Comentarios a las lecturas del
XVIII Domingo del Tiempo Ordinario 5 de agosto de 2018
La primera lectura es del Libro del Éxodo (Ex 16,
2-4. 12-15). Los capítulos 16-18 del Éxodo describen la primera
fase de la travesía por el desierto hasta las laderas del Sinaí. En
este itinerario aparece el tema del maná como respuesta a las protestas y
murmuraciones del pueblo y que es un signo de la solicitud de Dios y, también,
como una prueba que garantiza la misión de Moisés como enviado de Dios, profeta
y libertador.
El
desierto es presentado en el libro del Éxodo como una realidad ambivalente: por
una parte, es el lugar de las revelaciones y de la cercanía de Dios, de la
providencia solícita con su pueblo. Pero, por otra, es el lugar de las
carencias, de las añoranzas dirigiendo las miradas hacia atrás. La aceptación
del plan de Dios conllevó mucha oposición. Pero Dios sabe muy bien donde quiere
conducir a su pueblo y para qué. Por eso su proyecto se realiza en contra de
todas las oposiciones.
Con la liberación de Egipto, el
pueblo de Israel entra en una etapa que se caracteriza por la inseguridad del
alimento cotidiano. Era normal que surgiera el recuerdo de la situación
precedente que, si no daba libertad, garantizaba el alimento y la tranquilidad.
Pero el Dios de Israel no es un Dios que condene, sino el Dios que salva. En el
maná, el pueblo experimenta la presencia salvífica, aunque la fe queda sometida
a prueba. Al no poder acumular, permanece la inseguridad.
En esta lectura podemos distinguir dos partes:
a) Importancia
de la peregrinación como etapa intermedia (vs. 2-3).
* La
peregrinación de Israel por el desierto es un tiempo intermedio entre la
liberación del poder esclavizador del Faraón, de Egipto y la entrada. Israel
camina hacia la tierra prometida. El Señor no abandona a su pueblo en su lucha
hacia la libertad, pero toda etapa es dura, difícil. Y por eso el pueblo se
subleva protestando y murmurando (este es el marco de fondo de muchos de los
relatos de esta época). El desierto es lucha, prueba, crisol para probar la
madurez del pueblo.
* En su
peregrinar se acercan al Sinaí (no conocemos el lugar exacto de este relato), y
el autor nos recuerda una de tantas murmuraciones y protestas del pueblo contra
sus dirigentes, contra Dios. La falta de alimentos provoca la revuelta en la
que escuchamos aseveraciones blasfemas: La liberación de Egipto (=salida de la
esclavitud a la libertad, de la muerte a la vida) es considerada como salida
hacia la muerte: "Nos has sacado a
este desierto para matar de hambre a toda la comunidad". Israel añora
los tiempos de pan abundante en Egipto (=seguridad con esclavitud) importándole
muy poco su libertad (=miedo al riesgo). La libertad es esfuerzo, y el esfuerzo
se rehuye.
b)
Alimentación en el desierto (vs. 4, 12-15)
* A pesar de
la postura de Israel, Dios no ceja en su afán de liberarlos, y por eso los
alimenta en el desierto (el autor de este relato unifica el tema del maná y las
codornices; según Nm. 11, 2 ss. El don divino tiene una finalidad: "para que sepáis que yo soy el Señor vuestro
Dios" (v. 12). El Señor está siempre lejano al pueblo y le ayuda.
El maná y
las codornices son don de Dios, respuesta divina a las reclamaciones del pueblo
hambriento. El maná viene del cielo como la lluvia que hace germinar los campos
(v. 4). También aquí hay una prueba: recoger sólo el necesario para cada día.
No se trata de hechos milagrosos, sino de fenómenos naturales de esta región.
En la península del Sinaí no es difícil apresar codornices que caen agotadas al
suelo en su lucha contra el viento: el maná es una especie de goma resinosa que
desprenden los tamariscos "manníferos". Su descubrimiento fue
considerado por el pueblo como un hecho milagroso, al menos en la mentalidad de
la tradición o de los escritores que lo han idealizado.
En el Éxodo
se considera este alimento como algo providencial, como don del Señor y
alimento que sacia (vv. 4. 8. 12. 16. 29...);
El Salmo es el 77
(Sal. 77, 3 y 4bc. 23-24. 25 y 54)
R: El Señor
les dio pan del cielo.
Salmo que nos
situa ante el tema de la memoria, por tanto, y la evocación de la «historia de
los orígenes» de Israel, el éxodo, se presenta en lugares claves de la
estructura general del salterio, casi como marcando un ritmo, el ritmo
del recuerdo, que no es puramente «repetitivo» sino también progresivo.
Llaman particularmente la atención
los Sal 77-78 por su posición central y por el número de las ocurrencias
de los dos términos ‘recordar’ y ‘olvidar’ (el más alto entre los registrados).
No se nos oculta, el hecho que el Sal 78 es un poema en el que encontramos una
de las «narraciones» más extensas de la historia de los orígenes de Israel, de
todo el Salterio.
(f) Veamos de qué manera la lectura
canónica ayuda a la comprensión de nuestro Salmo. El salterio nace de una
meditación, de un recuerdo continuo de Dios, tal como es testimoniado en
diversos salmos, hasta mediante poemas sucesivos del Salterio (42; 43; 44; 77;
78; 119; etc.). En otras palabras, el salterio es ya, desde sus orígenes un
«libro de la memoria», fruto de la consciencia que Israel tiene de la propia
vocación: vivir en el constante recuerdo de las maravillas de Dios (cfr. Ex
13,3; 20,8; Nm 10,9; 15,39. 40; Dt 5,15; 7,18; 8,2. 18; 9,7;
15,15) manteniendo viva esta memoria «en medio de los pueblos» (cfr. Est
4,17k-z; Sal 67,3; 96 3; 98,3; etc.). Justamente por esto, cada persona
(cfr. Sal 1,1) es invitada a recorrer su camino, a orar con el
pueblo de Dios en su itinerario hacia el Reino.
Prácticamente toda la investigación
actual está de acuerdo en que el Salterio, como Libro tiene un portal de
entrada (Sal 1 y 2) y un portal de salida a toda orquesta (Sal
146-150), pero ¿posee también un ‘centro’?: todo el Salterio hace memoria,
canta y cuenta, orantemente, las maravillas de Dios (mirabilia Dei)
y dicho centro lo constituye el salmo 78, que según los cómputos rabínicos
está, aun materialmente, en el centro de los 2527 versos que componen el entero
libro. Ese centro se presenta como un gran fresco, - ¡para usar una metáfora
pictórica! -, de la historia de Israel que desde Egipto y el Sinaí llega a
culminación con la elección del mesías davídico (Sal 89; 132), el pastor
sabio, que los pastoreó con integridad de corazón (Sal 78,72)[1].
La segunda lectura es de la carta del Apóstol San Pablo a los Efesios (Ef
4, 17. 20-24). Continuando
con las exhortaciones éticas de la carta, volvemos a encontrar una nueva
recomendación general a una conducta correcta y conforme a la fe que se dice
profesar. Siempre sin entrar en muchos particulares. Por un lado, está claro
que el cristianismo no es un modo de vida libertino o independiente de la ética
y moral. Lo necesidad será averiguar las concretizaciones de esta actitud
general. Ciertamente, un creyente se diferencia, aun en lo externo de quien no
lo es o como él mismo antes de vivir la fe.
Este fragmento de la carta de los Efesios recuerda a los creyentes la
santidad de vida a que han sido llamados: “Dejad que el Espíritu renueve vuestra mentalidad, y vestíos de la nueva
condición humana, creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas”. (v
24). Esta vocación es, en primer lugar, a la unidad, que lleva a evitar todo
aquello que puede ser motivo de división o dispersión de los creyentes. Las
relaciones entre los hombres no son siempre fáciles ni llanas, y todo el mundo
sabe la necesidad que tenemos de humildad, mansedumbre, paciencia y capacidad
de soportarnos mutuamente para mantener vivas estas relaciones pacíficas con
los otros. Es verdad que la unidad y la paz son un don de Dios, pero es
necesario que cada uno la cultive en sí mismo para que así se implanten y
florezcan en la sociedad.
El autor se dirige a los convertidos del paganismo y les pide que se
despojen del hombre viejo. Mantener formas de vida pagana, después de haber
sido injertados en Cristo, es absurdo. Los creyentes deben llegar a ser hombres
totalmente nuevos, renovados en la mente y en el espíritu.
Empieza la exhortación confrontando la
conducta de los gentiles y la de los cristianos. La inmoralidad de los gentiles
tiene su razón de ser en la perversión del criterio moral. La pureza del
cristiano se funda en la verdad que es Cristo. Existe en cada uno de nosotros
el hombre nuevo y el viejo. El hombre viejo es el hombre en cuanto sujeto al
pecado. Pablo lo presenta con tres rasgos: su corazón se ha endurecido, su
juicio se ha complacido en la vaciedad=ídolos, su pensamiento se ha oscurecido.
Presenta la conversión como un despojarse del hombre viejo y revestirse del
nuevo. El contenido de esta imagen es el de una renovación interior y
conversión moral. Despojarse y revestirse se realiza en el bautismo. El rito de
inmersión es despojarse-morir y el de emersión es revestirse-renacer.
Despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo, exige renovarse en
la mente. Esto se manifiesta en el abandono del comportamiento pagano. Quien
quiere revestirse y ser hombre nuevo ha de alimentarse del manjar nuevo, que es
Cristo. La Iglesia, pueblo de creyentes en camino por el desierto, busca su
seguridad no en las realidades terrenas ni en las instituciones, sino en el
ejemplo y doctrina de Cristo.
La búsqueda de la unidad, que es un bien social, aparece, además, entre
los creyentes como una exigencia lógica dimanante de las enseñanzas recibidas.
En efecto, se les dice que solamente hay un cuerpo y un Espíritu, una sola
esperanza, un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios, Padre de
todos. Así, pues, las divisiones entre ellos no tienen ningún sentido. Por otro
lado, las diferencias existentes entre los miembros del cuerpo por haber
recibido dones diversos no son para el provecho personal de los favorecidos
sino una ayuda en las tareas de servicio que les han sido encomendadas. Porque,
de hecho, cuanto se realiza en la comunidad sólo tiene un fin: el
perfeccionamiento de los consagrados para la edificación del cuerpo de Cristo.
Todos ellos han sido como absorbidos por una corriente caudalosa de vida que
los dirige hacia la misma meta: la unidad de fe en el pleno conocimiento del
Hijo de Dios, el hombre acabado. Llevados por semejante corriente de vida, todo
lo otro que los hombres les puedan ofrecer o prometer suena a sus oídos como
vendavales huecos que no se sabe ni de dónde vienen ni adónde van.
Podemos afirmar como resumen que el texto de hoy no hace otra cosa que
invitarnos a reflexionar sobre la seriedad y solidez de la vocación cristiana,
sobre la unidad del amor comparándola con la inconsistencia de cualquier otro
ideal que los hombres puedan ofrecer a los creyentes.
Así San comenta Agustín esta segunda lectura
“ Vuestra santidad oyó conmigo al
apóstol Pablo cuando lo leímos. Decía: Como es verdad en Jesús, deponed e!
antiguo modo de vivir ajustado al hombre viejo, viciado por apetencias
seductoras; renovaos en el Espíritu de vuestra mente y revestíos del hombre
nuevo creado según Dios en justicia y santidad verdaderas (Ef 4,21-24). Para
que nadie piense que debe despojarse de alguna prenda, como se despoja de una
túnica, o que debe tomar algo externo, como quien recibe un vestido, como quien
se quita una túnica y se pone otra, forma carnal de entender que impediría a
los hombres el obrar espiritualmente en su interior, a continuación expuso en
qué consiste el despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo. El resto de
la lectura va encaminado a hacerlo entender.
Alguien le podría decir: «¿Cómo he de despojarme
del viejo o revestirme del nuevo? ¿Soy acaso un tercer hombre que he de deponer
el viejo hombre que tuve y asumir uno nuevo que no he tenido? Habría que pensar
en tres hombres, hallándose en el medio el que depone el viejo y asume el
nuevo». Así, pues, para que nadie, obstaculizado por tal forma carnal de
comprender, dejase de hacer lo que se le manda y para no hacerlo buscase
excusas en la oscuridad de la lectura, continúa: Por tanto, abandonando la
mentira, hablad verdad. En esto consiste el despojarse del hombre viejo y
revestirse del nuevo: Por tanto, abandonando la mentira, que cada cual hable
verdad con su prójimo, puesto que somos miembros los unos de los otros (Ef
4;25).”. ( San Agustin. Comentarios
al salmo 25 II, 1-3).
El Evangelio según San Juan (Jn 6,
24-35). Estamos en el Evangelio de Juan. El capítulo 6 lo concibe el autor como
una celebración paralela de la fiesta de Pascua. Para Juan, la Pascua no se
celebra dónde está el Templo, sino allí donde está Jesús. La fiesta al aire
libre de comienzos del cap. 6 el autor la presenta como contrarréplica al
cuadro deprimente de inválidos en Jerusalén a comienzos del cap. 5. El Templo
genera personas inválidas; Jesús, personas libres. Texto. Comienza cuestionando
la búsqueda de Jesús por parte de la gente. Se trata de una búsqueda
anecdótica, interesada, que no profundiza. Sigue en el v. 27 una invitación a
otro tipo de búsqueda, a otro tipo de esfuerzo y de trabajo. ¿Qué trabajo es
éste?, se pregunta el v. 28. Respuesta: dar crédito al enviado de Dios (v. 29).
Pregunta: danos una señal de credibilidad, como Moisés dio la suya (vs. 30-310.
¿Moisés? No. Dios es quien da la señal de credibilidad (vs. 32-330. Esta señal
es Jesús (v. 35).
Con la marcha de
Jesús al final del domingo pasado, el autor dejaba en suspenso el
reconocimiento de la realeza de Jesús hasta la hora de la cruz. El texto de hoy
restablece la comunicación de la gente con Jesús. La primera pregunta (¿cuándo
has venido?) suena casi formal, una forma de iniciar la conversación.
Inmediatamente Jesús centra el tema en los vs. 26-27 invitando a la gente a
descubrir lo que quería evocar la acción milagrosa realizada el domingo pasado.
La formulación del descubrimiento en
términos laborales determina la siguiente pregunta de la gente. ¿Qué tenemos
que hacer para trabajar en lo que Dios quiere? La gente pide a Jesús un aval,
una garantía de lo que acaba de decir, a semejanza de lo que hizo Moisés con sus
antepasados:
¿Qué signo nos ofreces tú? ¿Cuál es su
trabajo? (vs. 30-31). Jesús responde afirmando que el sello de garantía del pan
lo pone el Padre (vs. 32-33). Ante un pan que tiene un sello de garantía de tal
categoría la gente no tiene más pregunta que una petición: Danos siempre de ese
pan (v. 34). Llegamos al momento culminante del diálogo: “Yo soy el pan de vida. El que acude a mí no pasará hambre, el que cree
en mí no tendrá nunca sed”.
La palabra clave del discurso es el
"pan". Por eso Juan lo repite siete veces en cada sección de este
capítulo. Y siete veces aparecerá la expresión: "que ha bajado del cielo". Y ahora se añade que "Jesús se
hace nuestro pan cuando creemos en él". Antiguamente Dios facilitó a los
israelitas un alimento especial (el maná), cuando les faltó todo en el
desierto. Quizá los oyentes esperaban ahora que Dios les solucionara los
problemas. Y nosotros hacemos lo mismo pidiéndole constantemente favores. Pero,
si Dios se conforma con ser nuestro bienhechor y nosotros aceptamos ser simples
limosneros, pronto terminamos por fijarnos solamente en las cosas que Dios nos
proporciona; casi no se las agradecemos y, luego, nos volvemos a quejar. Así
pasó con esos israelitas que, .
después de recibir el maná, se
rebelaron contra Dios y "murieron en el desierto". Y es que las
cosas, aunque vengan del cielo, no nos hacen mejores ni nos confieren la vida
eterna.
Por eso, ahora Dios propone algo
nuevo. El "pan que baja del cielo"
no es alguna cosa, sino alguien, y ése es Cristo. Ese pan verdadero nos
comunica la vida eterna, pero, para recibirlo, se necesita dar un paso, o sea,
creer en Cristo a raíz de un compromiso personal.
Para
nuestra vida.
En la
primera lectura se describe que el pueblo, tras su salida de Egipto, ya en el
desierto, desesperado, protesta contra Moisés porque los ha llevado a una
libertad que viene a ser para ellos una esclavitud mayor.
El tema del
libro del Éxodo es la liberación de Egipto y la manifestación de Dios en el
Sinaí por medio de la alianza. Al lado de este tema hay unas narraciones sobre
la peregrinación de Israel por el desierto. La finalidad de estos relatos es
afirmar que en el desierto Yahvé ha hecho de Israel su pueblo. Con algunas
incongruencias, el esquema de estas narraciones es: murmuración contra Moisés
por alguna situación desagradable; diálogo entre Moisés y Dios; milagro o
solución de la dificultad.
En el texto
bíblico encontramos dos temas bien diferenciados, pero que se complementan
mutuamente. En el primer tema -la murmuración del pueblo (vv 2-3.6-7.9-12) hay
que destacar la reacción negativa del pueblo ante las dificultades que comporta
el camino de la libertad (v 3). El pueblo se cansa pronto de la lucha, y a la
hora de optar entre la comodidad y la libertad, cede al encanto de la
comodidad. Hay también otro aspecto muy importante en la manera de hacer del
pueblo: la murmuración contra los jefes (v.2): el pueblo, en masa, renuncia
fácilmente a las responsabilidades colectivas. Los que habían hecho la opción
por la libertad y habían salido de Egipto eran todos. En teoría, todos estaban
decididos a todo. Pero ahora, cuando se encuentran con la dura realidad,
renuncian a los principios democráticos y hacen recaer la responsabilidad de
las dificultades únicamente sobre los jefes. Por eso Moisés tiene que
puntualizar: no murmuráis contra nosotros sino contra Yahvé ( v 7 ). El es el
que lleva la iniciativa de la liberación. Los jefes no son más que servidores
suyos y del pueblo.
La
murmuración es la actitud del que se encuentra en una situación nueva en la que
está en juego su vida. Es la situación del que se fuga de un campo de
concentración o de tantos otros peligros. Se siente libre, pero poco a poco le
llega la inseguridad, el hambre, el no dejarse ver ni reconocer. ¿Qué libertad
es la que ha adquirido? Surge el miedo de haber tenido el valor de escapar, de
haber mirado hacia adelante, de haberse comprometido, y desea volver atrás. La
murmuración es una realidad que también nos
afecta a los creyentes de esta siglo XXI.
En el segundo tema se nos presenta
el contorno providencial del hallazgo de un nuevo alimento. Aquellos hombres se
veían obligados a vivir sobre todo de los productos del ganado que habían
tomado consigo en el momento del éxodo (cf. 23). El descubrimiento de nuevos
alimentos en aquellas trágicas circunstancias es recibido como un verdadero
milagro de la providencia de Dios. Y ciertamente es Dios el que lleva al hombre
a descubrir -"dominar"- las riquezas que él mismo ha puesto como
posibilidades de la creación. En lo que se refiere al tema concreto del maná,
la reflexión teológica de Israel lo va desarrollando en el sentido de
relacionar estrechamente, hasta identificarlos, los conceptos de "pan del
cielo" y de "palabra de Dios". El signo del maná es
presentado por el autor como una prueba. Dios quiere de su pueblo algo
importante, como es establecer con él una alianza definitiva. Entender la fe
como encuentro personal con el Dios providente y solícito no es tarea fácil. El
camino de la fe está sembrado de pruebas y debates.
Jesús tomará
de nuevo estas expresiones "pan del cielo" y de "palabra de
Dios" y las llevará a la plenitud total: el pan-palabra bajado del cielo,
que sacia realmente el hambre del hombre y le da «vida», es él mismo, comido en
la eucaristía, memorial de su sacrificio salvador.
El relato constituye lo que se conoce como las tentaciones del
desierto, lo que es proverbial en la tradición bíblica y en algunos salmos (v.
g. Sal 94). Moisés, como intermediario, pide a Dios su intervención y se le
comunican las decisiones. Dios no abandona a los suyos y les envía las
codornices y el maná, cosas naturales por otra parte, aunque después se le ha
dado un valor significativamente teológico y espiritual. Los recuerdos y las
tradiciones del desierto han marcado la historia de la “liberación” de la
esclavitud para poner de manifiesto que si bien es verdad que lo pasaron muy
mal, nunca Dios los abandonó.
Todos sabemos que estas cosas pueden ser
consideradas como sucesos naturales, ya que una banda de aves que van de paso
pueden servir de alimento para ellos. Y de la misma manera en el desierto, por
razones de la ecología misma, del contraste entre sus altas temperaturas del
día y las bajas de la noche ciertas plantas tienen un proceso de producción de
néctares, los cuales recogidos y cocinados puede ser como unos panecillos. Los
beduinos del desierto lo saben. Pero lo importante en un relato popular
religioso como éste y poner de manifiesto la providencia de Dios que no
abandona a su pueblo y les pide la fidelidad. Y esa es la lección constante de
la vida. Por ello, en la tradición bíblica, el maná estará
cargado de una teología que el evangelio de Juan transformará en una de las
claves de su capítulo sobre el pan de vida.
El
salmo 77 y en los versículos proclamados hoy es comentado así por Jerónimo Presbítero "La Sagrada Escritura nos pide que, cuando seamos invitados a un rico
banquete, extendamos con mucha discreción nuestra mano hacia los manjares (cf. Pr 23,1). Tenemos dispuesto ante nosotros el rico banquete de las
Escrituras. Nos encontramos ante una pradera con gran abundancia de flores: por
allí brilla una rosa, más acá la blanca pureza de unos lirios, por todas partes
nos atraen toda suerte de flores. Nuestra alma vacila a la hora de elegir entre
las más hermosas. Si nos decidimos por la rosa nos privamos de los lirios, si
no renunciamos a su blancura nos quedamos sin margaritas. Lo mismo sucede con
el salmo septuagésimo séptimo, lleno de enigmas y recubierto de innumerables
misterios en cualquiera de sus expresiones que decidamos tomar en
consideración. ¡No nos es posible elegirlas todas, elijamos las que podamos!
(...) Habría mucho más que decir dado que este salmo es riquísimo, pero no
disponemos de tiempo. Roguemos al Señor que abra el mar [para lograr cruzarlo
sin ahogarnos] y que a nuestro paso de una roca haga brote agua, de modo que
nuestros cadáveres no queden diseminados por el desierto. Ciertamente ustedes
no ignoran que los despojos de nuestros padres yacen por el desierto hasta el
día de hoy. ¡Créanme! Cada vez que diviso una sinagoga me vienen a la mente
aquellas palabras del apóstol Pablo (Rm 11,17-18), por las que nos exhorta a no menospreciar al olivo [noble],
cuyas ramas fueron desgajadas, sino sentir temor, pues si aquello le ocurrió a
las ramas naturales, ¡cuánto más [podría ocurrir] con nosotros, que fuimos
injertados en él! " (Jerónimo
Presbítero, Tratado sobre el salmo 77).
La
segunda lectura de Efesios prosigue la parte exhortativa de la carta a los
Efesios del domingo anterior. El texto es de
la segunda parte del capítulo 4 cuyo tema es la vida nueva en Cristo.
El autor de la carta deja la reflexión de alcance
eclesial propiamente dicha, para exhorta al sentido personal (aunque siempre
comunitario) de la existencia cristiana. Son como las exigencias de la vida
cristiana, en un conjunto muchos más amplio (4,17-5,20). Es una exhortación
ética en plena regla, pero desde la ética cristiana. Se han usado los criterios
literarios propios de la época, incluso con un estilo retórico bien definido
para resaltar los contrastes entre la vida cristiana y la vida mundana. Eso
quiere decir que la ética humana es asumida plenamente en el cristianismo
primitivo, pero con las connotaciones que el Espíritu de Jesucristo “acuña” en
el corazón del cristiano, que le hace sentirse una persona nueva. Toda ética
propugna una persona nueva, pero esto no se puede conseguir solamente con la
fuerza de voluntad. El cristiano tiene que ponerse en manos del Espíritu de
Jesucristo.
El autor, pues, les convoca a vivir como personas
nuevas, no como viven los paganos, que no tienen la experiencia del Espíritu
por la que los cristianos están marcados. Aquí, como en casi toda la literatura
neotestamentaria, se presenta el contraste entre el hombre viejo y el hombre
nuevo con un énfasis particular sobre la “banalidad de la vida”, la vida vacía,
la vida sin sentido y la vida entregada a los poderes de este mundo. Porque
debemos reconocer que los no-creyentes o no religiosos no son triviales por
naturaleza; por el contrario, hay personas que no siendo religiosas o
cristianas tienen una ética envidiable; y muchos religiosos e incluso
cristianos tienen más de personas viejas que de hombres nuevos. En esto debemos
tener cuidado a la hora de presentar estos valores. Es verdad que entonces, con
un dualismo exagerado, se pensaba que los «otros» que están fuera, que no son
de los nuestros, no están en el camino verdadero. Pero a pesar de todo, lo
fundamental de la lectura de hoy es una exhortación a ser discípulos de Jesús
viviendo su Espíritu, porque no tener ese Espíritu significa estar sometidos a
los criterios de este mundo en el que ya sabemos que no hay lugar para el amor,
el perdón, la misericordia, la paz y la entrega sin medida.
El mensaje del texto es claro, la esperanza
cristiana no exime al hombre de su compromiso temporal, pero le ofrece la clave
de interpretarlo y asumirlo desde la fe. Ofrece al hombre otro modo de entender
el cotidiano vivir. La fe proporciona al hombre una nueva condición humana
porque tiene fuerza humanizadora. El Evangelio proporciona a los creyentes un
cambio de mentalidad, no de domicilio. Y este cambio de mentalidad favorece y
posibilita la verdadera humanización del mundo. El autor de la carta remite al
proyecto original de Dios sobre el hombre: es su imagen. Cristo Jesús ofrece al
hombre el reencuentro con su origen, siempre según el modo de entender al
hombre la Escritura: la obra
escatológica de Cristo conecta con el proyecto original de Dios.
La gracia de Dios es el mismo Jesucristo, comunicado a los hombres con la
fuerza del Espíritu. Acentuar este principio es "personalizar"
la realización entre Dios y nosotros, huir de una posible cosificación de
la gracia y de los dones de Dios. Es también -y muy importante-
"personalizar" la Eucaristía, como actualización sacramental de la
iniciativa salvífica realizada definitivamente en el misterio de Cristo.
La fe es, a la vez, gracia de Dios y esfuerzo del hombre. Aquí puede ayudar
mucho el texto de la segunda lectura: "Vestíos de la nueva condición
humana, creada a imagen de Dios". La alusión, indicada antes, al
tema del paraíso queda completada. Hay que hacer el esfuerzo de
revestirse, despojándose antes de la naturaleza envejecida; pero el nuevo
vestido no es autodado, sino "creado por Dios". Difícilmente se puede
explicar mejor el acto de fe. Su consecuencia está clara en las palabras
de Jesús: los que van=creen en él, quedarán perfectamente saciados.
La acción de gracias es el ambiente en el que se vive la fe. No puede ser
de otro modo cuando esta fe es consciente de su naturaleza. Por eso, la
vida cristiana es una vida "eucarística", que tiene en la
Eucaristía, "su fuente y su culminación". La fuente, porque en
la Eucaristía se actualiza, para cada creyente y para toda la Iglesia, el misterio
del don de Dios: el pan que baja del cielo para dar la vida al mundo. La
culminación, porque la vida en la fe no tiene otra manera más perfecta de
expresarse que la de incorporarse a la acción sacrificial y de alabanza
del Padre, que es la oblación amorosa del Enviado.
Así comenta San Agustín esta lectura: “Hermanos,
nadie de vosotros piense que debe hablar verdad con los cristianos y mentira
con los paganos. Habla verdad con tu prójimo. Tú prójimo es todo aquel que ha
nacido como tú de Adán y Eva. Todos somos prójimos en razón de nuestro
nacimiento terreno; y de otra forma, hermanos en razón de la esperanza de la
herencia eterna. Debes considerar como prójimo tuyo a todo hombre, incluso
antes de ser cristiano. En efecto, no sabes lo que él es ante Dios; ignoras
cómo lo ha conocido Dios en su presciencia. A veces se convierte aquel de quien
te mofas, porque adora a las piedras, y comienza a adorar a Dios con más fervor
que tú que poco antes te mofabas de él. Luego hay prójimos nuestros latentes
entre los hombres que aún no pertenecen a la Iglesia y hay muchos ocultos en la
Iglesia que están lejos de nosotros. Por tanto, dado que desconocemos el
futuro, consideremos a todos los hombres como prójimos, no sólo en atención a
la misma condición de la mortalidad humana, por la que llegamos a esta tierra
en situación idéntica, sino también considerando la esperanza de aquella
herencia, puesto que no sabemos lo que ha de ser quien ahora no es nada.
Prestad atención a los restantes actos del revestirse
del hombre nuevo y del despojarse del viejo. Abandonando la mentira, que cada
cual hable verdad con su prójimo, puesto que somos miembros los unos de los
otros; airaos, pero no pequéis. Por tanto, si te aíras contra tu siervo porque
ha pecado aírate también contra ti mismo para no pecar tú. No se ponga el sol
sobre vuestra ira (Ef 4,26). Esto ha de entenderse, hermanos, en su sentido
literal. Si debido a la condición humana y a la debilidad de la mortalidad que
pesa sobre nosotros, consiguió entrar la ira en el corazón del cristiano, no
debe permanecer en él por largo tiempo, ni siquiera hasta el día siguiente.
Expúlsala del corazón antes de que se ponga esta luz visible, para que no te
abandone la luz invisible.
Pero se puede entender también justamente de otra
manera, puesto que nuestro sol de justicia es Cristo-verdad. No se trata de
este sol que adoran los paganos y maniqueos y que ven incluso las bestias, sino
aquel otro cuya verdad ilumina a la naturaleza humana, en cuya presencia gozan
los ángeles, mientras que la débil mirada del corazón de los hombre, que
parpadea a la luz de sus rayos, necesita ser purificada mediante el
cumplimiento de los mandamientos, para poder contemplarla. Cuando este sol
comience a habitar en el hombre por medio de la fe, no tenga tanta fuerza la
ira que nazca en ti que se ponga el sol sobre tu ira, es decir, que abandone
Cristo tu mente. Cristo, en efecto, no quiere habitar con tu ira: Da la
impresión que es él quien declina de ti, cuando en realidad eres tú quien
declinas de él. La ira cuando envejece se convierte en odio; y una vez que se
haya convertido en odio, eres ya un homicida. Todo el que odia a su hermano es
un homicida (1 Jn 3,15), dice el apóstol Juan. Él mismo dice además: Todo el
que odia a su hermano permanece en las tinieblas (ib., 29). Nada tiene de
extraño que permanezca en las tinieblas aquel en quien se ha puesto el sol”. ( San Agustin. Comentarios al salmo 25 II, 1-3).
Hoy
el evangelio nos lleva hasta la ciudad de Cafarnaúm a donde Juan quiere
traernos después de la multiplicación de los panes, cuando Jesús huye de los
que quieren hacerle rey evitando un mesianismo
político. Todo es, no obstante, un marco bien adecuado para
un gran discurso, una penetrante catequesis sobre el pan de vida, en la que
confluirán elementos sapienciales y eucarísticos. Este discurso es de tal
densidad teológica, que se necesita ir paso a paso para poder asumirlo con
sentido. Jesús no quiere que le busquen como a un simple hacedor de milagros,
como si se hubieran saciado de un pan que perece. Jesús hacía aquellas cosas
extraordinarios como signos que apuntaban a un alimento de la vida de orden
sobrenatural. De hecho, en el relato se dice que Moisés les dio a los
israelitas en el desierto pan, por eso lo consideran grande; esa era la idea
que se tenía. Jesús quiere ir más allá, y aclara que no fue Moisés, sino Dios,
que es quien tiene cuidado de nuestra vida.
Aunque el pan que sustenta nuestra vida es
necesario, hay otro pan, otro alimento, que se hace eterno para nosotros. Juan,
por su parte, quiere ir a lo cristológico, bajo la figura del Hijo del hombre.
Los rabinos consideraban que el maná era el signo de la Ley y ésta, pues, el
pan de vida; el evangelista combate dicho simbolismo en cuanto el maná es un
alimento que perece (como lo hace notar el texto de Ex 16,20) y, por la misma
razón, en esta oposición entre Jesús y la Ley, se pone de manifiesto que la ley
es un don que perece para dar paso a algo que permanece para siempre. Jesús es
el verdadero pan de vida que Dios nos ha dado para dar sentido a nuestra
existencia. El pan de vida desciende del cielo, viene de Dios, alimenta una
dimensión germinal de la vida que nunca se puede descuidar. La revelación
joánica de Jesús: “yo soy” (ego eimi) es para escuchar a Jesús y
creer en El, ya que ello, en oposición a la Ley, nos trae el sentido de la vida
eterna.
El discurso refleja toda la entraña polémica de la
escuela o la comunidad joánica. Ya vimos el domingo pasado que el relato de la
multiplicación de los panes era la “excusa” del autor o los autores del
evangelio de Juan para este discurso de hoy que llevará a una de las crisis en
el entorno del mismo Jesús (y según la interpretación de la escuela joánica).
Estamos, sin duda, ante un discurso que todavía es “sapiencial” para acabar
siendo “eucarístico” a todos los efectos como reconocen los grandes intérpretes
(Jn 6,53-58).
En esta parte del discurso de Jn 6 se nos está
hablando del “pan de la verdad”, que es la palabra de Jesús en oposición a la
Ley como fuente de verdad y de vida para los judíos. Antes, pues, de pasar a
hablarnos del pan de la vida, se nos están introduciendo en todo ello, por
medio del signo y la significación del maná, del pan de la verdad. Y el pan de
la verdad nos ha venido, de parte de Dios, por medio de Jesús que nos ha
revelado la fuente y el misterio de Dios, del misterio de la vida.
Jesús no se
conforma con mostrar la bondad de Dios en la multiplicación de los panes, sino
que quiere que aprendamos la lección que hay detrás de este acontecimiento. La
realidad material es importante, las necesidades físicas son urgentes, pero el
Señor no quiere que nos acerquemos a Él sólo por esto. Hay temas más
relevantes.
El Señor no
quiere que nos quedemos en lo superficial y en lo material, sino que desea que
sus discípulos den el paso de la fe mirando la realidad con profundidad. Nos
pide que trabajemos no por el pan material que es perecedero, sino por el
alimento que perdura hasta la vida eterna. Esto supone un cambio radical, ya
que lo inmediato no es lo más importante.
Las palabras de
Jesús crean desconcierto en sus oyentes, que se preguntan qué es lo que Dios
quiere. La respuesta es que Dios espera de nosotros que creamos en el que Él ha
enviado, porque la fe supone entrar en un camino de seguimiento y
transformación de nuestra vida. Pero sus oyentes piden signos para creer.
También nos pasa, en ocasiones, a nosotros cuando vivimos una fe fría y
desencarnada. Uno de los signos que quedó en la memoria de Israel fue el maná,
que atribuían a Moisés. Jesús quiere que entiendan que ese alimento fue un don
de su Padre Dios y expresión de su providencia amorosa.
El discurso de
Jesús debió ser tan cálido y tan claro, que no provocó el rechazo en sus
oyentes, sino que aumentó el deseo. No acusan a Jesús de considerarse hijo de
Dios, que era una osadía, sino que le piden tener siempre de ese pan.
Entonces se
produce la revelación fundamental: Jesús es ese pan de vida, que sacia al que
lo come y llena al que cree en Él. No hemos de buscar, pues, otros alimentos
que nos prometan aquello que anhelamos.
Todo lo que
necesitamos está en Jesús y Él se nos entrega en la Eucaristía. Agradezcamos
este inmenso don y dejemos que nos llene de su vida para llevarla a los que no
la conocen y viven en sombras de muerte.
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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