Comentario
a las lecturas
del domingo XXXIII del Tiempo Ordinario 13 de noviembre de 2016
En este Domingo 33 del Tiempo
Ordinario, el penúltimo del año litúrgico, las lecturas resaltan la existencia a los tiempos
difíciles.
En
la primera lectura, el profeta Malaquías
nos describe lo que será el Día del Señor, un momento difícil y terrible que
los judíos esperaban como final de todo y como principio de muchas cosas. La
lectura del Libro de Malaquías guardia
especial concordancia con el evangelio de Lucas.
El
Salmo 97, que cantamos hoy, es junto al 95, 96, 98 y 99, un himno de un gran
sentido escatológico, que anuncia los tiempos finales. Y todo ello con el poder
y la salvación proveniente de Dios. Es, pues, este salmo 97 típico y adecuado
para estos domingos finales del Tiempo Ordinario.
San
Pablo en la segunda lectura de hoy, que, como en domingos anteriores, sigue
aconsejando a los fieles de Tesalónica,
advierte a aquellos que allí pasan el tiempo sin trabajar , más ocupados
en especular sobre un final que no llega y sin trabajar . San Pablo es directo
y práctico: “el que no trabaje que no coma”.
El evangelio nos presenta a Jesús que acaba de entrar triunfal en Jerusalén y
los discípulos se siente maravillados por la belleza del Templo de Jerusalén.
En esos momentos, el Maestro profetiza sobre la destrucción total y definitiva
de Jerusalén que se iba a producir menos de cuarenta años después de que Jesús
expresara su mensaje. Tienen, no obstante, las palabras del Maestro un camino
de reflexión hacia lo nuevo, hacia lo que nace tras los tiempos difíciles.
Nosotros, hoy, oteamos el Adviento que no es otra cosa que la espera confiada
en la llegada de nuestro salvador, Jesucristo..
La primera lectura del profeta Malaquías (Mal 3,19-20a ) nos pone
sobre aviso del futuro con un mensaje de esperanza. “Mirad que llega el día,
ardiente como un horno; malvados y perversos serán la paja, y los quemaré el
día que ha de venir" (Mal 4, 1). Dios avisa de cuando en cuando a los
hombres, nos recuerda que todo esto ha de terminar, nos hace caer en la cuenta
de que todo pasa, de que vendrá un día en el que caerá el telón de la comedia
de esta vida. Día terrible, día de la ira, día de lágrimas, día de fuego vivo.
A veces nos asustamos ante el recuerdo de que este mundo puede derrumbarse
estrepitosamente, al saber el potencial de armas atómicas y químicas que hay
almacenado, al conocer que pueden volver los días tristes de una guerra, que
nuevamente podemos vivir huyendo, temiendo que un día nos maten de forma
inmisericorde, como hacen hoy en algunos lugares de la tierra.
Dios
no quiere asustarnos. Dios nos habla con lealtad y, como nos ama
entrañablemente, nos avisa del riesgo que corremos si continuamos metidos en el
pecado. Sí, los perversos, los empecinados en vivir de espaldas a Dios, los
malvados serán la paja seca que devorará el gran incendio del día final.
"Pero
a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud
en las alas...” (Mal 4, 2) No, no se trata de vivir amedrentados, de estar
siempre asustados. Dios nos quiere
serenos, felices, optimistas, llenos de esperanza. Pero esa serenidad, esa paz
tiene un precio. El precio de nuestra respuesta generosa y permanente al grande
y divino amor. Así los que aman a Dios esperarán el día final con tranquilidad,
con calma, con alegría. Con los mismos sentimientos que embargan al hijo que
espera la vuelta del padre, con el mismo deseo que la amada espera al amado.
Para los que han luchado por amar limpiamente, el fuego final no abrasará, no
aniquilará. Ese fuego será calor suave y vivificante, resplandor que ilumine
hasta borrar todas las sombras, hasta vencer el miedo de la noche con el alegre
fulgor de un día eterno.
El
responsorial es el salmo 97 (Sal 97,5-9 ). El salmo 97, pertenece a la categoría de himnos
de alabanza. El salmo tiene un claro
significado mesiánico y escatológico; nos hace contemplar la victoria final de
Dios sobre el poder del mal y la salvación que conseguirá Israel para todos los
pueblos: El Señor da
a conocer su victoria.
La Biblia de Jerusalén pone a
este salmo el título de El
juez de la tierra. Es un himno escatológico inspirado en la última
parte del libro de Isaías (caps. 56-66), y muy afín al salmo 95: "Cantad
al Señor un cántico nuevo".
En el salmo resuenan poesías
proféticas, sobre todo del Segundo Isaías. Tanto el salmista como el profeta
miran hacia atrás y hacia adelante. Las maravillas de Dios en el pasado remoto
y reciente, y la venida del Señor como rey y juez de toda la tierra enardecen
al compositor. A su júbilo se une el de la creación. Hay que tener muy en
cuenta que las maravillas cantadas y la venida esperada acontecen en el seno
del pueblo de Dios. El salmo ha de ambientarse en el culto post-etílico. Aquí
se festejan las maravillas del «segundo Éxodo» y se anticipa la teofanía última
de Yahveh. A estas nuevas acciones de Dios corresponde un cántico nuevo.
Se trata pues de un himno al
Señor rey del universo y de la historia (cf. v. 6).
El salmista invita a toda la
tierra a cantar al Señor, a aclamar a Dios sonando toda clase de instrumentos:
ahora es la música quien acompaña esta sinfonía grandiosa de alabanza:
"tañed la cítara... suenen los instrumentos".
Los instrumentos musicales son
muy citados en la Biblia como acompañamiento y complemento de la alegría y
alabanza. Baste recordar el último salmo del salterio con la enumeración de
tantos instrumentos al servicio de la liturgia jubilosa: trompetas, arpas, cítaras,
tambores, flautas, platillos sonoros... Todo esto para aclamar al Señor que es
rey sobre su pueblo y sobre el universo, y para que la alabanza sea más
armoniosa, más universal. La Biblia nos da una muestra más de aprecio por todo
aquello que es bueno, alegre, positivo, humano: todo colabora en el bien del
hombre, todo redunda a gloria de Dios. Los salmos son este eco fiel que van
formando la conciencia del pueblo y le educan en una actitud abierta y generosa
que la ennoblece y dignifica.
Aplaudan los ríos, aclamen los
montes (vv. 7-9)
A esta vasta aclamación de la
humanidad, acompañada de la música, se asocia ahora la naturaleza, como si ella
continuase en la misma vibración de la primera creación, salida de las manos de
Dios. Ahora, de un modo semejante, esta misma naturaleza, siempre solidaria del
hombre (el hombre viene de ella: barro de la tierra), canta las obras de Yahvé:
el mar y cuanto él contiene en su inmensidad y su misterio, los habitantes de
la tierra (hemos de pensar aquí en el variadísimo reino animal), los ríos, como
si sus bordes, al decir de un antiguo rabino, fueran largas manos que aplauden
mientras tocan sus orillas. Así, con una mención de estos elementos más
importantes como representantes de toda la tierra, el salmista asocia a su alabanza
el mundo entero.
La acogida dispensada al Señor
que interviene en la historia está marcada por una alabanza coral: además de la
orquesta y de los cantos del templo de Sión (cf. vv. 5-6), participa también el
universo, que constituye una especie de templo cósmico.
Son cuatro los cantores de este
inmenso coro de alabanza. El primero es el mar, con su fragor, que parece
actuar de contrabajo continuo en ese himno grandioso (cf. v. 7). Lo siguen la
tierra y el mundo entero (cf. vv. 4 y 7), con todos sus habitantes, unidos en
una armonía solemne. La tercera personificación (no está incluido en el texto de hoy) es la de los
ríos, que, al ser considerados como brazos del mar, parecen aplaudir con su
flujo rítmico (cf. v. 8). Por último, vienen las montañas, que parecen danzar
de alegría ante el Señor, aun siendo las criaturas más sólidas e imponentes
(cf. v. 8; Sal 28,6; 113,6).
De este salmo Paul Claudel
decia : "¿Qué
canto, oh Dios mío, podemos inventar al compás de nuestro asombro? El ha roto
todos los velos. Se ha mostrado. Se ha manifestado tal como es a todo el mundo.
La misma caridad, la misma verdad, todo semejante, a lo que quiso con Israel,
¡helo aquí, doquier, brillando a los ojos de todo el mundo! ¡Tierra,
estremécete! ¡Que oiga en tus profundidades el grito de todo un pueblo que
canta y que llora y que patalea! ¡Adelante, todos los instrumentos! ¡Adelante
la cítara y el salmo! ¡Adelante, la trompeta en pleno día con sonido claro, y
esta trompeta, la otra, muy bajo, como un hormigueo de trompetas que yo creía
escuchar durante la noche! ¡Adelante el mar, para sumirme! ¡Adelante, la
redondez de la tierra como un canasto que se sacude! ¡Ríos, aplaudid, y que se
alisten las montañas, porque ha llegado el momento en que Dios va a
"juzgar" a la tierra! ¡Ha llegado el día del rayo del sol, y de la
radiante nivelación de la justicia!".
La
segunda lectura sigue siendo de la
segunda carta de tesalonicenses (2 Tes 3,7-12). En Tesalónica
había sido mal interpretada la predicación de Pablo acerca de la Parusía del
Señor. Y los había que, a pretexto de la proximidad de la Parusía, se daban a
la holganza; y perturbaban la paz de la Comunidad. Pablo les ha escrito
corrigiendo estos desvíos. En el pasaje que hoy leemos insiste en el deber del
trabajo: de un trabajo asiduo y ordenado:
Ante San Pablo todo les recuerda el
ejemplo que les dio mientras estuvo entre ellos. Bien que en razón de su
dignidad de Apóstol y de las urgencias del ministerio podía dispensarse de
trabajos manuales, pero para evitar toda ocasión de murmuración sobre su
conducta o intenciones, y para no ser gravoso a nadie, renunció a los derechos
de vivir de limosna; y se impuso el deber de un trabajo duro: “Con fatiga y con
sudor noche y día trabajábamos” (8). Bien sabía Pablo que con esto les daba una
lección muy importante: “No que no tuviéramos derecho (a vivir del ministerio),
sino para daros en nosotros un modelo que imitar” (9).
Les recuerda que la ley del trabajo
urge para todos: “El que no trabaja no tiene derecho a comer” (10). Con la
ociosidad se perjudica a los demás. Primero, porque se perturba su paz. El
ocioso ni trabaja ni deja trabajar. Y segundo, se alimenta y aprovecha de los
su-dores de los otros.
Vemos que uno de los valores que más
enaltece Pablo en el trabajo es el de la caridad. El trabajo es caridad con los
otros. Y la ociosidad, pecado contra la justicia y amor fraterno. Paulo VI nos
dirá: «El cristiano ha de amar tanto a sus hermanos como para entregarse a
ellos por entero. Y es una forma eficaz de entregarse a sus hermanos estar
presente en el proceso del mundo en fase de aumento y desarrollo. Por tanto, la
participación cristiana en el desarrollo se sitúa en un nivel muy elevado,
anclada no solamente en razones de pura justicia, equidad o conveniencia; se
proyecta en el plano del amor verdadero y resulta una auténtica imitación de la
caridad de Cristo, quien dictará su sentencia de Juez sobre la relación de amor
que nos haya tenido vinculados a nuestros hermanos» (29-IX-1966). Hagamos,
pues, de la ley del trabajo ley de caridad con todos los hermanos.
El evangelio de San Lucas (Lc 21,5-19 )escrito después del año 70, esta
dirigido a unas primeras comunidades cristianas que estaban totalmente desconcertadas
y oprimidas. Se retrasaba la segunda venida, la parusía, y a ellos les
perseguían, les entregaban a las sinagogas y a la cárcel, les hacían comparecer
ante reyes y emperadores, y todo porque estaban siendo fieles a la predicación
del evangelio de Jesús.
Cuando Lucas escribe su evangelio ya
se ha producido la destrucción del Templo de Jerusalén. Fue el emperador Tito
quien ordenó que fuera arrasado en el año 70. Por tanto, lo que se narra como
algo apocalíptico, como algo que va a suceder, en realidad ya se ha producido.
Pero lo importante es la enseñanza que quiere dar el evangelista.
Algunos
ponderaban, y con razón, la belleza y suntuosidad de las construcciones del
templo. "Él contestó: cuidado con que nadie os engañe..." (Lc 21, 8). En tiempo de Jesús, Herodes quiso
congraciarse con los judíos que le odiaban abierta e intensamente. Por eso no
escatimó en gastos ni en tiempo. Quería demostrar lo indemostrable: que él era
también un piadoso creyente en Yahveh, aun cuando no era hebreo sino idumeo.
Los judíos nunca se lo creyeron aunque si reconocían la magnificencia de este
hombre, el afán de asentarse en el trono sin olvidar que para ello era preciso
hacer de la religión un recurso político más.
Grandes piedras
de corte herodiano, propio de la época de Augusto emperador, preparadas para su
colocación. Los apóstoles se quedan asombrados y así lo expresan con toda
sencillez delante del Maestro. Pero sus palabras no encontraron eco en el
Señor. Él sabe en qué quedará todo aquello dentro de no mucho tiempo. Sólo un
montón de ruinas y un tramo de muro descarnado, donde los judíos se lamentarán
por siglos.
El Señor
entrevé la caída de Jerusalén, y también recuerda por unos momentos el fin del
mundo. Esos momentos finales en los que surgirán falsos profetas y mesías,
proclamando ser los portadores de la salvación eterna.
De todos modos
serán circunstancias terribles, situación que si se prolongase demasiado
acabaría con todos. Pero por amor de los elegidos, dijo el Señor, aquellos días
se acortarán. Por eso hay que guardar la calma y saber esperar.
Para
los judíos del tiempo de Jesús el Templo de Jerusalén representaba la
seguridad. Con tal de cumplir las leyes y acudir al Templo se
"justificaban" ante Dios. Era para ellos el fundamento de su práctica
religiosa. Y Jesús se atreve a decir que no quedará de él piedra sobre piedra.
El Templo no es lo importante, tampoco el mero cumplimiento de la ley, pues
Jesús predicó que no es ni en Jerusalén ni en Garizín
donde se debe dar culto a Dios, sino "en espíritu y en verdad". En
nuestra religión cristiana también nos hemos montado "otros templos",
otras normas que nos "aseguran la salvación". Es más fácil pedir que
te digan qué es lo que tienes que cumplir y asegurar así la salvación, que
identificarse con Cristo, dejar que Él te transforme y estar dispuesto a
seguirle con todas las consecuencias. Lo primero no cuestiona tu vida, lo
segundo transforma tu vida y te convierte en hombre nuevo. La fe es una
aventura arriesgada y emocionante, no es un cumplimiento cómodo y seguro de
normas sin implicación de tu persona.
Para nuestra
vida.
Hoy,
como desde hace siglos, se sigue hablando si estamos en una etapa final de la
historia, del hombre y del mundo mismo. ¿Qué hacer? ¿Cómo reaccionar? ¿Hacia
dónde caminar? Las pistas nos las ofrece el evangelio de este día: “No hagáis
caso”.
Estamos en la hora del testimonio.
Nos toca, hoy más que nunca, separar la paja del trigo, la auténtica fe de la
religión a la carta. ¿Qué conlleva todo ello? Incomprensión, persecuciones o
incluso el intento sistemático de reducir lo religioso al ámbito privado. Para
los creyentes sigue la llamada a hacer la voluntad de Dios y a no renunciar a
lo que es constitutivo de la misma Iglesia.
De
las lecturas de hoy emana un mensaje de
esperanza, el juicio será para la salvación, no para la condenación. La palabra
de Dios nos habla del final de los tiempos con una literatura apocalíptica.
Tanto el evangelio como la primera lectura del profeta Malaquías nos hablan de
catástrofe, enfrentamientos, divisiones, guerra y destrucción. Sin embargo, lo
importante es el mensaje final en ambas lecturas: "iluminará un sol de
justicia que lleva la salud en las alas", "ni un cabello de vuestra
cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas".
En la primera lectura el profeta Malaquías, habla
claro: los perversos serán aniquilados y no quedará de ellos “ni rama ni raíz”;
a los buenos, en cambio, “los iluminará para siempre un sol de justicia”. La verdad es
que en todas las religiones y culturas de la humanidad se ha creído siempre,
aunque de distintas maneras y con distintos matices, que Dios premiará a los
justos, mientras que los malos serán castigados. Parece un sentimiento
espontáneo el pensar que no puede ser igual hacer el bien que hacer el mal y
que algún premio o castigo debe haber por lo uno o por lo otro.
El Salmo 97,
que se propone hoy como responsorial, es un canto de alabanza a Yahvé, rey del
mundo, cuya actuación no es sino una serie de maravillas y portentos en favor
del hombre y del pueblo de Israel. Está influenciado, como todos los de
su grupo (salmo 46, 92, 95-98), por el Segundo Isaías en sus miras
universalistas, en su concepción de las nuevas realidades que se acercan para
Israel, en su jubilosa visión del mundo como escena de la actuación de Dios y
eco de su alabanza.
Siguiendo el salmo, vemos como
el salmista piensa en la restauración de Israel después del exilio de
Babilonia, cuando tiene lugar un nuevo inicio en la vida, en la religión, en la
liturgia del templo. Este período feliz vendrá después del retorno, y este solo
pensamiento produce en el salmista (igual que en Isaías) un potencial enorme de
alegría y entusiasmo. Dios realiza estas maravillas de salvación porque ama a
su pueblo, porque nunca lo ha olvidado y ha tenido siempre presentes su
misericordia y su fidelidad.
Los acontecimientos salvadores
de Dios, también son validos para nosotros. El versículo 3:"se acordó de
su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel", ha
inspirado muy de cerca el Magníficat de María (Lc
1,54), cántico que se mueve en la misma sintonía de alabanza al Dios que actúa
en favor de su pueblo y de los humildes.
La alabanza incluye el sonido
de los instrumentos (vv. 4-6). Las obras de Dios son contempladas por todo el
mundo: "los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro
Dios".
Es una acción de Dios que
percibe el mundo entero, que conocerán todos los pueblos y por esto alabarán a
Dios. La vuelta a Sión, que según el Segundo Isaías superará en grandiosidad al
mismo Éxodo (Is 49), será el comienzo de esta
justicia de Dios y la celebrarán todos los pueblos porque en la nueva etapa
Israel será algo grande y su nombre se dejará sentir en todas partes.
Por esto el salmista invita a
toda la tierra a cantar al Señor, a aclamar a Dios sonando toda clase de
instrumentos: ahora es la música quien acompaña esta sinfonía grandiosa de
alabanza: "tañed la cítara... suenen los instrumentos".
En esa alabanza de la tierra,
estamos incluidos todos los creyentes, de cualquier momento de la historia,
incluida lógicamente la presente.
La segunda lectura nos mantiene en la esperanza y
una esperanza activa.
Como cristianos estamos llamados a ser portadores de esperanza y perseverar
confiando, siempre en el Señor. Y mientras tanto, no quedarse con los brazos
cruzados, esperando el fin del mundo como les ocurría a los fieles de la
iglesia de Tesalónica. Pablo les insta a trabajar para ganarse el pan de cada
día. Es así como Dios nos quiere, como personas esperanzadas y esperanzadoras,
consciente de su misión de transformar este mundo hasta convertirlo en el
auténtico Reino de Dios.
En el evangelio Jesús nos pone en guardia
a todos ante quienes están fijos en catástrofes. No vayáis tras de ellos, nos dice. No les creáis cuando afirmen que el fin
está ya cerca. Habrá guerras y revoluciones, pero todavía no ha llegado el
momento. Por eso hay que permanecer serenos, no dejarse llevar por el pánico,
tener la confianza puesta en Dios que no nos abandonará en esos terribles
momentos.
Para
los judíos del tiempo de Jesús el Templo de Jerusalén representaba la
seguridad. Con tal de cumplir las leyes y acudir al Templo se
"justificaban" ante Dios. Era para ellos el fundamento de su práctica
religiosa. Y Jesús se atreve a decir que no quedará de él piedra sobre piedra.
El Templo no es lo importante, tampoco el mero cumplimiento de la ley, pues
Jesús predicó que no es ni en Jerusalén ni en Garizín
donde se debe dar culto a Dios, sino "en espíritu y en verdad". En
nuestra religión cristiana también nos hemos montado "otros templos",
otras normas que nos "aseguran la salvación". Es más fácil pedir que
te digan qué es lo que tienes que cumplir y asegurar así la salvación, que
identificarse con Cristo, dejar que Él te transforme y estar dispuesto a
seguirle con todas las consecuencias. Lo primero no cuestiona tu vida, lo
segundo transforma tu vida y te convierte en hombre nuevo. La fe es una
aventura arriesgada y emocionante, no es un cumplimiento cómodo y seguro de
normas sin implicación de tu persona.
San Lucas anima a los cristianos desanimados y les pide
que se mantengan firmes en la fe, porque todas esas desgracias tenían que venir
primero, pero el final no vendrá enseguida. Si perseveran salvarán sus almas.
Desde entonces hasta ahora se ha repetido bastantes veces la creencia en que el
final de los tiempos ya estaba llegando, pero Dios, por lo que hemos visto, no
parece tener prisa. Lo importante para cada uno de nosotros no es saber cuándo
llegará el momento final, sino vivir cada momento con fidelidad al evangelio,
con paciencia y con perseverancia, como si fuera el momento final. Aprendamos a vivir siempre con paz interior,
con confianza en la palabra del Señor, dejando a Dios ser Dios, y actuando
nosotros con fuerza y perseverancia cristiana, como si fuera el momento último
de nuestra vida, a pesar de todas las desgracias que puedan ocurrirnos, a
nosotros y a nuestra sociedad en general.
- La reflexión sobre la segunda venida
de Cristo ha provocado continuamente en la historia preocupaciones, temores y
angustias. La venida del Señor no es una amenaza, sino una esperanza. Por eso
no puede producir pánico, temor o miedo, sino confianza absoluta.
- Ante la conflictividad
político-religiosa de la historia hay que vivir en actitud de discernimiento de
las señales que en ella encontramos para actuar. ¿Cómo estamos actuando ante
los problemas políticos y religiosos que se viven en nuestra sociedad?
- La realidad que vivimos está
generando desconcierto, desilusión y desesperanza. ¿Qué estamos haciendo para
devolverle a tanta gente la esperanza?
- Muchos cristianos están luchando por
construir una nueva historia y por eso son perseguidos, calumniados y
asesinados. ¿Qué estamos haciendo nosotros por construir esta nueva historia?
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