Este
domingo las lecturas nos sitúan ante la realidad de nuestra expresión religiosa
que debe ser siempre expresión de nuestro amor a Dios y al prójimo. Una
expresión religiosa con fines egoístas no es un uso religioso de la religión.
Por una parte no utilizar la vida religiosa en nuestro beneficio y al mismo
tiempo cuidar la limosna.
Hoy
también se nos plantea la realidad del extranjero, de la crisis económica y la
acogida. Elías anda moviéndose por el
extranjero, en tierras fenicias concretamente, que hoy las llamamos Líbano en
tiempos de crisis económicas, semejantes a las que sufrimos ahora. Es un
desplazado, en una tierra de cultura muy diversa a la suya, donde se da culto a
un dios que quieren convertirlo en el enemigo de Yahvé, porque en aquel tiempo,
cada país tenía su rey y su dios y sus costumbres y riquezas. Elías,
aparentemente, es un pobre hombre. Y pide auxilio a una pobre buena mujer,
muerta de hambre. Pide la limosna del alimento más humilde: un panecillo.
La primera
lectura del Libro Primero de los Reyes ( Rey 17, 10-16), nos relata la situación de
Elías en tierra extranjera. Presenta
la debilidad de Ajab, rey de Israel. Se casó con
Jezabel, hija de un rey de Tiro y Sidón. Así vino a caer Israel bajo la
influencia cultural y religiosa de los fenicios. Ajab,
a ruegos de su esposa, levantó un santuario en Samaria dedicado al dios Baal.
En aquéllos días se alzó la voz del profeta Elías, avivando la memoria del
pueblo y el recuerdo de la Alianza con Dios. Elías anuncia una terrible sequía
como castigo por los pecados de Israel y su palabra se cumple. Entonces Ajab trata de liquidar al profeta. Pero Elías huye, se
esconde en el desierto y después marcha a tierras fenicias hasta la región de Sarepta, entre Tiro y Sidón. El
profeta Elías se puso en camino hacia Sarepta y, al
llegar a la puerta de la ciudad, encontró allí una viuda que recogía leña.
Por lo que leemos en el libro primero de los Reyes, se trata de otra viuda que
dio limosna no de lo que le sobraba, sino de lo que ella misma y su hijo
necesitaban para sobrevivir. En este caso, la viuda de Sarepta
lo hizo fiándose de la palabra del profeta Elías, a quién ella vio como un
auténtico profeta de Yahvé. Tiempos difíciles cuando la lluvia no acaba de
llegar. Elías, el profeta de hierro, había gritado la maldición de Dios sobre
el pueblo pecador. Los campos aparecían duros y secos; el ganado, escuálido. La
pobreza había hecho su mansión en Israel; la miseria y el hambre rondaban por
sus poblados tristes y polvorientos.
Elías
se escondió en el torrente Querit, en la ribera
oriental del Jordán. Allí había pasado algún tiempo. Pero también aquel
torrente se secó. Y nuevamente el Señor dirige sus pasos: Vete a Sarepta de Sidón. Una pobre viuda que vive allí te
alimentará... Unas palabras extrañas. En aquella región tampoco había llovido.
Y de una pobre viuda poco se podía esperar. Pero Elías se marcha, obedece. Y
cuando llega, la ve recogiendo leña. Le pide agua. Después, armándose de valor,
le pide pan. Ella protesta, pero Elías insiste. La mujer obedece y el milagro
se produce.
Tener
fe, esperar contra toda esperanza. Aceptar los planes de Dios, por extraños que
sean. Obedecer a la voluntad de Dios, aguardar serenos y confiados. El agua
caerá a su tiempo y la tierra dará su fruto. Y lo que es más importante, en el
corazón habrá brotado la esperanza, habrá brillado la fe, se habrá encendido el
amor... Haznos comprender, Señor, que todo eso vale muchísimo más que tener
todos los campos verdes y el ganado alimentado.
"Te
juro por el Señor tu Dios, que no tengo ni pan; me queda sólo un puñado de
harina en el cántaro y un poco de aceite en la alcuza" (1 R 17, 12).
Aquella mujer responde enojada: “Ya ves que estoy recogiendo leña. Voy a hacer
un pan para mí y para mi hijo; nos lo comeremos y luego moriremos". Sus
palabras están cargadas de tristeza. No hay otra solución. Se comerán lo poco
que les queda y después, muy juntos, hijo y madre, esperarán la inexorable
muerte.
Pero
Elías le dice: "No temas. Anda,
prepáralo como has dicho; primero hazme a mí un panecillo y tráemelo; para ti y
para tu hijo lo harás después". Ella se olvida por un momento del
hambre, se dispone a entregar lo que Dios le pide por medio de su profeta. Y
entonces "ni la orza de harina se vació ni la alcuza de aceite se agotó.
El salmo responsorial, (Sal 145) es
una invitación a la albanza agradecida por las obras
del Señor. ALABA ALMA MÍA AL SEÑOR.
El Salmo 145 es un canto de alabanza
al Dios poderoso, compuesto con intenciones didácticas. Dios viene en ayuda de
sus fieles, de todos los que sufren: ciegos, justos, peregrinos, huérfanos y
viudas. Hace justicia a los oprimidos y sustenta a los que ya se doblan. En
cambio, tuerce el camino de los malvados. No se debe confiar en los hombres,
aunque sean poderosos, porque sus planes perecen lo mismo que ellos. El verso
final proclama su señorío universal. Es una lección en forma de oración. Dios
ejerce su reinado para que tengan vida plena cuantos confían en El. Dios sigue
ayudando al hombre de hoy. Su salvación se actualiza en Cristo, mediador de la
nueva alianza.
En la segunda lectura de la carta a
los Hebreos (Hb
9, 24-28) nos
describe maravillosamente con ayuda del salmo 40 lo que
constituye el centro de su pensamiento cristológico. El sacrificio
de Jesús consiste en su donación total, en su entrega personal al Padre.
En otros
lugares la carta dice que JC "se ofreció él mismo a Dios" o le
ofreció un sacrificio "en su propia sangre". "Realizar el
designio de Dios" y "ofrecerse a sí mismo" son la misma cosa; no
en el sentido de que Dios quisiera la muerte de Jesús en la cruz sino en el
sentido más radical de la entrega que Jesús hace de sí mismo al Padre con todas
sus consecuencias, hasta la entrega cruenta de la propia vida.
El autor
introduce las palabras del salmo 40 con una expresión iluminadora que lleve
hasta el final de su concepción: JC, "al entrar en el mundo, dice: Tu no quieres sacrificios y ofrendas, pero me has preparado
un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo
que está escrito en el Libro: Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu
voluntad".
-¿Qué quiere
decir esto? Que el sacrificio de Jesús no fue un rito externo, sino su plena
entrega interior a Dios. Esta entrega a Dios, no se limitó al momento de su
muerte, sino que fue la razón de ser de toda su vida.
El sacrificio
de Jesús fue toda su vida porque toda su vida estuvo animada por una absoluta
entrega a Dios y después, asumida, consumada, llevada a la perfección en la
cruz.
Cristo ha entrado no en un santuario
construido por hombres -imagen del auténtico-, sino en el mismo cielo-, para
ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros. Sabemos que el autor que
escribió la Carta a los Hebreos reflexiona y redacta su escrito teniendo
delante dos realidades: el antiguo sistema del culto judío y el nuevo
inaugurado por Cristo en su propio cuerpo entregado y resucitado. El antiguo
era una figura, el nuevo una realidad. Pero es necesario recordar ahora el
contexto existencial e histórico que movió al autor a escribir esta Carta. Los
cristianos son perseguidos por los judíos y con esta persecución se han quedado
sin el amparo legal de que gozaba la religión judía en el imperio romano. Son
desposeídos de sus bienes y marginados socialmente. Los cristianos perseguidos
sienten la tentación de volver a tras en su
seguimiento de Cristo. Y un elemento que influyó fuertemente era precisamente
la comparación del espléndido culto que se practicaba en Jerusalén y el modesto
culto cristiano en sus formas (no en su contenido evidentemente). Por eso el
autor insiste una y otra vez que el sacerdocio de Cristo, menos esplendoroso en
sus formas externas, es el definitivo porque ha llegado hasta el cielo, es
decir, hasta la presencia de Dios. Y desde allí ejerce la misión de Mediador y
Abogado para siempre. El templo terreno era solo figura del verdadero templo y
del verdadero culto que se realiza en el cielo y para siempre.
El evangelio de
Marcos (Mc 12, 38-44) nos describe una escena evangélica que se desarrolla en el
Templo de Jerusalén, en el lugar llamado atrio de las mujeres.
Atravesado el gran espacio abierto a todo el mundo, la enorme explanada, y
franqueado el muro que significaba la frontera que ningún gentil podía cruzar,
se entraba en esta plazoleta llamada de las mujeres por dos motivos. En primer
lugar porque también ellas podían situarse y en segundo porque en unas
escalinatas que circundaban su interior, se situaban ellas para ver como los
varones bailaban. Sólo ellos podían hacerlo allí. En sus cuatro extremos
estaban situadas unos pequeños recintos, almacenes sin techo, dedicados
diversas utilidades, una de ellas la aceptación de los dones que ofrecían los
fieles. Gracias a ellos, y a la correspondiente parte de las víctimas que se
sacrificaban, podían mantenerse y vivir holgadamente los levitas y los
sacerdotes. También servían los donativos para la conservación del edificio sagrado,
una de las grandes maravillas de su tiempo.
Jesús
con sus discípulos, como tantas otras veces, está sentado en los atrios del
Templo. El Señor toma ocasión esta vez para impartir su enseñanza de un hecho
que, quizá para muchos, pasó desapercibido. Entre aquellos que echaban grandes
limosnas, casi oculta entre la muchedumbre, una pobre viuda echa también su
humilde limosna, dos reales dice la traducción litúrgica. Una insignificancia
en fin, sobre todo en comparación con las grandes sumas que otros echaban.
Los
ricos daban mucho. Los pobres ¿qué iban a ofrecer? ¿Para qué podían servir las
diminutas moneditas de su bolsa? Aquella buena mujer anónima no entendía de
cálculos matemáticos. No se entretenía en pensar para qué iba a servir su
centimito. Ella lo daba a Dios y Dios lo entendería. Dios y su Hijo-hombre lo
vieron y entendieron y fue tanto su gozo, que no pudo callarse el Hijo y lo
comunicó de inmediato a sus amigos.
"... ha echado todo lo que tenía para
vivir" (Mc 12, 44) Aquellos escribas hacían de su oficio
un honor y no un servicio. Es cierto, y lo dice la Escritura, que quienes
presiden y quienes enseñan a los demás merecen un doble honor. Pero ese honor y
ese respeto ha de venir espontáneamente de quienes reciben la enseñanza, y
nunca buscado ni exigido por quienes la imparten. El servicio debe de ser un
servicio desinteresado y generoso que sólo procure el bien de aquellos que el
Señor, de un modo u otro, nos ha confiado.
Aparece
en escena la viuda. Estos echaban mucho al parecer, pero echaban de lo que les
sobraba. En cambio, la pobre viuda daba cuanto tenía, que además, le era
necesario para sobrevivir. Es un ejemplo de la generosidad de los pobres que a
veces, ante la mirada divina, son mucho más ricos que los que tienen de sobra,
a los ojos de Jesús, aquella modesta limosna valía más que la de los otros.. Al
fin y al cabo esa es la verdadera riqueza, la de la generosidad en el dar por
amor de Dios. Bien dice el Señor que mejor es dar que recibir. Aparentemente
resulta una paradoja, pero de cara a Dios así es. Quien da, movido por la
caridad, recibe del Señor el ciento por uno y la vida eterna. Ojalá lo
entendamos y lo practiquemos, ojalá seamos tan generosos como la pobre viuda,
capaces de darlo todo.
Para
nuestra vida
Darlo
todo, hasta quedarse sin nada. Dar lo más que podamos. Y mientras más
entreguemos, mayor será la recompensa.
¡Dar
no de lo que nos sobra, sino de lo que necesitamos para vivir! Esto es lo que
hicieron las dos famosas viudas de las que nos hablan las lecturas de hoy.
Evidentemente, se trata de dos casos extremos de generosidad. Yo creo que, en
circunstancias normales, a nosotros no se nos exige tanto; es suficiente con
que demos limosna con generosidad, aunque la limosna nos suponga privarnos de
un dinero que nos vendría bien, pero sin que la limosna que damos nos deje en
necesidad extrema, como le ocurrió a las dos viudas de las lecturas de este
domingo. Estas dos viudas son ejemplos más admirables que imitables. Se nos
proponen precisamente para eso: para que admiremos su gran generosidad y para
que su ejemplo nos anime a vencer nuestra tacañería habitual y nuestra excesiva
preocupación por lo económico.
En
su huida Elías encuentra una viuda que recogía leña y pide que le traiga un
jarro de agua y un trozo de pan. Pero eso era todo lo que tenía la viuda para
ella y su hijo. Elías hace una promesa en nombre de Dios, una promesa a cambio
de lo que le pide y de todo lo que tiene la viuda. La mujer cree en la palabra
del profeta. Dios premia la hospitalidad de esta pobre viuda y manifiesta que
es el único Dios, que puede salvar precisamente en el país de donde había
salido el paganismo que imperaba en Israel. Siglos más tarde, Jesús recordará
con amor el gesto de esta mujer extranjera, que fue preferida por Dios por
encima de todas las viudas de Israel. El mensaje es claro: en medio de las
dificultades, Dios no abandona al que permanece fiel.
No olvidemos que Dios cumple su palabra.
Lo hemos experimentado en la Palabra de la primera
lectura. La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará,
hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra. Ya sabemos que se
trata de un signo realizado para garantizar la misión de Elías. El
acontecimiento tiene, por tanto, dos vertientes: una, en la que subraya la misericordiosa
providencia de Dios manifestada en un gesto entrañable; y otra la misión de
garantizar la autenticidad del profeta. Esta es la función de los signos en la
Escritura tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. No debe entretenerse
nuestra reflexión de la Palabra de Dios en el signo en sí mismo sino en su
proyección significativa. Y este es el centro de atención. Dios provee a favor
de una pobre viuda, su hijo y el profeta enviado por él y esto significa que
Dios derrama su bondad sobre todos. Pero es necesario volver a la genuina fe en
él. Todo este conjunto de realidades convierte este pequeño relato en un punto
de referencia muy importante desde la perspectiva de la historia de la
salvación. Por eso sigue teniendo valor hoy y siempre para los creyentes en
Dios y en Jesús.
La reflexión del autor de la carta a los hebreos nos sitúa
ante la realidad del sacrificio expiatorio de Cristo, este debe animar a los
cristianos sometidos a la persecución (muchos en este momento de la historia) para
que no pierdan la esperanza a que han
sido convocados. Esta esperanza no será nunca
defraudada porque Cristo vive para siempre como Intercesor y Abogado. Para
siempre significa que también hoy sigue ejerciendo esta misión y tarea junto al
Padre. También hoy la Iglesia pasa por momentos difíciles, por lo que también
hoy necesita volver la mirada a su Mediador y reflexionar sinceramente este
mensaje de la Carta a los Hebreos.
La Carta a los Hebreos nos recuerda
que Cristo es el medio eficaz para hacer que el hombre tenga acceso a Dios y
alcance la verdadera comunión con Dios. Para ello era necesaria la muerte de
Cristo. La nueva alianza entró en vigor después de la muerte de Cristo. Él es
el mediador de la nueva alianza. Él es también la víctima sacrificial, que era
necesaria en toda alianza para poder ser confirmada. La nueva Alianza de la que
Cristo es mediador es una alianza eterna. Tenemos que ir haciendo presente en
nuestra vida la Alianza eterna venciendo todo lo que haya de pecado y egoísmo
en nuestro corazón.
El
evangelio además de destacar la actitud de la viuda, también nos advierte de
otros peligros en la vida religiosa. ¡Cuidado con los escribas! Devoran los
bienes de las viudas con pretexto de largos rezos. También estos hechos se dan
en nuestra realidad eclesial.
Usar
la religión en beneficio propio y en contra del prójimo no sólo no es una
virtud, sino que es una actitud corrupta. Si la religión debe ser siempre un
acto de amor a Dios y al prójimo, usar la religión con fines exclusivamente
egoístas es falsificar la esencia misma de la religión. Jesús condena a los
escribas judíos precisamente por eso: por usar la religión para obtener
primeros puestos y para llenar sus anchos bolsillos precisamente con el dinero
de los pobres. Desgraciadamente, no han sido exclusivamente los escribas judíos
los que han hecho eso, sino que han hecho lo mismo muchísimos ricos cristianos
a lo largo de la historia del cristianismo. Muchos nobles y ricos cristianos
han hecho muchas donaciones a la Iglesia y han dado suculentas limosnas a
parroquias y templos con el exclusivo fin de asegurar su estatus social. No
usemos nunca nosotros la religión con fines particulares exclusiva o
principalmente económicos.
Si
la limosna es expresión del amor al prójimo, la práctica de la limosna es tan
necesaria como necesaria es la práctica del mandamiento del amor al prójimo.
Tampoco es necesario que estemos muy sobrados de dinero, para tener que dar
limosna; la viuda del evangelio era una persona pobre y, sin embargo, dio
limosna al templo, porque estaba convencida de que así contribuía a dar un
mejor culto al Dios al que ella adoraba. Demos limosna en medida que nos sea posible, porque así
estaremos cumpliendo el mandamiento principal de la ley de Dios: amar a Dios
sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Si no actuamos así,
dice el Señor, recibiremos una sentencia rigurosa.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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