sábado, 30 de enero de 2016

Comentarios a las Lecturas del IV Domingo del Tiempo Ordinario 31 de enero de 2016

El tema de la liturgia de este domingo invita a reflexionar sobre el “camino del profeta”: camino de sufrimiento, de soledad, de riesgo, pero también camino de paz y de esperanza, porque es un camino en el que está Dios. La liturgia de hoy asegura al “profeta” que la última palabra será siempre de Dios: “no temas, porque yo estoy contigo para librarte”.
La primera lectura está tomada del Profeta Jeremías (Jr 1,4-5.17-19), empieza situando
un tiempo concreto en la historia del Pueblo de Israel. "En los días de Josías, recibí esta palabra del Señor: Antes de formarte en el vientre te escogí, antes de que salieras del seno materno te consagré; te nombré profeta de los gentiles" (Jr 1, 4-5). Y Yahvé extendió su mano, tocó mi boca y me dijo: He aquí que yo pongo mis palabras en tu boca. Mira, en este día te constituyo sobre las naciones y sobre los reinos, para arrancar y destruir, para edificar y plantar... Dios ha escogido a Jeremías. Desde siempre había pensado en él, antes incluso de ser concebido. Ahora ha llegado el momento de llamarle, de ungirle, de enviarle. Será profeta de los gentiles, será portavoz del mensaje de Yahvé, plañirá atormentado ante su pueblo, porque el enemigo está cerca, a punto de caer furiosamente sobre Jerusalén. Pero su llanto cae en el vacío, su lamento quedará perdido, sus palabras no serán atendidas. El profeta tendrá que ver, entre la desesperación y la fe desnuda, que su pueblo no teme el castigo de Dios, que sus lamentaciones y elegías no sirven para nada.
 Acaba describiendo la obra de Dios en el profeta: "Tú, cíñete los lomos…” (Jr 1, 17). Estas palabras indican que el profeta ha de ajustarse la túnica y ponerse en pie. Es la actitud de quien se dispone a caminar, del que comienza la lucha. Palabras imperiosas que vencen la resistencia del profeta. Mas en medio de su miedo y de sus luchas, seguirá hablando con valentía, con audacia, con claridad. Se cumplió lo que Dios le prometió: "Mira, yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce frente a todo el país... Lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte".

El responsorial de hoy son estrofas del salmo 70 (Sal 70,1-6.15.17)
Es un salmo hermoso y entrañable. Entre sus pliegues palpita en todo momento una profunda intimidad; y una confianza casi invencible cruza su firmamento de un extremo a otro.
Próximo ya a las puertas del abismo, el anciano salmista mira atrás, mira hacia adelante, se mueve entre agitados contrastes, entre la impotencia y la esperanza y, a pesar de estos contrastes, una serenidad vestida de ternura está presente entre sus líneas en todo momento. Es un salmo de gran consolación.
En los tres primeros versículos sentimos al salmista como nervioso, tenso. Se parece a un hombre que se halla ante un peligro inminente, o, quizá, a un hombre acosado por fieras que le acechan desde todas partes: ayúdame, sálvame, mira que estoy en grave peligro. Si sucumbo, ¿qué van a decir mis enemigos? Te necesito. Sé para mí roca de refugio, fortaleza invulnerable, ancla de salvación (vv. 1-3).
En este momento el anciano salmista extiende su mirada sobre su pasado, abarca de un golpe de vista todos los años de su vida, retrocede hasta la infancia, y, conmovedoramente, nos hace una deslumbrante evocación (vv. 5-8), y nos transmite un mundo de ternura: Dios lo había hecho vibrar desde la aurora de su vida, y siempre había sido sensible a los encantos divinos (v. 5).
Y, en una actitud audaz, retrocede hasta el seno materno. El anciano salmista tiene la conciencia clara de que desde entonces, desde el embrión, había sido tocado por el dedo de Dios: ya entonces me apoyaba en Ti más que en mi propia madre; desde entonces Tú fuiste la esencia de mi existencia; todavía en el seno uterino en Ti respiraba, subsistía, era. Mi madre me llevaba en el útero, pero yo te llevaba dentro de mí, y, al mismo tiempo, yo estaba dentro de Ti (v. 6). Y, sintetizando el contenido de este versículo, y abarcando todos los horizontes, nos entrega el salmista esta emotiva acotación: «Siempre he confiado en Ti.»
Acaba el responsorial expresando plena confianza en Dios. En sus típicas transposiciones de planos y alteraciones anímicas, el viejo salmista, lleno de gratitud y en un tono sumamente entrañable, vuelve, en los versículos siguientes (vv. 17-20), al recuerdo de los años pasados, años cuajados de milagros y maravillas: desde los años de mi juventud fuiste mi antorcha; desde la aurora hasta el ocaso me mantenías en vilo, causando yo asombro a todos los espectadores (v. 17).

La segunda lectura  es de la primera carta a los corintios (1 Cor 12,31-13,13). Y S. Pablo presenta la Iglesia como el cuerpo de Cristo. Es necesaria una pluralidad diversificada: varios miembros que se necesitan y se subvienen entre sí. En el origen del pluralismo carismático, está el Espíritu, garantía de participación y corresponsabilidad contra la dispersión y disgregación. Y concluye insinuando que no todos los carismas son iguales. Existe una jerarquía entre ellos, pero todos son funcionales y relativos, menos uno, único y excepcional: el ejercicio de la caridad.
El  texto de san Pablo a los Corintios, es el himno al amor, es uno de los textos más conocidos por todos los cristianos. El Himno a la Caridad, brillante y perfecta pieza literaria de valor universal y de un profundo lirismo; es el canto más bello del amor al prójimo, que parangona con la fe y la esperanza, pero la caridad es la más grande, no pasa jamás; es superior a todos los carismas, pues se prolonga en un abrazo perpetuo de estrecha unión con Dios. No olvidemos que san Pablo dice lo que dice a los Corintios, porque entre estos lo que predominaba en muchas ocasiones no era el amor, sino el egoísmo y la envidia entre ellos. También es posible que nosotros hablemos mucho de amor y luego nuestra conducta sea egoísta. Si al atardecer de nuestra vida Dios nos examinará en el amor, hagamos el propósito, ya desde ahora mismo, de poner amor, amor de verdad, amor cristiano, en todo lo que hagamos. Las obras que no tengan como razón primera y principal el amor no nos servirán de mucho ante un Dios cuyo nombre es amor y misericordia. Tenemos las tres virtudes teologales: fe, esperanza, amor; la más grande es el amor.
La caridad es un amor que se manifiesta en pequeños detalles, en gestos muy concretos. Lo extraordinario del cristianismo no está en las manifestaciones prodigiosas o en el poder de hacer milagros, sino en que un hombre ordinario sea capaz de amar con sencillez, humildad y perseverancia. Un amor que se pone en actitud de servicio, un amor desinteresado y gratuito que renuncia a sus propios derechos, a tomarse la justicia por su mano y se dirige precisamente a aquellos que no le devolverán nada: los pobres y los enemigos. Un amor que evita las palabras y los gestos ofensivos; un amor que busca la verdad y la acepta, incluso si la encuentra en los propios enemigos.
El amor es ya aquí y ahora lo que será eternamente (1Cor 13,8-13). Este amor permanece para siempre, no cambia jamás; sólo el amor, que es capaz de transformarlo todo, de cambiarlo todo, no cambiará. El amor no cesa nunca, permanece siempre. Es eterno.
Este amor es también caridad teológica, superior a todos los dones y virtudes, porque todos desaparecerán con la muerte, mientras que la caridad es eterna. Todos los prodigios, todas las magníficas obras humanas no son nada, nada valen, de nada sirven, si no se tiene caridad: Aunque yo hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles…

El evangelio sigue el ciclo C (San Lucas) ( Lc 4,21-30) El Domingo pasado escuchábamos cómo Jesús, como era su costumbre, acudió a la sinagoga de Nazaret un sábado. Como bien sabemos, Nazaret era el pueblo en el que el Señor se había criado. ¿Cuántas veces habría asistido a esta misma sinagoga a lo largo de su vida, desde que era un niño? En esta ocasión, sin embargo, había una diferencia fundamental: luego de acudir a Judea, para ser bautizado por Juan, luego de pasar cuarenta días en el desierto y vencer las tentaciones del diablo, el Señor «volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la región. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan» (Lc 4, 14). Con esta fuerza del Espíritu con que ha iniciado su ministerio público y con esta fama que va creciendo y se va extendiendo, el Señor vuelve nuevamente a Nazaret y acude aquel sábado a la sinagoga.
Con la venia del jefe de la sinagoga se levantó para hacer la lectura y el comentario público del texto sagrado ante la asamblea reunida. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y lo desenrolló, hallando la profecía que hablaba del futuro Mesías. Entonces, teniendo todos los ojos fijos en Él, declaró con solemnidad en su comentario: «Hoy se cumple esta Escritura que acaban de oír» (Lc 4, 21). De este modo afirmaba que la profecía tenía su cumplimiento en Él. El Mesías anunciado y prometido por Dios a su pueblo, el Ungido con la fuerza del Espíritu, estaba ya con ellos: era Jesús de Nazaret.
Sus palabras causaron en un primer momento una gran admiración entre sus oyentes. La primera reacción era favorable y positiva. Una consideración inmediata, sin embargo, los hizo cambiar de actitud: pero, «¿no es éste el hijo de José?». ¿Cómo era posible que alguien que había vivido entre ellos desde pequeño y nunca se había distinguido especialmente entre sus paisanos pudiese de pronto alzarse entre ellos y afirmar solemnemente que Él es el Mesías enviado por Dios? Surgió la desconfianza entre ellos, y la incredulidad dio paso a la dureza de corazón. No estaban dispuestos a aceptar tan fácilmente que Él fuese el Mesías enviado por Dios mientras no fuesen ellos mismos testigos de los signos y señales con los que —según la fama que ya para entonces lo precedía— ya se había manifestado en otros pueblos vecinos de Galilea. Ni sus palabras llenas de sabiduría ni tampoco los testimonios que había escuchado sobre Él eran suficientes. Ellos necesitaban ver por sí mismos una alguna señal inequívoca.
Jesús no hace lo que le piden, no hace milagros para que le crean, sino que espera que crean en Él para hacer milagros. La fe no debe brotar de los milagros, sino que antecede a los milagros. La fe es creer en el Señor Jesús por ser quien es y porque Él es de fiar. Así, pues, lejos de ceder a sus exigencias les echa en cara su dureza de corazón. Su prédica se torna entonces hostil e insoportable a sus oídos, de modo que en vez de convertirse de su incredulidad «se pusieron furiosos» y movidos por la ira lo sacaron fuera del pueblo con intención de despeñarlo por un barranco.
Resulta curioso cómo el Señor Jesús se libera tan fácilmente de la turba virulenta que ya estaba a punto de arrojarlo por el precipicio: «pasando en medio de ellos, continuó su camino». ¿Cómo lo hizo? ¿No es acaso un milagro liberarse tan tranquilamente de una multitud enardecida? El Señor tiene el dominio absoluto sobre la situación. El mensaje parece claro: nadie tiene poder alguno para hacerle daño o para quitarle la vida si Él mismo no lo permite (ver Jn 10, 17-18). Y su hora no ha llegado aún.
Jesús da su explicación de lo que ocurre. "Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra".  ¿cuál es la verdad que dijo Jesús en su pueblo para que sus paisanos quisieran despeñarlo? Pues, sencillamente, que ellos no eran el centro del mundo y que si había hecho obras grandes en Cafarnaúm es porque allí sí tenían fe en él, y que, en definitiva, también había habido siempre gente no judía, que no adoraba a Yahvé y que, sin embargo, practicaban la caridad y la misericordia mejor que los mismos judíos. Tal había sido el caso de la viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón, y el sirio Naamán. Los vecinos de Nazaret creían que Jesús por ser su paisano tenía que tratarles a ellos mejor que a los demás, pero para Jesús lo que contaba era la fe en él, no el paisanaje, o la vecindad.
Para nuestra vida.
“Te escogí… te consagré… te envío… Yo estoy contigo para librarte”. Jeremías toma conciencia de su vocación como profeta. ¿Cuántos nos vemos identificados con esta llamada-invitación?, ¿o con esta consagración-misión?, ¿o con esta fiel compañía favorable?... La conciencia de sentirme un vacacionado, me hace bien, me hace feliz. Y la razón primera y última de esta elección-consagración-misión es alcanzar y disfrutar lo excelente, lo máximo, en cristiano, “ambicionando lo mejor”.
Como cristianos participamos en la misión profética de Cristo. Todos y cada uno tenemos la obligación perentoria de proclamar, con hechos y con palabras, el mensaje de amor que trajo Jesús a la tierra. Nos da miedo de hablar, tenemos reparo de presentarnos como cristianos. El Señor como  Jeremías, nos ayuda  a sacudir nuestra cobardía. Si le dejamos nos convierte  hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce  en nuestro entrono cotidiano.
La segunda lectura nos da la clave de como vivir nuestra vocación. Para ello el camino mejor es el amor. Amor paciente, afable, no envidioso ni presuntuoso, no egoísta ni mal educado… Un amor así, no pasa nunca, no se acabará.
Como los contemporáneos de Jesús somos privilegiados.  Pero, escuchando lo que ocurrió en Nazaret, los cristianos, no podemos olvidar que también podemos cometer una equivocación parecida a la que cometieron los paisanos de Jesús, cuando pensamos que nosotros, por el simple hecho de ser cristianos, tenemos ya asegurado el cielo. Cuentan la fe y las obras, no el lugar donde hemos nacido o la religión que profesamos. Seguramente que hay muchos paganos que no conocen a Jesús, o adoran a Dios con ritos distintos a los nuestros, y, sin embargo, son más gratos a Dios que muchos de los que hemos sido bautizados en el bautismo de Jesús, o pertenecemos a la religión católica. Dios nos juzgará a cada uno de nosotros por nuestras obras, sobre todo por las obras de misericordia que hayamos hecho.
Hemos contemplado a Jesús en Nazaret y la actitud de sus contemporáneos, también nosotros, como ellos, vemos a menudo las cosas de Dios con ojos carnales, consideramos los acontecimientos de tejas abajo, hablamos de cuestiones referentes a la Iglesia con una mentalidad ramplona y puramente temporal. Con esta actitud quedamos incapacitados para comprender el hondo sentido de esos acontecimientos que intentamos juzgar. Es cierto que, como Jesús, también la Iglesia y los que la gobiernan presentan a veces un aspecto externo demasiado humano, poco divino. Pero eso no puede ser óbice para que nosotros sepamos, por la fuerza de la fe, elevar nuestro punto de mira y juzgar con visión sobrenatural. Sólo así será posible una correcta visión de las cosas que se refieren a Dios y a nuestra condición de hijos de Dios, llamados a ser testigos del Reino en medio de los avatares del mundo.
Analizando nuestra vida de testimonio cristiano, si Jesús encontró oposición, ¿no la encontraremos también nosotros cuando anunciemos el Evangelio? Si Él fue rechazado por algunos, calumniado y perseguido, ¿no lo seremos nosotros también como discípulo suyos? .
Jesús sabe bien de las dificultades que encontraremos en el camino y por eso Él mismo nos alienta en todo momento: «No se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14, 27), «en el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33). Y como a su profeta Dios nos dice también a nosotros: «Lucharán contra ti, pero no te vencerán, porque yo estoy contigo para librarte» (Jer 1, 19). Así pues, si Dios está con nosotros, ¿quién podrá contra nosotros?. ¡Qué importante es confiar en Dios en los momentos de prueba, y mantenernos siempre fieles al Señor!
Cuando confiados en el Señor vencemos nuestros miedos e inseguridades y nos lanzamos a anunciar el Evangelio dando testimonio de nuestra fe, descubrimos que verdaderamente Dios está con nosotros , que Él nos da la fuerza necesaria para el anuncio y que incluso Él mismo pone en nuestra boca las palabras adecuadas cuando no sabemos qué decir: «el Espíritu de vuestro Padre [es] el que hablará en ustedes» (Mt 10, 20)
Como cristianos que somos no podemos quedarnos callados, no podemos escondernos ni acobardarnos, no podemos renunciar a la misión que Él nos ha confiado a todos de anunciar el Evangelio. No podemos defraudar al Señor por miedo al “qué dirán”, por evitar el conflicto o la incomodidad, por respetar lo “políticamente correcto”, por juzgar que “yo no soy capaz”, por ceder a la cobardía o al “complejo” de ser y mostrarme creyente. Se nos pide hoy dar razón de nuestra fe, hablar venciendo nuestros temores e inseguridades, dar testimonio valiente del Evangelio .

No hay comentarios:

Publicar un comentario