Comentarios a las Lecturas
del IV Domingo del Tiempo Ordinario 31 de enero de 2016
El tema de la
liturgia de este domingo invita a reflexionar sobre el “camino del profeta”:
camino de sufrimiento, de soledad, de riesgo, pero también camino de paz y de
esperanza, porque es un camino en el que está Dios. La liturgia de hoy asegura
al “profeta” que la última palabra será siempre de Dios: “no temas, porque yo estoy
contigo para librarte”.
Acaba describiendo la obra de Dios en el
profeta: "Tú,
cíñete los lomos…” (Jr 1, 17). Estas
palabras indican que el profeta ha de ajustarse la túnica y ponerse en pie. Es
la actitud de quien se dispone a caminar, del que comienza la lucha. Palabras
imperiosas que vencen la resistencia del profeta. Mas en medio de su miedo y de
sus luchas, seguirá hablando con valentía, con audacia, con claridad. Se
cumplió lo que Dios le prometió: "Mira,
yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce
frente a todo el país... Lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy
contigo para librarte".
Es un salmo hermoso y entrañable. Entre sus
pliegues palpita en todo momento una profunda intimidad; y una confianza casi
invencible cruza su firmamento de un extremo a otro.
Próximo ya a las puertas del abismo, el anciano
salmista mira atrás, mira hacia adelante, se mueve entre agitados contrastes,
entre la impotencia y la esperanza y, a pesar de estos contrastes, una
serenidad vestida de ternura está presente entre sus líneas en todo momento. Es
un salmo de gran consolación.
En los tres primeros versículos sentimos al
salmista como nervioso, tenso. Se parece a un hombre que se halla ante un
peligro inminente, o, quizá, a un hombre acosado por fieras que le acechan
desde todas partes: ayúdame, sálvame, mira que estoy en grave peligro. Si
sucumbo, ¿qué van a decir mis enemigos? Te necesito. Sé para mí roca de
refugio, fortaleza invulnerable, ancla de salvación (vv. 1-3).
En este momento el anciano salmista extiende su
mirada sobre su pasado, abarca de un golpe de vista todos los años de su vida,
retrocede hasta la infancia, y, conmovedoramente, nos hace una deslumbrante
evocación (vv. 5-8), y nos transmite un mundo de ternura: Dios lo había hecho
vibrar desde la aurora de su vida, y siempre había sido sensible a los encantos
divinos (v. 5).
Y, en una actitud audaz,
retrocede hasta el seno materno. El anciano salmista tiene la conciencia clara
de que desde entonces, desde el embrión, había sido tocado por el dedo de Dios:
ya entonces me apoyaba en Ti más que en mi propia madre; desde entonces Tú
fuiste la esencia de mi existencia; todavía en el seno uterino en Ti respiraba,
subsistía, era. Mi madre me llevaba en el útero, pero yo te llevaba dentro de
mí, y, al mismo tiempo, yo estaba dentro de Ti (v. 6). Y, sintetizando el
contenido de este versículo, y abarcando todos los horizontes, nos entrega el
salmista esta emotiva acotación: «Siempre he confiado en Ti.»
En sus típicas transposiciones de
planos y alteraciones anímicas, el viejo salmista, lleno de gratitud y en un
tono sumamente entrañable, vuelve, en los versículos siguientes (vv. 17-20), al
recuerdo de los años pasados, años cuajados de milagros y maravillas: desde los
años de mi juventud fuiste mi antorcha; desde la aurora hasta el ocaso me
mantenías en vilo, causando yo asombro a todos los espectadores (v. 17).
Y S. Pablo presenta la Iglesia
como el cuerpo de Cristo. Es necesaria una pluralidad diversificada: varios
miembros que se necesitan y se subvienen entre sí. En el origen del pluralismo
carismático, está el Espíritu, garantía de participación y corresponsabilidad
contra la dispersión y disgregación. Y concluye insinuando que no todos los
carismas son iguales. Existe una jerarquía entre ellos, pero todos son
funcionales y relativos, menos uno, único y excepcional: el ejercicio de la
caridad.
El
texto de san Pablo a los Corintios, es el
himno al amor, es uno de los textos más conocidos por todos los cristianos. El
Himno a la Caridad, brillante y perfecta pieza literaria de valor universal y
de un profundo lirismo; es el canto más bello del amor al prójimo, que
parangona con la fe y la esperanza, pero la caridad es la más grande, no pasa
jamás; es superior a todos los carismas, pues se prolonga en un abrazo perpetuo
de estrecha unión con Dios. No olvidemos que san Pablo dice lo que dice a los
Corintios, porque entre estos lo que predominaba en muchas ocasiones no era el
amor, sino el egoísmo y la envidia entre ellos. También es posible que nosotros
hablemos mucho de amor y luego nuestra conducta sea egoísta. Si al atardecer de
nuestra vida Dios nos examinará en el amor, hagamos el propósito, ya desde
ahora mismo, de poner amor, amor de verdad, amor cristiano, en todo lo que
hagamos. Las obras que no tengan como razón primera y principal el amor no nos
servirán de mucho ante un Dios cuyo nombre es amor y misericordia. Tenemos las
tres virtudes teologales: fe, esperanza, amor; la más grande es el amor.
La
caridad es un amor que se manifiesta en pequeños detalles, en gestos muy
concretos. Lo extraordinario del cristianismo no está en las manifestaciones
prodigiosas o en el poder de hacer milagros, sino en que un hombre ordinario
sea capaz de amar con sencillez, humildad y perseverancia. Un amor que se pone
en actitud de servicio, un amor desinteresado y gratuito que renuncia a sus
propios derechos, a tomarse la justicia por su mano y se dirige precisamente a
aquellos que no le devolverán nada: los pobres y los enemigos. Un amor que
evita las palabras y los gestos ofensivos; un amor que busca la verdad y la
acepta, incluso si la encuentra en los propios enemigos.
El amor es ya aquí y ahora lo
que será eternamente (1Cor 13,8-13). Este amor permanece para siempre, no
cambia jamás; sólo el amor, que es capaz de transformarlo todo, de cambiarlo
todo, no cambiará. El amor no cesa nunca, permanece siempre. Es eterno.
Este amor es también caridad
teológica, superior a todos los dones y virtudes, porque todos desaparecerán
con la muerte, mientras que la caridad es eterna. Todos los prodigios, todas
las magníficas obras humanas no son nada, nada valen, de nada sirven, si no se
tiene caridad: Aunque yo hablara las lenguas de los hombres y de los
ángeles…
El Domingo pasado escuchábamos cómo
Jesús, como era su costumbre, acudió a la sinagoga de Nazaret un sábado. Como
bien sabemos, Nazaret era el pueblo en el que el Señor se había criado.
¿Cuántas veces habría asistido a esta misma sinagoga a lo largo de su vida,
desde que era un niño? En esta ocasión, sin embargo, había una diferencia
fundamental: luego de acudir a Judea, para ser bautizado por Juan, luego de
pasar cuarenta días en el desierto y vencer las tentaciones del diablo, el
Señor «volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por
toda la región. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan» (Lc 4, 14). Con esta fuerza del Espíritu con que ha iniciado
su ministerio público y con esta fama que va creciendo y se va extendiendo, el
Señor vuelve nuevamente a Nazaret y acude aquel sábado a la sinagoga.
Con la venia del jefe de la sinagoga se levantó para
hacer la lectura y el comentario público del texto sagrado ante la asamblea
reunida. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y lo desenrolló, hallando la
profecía que hablaba del futuro Mesías. Entonces, teniendo todos los ojos fijos
en Él, declaró con solemnidad en su comentario: «Hoy se cumple esta Escritura
que acaban de oír» (Lc 4, 21). De este modo afirmaba
que la profecía tenía su cumplimiento en Él. El Mesías anunciado y prometido
por Dios a su pueblo, el Ungido con la fuerza del Espíritu, estaba ya con
ellos: era Jesús de Nazaret.
Sus palabras causaron en un primer momento una gran
admiración entre sus oyentes. La primera reacción era favorable y positiva. Una
consideración inmediata, sin embargo, los hizo cambiar de actitud: pero, «¿no
es éste el hijo de José?». ¿Cómo era posible que alguien que había vivido entre
ellos desde pequeño y nunca se había distinguido especialmente entre sus
paisanos pudiese de pronto alzarse entre ellos y afirmar solemnemente que Él es
el Mesías enviado por Dios? Surgió la desconfianza entre ellos, y la
incredulidad dio paso a la dureza de corazón. No estaban dispuestos a aceptar
tan fácilmente que Él fuese el Mesías enviado por Dios mientras no fuesen ellos
mismos testigos de los signos y señales con los que —según la fama que ya para
entonces lo precedía— ya se había manifestado en otros pueblos vecinos de
Galilea. Ni sus palabras llenas de sabiduría ni tampoco los testimonios que había
escuchado sobre Él eran suficientes. Ellos necesitaban ver por sí mismos una
alguna señal inequívoca.
Jesús no hace lo que le piden, no hace milagros para
que le crean, sino que espera que crean en Él para hacer milagros. La fe no
debe brotar de los milagros, sino que antecede a los milagros. La fe es creer
en el Señor Jesús por ser quien es y porque Él es de fiar. Así, pues, lejos de
ceder a sus exigencias les echa en cara su dureza de corazón. Su prédica se
torna entonces hostil e insoportable a sus oídos, de modo que en vez de
convertirse de su incredulidad «se pusieron furiosos» y movidos por la ira lo
sacaron fuera del pueblo con intención de despeñarlo por un barranco.
Resulta curioso cómo el Señor Jesús se
libera tan fácilmente de la turba virulenta que ya estaba a punto de arrojarlo
por el precipicio: «pasando en medio de ellos, continuó su camino». ¿Cómo lo
hizo? ¿No es acaso un milagro liberarse tan tranquilamente de una multitud
enardecida? El Señor tiene el dominio absoluto sobre la situación. El mensaje
parece claro: nadie tiene poder alguno para hacerle daño o para quitarle la
vida si Él mismo no lo permite (ver Jn 10, 17-18). Y su hora no ha llegado aún.
Jesús da su explicación de lo que ocurre. "Os
aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra".
¿cuál es la verdad que dijo Jesús en su
pueblo para que sus paisanos quisieran despeñarlo? Pues, sencillamente, que
ellos no eran el centro del mundo y que si había hecho obras grandes en
Cafarnaúm es porque allí sí tenían fe en él, y que, en definitiva, también
había habido siempre gente no judía, que no adoraba a Yahvé y que, sin embargo,
practicaban la caridad y la misericordia mejor que los mismos judíos. Tal había
sido el caso de la viuda de Sarepta, en el territorio
de Sidón, y el sirio Naamán. Los vecinos de Nazaret
creían que Jesús por ser su paisano tenía que tratarles a ellos mejor que a los
demás, pero para Jesús lo que contaba era la fe en él, no el paisanaje, o la
vecindad.
Para nuestra vida.
“Te escogí… te consagré…
te envío… Yo estoy contigo para librarte”. Jeremías toma conciencia de su
vocación como profeta. ¿Cuántos nos vemos identificados con esta
llamada-invitación?, ¿o con esta consagración-misión?, ¿o con esta fiel
compañía favorable?... La conciencia de sentirme un vacacionado, me hace bien,
me hace feliz. Y la razón primera y última de esta elección-consagración-misión
es alcanzar y disfrutar lo excelente, lo máximo, en cristiano, “ambicionando lo
mejor”.
Como cristianos participamos en la
misión profética de Cristo. Todos y cada uno tenemos la obligación perentoria
de proclamar, con hechos y con palabras, el mensaje de amor que trajo Jesús a
la tierra. Nos da miedo de hablar, tenemos reparo de presentarnos como
cristianos. El Señor como Jeremías, nos
ayuda a sacudir nuestra cobardía. Si le
dejamos nos convierte hoy en plaza
fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce en nuestro entrono cotidiano.
La segunda lectura nos da la clave de como vivir nuestra vocación. Para
ello el camino mejor es el amor. Amor paciente, afable, no envidioso ni
presuntuoso, no egoísta ni mal educado… Un amor así, no pasa nunca, no se
acabará.
Como los contemporáneos de Jesús somos
privilegiados. Pero, escuchando lo que
ocurrió en Nazaret, los cristianos, no podemos olvidar que también podemos
cometer una equivocación parecida a la que cometieron los paisanos de Jesús,
cuando pensamos que nosotros, por el simple hecho de ser cristianos, tenemos ya
asegurado el cielo. Cuentan la fe y las obras, no el lugar donde hemos nacido o
la religión que profesamos. Seguramente que hay muchos paganos que no conocen a
Jesús, o adoran a Dios con ritos distintos a los nuestros, y, sin embargo, son
más gratos a Dios que muchos de los que hemos sido bautizados en el bautismo de
Jesús, o pertenecemos a la religión católica. Dios nos juzgará a cada uno de
nosotros por nuestras obras, sobre todo por las obras de misericordia que
hayamos hecho.
Hemos contemplado a Jesús en Nazaret y
la actitud de sus contemporáneos, también nosotros, como ellos, vemos a menudo
las cosas de Dios con ojos carnales, consideramos los acontecimientos de tejas
abajo, hablamos de cuestiones referentes a la Iglesia con una mentalidad
ramplona y puramente temporal. Con esta actitud quedamos incapacitados para
comprender el hondo sentido de esos acontecimientos que intentamos juzgar. Es
cierto que, como Jesús, también la Iglesia y los que la gobiernan presentan a
veces un aspecto externo demasiado humano, poco divino. Pero eso no puede ser
óbice para que nosotros sepamos, por la fuerza de la fe, elevar nuestro punto
de mira y juzgar con visión sobrenatural. Sólo así será posible una correcta
visión de las cosas que se refieren a Dios y a nuestra condición de hijos de Dios,
llamados a ser testigos del Reino en medio de los avatares del mundo.
Analizando nuestra vida de testimonio
cristiano, si Jesús encontró oposición, ¿no la encontraremos también nosotros
cuando anunciemos el Evangelio? Si Él fue rechazado por algunos, calumniado y
perseguido, ¿no lo seremos nosotros también como discípulo suyos? .
Jesús sabe bien de las dificultades que
encontraremos en el camino y por eso Él mismo nos alienta en todo momento: «No
se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14, 27), «en el mundo tendréis
tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33). Y como a su
profeta Dios nos dice también a nosotros: «Lucharán contra ti, pero no te
vencerán, porque yo estoy contigo para librarte» (Jer
1, 19). Así pues, si Dios está con nosotros, ¿quién podrá contra nosotros?. ¡Qué
importante es confiar en Dios en los momentos de prueba, y mantenernos siempre
fieles al Señor!
Cuando confiados en el Señor vencemos
nuestros miedos e inseguridades y nos lanzamos a anunciar el Evangelio dando
testimonio de nuestra fe, descubrimos que verdaderamente Dios está con nosotros
, que Él nos da la fuerza necesaria para el anuncio y que incluso Él mismo pone
en nuestra boca las palabras adecuadas cuando no sabemos qué decir: «el
Espíritu de vuestro Padre [es] el que hablará en ustedes» (Mt 10, 20)
Como cristianos que somos no podemos
quedarnos callados, no podemos escondernos ni acobardarnos, no podemos
renunciar a la misión que Él nos ha confiado a todos de anunciar el Evangelio.
No podemos defraudar al Señor por miedo al “qué dirán”, por evitar el conflicto
o la incomodidad, por respetar lo “políticamente correcto”, por juzgar que “yo
no soy capaz”, por ceder a la cobardía o al “complejo” de ser y mostrarme
creyente. Se nos pide hoy dar razón de nuestra fe, hablar venciendo nuestros
temores e inseguridades, dar testimonio valiente del Evangelio .
No hay comentarios:
Publicar un comentario