lunes, 27 de junio de 2011

Jesús, entregado a la busqueda de la verdad libremente.

Morirá por esa verdad. Es decir: se dejará matar por ella, pero no irá hacia la muerte como un fanático, no se arrojará hacia la cruz. La aceptará serenamente, desgarrándosele el corazón, porque ama la vida. Pero preferirá la de los demás a la propia. Si él hubiera pactado, si hubiera aceptado las componendas, siendo «más prudente», tal vez su muerte no habría sido necesaria. Pero su pensamiento y su acción eran gemelos y allí donde señalaba la flecha de su vocación, allí estaban sus pasos. El servicio a la verdad era el centro de su alma, pero no a una verdad abstracta sino a esa que se llama amor y que sólo podía realizarse siguiendo la senda marcada por su Padre. Y aquí llega la más alta de las paradojas: siguió esa senda desde la más absoluta de las libertades. Durante los primeros siglos de la Iglesia no faltaron herejías (los «monotelitas») que para dejar más claro que Jesús no podía pecar optaron por pensar que en Jesús no había más voluntad que la divina. Pero el tercer concilio de Constantinopla, en el año 681, definió tajantemente que Cristo estuvo dotado de voluntad y libertad humanas, que vivió y actuó como un ser libre. Basta con leer su vida para descubrir que la libertad es no solamente un rasgo de su carácter, sino también una señal distintiva de su personalidad, como escribe Comblin. Efectivamente la libertad y la liberación fueron los núcleos de su mensaje. San Pablo lo condensa sin vacilaciones: Fuisteis llamados, hermanos, a la libertad. (Gál 5, 13). Para que quedemos libres es por lo que Cristo nos liberó (Gál 5, 1). Jesús nace en el seno de un pueblo exasperado por la libertad, obsesionado por ella. De ese pueblo recibe su sentido, aunque, luego, él ensanchará sus dimensiones desde lo político a una libertad integral que nace en el corazón con raíces mas profundas que las puramente materiales. En el seno de ese pueblo, Jesús vivirá con una libertad inaudita. No depende de su familia. Rechaza las tentaciones con que algunos de sus miembros quieren apartarle de su misión (Mc 3, 21; 3, 31; Mt 12, 46) lo mismo que más tarde exigirá a sus discípulos esa misma libertad frente a sus familiares (Lc 14, 26).

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