sábado, 27 de junio de 2020

Comentario a las lecturas del XIII Domingo del Tiempo Ordinario 28 de junio 2020


Comentario a las lecturas del XIII Domingo del Tiempo Ordinario 28 de junio 2020

La primera lectura es del segundo  libro de los reyes (2 R 4, 8-11. 14-16a) Contemplamos a Eliseo que acostumbraba a pasar por Sunem, especialmente cuando iba del Carmelo a su tierra natal. En estos casos detenía su viaje para descansar en casa de esta buena mujer, que lo recibía amablemente y con todo el respeto que merece un hombre de Dios.
El anuncio del nacimiento,  del hijo de la sunamita es una historia enmarcada en las promesa de un hijo a unos padres ancianos, como recompensa por su hospitalidad, y corresponde a un género literario denominado "saga" que ya aparece en las narraciones patriarcales (v. g., promesa a Abraham y a Sara: Gn. 18, 1-15O y también en el NT. (v. g., la promesa de Juan el Bautista hecha a Isabel). 
Nos fijamos  en dos breves escenas :
Hospitalidad de la sunamita (vs. 8-11): Sunem pudo ser un santuario israelita situado al Sur del Tabor, no lejos del Carmelo, y probablemente habitado por una comunidad de profetas.
Eliseo no se hospeda en su comunidad, sino en el hogar de la sunamita, prototipo de todo ser humano capaz de descubrir a Dios en la persona y obra del profeta. Tal vez los suyos no lo hubieran recibido... La mujer le prepara una cama, mesa, silla..., todo un superlujo para cualquier israelita habituado como estaba a dormir en la sala común sobre una dura esterilla que se desenrollaba al caer la noche. Recibir al profeta es un gran honor para la sunamita, pero para ser como ella necesitamos una mente muy abierta para saber discernir el dedo de Dios que pasa haciendo el bien. No abrir su casa a Eliseo hubiera sido cerrarla al Señor, cerrarla al futuro de las bendiciones. Pero abrirla a otros muchos que se presentan como los "oficiales" del Señor hubiera supuesto abrirla a unos chantajistas que juegan con Dios. La actitud adoptada por la sunamita no era nada fácil.
-Agradecimiento del profeta (vs. 12-17): Eliseo se pregunta: ¿Qué podríamos hacer por ella? (v. 14). Agradecido, el profeta quiere recompensarle ofreciéndole en primer lugar una recomendación de tipo político (v. 13: ¿una exención fiscal o militar? No seamos malos, esta oferta no llega a tráfico de influencias). Ante una negativa de la mujer, le anuncia a la anciana el nacimiento de un niño... Sara no se lo creyó, la sunamita también recela...

El responsorial es el salmo 88, (Sal 2-3. 16-17. 18-19). Estamos pues ante uno de los salmos llamados reales, cuyo fondo es la ceremonia de entronización de un nuevo rey: el trono, los atavíos reales, la corte, el palacio, los guardias, la campaña para vencer a los enemigos.
Pero estamos en Israel, sabemos que el régimen político de este pueblo tenía un carácter muy particular: el verdadero "rey" era Dios. De ahí que el comienzo del poema es un "himno" que canta el poder real de Yahveh.
Es un largo salmo de 53 versículos. El texto que se nos propone hoy en la liturgia, corresponde a la primera parte que es un himno de alabanza. El libro no comienza con una introducción (2-5). Aquí aparece en ya las dos palabras clave de este salmo: misericordia y fidelidad de Dios. Se afirma que la misericordia ha sido construida para siempre y que la fidelidad es más firme que el cielo (3). Estas dos palabras aparecen 7:08 veces a lo largo de todo el texto. La misericordia y la fidelidad de Dios son una constante en la historia del pueblo como la alianza hecha al rey David. La misericordia y la fidelidad de Dios de la alianza engendraron una dinastía para el pueblo de Dios: David tendra siempre un descendiente sobre el trono.
En los versículos 6-19, se proclama que Dios es señor del universo y de la historia. Es el único Dios verdadero, señor del mar y de los monstruos marinos, del hierro, de la tierra y del mundo. Todo le pertenece y es dichoso el pueblo elegido para reconocer todo esto, alabando a este Señor universal. El reconocimiento engendra confianza en el pueblo, entonces Dios se convierte en el escudo y el rey de Israel (19).
Este salmo refleja la detección del pueblo ante la derrota práctica desaparición de una de las instituciones más importantes, la monarquía en Judá. En el trono de Judá siempre se había sentado un descendiente de David, según la promesa alianza que parece2Sam 7.
Según la concepción de este salmo, la misericordia y la fidelidad del señor se encarnan en la persona del descendiente de David que ocupa el trono de Judá.
Salmo reproduce la situación de la monarquía en vísperas  o bien ya durante el cautiverio en Babilonia, cuando todavía se tenía la esperanza de que el rey de Judá volvería a Jerusalén para dirigir la vida política y económica del país. Históricamente estaríamos en tiempos del rey Center y cuando Jerusalén cayó en manos de los babilonios (586 a.C.). En este periodo corresponde, también, en el final de la actividad profética de Jeremías.
El clamor de este salmo es el siguiente: "¿dónde están ahora la misericordia y la fidelidad de Dios?".
La respuesta del salmo es clara, revela el rostro de Dios aliado que camina con su pueblo. Israel está orgulloso de ser el elegido por Dios, señor del universo y de la historia. Es el Dios de la misericordia y la fidelidad que produce el la justicia y el derecho.
El Dios de este salmo es un Dios que hace historia con su pueblo.
En la perspectiva del plan de Dios cumplido en Jesús, Jesús es la máxima expresión de la misericordia y de la fidelidad de Dios de la que habla este salmo.
También en Jesús se revela, junto con la misericordia y la fidelidad de Dios, la alianza. Y así sus textos evangélicos nos hablan de la nueva alianza en el nuevo reino de Dios en ellos podría se anunciará el se cumplirá en Jesús como mesías, por eso el espíritu de Dios está sobre el para iniciar la gran utopía del Reinado de Dios en la historia de la humanidad.
Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades. Porque dije: tu misericordia es un edificio eterno, más que el cielo has afianzado tu fidelidad».
El llamamiento es claro y definitivo. Dios es poderoso, todo lo puede en el cielo que tú has hecho y en la tierra que has creado. Además de ser poderoso, es fiel, cumple siempre las promesas que hace.
Se enumeran las obras hechas a David. La promesa a David de que sus descendientes gobernarían a Israel para siempre, promesa que seguiría en pie aunque esos descendientes no fueran dignos. El trono de David en Israel sería tan firme como el sol y la luna en los cielos.
Toda la tradición, desde la generación apostólica, han visto en David rey el gran tipo de Cristo. El es verdaderamente el primogénito del Padre, su trono es eterno, vence a los enemigos y extiende su poder a todo el mundo; él es el Ungido que recibe una descendencia perpetua.
La paradoja es que el Padre permitió a su Hijo pasar por la afrenta y la derrota, lo hizo entrar en la zona de la cólera divina, en la dimensión contada del tiempo humano; sostuvo a sus enemigos y lo dejó bajar hasta la muerte. ¿Dónde quedaba la misericordia y la fidelidad del Padre?
Todos los títulos y todos los poderes se los da el Padre a su Hijo, de modo nuevo y definitivo, en la resurrección. Aquí es necesario situarnos ante la reflexión que San Pablo hace  de la resurrección. A la luz de esta, resplandecen más el poder cósmico y el poder histórico de Dios; se ve que la ira y el castigo eran limitados; con la luz de la resurrección realizada en Cristo y compartida en nosotros desde el bautismo, comprendemos finalmente y cantamos en un himno cristiano «la misericordia y la fidelidad de Dios».
Alabanza y fiarse de las promesas es válido y necesario para nuestra vida cristiana.
Así comenta San  Agustín los versículos de este salmo: "[v.2]. Cantaré eternamente, Señor, tus misericordias; y mi boca anunciará tu verdad de generación en generación. Que mis miembros den honra, dice, a mi Señor. Yo hablo, pero hablo tus cosas; mi boca anunciará tu fidelidad. Si no soy obsecuente, no seré un siervo; si hablo por mí, soy un mentiroso. Entonces, yo hablaré, pero de tus cosas. Aquí hay dos realidades distintas: la tuya y la mía: la tuya es la verdad; la mía es la boca que habla. Oigamos, pues, qué verdades dice, y qué misericordias va a cantar.
3. [v.3]. Porque has dicho: La misericordia será edificada para siempre. Esto es lo que yo canto; esta es tu verdad, y mi boca está dispuesta a servirle anunciándola. Porque has dicho: La misericordia será edificada para siempre.
....
Ha expresado las misericordiosas, ha expresado la verdad; y ahora de nuevo las ha unido de esta forma: Porque has dicho: La misericordia será edificada para siempre. Tu verdad será cimentada en los cielos. También aquí repite la misericordia y la verdad. Porque todos los caminos del Señor son misericordia y verdad[1]. No aparecería la verdad como cumplimiento de las promesas, si la misericordia no precediera en la remisión de los pecados. Además, como se habían prometido proféticamente muchas cosas al pueblo de Israel, que procedía de la estirpe de Abrahán según la carne, y así se propagó aquel pueblo en el que habían de cumplirse las promesas de Dios; y, con todo, Dios no secó el manantial de su bondad para con las naciones extranjeras, que puso bajo el amparo de los ángeles, reservándose para sí únicamente la porción del pueblo de Israel. En estas dos estirpes el Apóstol distribuye, distinguiendo en cada una de ellas la misericordia de Dios y la verdad. De hecho, dice que Cristo se puso al servicio de los circuncisos a favor de la veracidad de Dios, para confirmar las promesas hechas a loso padres. Ya veis cómo Dios no engañó, y cómo no ha rechazado a su pueblo, que había conocido de antemano. Pues cuando se trata del abandono de los judíos, para nadie creyese fueron reprobados hasta el punto de no recogerse, en aquella bielda, ni un solo grano en las trojes, dice el apóstol que Dios no rechazó a su pueblo, que había conocido de antemano; porque yo también soy israelita[2] Si todo él fueron espinas, ¿cómo yo, que os hablo, sería un buen grano? Luego La verdad de Dios se cumplió en aquellos israelitas que creyeron, y así vino a juntarse a la piedra angular una pared procedente de la circuncisión[3]. Pero aquella piedra no habría constituido el ángulo, si no hubiera sustentado la otra pared que procede de los gentiles. Aquella primera pared pertenece propiamente a la verdad, y esta segunda a la misericordia. Digo, pues, afirma el Apóstol, que Cristo se puso al servicio de la circuncisión, en favor de la verdad de Dios, para confirmar las promesas hechas a los patriarcas, y para que los gentiles glorificasen a Dios por su misericordia[4]. Con razón, En los cielos está cimentada tu verdad. En efecto, todos aquellos israelitas llamados apóstoles, se han hecho los cielos que proclaman la gloria de Dios. De estos cielos se dice: Los cielos proclaman la gloria de Dios, y el firmamento pregona la obra de sus manos. Y para que estéis seguros de que se habla de estos cielos, dice a continuación refiriéndose más expresamente a ellos: No es con palabras, ni con discursos cuyas voces no se oirán. Mira a ver a qué palabras se refiere, y no encontrarás otras arriba, sino las de los cielos. Si se trata, pues, de los Apóstoles, de cuyas conversaciones se ha oído su voz, son ellos de quien se ha dicho: A toda la tierra alcanza su pregón, y hasta los límites del orbe su lenguaje[5]; porque aunque hayan muerto antes de que la Iglesia llenase el orbe de la tierra, no obstante sus palabras llegaron hasta los confines de la tierra. Bien cumplido vemos aquí lo que ahora leemos: Tu verdad será cimentada en los cielos.
[vv.16-17]. ¿Y no nos vamos a alegrar de todas estas cosas? ¿O seremos capaces de comprender aquello de lo que nos gozamos? ¿Y las palabras serán capaces de expresar nuestra alegría? ¿O le será posible a la lengua expresar nuestro regocijo? Si, pues, no hay palabras capaces de ello, Dichoso el pueblo que conoce el júbilo. ¡Oh pueblo feliz! ¿Te parece a ti que conoces el regocijo? No es posible ser feliz si no sabes lo que es el regocijo. ¿Qué quiere decir que conoces el regocijo? Que sepas por qué te alegras de lo que no se puede explicar con palabras. Porque tu alegría no procede de ti, sino que el que se gloría, que se gloríe en el Señor[6] No te regocijes en tu soberbia, sino en la gracia de Dios. Fíjate cómo la gracia es tan grande, que la lengua no es capaz de explicarla; y entonces sí, habrás entendido lo que es el regocijo.
[v.18]. Porque tú eres gloria de su fortaleza, y según tu beneplácito se realza nuestro poder; porque a ti te ha parecido bien, no porque nosotros somos dignos.
 [v.19]. Porque Dios es nuestro apoyo. Puesto que yo he sido empujado como un montón de arena, para que cayera, y habría caído, si el Señor no me hubiera apoyado. Porque el Señor es nuestro apoyo, el Santo de Israel nuestro Rey. Él es quien nos sostiene, él te ilumina: con su luz estás seguro, en su luz caminas, por su justicia serás exaltado. Él te ha recibido, en tu debilidad él te protege; él te hace robusto por su fuerza, no por la tuya". (San Agustín. Salmo 88 I).

La segunda lectura es de de la Carta a los romanos (Ro 6,3-4.8-11) . A lo largo de toda su carta a los romanos, San Pablo contrapone la justicia que los hombres, judíos y griegos, quieren proporcionarse por sí mismos y la que Dios concede a quien la pide con fe.
El instrumento de esa justificación divina es el bautismo, punto de cita entre la fe del hombre y la justicia de Dios.
La idea esencial de este pasaje es la de la "muerte con Cristo". Para la Biblia, Dios es la vida y su plan es un plan de vida. La muerte física es un accidente que la mentalidad judía atribuye al pecado. Heredero de ese concepto judío, San Pablo enlaza la muerte natural y la muerte espiritual del pecado.
Cristo es el primero en penetrar en la muerte no con el pecado, es decir, la voluntad de vivir por sí mismo, sino, al contrario, con una fidelidad absoluta y una adhesión completa a su Padre, confiando en que éste le salvaría. Así, la muerte de Cristo suprime el nexo que existía hasta entonces entre muerte y pecado; así, su muerte es realmente liberadora del pecado, puesto que descubre un hombre capaz de ser liberado de la muerte y de resucitar simplemente porque se pone en manos de su Padre. Así, la muerte no es un accidente en el plano divino de la difusión de la vida, sino precisamente aquello por lo que Dios entrega su vida al hombre.
El bautismo nos une a la muerte de Cristo en el sentido de que nos hace adherirnos al Padre y no ya a nosotros mismos, y también en el sentido de que es el rito mediante el cual significamos nuestro deseo de realizarnos en nuestro futuro de hombres, realizándolo en la comunión con Dios (vv. 3-6). Nuestro bautismo se asemeja además a la muerte de Cristo (v. 11) en el sentido de que nos coloca en las mismas posiciones suyas y bajo la influencia de la misma iniciativa salvífica del Padre.
Aunque el cristiano sigue abocado a la muerte física, como todos los hombres, tiene la posibilidad, gracias al bautismo, semejante a la muerte de Cristo, de entrar en la muerte como un Dios ha entrado en ella, con plena disponibilidad respecto del Otro. Entonces le es ya posible vencer a la muerte espiritual del pecado, que es precisamente negativa a aceptar la intervención divina en la realización de nuestro destino. O dicho de otra forma: la muerte es la experiencia en la que mejor podemos alcanzar a Dios en el desprendimiento de nosotros mismos, ya que la única cosa que sabemos de Dios en Jesucristo es que no vive más que para dar, aunque sea muriendo. Morir con la misma disponibilidad de uno respecto al otro es vivir de la vida misma de Dios, y eso nos lo proporciona ya el bautismo.
Al beneficiar al cristiano de la muerte al pecado, el bautismo le permite participar en el plano de vida de Dios, viviendo ya, incluso abocado a la muerte, de una vida nueva donada por Dios (vv. 4-5). Reorientado ya por su bautismo en esa vida nueva, el cristiano puede considerar la muerte como un hecho pasado: el que ha muerto está liberado del pecado. Ahora bien, el cristiano bautizado ha pasado ya por lo esencial de la muerte: esa muerte espiritual del pecado, y ya ha salido gracias a la intervención de Dios.
San Pablo insiste en el hecho de que la resurrección de Xto no es tan solo un hecho aislado, prenda de una resurrección futura, sino que nos compromete ya desde ahora con Él. Estamos ya muertos "con él" (v. 3), estamos ya enterrados "con él" (v. 4), vivimos ya "con él" una vida nueva (v. 5).
Estamos ante  un texto  típico de la cristología paulina.
San Pablo presenta a Cristo en cuanto hace referencia salvadora a nosotros.
San Pablo parte de una sencilla reflexión acerca del bautismo. El bautismo nos ha sumergido en la muerte de Cristo, hemos sido sepultados con él; pero también hemos resucitado con él para llevar una vida nueva. Es el bautismo el que nos hace participar plenamente del misterio pascual de Cristo, el signo que es una semejanza de la muerte y resurrección de Cristo y encierra en sí toda su realidad y actualidad.
La doctrina es sencilla y rigurosa; su puesta en práctica se revela difícil y siempre en situación de comenzar de nuevo.
Así la Resurrección la relaciona con sus efectos en la humanidad. Se fija en la transformación que comporta a los hombres que participan en ella. Evidentemente, se trata de una transformación para la salvación de estos hombres. Esta unión de Cristo y el cristiano se da en el bautismo y en la fe (téngase presente el modelo del bautismo de adultos, en el que la relación fe-sacramento es más clara que en el de niños). A partir de ahí, nos hacemos solidarios con el Señor resucitado, igual que él se ha hecho solidario con nosotros en su condición humana. Somos como arrastrados hacia su destino glorioso.
Esta condición nueva es descrita en estos versículos con las imágenes de vida y libertad, que se repiten a lo largo de este capítulo. Especialmente en el paso "muerte a vida" se intenta visualizar la transformación ocurrida. Lo cual indica la profundidad de ella. Supera con mucho los límites de una ética o una moral para colocarse en el plano del ser, que San Pablo describirá otras veces con vocabularios como "nueva creatura", "hombre nuevo", etc.
"Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo...": La vida del cristiano debe identificarse con las acciones salvíficas de la vida de Cristo, que para san Pablo se centran en la muerte, sepultura y resurrección. La fe y el bautismo nos introducen en ellas. Y así como el poder y la gloria del Padre se manifestaron en la resurrección de Cristo, también se manifiestan en el bautizado por el hecho de participar en la vida nueva del Resucitado. - "Si hemos muerto en Cristo, creemos que también viviremos con él...": La vida nueva del cristiano es, sin embargo, solo perceptible por la fe. Cristo no resucitó sólo para reivindicar su mesianidad o su justicia, sino en orden a llevar el hombre a una vida nueva por la fuerza del Espíritu.

El evangelio es de  San Mateo (Mt 10,37-42), es continuación del domingo anterior y recoge  las palabras de recomendación y de ánimo dadas por Jesús al nuevo Pueblo de Dios en previsión de las dificultades que ciertamente experimentará, al decidir seguir es estilo de vida evangélico.
Los vv. 37-39 tratan específicamente de la adhesión personal e íntima que hay que dar a Jesús para seguirle.
El v. 37 utiliza un lenguaje profético: rápido, intuitivo, desconcertante. Un lenguaje que busca concienciar al oyente de una necesidad imperiosa. va dirigido a todos y cada uno de los componentes del nuevo Pueblo y no a un grupo especial o de aspirantes a la perfección. No es fin en sí mismo sino medio para algo.
Descubrir este "para algo" es dar con el sentido de lo que se dice. El "para algo" de nuestro texto es la urgencia imperiosa de un nuevo Pueblo que revele y sustituya al viejo y decrépito pueblo religioso. La necesidad de un nuevo Pueblo religioso es un objetivo indeclinable; su existencia no se puede diferir en absoluto. El v. 37 no establece una jerarquía o una prioridad de sentimientos o afectos (primero Jesús, después la familia). Jesús no reclama el afecto de sus seguidores. Jesús sencillamente resitúa el mundo del sentimiento en el marco de un objetivo que dé a ese mundo una perspectiva, un horizonte, una razón de ser última.
Este mismo objetivo de bien común del que Jesús es el primer seguidor, está a la base del v. 38. La idea del versículo es la siguiente: seguir a Jesús es seguirle por un camino de sufrimientos públicos y violentos.
"Tomar la propia cruz" no es una expresión metafórica. La Cruz no es el medio y el símbolo de la unión mística del cristiano con Cristo. La cruz es el medio para hacer morir a Jesús y a sus discípulos. Jesús no prescribe a sus discípulos hacerse una cruz para seguirlo hasta el Calvario; pero tampoco alude a cualquier clase de sufrimientos más o menos vagos. Anuncia a sus discípulos la misma violencia y el mismo desprecio público que soportará él mismo. Por consiguiente, no se trata principalmente de cargar consigo mismo (identificando la persona con la cruz), ni de cargar para ofrecerlo a Jesús o aceptar tal o cual sufrimiento personal, ni de reconocerse culpable ante Dios, ni siquiera de imitar a Jesús, sino de prever y aceptar la soledad humana y la oposición violenta y cuasi oficial.
"Tomar la cruz" es lo que en el v. 39 viene expresado como "perder la vida". Son expresiones equivalentes para significar "morir de muerte violenta". Pero Jesús dice a su discípulo que esta disponibilidad hasta dejarse matar es la verdadera manera de ser uno mismo, de ganarse, de vivir.
En la línea del domingo anterior, el v. 39 es una palabra de ánimo a quien puede comprensiblemente experimentar el desánimo por lo difícil de la situación.
El v. 40 es la  conclusión de la instrucción a los apóstoles. Lo que es una adquisición personal, el conocimiento de la persona de Jesús, tienen que llegar a plenitud por la vida. Vivir la fe es construir la vida, no con una pretenciosa relevancia, sino con una sencilla colaboración. Así, dar hospitalidad al mensajero no es solamente recibir con los brazos abiertos al hermano, sino también acoger la palabra, aceptar el vivir como lo exige el compromiso adquirido ante Jesús. Palabras difíciles del evangelio, pero cargadas de esperanza.
En la línea de levantar el ánimo están redactados los vs. 40-42. Estos versículos  harán ver que esta adhesión íntima a Jesús tendrá que hacerse totalmente pública.
Al final de la instrucción de los doce, se hace la alabanza para con aquellos que los recibirán, y recibirán por medio de ellos el mensaje. El mismo Jesús se identifica con ellos, está presente en quienes anuncian el Evangelio. Aquí los doce representan toda la comunidad de los discípulos, en la que hay "profetas", "justos" y "pequeños". Este último adjetivo los caracteriza de una forma muy conforme con la primera bienaventuranza (5,3). Posiblemente se refieran a todos aquellos nuevos miembros recién incorporados a su comunidad, procedentes del paganismo, y que son observados a distancia por los judeocristianos.

Para nuestra vida
En la primera lectura contemplamos al profeta portador de la Palabra, auténtica y poderosa de Dios. El texto se enmarca en relatos de mujeres estériles que dan a luz. Lo que los ángeles realizaron en Sara y en las otras mujeres estériles al darles la fecundidad, es capaz de realizarlo también la Palabra, en beneficio de una pagana. El profeta es, pues, depositario real de la Palabra creadora y vivificante de Dios.
Es sabido que una mujer que no tiene hijos propios proyecta sobre un extraño su afecto maternal. Eliseo, que ha abandonado su familia para ponerse al servicio de Dios, es aquí el beneficiario de esta bondad. Así, el complejo psicológico se convierte en actitud de hospitalidad y de acogida.
Pero acoger a una persona insignificante significa acoger a Dios mismo (Mt 10. 40): la mujer experimenta este hecho beneficiándose de la visita de Dios. Al poner todo su ser al servicio de la hospitalidad, esta mujer descubre en Dios el secreto de su bondad.
El profeta sabe descubrir la necesidad y promete un hijo. Cada uno de nosotros como nuevos mensajeros del Señor también debemos saber ser útiles a la humanidad y no perderse en discursos largos y demasiadas veces vacios que ni siquiera nosotros mismos nos los creemos.
Eliseo, no pensaba al principio hacer milagros, pero le anuncia proféticamente que a la vuelta de un año tendrá el hijo deseado. Lo mismo que Sara, la madre de Isaac, esta mujer recibe el anuncio con escepticismo. Pero también ahora se va a cumplir la palabra de Dios, la palabra del profeta. En ambos casos, el nacimiento del hijo prometido será una recompensa de Dios a la hospitalidad prestada a sus enviados. Siglos más tarde, Jesús establecerá esta ley de retribución: "Quien reciba a un profeta porque es profeta, tendrá paga de profeta" (evangelio de hoy).

El salmo nos sitúa ante una actitud de agradecimiento al Dios
Este salmo, dedicado a la Casa de David, podemos destacar dos aspectos que también se aplican a los cristianos de hoy: la fidelidad de Dios y la alianza con él.
El salmista escribe en un contexto histórico de apogeo del pueblo judío: su monarquía se consolida, David levanta su capital, Jerusalén, y quiere erigir un templo al Señor. La fórmula de la alianza o el pacto es un recurso muy utilizado por los autores bíblicos para expresar esa fidelidad de Dios hacia su pueblo. Aquí, se centra en David y su linaje.
Se trata de un pacto muy peculiar, pues el único que se compromete, en él, es Dios. Dios promete incondicionalmente su protección, su misericordia y su favor a David y a su estirpe, para siempre. 
A la luz de la venida de Cristo, la lectura del salmo va mucho más allá de un pacto “político” entre Dios y una dinastía real. La casa de David, su descendencia, culmina en Jesús. Y, a partir de él, el pacto de Dios se extenderá no solo al pueblo judío, sino a toda la humanidad. Todos los hombres y mujeres del mundo serán los elegidos de Dios.
Frente al moderno agnosticismo, que cuestiona la existencia de Dios apoyándose en su pretendido abandono del mundo, los salmos ven la mano amorosa del creador presente en la historia. Si nosotros aprendemos a dilucidar esa fidelidad de Dios en nuestra historia personal, en cada acontecimiento de nuestra vida, veremos cómo todo adquiere un sentido. Y descubriremos que Dios ha estado a nuestro lado siempre, en el dolor y en las alegrías, en las dificultades y en la prosperidad.
Por otra parte, al igual que sucede con la Casa de David, el pacto de Dios es muy desigual, muy desproporcionado. Porque Dios se compromete a amarnos, a cuidarnos y a sernos fiel, independientemente de lo que hagamos nosotros, ¡así respeta nuestra libertad! No nos pide nada a cambio. Tan solo nos hace falta abrirnos a su amor. Así es Dios, desmesurado y magnificente en su generosidad. ¿Cómo no cantar eternamente sus misericordias?
Es muy importante como nos dice San Agustín que Dios es el que realmente obra: "Es así, dices, como yo edifico; pero a algunos los destruyes para edificarlos. Porque si ningunos fueran destruidos para ser edificados, no se le habría dicho a Jeremías: Mira que te he puesto a ti para destruir y para edificar[7]. Y, sin duda, todos los que adoraban a los ídolos y rendían culto a las piedras, no habrían podido ser edificados en Cristo, si antes no fueran destruidos en su primer error. Además, si algunos no fueran destruidos, para no ser ya edificados, no se habría dicho: Los destruirás, y ya no los edificarás2. Ahora bien, para que no se pensase, por los que son destruidos temporalmente, y luego reedificados, que lo serían también temporalmente, el salmista, cuya boca está al servicio de la verdad de Dios, se atiene a la misma verdad de Dios. Por eso anunciaré, por eso hablo: Porque tú has dicho; yo, hombre hablo con seguridad, porque tú, Dios, has hablado; y, aunque yo titubee con mi palabra, seré confirmado con la tuya. Porque tú has hablado. ¿Y qué dijiste? La misericordia será edificada para siempre. Tu verdad será afianzada en los cielos. Repite ahora lo que había dicho al principio: Cantaré eternamente, Señor, tu misericordia; y mi boca proclamará tu verdad de generación en generación". (San Agustín. Salmo 88 I).

En la segunda lectura San Pablo insiste en el hecho de que la resurrección de Cristo no es tan solo un hecho aislado, prenda de una resurrección futura, sino que nos compromete ya desde ahora con Él. Estamos ya muertos "con él" (v. 3), estamos ya enterrados "con él" (v. 4), vivimos ya "con él" una vida nueva (v. 5)..., cinco veces aparece la palabra "con" en estos pocos versículos para que el cristiano tome conciencia de que el bautismo ya le ha sumergido en el proceso que le conduce a la resurrección. La muerte natural no puede comprometer el desarrollo de un proceso que hace penetrar cada vez más en nuestros miembros una vida divina, a la medida de nuestra imitación del servicio, del desprendimiento de uno mismo, del amor que constituyen las características de la muerte del Hombre-Dios y de la vida de Dios.
Esta intima relación de la resurrección  de Cristo con la humanidad, tiene dos consecuencias:
* Esta nueva vida es operativa y no sólo interna. Y esa actividad conforme a la nueva condición no es automática, sino requiere una actitud por parte del cristiano. Por ello se combinan en el texto expresiones en indicativo que expresan lo sucedido de hecho, y en exhortativo, que animan a vivirlo consciente y humanamente. Con Cristo hemos muerto al pecado, pero tenemos que considerarnos muertos a él y vivir conforme a eso. Tenemos vida nueva, pero hay que vivirla para Dios. Es una tensión entre el ser que ya se es y el deber ser que lo pone en la práctica por así decirlo. No se puede olvidar ninguno de estos extremos.
* Otra consecuencia es la eterna tensión escatológica, en la base de la expresión anterior, entre el "ya" -lo que se es- y el "todavía no" -el vivirlo seriamente.
En adelante, nuestra vida es nueva y, por consiguiente, también su orientación es nueva. Porque nos hemos convertido en ese Cristo del que nos hemos revestido, y porque ese Cristo que somos ha muerto al pecado y vive para Dios en Cristo.
Cambiar de mentalidad, revisar la orientación de nuestra vida, conformar nuestros juicios de valor con aquello en que nos hemos convertido, en esto consiste la actividad primordial de todo hombre bautizado en Cristo. La severidad de esta condición de vida no es más que una de sus facetas; todos cuantos hacen la experiencia de esta incesante búsqueda de adaptación a su nuevo ser, saben que es un trabajo de esperanza capaz de entusiasmar y origen de paz y de gozo. Es preciso desear "gustarlo" y no creer que se trata únicamente de la pretensión de los "especialistas" de la vida cristiana. En realidad, es el ideal fundamental de todos cuantos han optado por Cristo.

En las palabras del texto evangélico de la misión distinguimos dos secciones: en primer lugar, la necesidad que tiene aquel que es enviado de una adhesión personal a Cristo por encima de todo; y, en segundo lugar, la acogida que deben recibir los que son enviados.
En la primera nos encontramos con los apegos naturales de la condición humana. El hecho de colocar el amor a los padres y a los hijos y el amor a Cristo uno junto al otro, no significa de ninguna manera un desprecio para el primero. Lo que quiere subrayarse es la exigencia y el sentido de totalidad que debe tener el amor a Cristo. Jesús no reclama para sí el mundo de los afectos familiares. Lo que pide es que esos afectos sirvan para un objetivo de bien común, y no para cerrarse en sí mismos.
La visión que Jesús tiene de los lazos familiares no es negativa; solamente quiere decir que, cuando la familia, en el grado o nivel que sea, llega a constituir un obstáculo para el reino, es preciso romper y hacer una clara opción por Jesús. No se pone tanto el acento en una situación límite cuanto en lo absoluto del reino, en la total disponibilidad del que va por los caminos de la fe.
La exigencia del seguimiento de Cristo es tan fuerte que pone en juego a toda la persona, de tal modo que esta debe estar dispuesta a perder su propia vida, a renunciar a sí mismo. La exigencia del amor a Cristo parece que va aumentando en intensidad en estas sentencias iniciales: en caso de conflicto, el discípulo será lo suficientemente libre como para que el amor humano no sea un impedimento para seguir a Cristo. Y esta vida de seguimiento es definida como tomar la cruz juntamente con el Maestro, como signo de la actitud de entrega personal y de sufrimiento que esto lleva consigo. Esta actitud supone, evidentemente, no tener miedo a perder la propia vida -lo mejor que tiene el hombre- por fidelidad a Cristo. Esta actitud va acompañada de una promesa: estos serán los únicos que verdadera y definitivamente se apropiarán de la vida.
Fijémonos ahora en la segunda "El enviado es igual que aquel que le envía". Las palabras de Jesús del versículo 40 ("el que os recibe a vosotros, me recibe a mí...") encajan perfectamente en esta idea corriente en el mundo judío. La dignidad le viene al discípulo de la palabra que le ha sido confiada por el propio Jesús, y, a través de Jesús, por el Padre. "Recibir" al discípulo no significará sólo ofrecerle hospitalidad, sino sobre todo aceptar la palabra de la que es portador. La actitud que se adopte para con el enviado es reflejo de la actitud que se tiene hacia Cristo.

Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com





[1] Sal 24,10
[2] Rm 11,1.2
[3] Ef 2,20
[4] Rm 15,8.9
[5] Sal 18,2.4.5
[6] 1Co 1,31
[7] Jr 1,10

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