la gran fiesta, en el
festín eterno que ya ahora se inicia para todos aquellos que valoran el amar,
el darse, el servir, el compartir. Todo lo que simboliza y expresa la
Eucaristía. Y que las comunidades cristianas -la Iglesia- deberían significar
con sencillez, verdad y humildad.
El Señor nos sigue
llamando. Y no precisamente tres veces como el evangelio de este día nos narra.
¡Cien! ¡Mil! ¡Cien mil veces! Las veces que sean necesarias, como un padre que
disfruta viéndose rodeado por sus hijos. Dios nos convoca. Lo hace con nombre y
apellidos.
Cada silla en la eternidad,
por si lo hemos olvidado, está reservada para cada uno de nosotros en
particular. Ninguno somos imprescindibles pero, para Dios, todos somos necesarios.
Cada lugar, y al hilo del evangelio del anterior domingo, está reservado para
cada uno de nosotros. Nadie, en nombre nuestro, lo ha de ocupar.
Participar cada domingo en
la eucaristía es comprender que, el Señor, nos da siempre todo lo que más necesitamos.
Tal vez, aparentemente, no veamos los frutos de este agasajo. O, incluso,
algunas de sus palabras nos puedan resultar un tanto
“aguafiestas” para la gran vidorra que llevamos o pretendemos soñar. Pero, como
San Pablo, conocedores de lo que somos y de aquello a lo que aspiramos ojala
que seamos capaces de afirmar: Cristo lo es todo. Por ello mismo venimos
puntuales a estos encuentros. Nos engalanamos de fiesta por fuera y preparamos
el alma por dentro.
¿Qué ha sido de esta invitación de Dios? ¿Quién la anuncia? ¿Quién la
escucha? ¿Dónde se habla en la Iglesia de esta fiesta final? Satisfechos con
nuestro bienestar, sordos a lo que no sea nuestros intereses inmediatos, nos
parece que ya no necesitamos de Dios ¿Nos acostumbraremos poco a poco a vivir sin necesidad de alimentar una
esperanza última?
Ante el Señor que nos
invita sólo cabe una respuesta: ¡Cuenta conmigo,
Señor!
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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