Hoy, en lugar del domingo,
celebramos una fiesta antigua, venerable, que todos los años tiene lugar el 6
de agosto: la fiesta de la Transfiguración, que en algunos lugares se conoce
también como la fiesta del Salvador. Se trata de recordar aquel momento
glorioso en que tres discípulos tuvieron ocasión de ver al Señor
resplandeciente, momento que ellos ya nunca más olvidarían. San Pedro, ya muy
anciano, así lo recuerda en la segunda carta de hoy: "Esta voz traída del
cielo la oímos nosotros estando con él en la montaña sagrada".
Transfiguración o metamorfosis, un
lenguaje paulino (17, 2). Metemorfothê, en forma pasiva, en el sentido de “fue
trans-figurado” por Dios (de metamorfo,w,
metamorfosis), tomando una apariencia distinta, y mostrando así su realidad
profunda. Esa transformación ilumina y desvela la verdad profunda del Cristo
que, según el himno de Flp 2, 6-11, existiendo en la forma o morfe de Dios (en
morphe theou), tomó la forma de siervo, haciéndose como nosotros, para entregar
de esa manera su vida hasta la muerte y muerte de Cruz.
La Transfiguración confirmó la
fe de los apóstoles y fue para ellos la luz, les ayudó a continuar viviendo la
alegría y la luz de la fe.
Sintámonos hoy
unidos, de forma muy especial, a nuestros hermanos de la Iglesia ortodoxa, con
quienes compartimos la luminosidad de esta fiesta. Ellos la celebran muy
solemnemente. Este recuerdo nos mueve a rezar para que, muy pronto, podamos
compartir con ellos el Pan sagrado y el Cáliz de la salvación.
La primera lectura es de la profecía de Daniel (
Dn. 7, 9-10.13-14 ) que nos habla de la sucesión de diversos imperios en
el devenir histórico bajo el símbolo de cuatro bestias que salen del mar,
fuerza caótica y morada de seres hostiles a la divinidad.
Según la concepción mítica, el océano del que
surgen las bestias es morada de potencias hostiles a la divinidad. Y de esta
concepción mítica se hace eco la Biblia para presentarnos el mar como algo
hostil, caótico... del que surgen las cuatro bestias que representan cuatro
imperios. El león alado es Nabucodonosor, monarca de Babilonia (cfr. cap. 2):
cortadas las alas de su soberbia puede razonar, comportarse como hombre. El
oso, medio erguido, representa a Media, animal feroz siempre dispuesto a atacar
y nunca satisfecho. El leopardo o pantera, con cuatro cabezas y cuatro alas,
simboliza al imperio persa con su gran agilidad para apoderarse de todo el
mundo. La cuarta fiera no es identificable, pero es más feroz que las demás.
Los dientes de hierro pueden hacer alusión a Alejando Magno y al imperio
griego; los diez cuernos aludirían a los sucesores de Alejandro y el cuerno más
pequeño sería el perverso Antíoco, quien vence a los otros tres cuernos para
hacerse con el poder.
Las cuatro fieras se suceden en
la historia, pero no han sido capaces de mejorar a la humanidad. Por eso es
necesario un juicio universal. El anciano es el mismo Dios, con un vestido
blanco como símbolo de victoria y de poder; el fuego que de él brota ejecuta la
sentencia, sentándose sobre un trono (=tribunal) para juzgar a la vez a todas
las potencias de nuestra historia. Por su gran perversidad la última bestia es
consumida por el fuego, a las otras tres se les arrebata el poder, pero pueden
continuar existiendo.
En los vs. 13-14 aparece "una especie de hombre”. El simbolismo
del hombre se opone aquí al de los monstruos que le han precedido: su venida
entre las nubes lo sitúa en un contexto de divinidad. Tenemos aquí una
influencia clara de las teofanías del AT en las que Dios aparece en la nube (cf
Ex 34, 6; Lev 16, 2; Num 11, 25). La tradición judía posterior lo identificará
con el mesías (Parábolas de Enoc, 46), lo que se justifica en un contexto
cultural en el que todo grupo se incorpora, de alguna manera, a su jefe. La
liturgia, en la misma línea, ve en este Hombre a aquel, que constituye la esperanza
del creyente.
El responsorial es el salmo 96, (Sal 96, 1-2.
5-6. 9). Es un salmo
escatológico que respira el espíritu del pos exilio. La majestuosa
teofanía y el poder de Yahvé llega a los cuatro
ángulos de la tierra. Las imágenes teofánicas de tempestad, volcán y terremoto
se resuelven en los cielos, pregoneros de la justicia divina. Dios viene para
juzgar. Así lo perciben las gentes. Para su pueblo, sin embargo, que ha
permanecido fiel en la tierra, la venida de Dios señala un día de júbilo. Es un
día festivo en Sión y en Judá por el Rey que viene. La gratitud de la
muchedumbre se articula en expresiones gozosas, con las que se saluda el
advenimiento del Reino, y cierran el salmo.
La estructura del salmo es simple: una primera
parte, introducida y concluida por una aclamación, presenta la teofanía de YHWH
(vv. 1-6), mientras que la segunda parte describe sus efectos sobre los ídolos
y los idólatras y sobre los fieles exhortados a la rectitud, a la alegría, a la
acción de gracias.
((v. 1) Comienza el salmo sin
introducción, aclamando el título real de Dios, en un horizonte cósmico.El
salmista describe cómo irrumpe en la escena del mundo el gran Rey, “ el señor reina, altísimo sobre toda la tierra”. Su entrada
en escena hace que se estremezca toda la creación. La tierra exulta en todos
los lugares, incluidas las islas, consideradas como el área más remota (cf. Sal
96, 1).
(vv. 2-5) Describe la teofanía
o aparición de Dios con majestad y poder. Dios viene como soberano, sentado en
el trono gestatorio que portan justicia y Derecho, cubierto de un dosel de
Tiniebla y Nube. Su poder se manifiesta en la tormenta y en una erupción
volcánica. Esta teofanía se evoca poéticamente en el culto.
Los montes, que encarnan las
realidades más antiguas y sólidas según la cosmología bíblica, se derriten como
cera (cf. v. 5), como ya cantaba el profeta Miqueas:
"He aquí que el Señor sale de su morada (...). Debajo de él los
montes se derriten, y los valles se hienden, como la cera al fuego" (Mi
1, 3-4). En los cielos resuenan himnos angélicos que exaltan la justicia, es
decir, la obra de salvación realizada por el Señor en favor de los justos. Por
último, la humanidad entera contempla la manifestación de la gloria divina, o
sea, de la realidad misteriosa de Dios (cf. Sal 96, 6). (v 6) Los cielos se hacen pregoneros del Señor. Su venida es
para administrar justicia:
Después de la teofanía del
Señor del universo, este salmo describe dos tipos de reacción ante el gran Rey
y su entrada en la historia. (vv. 7-9) por eso las reacciones son opuestas. Los
idólatras quedan avergonzados en la presencia del verdadero Dios. Pero Sión, la
ciudad escogida, y las demás ciudades de Judá se alegran de las «sentencias»
del Señor.
Asi el texto propuesto como
lectura litúrgica presenta como los justos asisten jubilosos al juicio divino
que elimina la mentira y la falsa religiosidad, fuentes de miseria moral y de
esclavitud. Entonan una profesión de fe luminosa:
"tú eres, Señor, altísimo
sobre toda la tierra, encumbrado sobre todos los dioses" (v. 9).
El reino de Dios es fuente de
paz y de serenidad, y destruye el imperio de las tinieblas.
La
segunda lectura es de la segunda carta del apóstol San Pedro (2 P 1, 16-19) Es el último
libro del Nuevo Testamento, fue compuesto, con bastante probabilidad, después
del año 100. Las palabras sobre la transfiguración que aparecen en esta
perícopa parece que son una reflexión compuesta por el autor del escrito para
motivar la fe de los lectores. Quizá tenga como base la misma narración
sinóptica de la Transfiguración, conocida ya en este tiempo final del siglo
primero o comienzos del segundo.
La 2P tiene como intención el
salir al paso de una serie de teorías religiosas que los "impíos" (2,
1) van infiltrando en la comunidad. Quiere mantener la pureza de la fe en un
tiempo de prueba. Para ello emplea numerosas construcciones y situaciones de
apocalipsis. Con un lenguaje plástico el autor se identifica con Pedro el
apóstol (probablemente la carta es posterior) y recuerda lo esencial de la fe.
De ahí que, concretamente, quiere dejar en claro que la gloria de Jesús, su ser
salvador, no se basa absolutamente en no sé qué genealogías interminables, tal
como parece postular la gnosis cristiano-judía, sino en el poder y amor mismo
de Dios. La historia de Jesús no es una historia mitológica sino salvífica.
Este momento culmen y especial
de revelación del que habla el autor parece referirse al hecho de la
transfiguración. Allí Jesús recibió el testimonio más fuerte de su filiación
divina. Para la 2 Pe la filiación no es solamente una gracia, sino algo propio
y lo más puro de la fe, lo más hondo de la revelación. Celebrando la gloria de
Jesús, el creyente celebra su propia gloria.
En cuanto a su contenido, va a
uno de los puntos básicos de la transfiguración: manifestación de la gloria de
Cristo, confirmación de la fe que ha de prestarse a El, sólo a El y no a
ninguna de las doctrinas "nuevas" que amenazan al Evangelio.
Es importante el recuerdo del
testimonio apostólico. Pasados los primeros entusiasmos, el desencanto hizo su
aparición en las primitivas comunidades cristianas. Una de las fuentes de este
desencanto fue el retraso de la parusía. En ambientes no cristianos, parusía
era el término empleado para designar la visita de los dioses o del emperador.
Pablo cristianizó el término refiriéndolo a la visita o venida gloriosa de
Cristo.
Al retrasarse esta venida,
empezó a correrse la voz de que tal venida era un cuento, una invención
fraudulenta. A estas voces sale al paso la segunda carta de Pedro, exhortando a
los creyentes a mantenerse firmes en la esperanza escatológica. Para garantizar
la seguridad de la esperanza cristiana, el autor de la carta aduce dos tipos de
pruebas: la transfiguración de Jesús (vs. 16-18) y el Antiguo Testamento (v.
19).
aleluya mt. 17, 5c
este es mi hijo, mi predilecto. escuchadlo.
El
evangelio de San Mateo (Mt 17, 1-9) presenta el
episodio de la transfiguración.
Este relato con sus diversos
detalles (el vocabulario, las imágenes,
las referencias al Antiguo Testamento) demuestra que pertenece al género
epifánico-apocalíptico; intenta ser una revelación dirigida a los discípulos,
revelación que tiene como objeto el significado profundo y escondido de la
persona de Jesús y de su "camino".
En este camino de entrega en el
que se ha situado ya en 16, 21, Jesús muestra en la montaña, su rostro
verdadero de Dios. Eso significa que la cruz forma parte del camino y
verdad de Dios (cf. 17, 5); de manera que Jesús se ha transfigurado, para que
nosotros podamos transfigurarnos con él (metamorfou,meqa,
2 Cor 3,18) reproduciendo en nosotros su imagen. Éste es, pues, un lenguaje
paulino (de la iglesia antigua), que ha visto en Jesús al mismo Dios en morfh/|
o forma humana .
Conforme
al pensamiento antiguo, la forma o morphê no es una simple apariencia externa
(objeto de una visión imaginativa ilusoria), sino la verdad o la realidad más
honda (como si dijéramos el “alma” de una realidad). Esta visión de la mor`hê
que es la forma o esencia de la realidad ha sido desarrollada por el
pensamiento griego, extendido de forma universal por todo el oriente (incluso
en el área israelita). En esa línea, la morfé es la realidad esencial, como ha
puesto de relieve todo el hile-morfismo, con sus diversas maneras de entender
la relación entre materia (visibilidad) y forma (esencia). En
esa línea, la transfiguración es una meta-morfosis, el
descubrimiento de la forma profunda de la realidad de Jesús, precisamente en el
camino que lleva hacia Jerusalén. Jesús no es divino sólo al final
(resurrección), sino en el mismo camino que le lleva a Jerusalén, como supone
el himno de Flp 2, 6-11.
Como
el sol, como la luz. Cristo icono de Dios (17, 2). San Mateo, precisa
los rasgos de las transfiguración de un modo muy
preciso: Brilló su rostro como el sol (ô ho hêlios). Esta
imagen poderosa proviene de la tradición de las religiones “solares”,
que presentan al Gran Dios o a su enviado como el Gran Astro del día. San Mateo
evoca aquí con toda precisión al Cristo-Sol, como rostro que mira y que
irradia, expandiendo su luz.
Por
eso, el texto sigue diciendo que sus vestiduras era blancas como la luz (leuka
hôs ho phôs), pues luz que irradia del Sol-Cristo y que todo lo alumbra y lo
transforma. Ya no estamos ante el signo de la Estrella que viene a la cuna de
Jesús nacido (2, 1-4), sino ante el mismo Sol crecido, que desde su montaña
alumbra todo lo que existe. Ésta es evidentemente la montaña de la
transfiguración y la visión que definirá desde ahora toda la experiencia
religiosa y la “mística” cristiana. Pero debemos recordar que se trata de una
transfiguración que sólo se despliega y expresa en el camino de entrega de la
vida, a favor de los demás, en el camino de Jerusalén .
De
manera muy significativa, este Cristo Icono de Dios, sol divino cuyos vestidos
son luz, no está sólo como el Dios de Is 6, 1, cuyo manto llenaba con sus
vuelos todo el templo, sino acompañado por Moisés y Elías(17, 3).; éste es un
Dios que se “encarna” en el camino de los profetas, que no está en Jerusalén,
sino que va a morir allí, dando su vida… Esta diferencia entre el Dios del
templo (Is 6) y el Cristo de la montaña (Mt 17) marca la conexión y diferencia
entre Israel y el cristianismo.
La
conexión viene dada por la presencia de Moisés y Elías; de una forma lógica,
Mateo pone a Moisés (Ley), antes que a Elías (profecía; Mt 17, 3), para
mantener en principio el esquema “canónico” de Israel, con la Ley antes de los
profetas; de todas maneras, en la discusión que sigue, que el referente
fundamental para entender el camino de Jesús será Elías, vinculado a Juan Bautista,
no Moisés. Están los dos con Jesús, que se distingue de ellos, con gran
diferencia, pues sólo él irradia luz como sol, sólo a él se dirige la palabra
de Dios que dice “este es mi Hijo”. Jesús constituye así el centro y meta del
camino “epifánico” de Israel, subiendo a Jerusalén para dar la vida de Dios a
los hombres .
Pedro
llama a Jesús “Kyrie” (Señor) (17, 4-5)., en vez de Rabbi (Maestro), a
diferencia de Mc 9, 5, destacando así su grandeza y soberanía, como Señor
Pascual, signo divino, por encima (a diferencia) de Moisés y Elías. Esta
denominación y título ha de entenderse en sentido estricto; y a ella se debe
añadir la voz de la nube (fwnh. evk th/j nefe,lhj) del
Dios de Israel diciendo: ¡Este es mi Hijo… escuchadle!
La
nube es signo de la presencia y providencia de Dios que guía al pueblo de
Israel (Ex 13, 21-22), como ha recordado Pablo al afirmar que todos los
israelitas se hallaban bajo la nube de Dios (cf. 1 Cor 10, 1-2). Pues bien, la
Voz de la Nube es la voz de Dios, que da testimonio de Jesús, llamándole su
Hijo Querido, a quien los hombres deben escuchar, ratificando así la palabra
del bautismo (comparar Mt 17, 5 con 3, 17). Quizá se puede evocar en este
contexto la oscuridad (sko,toj) que se extiende sobre
toda la tierra a la muerte de Jesús que grita a Dios con voz grande (27, 46),
que se puede relacionar con la voz de la nube que Dios Padre le ha dirigido
aquí a Jesús, diciendo “este es mi Hijo querido” . Jesús no es Sol por sí
mismo, es el Sol de Dios Padre, en el camino de luz gloriosa de la Cruz que
ciega y mata en el sentido más hondo del término.
En la
línea de terror
divino, experiencia de resurrección (17, 6-7). se sitúa San Mateo cuando pone de relieve el poder
sobrecogedor de la experiencia de Dios que habla a Jesús en la montaña y deja a
los tres discípulos (Pedro, Santiago y Andrés) paralizados, llenos de terror,
de manera que el mismo Jesús tiene que tocarles y despertarles, diciendo
(egerthete, levantaos, resucitad), para que así vuelvan a la vida. Al oír la
voz de Dios, los discípulos han caído sobre su rostro, llenos de temor), pues
han estado inmersos en una teofanía: Han descubierto a Dios en Jesús, han ido
más allá de los límites del mundo, tienen que morir (y en el fondo han muerto),
como bien sabe la tradición israelita (cf. Is 6, 5).
Jesús viene a ellos desde más
allá de la muerte, desde el lado de Dios, y les despierta, es decir, les eleva,
diciéndoles resucitad. Esta experiencia de Jesús es un toque de
resurrección, y así se dice que “tocándoles… les levantó de nuevo, para que
siguieran viviendo en este mundo, pero bien fundados en el más allá, desde la
presencia del Dios de Jesús que resucita, es decir, nos hace vivir
resucitados., reconociendo así la presencia de Dios (la realidad divina de
Jesús).
Ha
sido una experiencia de muerte, y los tres discípulos de Jesús han desbordado
los límites de este mundo, han entrado en eso que suele llamarse el “túnel
luminoso”, contemplando lo que hay más allá de la muerte Y abriendo los ojos sólo vieron a
Jesús (17, 8).: La gran Luz de Dios en Jesús, la palabra que dice “éste
es m mi hijo, escuchadle”. Lógicamente tendrían que haber muerto sin retorno a
este mundo, pero ésta ha sido una muerte para retornar, y por eso Jesús les
toca y les despierta.Jesús toca aquí a los tres y les resucita, para vivan
desde el otro lado, como testigos de la resurrección que es la verdad de una
muerte como la de Jesús en Jerusalén (cf. 16, 21).
Para nuestra vida
La Transfiguración del Señor
plantea una cuestión que es vital en el cristianismo: la fe es para los
apóstoles algo luminoso, como una inmensa alegría, que nadie les podrá robar.
Si una persona, joven o mayor, experimenta la alegría de la fe, ya no la pierde
nunca jamás.
¿Cómo lograremos ayudar a
descubrir este aspecto de la fe? Los apóstoles lo descubrieron: en un momento,
que compensa los sufrimientos de toda una vida, los discípulos ven al Señor
transfigurado. Esta escena acentúa el gozo de la fe, la alegría de saberse
salvados y amados por Jesucristo. Buscar momentos de oración, de contemplación,
de Eucaristía bien preparada y participada.
En medio de nuestra conflictiva
e incierta historia humana se nos revela Dios. En este nuestro mundo tan
complicado, en las preocupaciones de nuestra familia que tanto nos hacen
sufrir, en los problemas cotidianos, en una sociedad tan a menudo enemistada,
en el seno de una Iglesia que ha de pedir perdón para purificar su memoria
histórica, tenemos que navegar con esperanza renovada.
Para mirar la vida con ojos
nuevos es necesaria la actitud orante.La oración no sólo nos ayuda a amar a
Dios sino que nos predispone a contemplar la naturaleza con ojos nuevos. El
pintor Giovanni Bellini tiene un cuadro, que está ahora en el Museo Capodimonte
en Nápoles, que nos muestra la figura de Cristo transfigurado ante sus
discípulos. El Salvador resplandece en medio de la escena, flanqueado por
Moisés y Elías, con los discípulos a sus pies. Pero toda la naturaleza se diría
que despierta como atraída por la blancura de la túnica del transfigurado:
montañas y valles, prados y flores, animalillos y personas humanas que en la
perspectiva aparecen encaminándose hacia sus respectivos trabajos. Todo está
iluminado por la luz de Cristo. Contemplar la naturaleza, sobre todo la persona
humana, con la mirada penetrada de Dios. Mirar al mundo con la mirada de los
santos.
Los discípulos en la cima de
aquella montaña se desprendieron de sus envidias pero no prescindieron de los
problemas de la vida, problemas penetrados de la tragedia que se les venía
encima. Esto es, la plegaria no consiste en desentendernos de los problemas de
la vida, sino que proyecta sobre ellos una luz nueva.
La
primera lectura del libro de Daniel, está compuesto por materiales sapienciales
y apocalípticos de la época helenística (ss. lII-II aC). En una época de enfrentamiento
cultural y religioso entre la cultura sincrética helenística y la cultura
tradicional bíblica, el autor quiere animar a sus contemporáneos a mantenerse
firmes en la vivencia de la fe y a confiar en el Señor de la historia. Una
época paralela a la nuestra, en la que intentamos vivir nuestra fe en un
ambiente que no la considera significativa.
Después de la alegoría de la
historia humana bajo la figura de cuatro fieras, la última de las cuales
representa al imperio griego (cf. 7,1-8), el autor nos presenta al "pueblo
de los santos" bajo una figura humana (el Hijo del hombre) que es elevada
hasta la presencia de Dios: el anciano vestido de blanco. El blanco, en el
lenguaje apocalíptico, expresa la trascendencia divina.
Como cristianos que formamos parte
de la comunidad de la Iglesia, llamada a ser fiel a la alianza, representada en
el Hijo del hombre, estamos llamados a participar de la trascendencia de Dios y
a ser sus testigos a lo largo de la historia humana. Testigos de Cristo, el
verdadero Hijo del hombre, en medio de la sociedad secularizada que invita a
dejar de lado a la fe.
El
salmo 96 nos invita a adorar a Dios. Una adoración permanente a Dios que se nos
revela y comunica de formas distintas. Nuestro Dios está sobre todo concepto, sobre toda
forma religiosa, sobre toda experiencia. «Ante Él se postran todos los dioses».
Adorar a Dios no es servilismo, sino superación de todo lo contingente. Una
comunidad «religiosa» sólo vive de lo absoluto, que le da consistencia.
Las intervenciones de Dios en
favor de su pueblo son el anclaje histórico de las venidas de Yahvé. El sol,
las nubes, el trueno o las piedras celestes son imágenes que hablan del Dios
presente, que aterroriza y aniquila a los enemigos.
El salmo nos recuerda el
destierro babilónico que fue un verdadero duelo entre Dios y los dioses. Por un
momento vencieron éstos. Pero el Dios derrotado de Israel se prepara una gran
victoria: la victoria de Dios con los débiles y oprimidos confundirá a los
idólatras. El Dios oculto, Dios salvador de Israel, tiene poder para infundir
vida en los huesos secos. Es explicable la vergüenza de los idólatras, quienes
estimaban que Yahvé era nulidad, cuando en realidad sus ídolos son vacuidad. El
Dios crucificado, en el que no había apariencia humana, no permitirá reposar a
los adoradores de la Bestia. La gloriosa aparición de ese Dios sembrará la
vergüenza y la confusión entre sus perseguidores. Seamos perseverantes en la
adoración del Dios verdadero, para que se avergüencen ellos, y no nosotros; se
espanten ellos, y no nosotros.
El salmo 96 rezuma una
alegríaprofunda: Dios ha reconstruido a su pueblo. Es un motivo de gozo para
Sión y para las ciudades de Judá. El Altísimo, encumbrado sobre los dioses, ha
despertado la alegría en los rectos de corazón. El regocijo del pueblo es el
mismo regocijo de Dios. Es una dicha transportable a la Iglesia por contar con
un Señor que detenta el soberano poder. No es como el poder de los soberanos de
nuestro mundo, aislados y engreídos en su grandeza, sino que nuestro Dios, como
el Pastor, está cercano a cada uno. Si siente alguna debilidad es por los más
necesitados. Es la Luz del caminante nocturno, que ha prometido acompañarnos en
nuestra orfandad, hasta la consumación de los siglos. Este acontecer divino
tiene la única finalidad de que Cristo se goce en nosotros y nuestro gozo sea
cumplido. Alégrese Sión; regocíjense todas las ciudades de la Iglesia; salten
de alegría los fieles, que el Señor es su tutela protectora.
Como creyentes, igual que
nuestros contemporáneos, somos zarandeados a veces por las fuerzas
inconmensurables del universo, impotentes para detener, contener y dominar tan
destructoras energías, podemos ver en ellas la diafanía del Dios imponente.
Como el salmista, podemos confesar: «Tiniebla y nube lo rodean»; «delante de él
avanza fuego abrasando en torno»; «sus relámpagos deslumbran el orbe». ¿Cómo
reconciliar la imagen del Dios bueno y providente, del Dios amor, con el Dios
que se revela en la incontenible fuerza destructora de la enfermedad, de los
cataclismos naturales, de los dolorosos reajustes cósmicos?
El texto acaba con el reconocimiento del poder de Dios: “Porque tú eres, Señor, Altísimo sobre toda
la tierra, encumbrado sobre todos los dioses”
La
segunda lectura es de la segunda carta de San Pedro que está considerada el
escrito más reciente de todo el Nuevo Testamento. La tercera generación
cristiana expresa en ella su fidelidad a la fe apostólica que ha recibido en
herencia.
El autor se pone en el lugar de
Pedro y revive la fe del apóstol que supo descubrir en jesús, muerto y
resucitado, el Hijo amado del Padre a quien su voz invitaba a escuchar. La fe
en Jesús no es fruto de "fábulas fantásticas", sino de la experiencia
apostólica que se transmite a todas las generaciones. Esta fe ya había sido anunciada
por tos profetas.
El autor de 2 Pe siente una
sincera preocupación por el presente y por el futuro de la fe de los hermanos;
así lo prueba el género literario que adopta: cuando se trata de transmitir o
cultivar el mejor don, la fe, no duda en emplear el mejor medio, el más
solemne. Por eso pone el escrito en labios del hombre más venerado por la
comunidad cristiana y en el momento trascendental de su vida: cuando Pedro está
a punto de morir. Proviniendo de Pedro, las palabras del autor desconocido
resultarían más convincentes y, forzosamente, darán más fruto.
La preocupación por la fe de
los demás es, pues, lo que mueve al autor de 2 Pe a escribir. Aunque la fe de
sus hermanos de comunidad está amenazada de herejía, él se dirige a ellos
apelando al testimonio ocular de San Pedro: “No nos fundábamos en fábulas fantasiosas cuando os dimos a
conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, sino en que habíamos
sido testigos oculares de su grandeza”. La gloria que Cristo ha recibido del Padre en la
resurrección, y de la que la transfiguración es un anticipo, es el fundamento
de su presencia poderosa en la Iglesia y de su segunda venida, cuando la
manifestará a todos los hombres. La descripción de la carta da por conocidos
los hechos explicados en los evangelios sinópticos; por eso no entra en
detalles. Además, la transfiguración es una confirmación para los apóstoles de
las palabras de los profetas, aplicadas a Cristo.
La fe de Pedro y de los
apóstoles y las palabras de los profetas siguen siendo hay día "una
luz" que ilumina nuestro camino de creyentes “lámpara que brilla en un lugar oscuro hasta que despunte
el día y el lucero amanezca en vuestros corazones”.
El texto termina con una referencia a la Parusía que agrupa una visión de
carácter cósmico (día) con una visión más psicológica e individual (vuestros
corazones).
Él evangelio presenta la transfiguración, experiencia que define a los cristianos, que
son aquellos que hemos descubierto la presencia y acción de Dios en la muerte
de Jesús, que hemos experimentado a Jesús como el viviente, aquel a quien
debemos seguir, como ha dicho Dios (escuchadle: 17, 5). Por
eso, lógicamente, abriendo de nuevo los ojos, tras la luz cegadora de la
montaña sagrada, con la Palabra de Dios, los discípulos sólo ven a Jesús
hombre, al mesías concreto de la historia, que les lleva hacia Jerusalén .
La nube y la voz celestial, la
presencia de Moisés y de Elías, evocan la presencia en el Sinaí. Con esto se
quiere afirmar que Jesús es el "nuevo Moisés", que en él llegan a su
cumplimiento las esperanzas, la alianza y la ley.
Por otra parte la
transfiguración de su rostro, las vestiduras blancas, evocan al Hijo del Hombre
del profeta Daniel, glorioso y vencedor, y parecen ser un anticipo de la
resurrección: intentan revelarnos el significado escondido de la vida de Jesús,
su destino personal.
Jesús, el que camina hacia la
cruz, es realmente el Señor. En este camino hacia la cruz es donde hay que
insistir ante todo. Precisamente en este Jesús que marcha hacia la cruz es donde
encontramos el cumplimiento de todas las esperanzas. El género
epifánico-apocalíptico al que pertenece nuestro relato pretende manifestar el
significado profundo que la realidad tiene ya ahora, un significado escondido
que no descubre la mayoría y que las apariencias parecen desmentir. De esta
forma la transfiguración se convierte en la revelación no sólo de lo que será
Jesús después de la cruz, sino lo que él es a lo largo del viaje hacia
Jerusalén. Es ésta una clave que nos permite captar la verdadera naturaleza de
Jesús detrás de lo que podríamos llamar su realidad fenoménica.
Pero la transfiguración no
tiene sólo un significado cristológico. En la intención del evangelista, asume
un papel importante también la
experiencia de fe del discípulo. Los discípulos han comprendido que Jesús es el
Mesías y están ya convencidos de que su camino conduce a la cruz; pero no
llegan a comprender que la cruz esconde la gloria. A este propósito tienen
necesidad de una experiencia, aunque sea fugaz y provisional: tienen necesidad
de que se descorra un poco el velo. Y éste es el significado de la
transfiguración en la vida de fe del discípulo: es una verificación. Dios les
concede a los discípulos, por un instante, contemplar la gloria del Hijo,
anticipar la pascua.
San Mateo acentúa el valor de gloria y muerte (renacimiento) de
la transfiguración sobre una montaña,
cuyo nombre no indica (la tradición habla del Tabor, en Galilea), poniendo de
relieve la confesión mesiánica de Dios, que reconoce ante los discípulos que
Jesús es su Hijo Amado, aquel a quien deben escuchar (17,5: avkou,ete auvtou/), y la experiencia de resurrección de los
discípulos, a quienes Jesús ha debido tocar y resucitar. La escena viene tras
la “confesión” de Pedro, con el anuncio de la pasión y la llamada al
seguimiento, y conserva la referencia temporal de los seis días (17,1) que
evocan la gran semana que transcurre entre el anuncio de la pasión y la gloria
de la transfiguración (resurrección).
Es
de reseñar la manera como san Mateo trata a Pedro; lo hace con más respeto y
humildad que otros evangelistas , de manera que no dice y
haremos tres tiendas, sino “si tú quieres yo haré”, poniéndose así,
con su propia autoridad (cf. 16, 16-19), al servicio de Jesús y de su obra,
para descubrir que no debe hacer las tiendas, edificando así una iglesia
arraigada ya en el mundo de la fiesta final de los Tabernáculos, sobre la
montaña de la gloria, sino seguir a Jesús, en un camino de entrega de la vida y
de resurrección. De esa manera. Mateo ha evocado de algún modo la dignidad y
conocimiento mesiánico de Pedro, que no entiende a Jesús, pero no le rechaza,
sino que se pone a su servicio, de manera que no tiene que añadir “pues no
sabía lo que decía” (a diferencia de Mc 9, 7).
Podemos
comparar a la transfiguración con lo que solemos llamar las
"comprobaciones", esos momentos luminosos que encontramos a veces en
el viaje de la fe, momentos gozosos dentro de la fatiga cristiana. No son
momentos que se encuentran automáticamente y de cualquier manera; hay que saber
descubrirlos. Y sobre todo no hay que olvidar que su presencia es fugaz y
provisional. EL discípulo tiene que saber contentarse con ellos; esas
experiencias tendrán que ser escasas y breves.
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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