El Evangelio deja claras las condiciones-manifestaciones de tal
respuesta.
Las principales son: la fe, el desprendimiento, el seguimiento y la
disponibilidad para dejarse hacer.
1. La fe
El discípulo, como ya hemos indicado, se
caracteriza por la fe. Ésta, a su vez, se expresa en la confianza absoluta y en
el abandono incondicional (cf. Lc 1,38) en la persona de Jesús. «Yahvé dijo a
Abraham: Sal de tu tierra y de tu patria y de la casa de tu padre hacia la
tierra que yo te mostraré» (Gén 12,1). «Maestro –le preguntan a Jesús–, ¿dónde
vives?» Y Jesús responde: «Venid y veréis» (Jn 1,38-39). Y Abraham partió, y los
discípulos se fueron tras él y se quedaron con él. El discípulo no responde con
una confesión de fe por medio de palabras, sino con una acto de obediencia. La
voz que llama no provoca otra voz que responda, sino más bien una acción que se
encarna: el seguimiento, la obediencia a la orden recibida. La fe supone una
actitud vital y activa frente a la misteriosa manifestación de Dios en la
historia de la propia vida.
La fe es para el discípulo antídoto del miedo,
del cálculo, de la prudencia humana. Por eso el discípulo es siempre un hombre
que asume el riesgo de ponerse en camino sin saber a donde va (cf. Hb 11,8), de
aceptar un camino que es imprevisible (cf. Mt 8,19-20), de fiarse de la palabra
del Maestro, dejando a un lado la evidencia que le dan sus propias certezas:
«...mas, porque tú lo dices, echaré las redes» (Lc 5,5).
Hablar de fe es hablar de opción radical en favor
de la persona de Jesús y es hablar de una opción, igualmente radical, por el
Reino.
En relación con la persona de Jesús, la fe exige
que el discípulo ponga a Jesús como centro de su vida, como razón última de su
ser, confesándolo como «Maestro y Señor» (Jn 13,13). Como ya dijimos, la
centralidad y la exclusividad que el Antiguo Testamento concedía a Yahvé en
relación con el pueblo elegido (cf. Dt 6,4; Mt 6,24), el Nuevo Testamento se la
concede a Jesús en relación con el discípulo. Él ha de ser el centro en torno al
cual giren todos los demás intereses del discípulo, la prioridad más absoluta.
Sólo desde esta perspectiva se puede entender la renuncia a todos los bienes e
incluso a los vínculos familiares y a sí mismo. Nada se puede anteponer a Jesús.
Nada ni nadie se debe preferir a él (cf. Mt 10,37).
En estrecha relación con esta opción por Jesús,
está la opción por el Reino, realidad misteriosa revelada a los sencillos (cf.
Mt 11,25) y a los discípulos (cf. Mt 13,11). Gracias a esta revelación algunos
llegan a descubrir el tesoro escondido, la perla preciosa. Este hallazgo produce
tal fascinación y alegría, que se justifica el venderlo todo a fin de poseer
dicho tesoro, dicha perla (cf. Mt 13,44-46). Tanto es su valor, que algunos
incluso están suficientemente motivados como para renunciar al matrimonio. El
Reino absorbe y fascina de tal modo a algunos (se trata de una gracia que sólo
es dada a algunos), que se hacen «eunucos», es decir, personas incapacitadas
para vivir en matrimonio (cf. Mt 19,10-12). De este modo quedan completamente
libres, a disposición del Reino.
2. El desprendimiento
Al «inmediatamente» de la llamada corresponde «al
instante» de la respuesta. Y la decisión se expresa a través del desprendimiento
o de la renuncia. Este desprendimiento-renuncia tiene tres aspectos
estrechamente relacionados entre sí: en relación con uno mismo, en relación con
los demás y en relación con los bienes materiales.
1) En relación con uno mismo. El texto que
mejor resume la condición-manifestación de la respuesta en relación con uno
mismo tal vez sea el de Mc 8,34: «Si alguno quiere venir en por de mí, niéguese
a sí mismo, tome su cruz y sígame».
«Niéguese a sí mismo». El verbo que está a la
base de «negarse» significa, literalmente, «no reconocerse», «sentirse
extranjero». La expresión «negarse a sí mismo» subraya, por tanto, la exigencia
de no reconocerse más en aquello que se ha sido hasta ahora, indica un cambio
radical en la propia vida, una ruptura con el hombre viejo, para nacer al hombre
nuevo, hasta poder decir con Pablo: «No vivo yo, es Cristo quien vive en mí»
(Gál 2,20). «Negarse a sí mismo» lleva consigo una especie de «descentramiento»:
si antes el centro lo ocupaba el proprio yo, ahora pasa a ser ocupado por la
persona de Jesús. Lleva consigo una conversión de toda la persona al Señor,
conversión que exige dejar la carne (cf. Gál 5,24) para nacer al espíritu (cf.
Jn 3,5).
En la vida del discípulo ha de haber un antes y
un después, separados por el encuentro personal con el Señor resucitado. Es la
experiencia vivida por Pablo camino de Damasco (cf. Hch 9,3-6). El discípulo
tiene que realizar un «éxodo» que le permita «salir del siglo» (cf. Test 2-3),
es decir, romper los lazos que le atan a un mundo decrépito y viejo, a un mundo
«falaz y perecedero» (1 Cor 7,31), para entrar en un mundo nuevo, fruto de la
muerte al proprio yo: «Si el grano de trigo no muere...» (Jn 12,24).
El discípulo, al igual que el grano de trigo,
debe morir para poder dar fruto. Pero este morir ha de tener una razón de ser y
una motivación: Jesús y el Evangelio. En esta motivación está la gran novedad
del morir del discípulo en relación con las exigencias del judaísmo. En el
Talmud leemos: «¿Qué debe hacer el hombre para vivir? Morir a sí mismo ¿Qué debe
hacer el hombre para morir? Vivir a sí mismo». Jesús, al dicho rabínico, añade:
«por mí y por el Evangelio» (Mc 8,35).
De notar, además, que el término «Evangelio», en
el texto que estamos comentando, tiene un significado dinámico. No se trata de
morir por el Evangelio predicado por los otros. Se trata de dar la vida por el
Evangelio anunciado por uno mismo a través de la propia vida. Gracias a esta
dinamicidad del término «Evangelio», el elemento muerte aparece estrechamente
unido al elemento misión-testimonio: cada vez que uno muere a sí mismo está
anunciando el Evangelio y cada vez que anuncia el Evangelio está muriendo a sí
mismo. El discípulo anuncia con la propia vida que ante Jesús todos los demás
valores palidecen.
Una segunda exigencia es expresada con las
palabras: «Cargue con su cruz». Esta expresión literalmente significa «levantar
la propia cruz». Es lo que hacen los condenados a muerte, camino del patíbulo.
El discípulo es un condenado a muerte, tal como lo anunció el mismo Maestro:
«Seréis condenados» (Mc 13,9) y «odiados por todos» (Mc 13,13). Este rechazo y
esta condena surgirán en el seno de la misma familia (cf. Mc 13,12).
La razón de este rechazo y de esta condena es
siempre Jesús. Ante Jesús no se puede ser neutral. O se está con él o se está
contra él (cf. Mt 6,24), «quien no recoge conmigo –dice Jesús–, derrama» (Lc
11,23). El discípulo que ha hecho la opción de estar a favor de Jesús sufrirá el
mismo rechazo que sufrió Jesús (cf. Mt 10,22). Cuando esto llegue, el discípulo
ha de recordar que él no es mayor que su Maestro (cf. Jn 15,18-21).
2) En relación con los demás. En relación
con los demás, el desprendimiento y la renuncia se transforman en actitud de
servicio. El discípulo debe hacerse pequeño y esclavo (cf. Mc 10,42-45). La
ocasión para tal enseñanza se la ofreció una petición egoísta de los hijos de
Zebedeo (11). Jesús, tomando pie de la praxis de los jefes de los pueblos, que
buscan el poder, responde categóricamente: «No ha de ser así entre vosotros;
antes, si alguno de vosotros quiere ser grande, sea vuestro servidor; y el que
quiere ser el primero, que sea vuestro esclavo» (Mc 10,43-44). El discípulo, al
igual que el Maestro, no está en medio de los demás para ser servido, sino para
servir (cf. Mc 10,45).
Este dicho de Jesús no expresa un simple deseo,
sino que manifiesta una condición, «sine qua non», para construir la comunidad
de discípulos. En ella cada uno ha de ser servidor de todos. Y este servicio ha
de ser «diaconal» (servidor), es decir, concreto, y «dependiente», como el que
realizan los esclavos: sin pasar factura –cuando hayamos hecho lo que debemos
hacer hemos de sentirnos «siervos inútiles»– y adelántandose a las
manifestaciones de la necesidad. Según la lógica de Jesús, quien sirve es el que
realmente ejerce autoridad. Por otra parte, seguir esta lógica lleva a desterrar
de la comunidad y de cada uno de sus miembros la libido del poder y convertirla
en alegría de servicio, lleva a vivir sometidos a todos (cf. Mc 10,14) y a
rechazar el poder y los puestos honoríficos (cf. Mt 23,8-12). Esto es
desprendimiento, es renuncia.
3) En relación con los bienes materiales.
El desprendimiento-renuncia al «yo» debe ir acompañado de la renuncia a lo
«mío». Todo el que quiera seguir a Jesús ha de optar por el género de vida del
Hijo del hombre, quien no tuvo dónde reclinar su cabeza (cf. Mt 8,20).
La renuncia a los bienes y a las riquezas aparece
en los Evangelios como condición esencial para ser discípulo y al mismo tiempo
como consecuencia y manifestación de la voluntad de caminar tras las huellas de
Jesús.
El desprendimiento-renuncia es condición para
seguir a Jesús. Esto se ve claramente en el dicho de Jesús tal como nos lo
trasmite Lucas: «Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no
puede ser discípulo mío» (Lc 14,33). Para seguir a Jesús es necesario
desprenderse de cualquier vínculo, por necesario que haya sido hasta entonces
(profesión) o por querido que siga siendo (la familia) (cf. Mt 6,21-24; Lc
14,16).
El desprendimiento-renuncia es también
consecuencia natural del seguimiento de Jesús. Así se desprende de la perícopa
del joven rico (cf. Mt 19,16-26). Aparentemente el joven rico había optado por
un camino de perfección absoluta: «Todo esto lo he guardado, ¿qué me queda aún?»
Ahora Jesús le pide, como manifestación de su deseo de llegar a la perfección,
que se desprenda de todos sus bienes. La respuesta del joven a esta exigencia de
Jesús ya la conocemos: «El joven se fue triste, pues tenía muchos
bienes».
En el relato de la vocación de los primeros
discípulos, el desprendimiento-renuncia se expresa a través de un doble
movimiento de separación y de acercamiento. La separación se realiza en relación
con el oficio desempañado hasta entonces (eran pescadores), con las cosas (redes
y barcas) y con los lazos familiares (padre) (cf. Mc 1,18.20). Esta separación,
sin embargo, va acompañada de un acercamiento a Jesús: «Se acercaron a él» (Mc
3,13) (12).
La separación pone de manifiesto la nueva
situación del discípulo. Éste crea un vacío en torno a sí, cortando las raíces
que le mantenían unido a sistemas de seguridad de cara al futuro. El discípulo
es un hombre nuevo. Debe, por tanto, renunciar a su pasado. Separándose del
padre, el discípulo abandona la seguridad del ambiente vital y afectivo (13).
Dejando las redes y la barca, el discípulo deja cualquier forma de seguridad que
le viene del ejercer un oficio. De este modo, el discípulo es un hombre expuesto
al vendaval de un futuro lleno de incógnitas.
El acercamiento a Jesús, por otra parte, deja
claro que el vacío creado por la separación de las cosas, de la profesión y de
la familia, es llenado por la persona de Jesús. El discípulo lo deja todo para
acercarse al que lo es todo: «—¿También vosotros queréis marcharos? —¿A dónde
iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,67-68). Acercándose a
Jesús, el discípulo descubre el gran tesoro y, «lleno de alegría por el
hallazgo...» (Mt 13,44), lo vende todo con tal de conseguir el tesoro. La
alegría del hallazgo hace que el tener que dejar o vender todo no sea una
heroicidad, un sacrificio insólito o una privación extrema, sino que se vea y se
viva como la consecuencia natural de haber encontrado al que puede llenar las
aspiraciones más altas y la vida misma de una persona. Y en esta nueva situación
queda más espacio para gustar el tesoro. El discípulo se sitúa en lo esencial,
se zambulle en ello sin redes ni impedimentos que le entorpezcan, y la esperanza
del pleno goce del tesoro no es ya una simple proyección hacia un más allá
lejano o nebuloso, sino una hermosa realidad presente.
Dejándolo todo y acercándose a Jesús, el
discípulo muestra con su propia vida que ante Jesús todos los demás valores
palidecen. Ni las riquezas, ni las conquistas humanas, ni los éxitos terrenos
son valores definitivos: sólo Dios-Jesús-el Reino basta.
Por otra parte, también el desprendimiento, la
separación y la renuncia, como antes la negación a uno mismo, están en función
de la libertad para la misión. El discípulo no puede dedicarse enteramente a la
misión si no se siente plenamente libre de las riquezas o de cualquier otro
vínculo o seguridad que no sea Cristo, pues éstas son absorbentes y tienden a
acaparar el corazón de quien las posee (cf. Mt 6,24). La riqueza y todo lo que
«ata» al hombre ofrece tal fascinación que llega a sofocar la palabra (cf. Mc
4,18-19). El discípulo, liberado de toda preocupación terrena, queda
completamente liberado para dedicarse enteramente al servicio del Evangelio:
«Los escoge –escribe el Crisóstomo– y los libra de toda preocupación terrena
para interesarlos completamente a un único cuidado, el de la predicación»
(14).
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