1) Compartir el hallazgo. «Andrés
encuentra a su hermano Simón y le dice: Hemos hallado al Mesías» (Jn 1,41). Más
tarde Felipe comunicará su hallazgo a Natanael (cf. Jn 1,45), la samaritana a
sus paisanos (cf. Jn 4,39), Felipe y Andrés a los griegos (cf. Jn 12,20- 22).
Aunque la vocación es siempre un regalo de Dios a cada uno de los que llama, sin
embargo este regalo suele llegar a través de mediaciones. Es el caso de Juan y
Andrés. Estos siguen a Jesús porque Juan el Bautista lo presenta como «el
Cordero de Dios» (Jn 1,36). Es el caso de Clara. Dios se sirve de Francisco para
atraerla a la vida de radical pobreza y altísima contemplación (cf. TestCl 2).
Es el caso de muchos de nosotros. Dios se ha servido de muchas mediaciones para
acercarnos a Jesús.
Si la fe se refuerza comunicándola, la vocación
se mantiene joven y se renueva en le medida en que se hace mediación de otras
vocaciones. Quienes hemos tenido la gracia de encontrar a Jesús y de seguirle,
estamos llamados a compartir con los otros este hallazgo y mediar para que los
otros lo encuentren y le sigan: «Que ninguno, por nuestra culpa, ignore lo que
debe saber para orientar la propia vida» (18).
Nuestra vocación es la de ser sal, luz, levadura,
fermento (cf. Mt 5,13-16.33), expresiones todas ellas que denotan dinamicidad y
fuerza. Así como no se enciende una luz para poderla debajo de la cama, sino
sobre el candelero para que alumbre a todos los de la casa (cf. Mt 5,15), así el
que recibe la gracia de la vocación no puede menos de hacer partícipes a los
otros de ese tesoro escondido que ha encontrado y de la fortuna recobrada (cf.
Lc 15,9). Una buena prueba para valorar nuestra consagración consiste en saber
si es comunicativa: Fue al encuentro de su hermano y «lo condujo a Jesús» (Jn
1,41-42). La dimensión apostólica es esencial a la vocación.
2) Declarar abiertamente nuestro amor por
Jesús. «Era como la hora décima...» (Jn 1,39). Si la vocación es una
relación de amor entre Jesús y cada uno de los suyos, en un mundo como el
nuestro donde nadie tiene reparo alguno en manifestar sus amores –limpios o
menos–, los que hemos sido llamados a seguir a Cristo estamos llamados también a
manifestar sin rubor nuestro amor apasionado por Jesús, haciendo memoria gozosa
de la «hora» de nuestra llamada.
Nuestra vida tiene sentido desde el amor
apasionado de Jesús por nosotros, que le lleva a mirarnos con cariño (cf. Mc
10,21), y desde una respuesta de amor apasionado hacia Él que nos lleva a gritar
con Francisco: «El amor no es amado». Sólo cuando nos mueva el amor apasionado
por Cristo podremos ser luz para los que viven en tinieblas. Sólo con esta
condición podremos invitar a otros a compartir ese mismo amor.
3) Haber clarificado la propia opción
vocacional. Seguir a Jesús es optar por una determinada forma de vida, o, si
se prefiere, optar por la persona de Jesús. Pero la vida sólo se puede
transmitir con la vida. Las palabras mueven, los ejemplos arrastran, se suele
decir. Quien propone a un joven la posibilidad de optar por la forma de vida
franciscana sólo está autorizado a hacerlo si él se siente –y no sólo
jurídicamente, sino también afectiva y efectivamente– dentro de esa vida; sólo
está autorizado a hacerlo quien sienta esa forma de vida como propia.
La única forma de pastoral vocacional
verdaderamente evangélica y por lo tanto franciscana es la que parte del
testimonio, la que en verdad puede decir: «Ven y verás». Todos los agentes del
Cuidado Pastoral de las Vocaciones –todos los hermanos de una entidad y
particularmente los Animadores– han de ser consecuentes con esta «regla de oro»
de la Pastoral vocacional.
3. El Cuidado Pastoral de las Vocaciones y los
llamados
El seguimiento de Jesucristo, como hemos visto,
tiene una serie de exigencias que, aun cuando su realización sea progresiva,
deben sin embargo ser presentadas claramente desde un principio a todo aquel que
quiera iniciar ese camino. Entre estas exigencias que deben ser presentadas,
pienso particularmente en las siguientes:
1) Discípulo no es el que «deja», sino el que
«sigue». En todos los relatos de vocación que encontramos en el Nuevo
Testamento, el acento no se pone en el «dejar», sino en el «seguir». Ser
discípulo es entrar en actitud de seguimiento-movimiento de tal forma que el
modo de vida y el proceder del llamado esté subordinado al modo de vida y
proceder del que llama. Ser discípulo es vincularse a Él. Por eso, el único
móvil que debe impulsar al llamado a dar su asentimiento a la llamada debe ser
la persona de Jesús y la «causa» de la que Él habla. «Seguir» no es irracional y
ciego. Es abandono, es confianza, es obediencia. Por eso también la respuesta al
seguimiento no es un momento de entusiasmo, sino compromiso
obediente.
«Venid» y «veréis». Dos verbos. Uno invita a
seguirle, otro a descubrirle. Uno en presente, el otro en futuro. El primero
exige la inmediatez del compromiso; el otro, la paciencia de la búsqueda. El
mundo dice: «Primero veo y después voy». Este puede ser un criterio prudente y
razonable en las relaciones entre los hombres. El comportamiento de la fe –y por
lo mismo del seguimiento– es totalmente diverso, opuesto. Caminar con Cristo
significa vivir una experiencia con Él. No es posible tener esa experiencia sin
ponerse en camino detrás de Él.
2) El seguimiento es un proceso. Ser
discípulo es dejarse formar por aquel con el cual uno quiere configurarse. Este
proceso se inicia cuando uno tiene conciencia de ser llamado, y termina con la
visita de «la hermana muerte corporal». Esto exige que desde un principio uno
acepte entrar en este camino de conversión-formación permanente y continua a fin
de asimilar, progresivamente, los sentimientos de Cristo (cf. Fil 2,5; Vita
consecrata 65). Exige, también, que a lo largo del camino uno esté dispuesto
a purificar las motivaciones vocacionales, para reconducirlas incesantemente a
Cristo el Señor. El único, el esencial en una vida (cf. Col 1,16-17). Exige,
finalmente, que uno manifieste una voluntad firme de obediencia al «Señor y
Maestro» (Jn 13,13). Porque un «seguimiento» sin compromiso de obediencia es, en
realidad, opción sin Cristo.
3) El seguimiento de Jesucristo pide una vida
radicalmente evangélica. Dicho radicalismo lleva consigo desprendimiento,
separación y renuncia. En el Evangelio esto es condición y consecuencia para
seguir a Jesús y tiende a situar al discípulo en lo esencial y a liberarlo de
toda preocupación que no sea Jesús y su Reino. Esta exigencia no puede ser
puesta en un segundo lugar a la hora de iniciar un acompañamiento en orden a una
opción vocacional. Desde un principio hay que aprender a cultivar
progresivamente un profundo sentido de separación de todo lo que no es Él. Hay
que ser capaces de descubrir, progresivamente, el reclamo imperioso de la
pobreza evangélica, para adherirse sólo al Señor. Uno no puede entregarse
parcialmente. Jesús exige una entrega sin reservas.
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