Comentario a las Lecturas del VII Domingo de Pascua Solemnidad de la Ascensión 13 de mayo 2018
Este domingo, dentro de la última
reforma litúrgica, celebramos la Ascensión del Señor. La Iglesia.
En
algunos lugares esta gran fiesta litúrgica sigue situada en el jueves de la VI
Semana. Pero parece oportuna su posición en la Asamblea Dominical pues, sin
duda, engrandece al domingo, pero también el domingo --el día del Señor--
universaliza la celebración. Contamos en los textos de hoy con un principio y
un final. Se leen los primeros versículos del Libro de los Hechos de los
Apóstoles y los últimos del Evangelio de Marcos. En los Hechos se va a narrar
de manera muy plástica la subida de Jesús a los Cielos y en el texto de Marcos
se lee la despedida de Jesús que, sin duda, es impresionante: "Se me ha
dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los
pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo;
y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con
vosotros todos los días, hasta el fin del mundo".
Es
el mandato de Jesús a sus discípulos y el ofrecimiento de sí mismo, de su
cercanía, hasta el final de los tiempos. Interesa ahora referirse, por un
momento, a la Segunda Lectura, al texto paulino de la Carta a los Efesios donde
se explica la herencia de Cristo recibida por la Iglesia. Dice San Pablo:
"Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia como Cabeza, sobre
todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos". Es,
pues, la confirmación del mandato de Jesucristo
Esta celebración de la Solemnidad de
la Ascensión del Señor la hacemos con la convicción de que, Jesús, está siempre
al otro lado. De que nos acompaña hasta el último día de nuestro mundo.
Tendremos luchas, saldrán a nuestro encuentro dificultades, numerosas naciones
darán la espalda a una religión cristiana que ha sido el cuño y la identidad de
su historia. Pero, el Señor, no nos abandona.
En la primera
lectura del Libro de los Hechos (Hech. 1,
1-11), "En mi primer libro, querido
Teófilo, escribí todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando..." (Hch 1, 1). San Lucas quiso dejar constancia por escrito no sólo
de la vida de Jesucristo, sino también de la de su Santa Iglesia. En esos
primeros tiempos, bajo una especial asistencia del Espíritu Santo, se marca
para siempre la dirección por la que luego la Iglesia habría de caminar. De ahí
que haya un empeño permanente en volver a los principios, para adecuar a ellos
el presente.
El autor de Hechos, antes de
comenzar la segunda parte de su obra (continuación del tercer evangelio),
recuerda brevemente al lector, Teófilo, el punto a donde había llegado en la
primera parte (v. 1-2). Aprovecha la ocasión para ampliar lo que ya había
brevemente insinuado en los últimos versículos de su evangelio: las apariciones
y conversaciones de Jesús con sus apóstoles después de la resurrección y las
recomendaciones dejadas, la ascensión de Jesús a la gloria del Padre y el
retorno de los discípulos a Jerusalén, donde establecen la residencia
comunitaria.
Estas primeras palabras del libro sirven de
introducción y de conexión con el tercer evangelio perteneciente al mismo autor
y dedicado igualmente al mismo amigo Teófilo. Aquí no se habla ya de Jesús
recorriendo Palestina con sus discípulos, sino de Jesús resucitado. Por
supuesto que es la misma persona, pero Jesús ha pasado definitivamente las
puertas de la muerte. Ya vive en el más allá, compartiendo la gloria del Padre;
solamente que por algunos días quiere manifestarse a sus seguidores y
entregarles sus últimas instrucciones.
La finalidad de todo este
fragmento es la de presentar el grupo de los apóstoles como depositario
legítimo y oficial de la doctrina y de la misión de Jesús. Por consiguiente
todo el desarrollo posterior de la vida de la Iglesia, de su predicación, de su
vida, su misión, encontrarán su punto de apoyo en este grupo nuclear. El autor
de Hechos piensa ya en la extensión de la misión eclesial entre los paganos y
los conflictos que ello ocasionó en el seno de la primera generación cristiana.
Esta decisión de la Iglesia encuentra su fundamento en la autoridad del
Resucitado depositada en el grupo apostólico.
Con los dos primeros versículos, Lucas empalma este
"segundo libro" (Hechos de los Apóstoles) con el "primer
libro" (el tercer evangelio). El "primer libro" se refería a lo
que Jesús había hecho y enseñado mientras estaba corporalmente con sus discípulos;
el "segundo libro", a partir del momento de haber sido llevado al
cielo, supone una nueva etapa, en la que Jesús, corporalmente ausente, pero más
presente y operante que nunca por medio del Espíritu Santo, sigue conduciendo a
la comunidad de los que creen en él.
San Lucas da
dos versiones de la Ascensión: una en su evangelio. En la versión de los
Hechos, la Ascensión aparecía ante todo como la inauguración de la misión de la
Iglesia en el mundo. Los cuarenta días (v. 3) fijados por Lucas como la duración
de la estancia en la tierra del Resucitado deben ser comprendidos en el sentido
de un último tiempo de preparación (el número 40 designa siempre en la
Escritura un período de espera), son pues una medida proporcional y no
cronológica. La Resurrección no es pues un final, sino el preámbulo de una
nueva etapa del Reino: la estancia de Cristo sentado a la derecha del Padre y
de la misión de la Iglesia. A este respecto es muy significativa la advertencia
de los ángeles que invitan a los apóstoles a no quedarse mirando al ciclo (v.
11).
La imagen de
la nube no se debe tomar en sentido material. Para Lucas la nube es solamente
el signo de la presencia divina, como lo fue en la tienda de la reunión y en el
Templo. No se trata en modo alguno de un fenómeno meteorológico, sino de un
acontecimiento teológico: la entrada de Jesús de Nazaret en la gloria del Padre
y la certidumbre de su presencia en el mundo. Jesús resucitado es a partir de
este momento el lugar de la presencia de Dios en el mundo. El único lugar sagrado
de la nueva humanidad.
San Lucas da por último al
acontecimiento un tono dramático. Es el único que presenta a Cristo como
"arrebatado" (v. 11) o "llevado" (v. 9).
Hay aquí una
idea de separación y de ruptura, aún más acrecentada por la afirmación de que
no corresponde a los hombres conocer el final de su historia (v. 7) y por la
llamada a los apóstoles al realismo del que querían evadirse (v. 11). Sin duda
San Lucas quiere mostrar que Cristo no puede menos que separarse de gentes que
sólo piensan en el inmediato establecimiento del Reino (v. 6) y que sólo está
presente en aquellos que aceptan el largo caminar que pasa por la misión y el
servicio de los hombres (v. 8). También quiere mostrar que para que la Iglesia
comience su misión es necesario que rompa con el Cristo carnal. De ahora en
adelante sólo es posible unirse a Cristo por intermedio de los apóstoles
revestidos del Espíritu de Cristo. Tras la insistencia de Lucas sobre la
separación entre Jesús y los suyos se dibuja pues una manera de ver la Iglesia.
En el texto
del Libro de los Hechos aparece un
detalle de mucho interés que expone, por otro lado, cuál era la posición de los
discípulos el mismo día en el que Jesús se marcha, va a ascender al cielo:
esperaban todavía la construcción del reino temporal de Israel. Parecía que la
maravilla de la Resurrección, que ni siquiera la cercanía del Cuerpo Glorioso
del Señor, les inspiraba para entender la verdadera naturaleza del Reino que
Jesús predicaba. Y es que faltaba el Espíritu Santo. Va a ser en Pentecostés
--que celebramos el próximo domingo-- cuando la Iglesia inicie su camino activo
y coherente con lo que va a ser después. Tras la venida del Espíritu ya no
esperan reino alguno porque el Reino de Dios estaba ya en ellos. Y así se lo
anuncia también: "Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros,
recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria
y hasta los confines del mundo".
San Lucas no
pretende describir tanto el hecho de la ascensión de Jesús, cuanto las consecuencias
que ello reporta a la vida de la Iglesia: ya no hay presencia visible de Jesús;
los apóstoles serán, de ahora en adelante, los responsables del anuncio del
Reino. Comienza el tiempo del testimonio de la Resurrección ante el mundo.
En el salmo responsorial de hoy ( Sal 46, 2-3. 6-7. 8-9)
entonamos un himno al Señor, rey del mundo y de la humanidad.
Himno
empleado en la liturgia del templo, en el corazón espiritual de la alabanza de
Israel.
Yahvé es Dios y Señor de todo.
"Pueblos todos batid palmas aclamad a Dios con gritos de júbilo"
El
motivo del aplauso y la alabanza es la grandeza de Dios: "el Altísimo,
Grande y Terrible"
"porque el Señor es sublime y
terrible, emperador de toda la tierra"
Si
bien, Dios, es "emperador de toda la tierra", hay una porción
especial: Israel, su pueblo. Él camina junto a ellos, especialmente cuando el
Arca de la Alianza les acompaña a la batalla. Tras la victoria, vuelve a subir
al Templo, al Monte Sión.
"Dios
asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas".
Pero,
aunque Dios esté cercano a su pueblo y camine a su lado, sigue siendo por
siempre Dios, el Trascendente, el que está sentado en el trono sagrado.
"Dios
reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado".
Salmo utilizado en uno de los
días de la "fiesta de los Tabernáculos", en que Jerusalén festejaba a "su rey"
Dios. Se partía de la parte baja, de la fuente de Sión en el fondo del valle
del Cedrón, luego la procesión subía, "se elevaba" hasta la colina de
Sión dominada por el Templo. En una especie de "mimo" simbólico, se
hacía el simulacro de entronizar a Dios en su realeza, "en su trono
sagrado". Dios, estaba allí, en medio de su pueblo regocijado que lo
aclamaba: esta dinámica realizaba lo que ella significaba, la ceremonia no daba
la realeza a Dios porque Yahveh es Dios desde siempre... Pero sí actualizaba
esta realeza, ya que, por la celebración misma, Dios reinaba, de hecho, sobre
este pueblo.
Como en toda ideología real, se
veía a Dios como "el gran rey" (término babilónico), "el
Altísimo", "sentado sobre un trono"... Vencedor de sus enemigos,
(él somete las naciones)... Y se imaginaba cómo todos los reyes y príncipes de
la tierra venían a rendirle pleitesía. Esta "subida" del rey a su trono
se hacía entre las aclamaciones entusiastas de la muchedumbre: "¡Terouah!" que era a la vez ovación y grito de guerra.
Siete verbos en imperativo invitan a la asamblea a hacer más ruido, a gritar
más fuerte: "¡Aplaudid!"..."¡Aclamad con vuestros
gritos!"... "¡Tocad la trompeta!"... "¡Cantad!"...
Cuando la muchedumbre llegaba al templo, los goznes de las puertas debían
temblar... Tal como lo consignó Isaías, en los repetidos "Sanctus" -
"Santo".
El salmo 46 tiene un puesto
privilegiado en la liturgia de la Ascensión del Señor.<![if !supportFootnotes]>[1]<![endif]> Por
medio de él, la Iglesia celebra el triunfo de Cristo al fin de su vida mortal y
su entrada solemne en el Cielo, después de haber conquistado para nosotros la
Tierra Prometida.<![if !supportFootnotes]>[2]<![endif]>
El salmo, pues, nos ayuda a asistir al momento culminante de la Pascua del
Señor Resucitado, a su entronización y glorificación.
Ellas muestran hasta qué punto
la debilidad se ha convertido en fortaleza, la mortalidad en eternidad y los
ultrajes en gloria. Mientras se elevaba en su naturaleza humana, comenzó, sin
embargo, a estar inefablemente más cercano en su Divinidad pues, gracias a la
fe, ya no era preciso sentir la necesidad de palpar la sustancia corpórea de
Cristo. <![if !supportFootnotes]>[3]<![endif]>
Tocad con maestría: en la
Vulgata, 'Psállite sapienter'.
Esta concisa expresión ha sido extensamente comentada por la tradición
patrística en orden a una recitación cristiana de los salmos, sobre todo en la
Liturgia de la Horas. Esta maestría -'sapienter'- es
la propia de los Santos, que son los que poseen un exquisito conocimiento del
Misterio de Cristo;<![if !supportFootnotes]>[4]<![endif]>
incluye la comprensión espiritual de aquello que se canta <![if !supportFootnotes]>[5]<![endif]> y San
Benito concluye con la regla de oro de la oración litúrgica: Salmodiemos de
modo que nuestra mente sea concorde con nuestras voces.<![if !supportFootnotes]>[6]<![endif]>
Nosotros con este canto
aclamamos a Cristo resucitado, en la hora misma de su resurrección. El Señor
sube a la derecha del Padre, y a nosotros nos ha escogido como su heredad. Su
triunfo es, pues, nuestro triunfo e incluso la victoria de toda la humanidad, porque
fue «por nosotros los hombres y por nuestra salvación que «subió al cielo, y
está sentado a la derecha del Padre». Por ello, no sólo la Iglesia, sino
incluso todos los pueblos deben batir palmas y aclamar a Dios con
gritos de júbilo.
La segunda lectura de la Carta
a los Efesios, (Ef , 4, 1-13 ). Esta
lectura ofrece otro significado teológico de la ascensión: la exaltación total
de Cristo. En el texto paulino no aparece la mención explícita de la Ascensión,
que es patrimonio lucano principal y quizá exclusivamente.
Aquí se habla de la
glorificación total de Jesús. En realidad, ello ya ha sucedido en la
Resurrección. Por lo cual trazar fronteras claras entre ella y la ascensión es
trabajo destinado al fracaso; son más bien escenificaciones diversas de lo
mismo; o, por mejor decir, la ascensión es explicitación de algo previo: la
glorificación de Jesús, su exaltación y sesión a la derecha del Padre.
Se trata de fijarse en Jesús
una vez más, pero en su condición definitiva y total, si bien aún aquí se hace
una alusión a la Iglesia, para hacer ver que no son cosas independientes. De
hecho, Jesús y su Cuerpo forman una unidad y hasta que este Cuerpo no llegue a
participar del todo en la suerte de su Cabeza, no estará completa la obra del
Señor Jesús.
Pablo suspira porque los
creyentes tengan luz en su mente y en su corazón para que comprendan, en primer
lugar, qué maravillosa esperanza pueden albergar por el hecho de que Dios los
ha llamado; en segundo lugar, qué riqueza supone la herencia que les ha sido destinada,
una vez que ahora pueden contarse en la comunidad de los santos y justos que
configuran el gran pueblo de Dios; en tercer lugar, que admirable actuación
lleva a cabo Dios en ellos con su poder y, además, la que ha de llevar a cabo
cuando los resucite y los conduzca a una vida eterna.
Estas actuaciones de Dios no
están aún palmariamente claras para nuestros sentidos corporales. Por eso
Pablo, en los versos 20-23, las señalas como subordinada a cuatro grandes
hechos que Dios ya ha realizado en Cristo. Pero las consecuencias de todas
estas cosas realizadas en Cristo llegan a los creyentes como miembros del
cuerpo de aquél (cf. 2, 5s).
La exaltación de Cristo es
contemplada en una doble perspectiva: cósmica y eclesiológica. Cristo es la
cabeza del universo entero y, como tal, ha sido dado a la Iglesia.
La comunidad cristiana,
numérica y sociológicamente insignificante en el Asia Menor, debe saber que
tiene por cabeza al que es la cabeza del universo, al Señor.
El evangelio de hoy es de San Marcos, el evangelista
del ciclo B (Mc. 16, 15-20), pertenece al resumen de las
apariciones de Jesús con el que concluye el texto canónico de Marcos.
Posiblemente se trata de un
pasaje añadido al relato original. Terminada la misión de Jesús en el mundo, va
a comenzar la misión de los Apóstoles. Y si Jesús comenzó haciendo y predicando
en Galilea, sus discípulos comenzarán predicando el Evangelio de Jesús y
haciendo las mismas obras que el Maestro.
La creación entera, es decir,
todos los hombres, han de ser confrontados con el evangelio. Viene así sobre
los hombres la hora del juicio, en la que cada uno elegirá la sentencia: los
que crean se salvarán y los que no crean se condenarán (cf. Jn 3,18). La
predicación del evangelio compromete, pues, nuestra existencia en su totalidad.
Nadie puede escuchar en vano el evangelio.
El poder de hacer milagros es
una promesa hecha a la comunidad y no a cada uno de los creyentes. El libro de
los Hechos nos habla abundantemente de la existencia de este don en la
primitiva comunidad de Jesús; pero lo que importa no es tanto echar demonios y
hablar lenguas extrañas cuanto exorcizar con la palabra y con los hechos la
mentira y la opresión que padecen los hombres. Evangelizar es un servicio de
liberación, es redimir a los cautivos y desatar los lazos que detienen la
ascensión del hombre. Y en esto sí que podemos y debemos ayudar todos los
creyentes.
Esta fórmula "Jesús es
Señor" constituye el núcleo más originario del símbolo de la fe cristiana.
En esta fórmula se confiesa que Jesús, el hijo de María, que padeció bajo
Poncio Pilato, es el Señor resucitado. Se trata de una expresión muy frecuente
en los Hechos y en toda la literatura paulina, pero que sólo aparece aquí en
los textos evangélicos.
El texto nos sitúa ante el mandato evangelizador. "Id al mundo entero y proclamad el
Evangelio a toda la creación”. Es el último mensaje
de Jesús en el día de la Ascensión. La Buena Noticia que el discípulo tiene que
anunciar irá acompañada de estos signos: echarán demonios, hablarán lenguas nuevas,
las serpientes no les harán daño, curarán enfermos. ¿Cómo se traduce esto hoy
día?
"A los que crean les acompañarán estos signos…" El cristianismo no es sólo una profesión
de fe, o una teoría, o una devoción piadosa, o el cumplimiento de unas normas.
Ser cristiano es actuar, en cada caso, con el mismo espíritu con el que Cristo
actuó. Tendremos que curar enfermos, defender a marginados, anunciar la
conversión a los pecadores, ponernos siempre de parte del más necesitado.
El relato del Evangelio termina
con dos frases que, al mismo tiempo que narran una historia, marcan un estilo,
una tarea:
- "El Señor Jesús, después
de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios". - «Ellos
fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes».
Son dos mitades de una verdad.
Quedarse en una mitad sola, es una verdad a medias; o sea, una mentira. Y la
Iglesia -humana, en camino- siempre sentirá el lastre de esas dos tentaciones:
- La de quedarse "mirando
al cielo": vivir exclusivamente pendiente de la otra vida. Un reino de los
cielos desconectado de las luchas y de las miserias de este lado de acá. Un
cristianismo desencarnado, espiritualista, refugio y huida...
- La de mirar tanto a la
tierra, que acabemos perdiendo el punto de referencia que marca Cristo con su
victoria. Un reino de Dios de tejas abajo, sin dimensión alguna transcendente.
Una pura lucha por un mundo
mejor, sin el aliento de Alguien que nos ama, nos ayuda, nos orienta y nos
espera; sin la profundidad de un amor que nos haga ver a todos como hermanos,
que nos ayude a mantener el corazón a salvo de las embestidas del odio, que nos
mueva a dar la vida por quien haga falta...
Queda claro. Ni quedarse
mirando al cielo, ni olvidarse de mirar al cielo. Toda una tarea.
Para nuestra vida.
La Ascensión del Señor, nos invita
mirar hacia el cielo. Pero no para desearlo como salida y fin de nuestros
sufrimientos o válvula de escape sino para seguir combatiendo, hoy y aquí, con
la misma fuerza y persuasión de Aquel que hoy se nos va pero nos asegura su
mano, su presencia y su voluntad de no abandonarnos anímica ni eclesialmente.
Por eso dos hombres vestidos de blanco
dicen a los discípulos: ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? Nos está
diciendo también a nosotros, discípulos del siglo XXI, que no nos quedemos
contemplando, que hay que pasar a la acción, que tenemos que ser sus testigos
por todo el mundo.
Contamos en los
textos de hoy con un principio y un final. Se leen los primeros versículos del
Libro de los Hechos de los Apóstoles y los últimos del Evangelio de Marcos. En
los Hechos se va a narrar de manera muy plástica la subida de Jesús a los
Cielos y en el texto de Marcos se lee la despedida de Jesús que, sin duda, es
impresionante: "Se
me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de
todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que
yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo". Es
el mandato de Jesús a sus discípulos y el ofrecimiento de sí mismo, de su
cercanía, hasta el final de los tiempos. Interesa ahora referirse, por un
momento, a la Segunda Lectura, al texto paulino de la Carta a los Efesios donde
se explica la herencia de Cristo recibida por la Iglesia. Dice San Pablo:
"Y todo lo puso
bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia como Cabeza, sobre todo. Ella es su
cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos". Es, pues, la
confirmación del mandato de Jesucristo.
Los
hechos narrados en la primera lectura tienen gran importancia para los
discípulos de todos los tiempo. En el texto aparece un detalle, que
expone cuál era la posición de los discípulos el mismo día en el que Jesús se
marcha, va a ascender al cielo: esperaban todavía la construcción del reino
temporal de Israel. Parecía que la maravilla de la Resurrección, que ni
siquiera la cercanía del Cuerpo Glorioso del Señor, les inspiraba para entender
la verdadera naturaleza del Reino que Jesús predicaba. Y es que faltaba el
Espíritu Santo. Va a ser en Pentecostés --que celebraremos el próximo domingo--
cuando la Iglesia inicie su camino activo y coherente con lo que va a ser
después. Tras la venida del Espíritu ya no esperan reino alguno porque el Reino
de Dios estaba ya en ellos. Y así se lo anuncia también: "Cuando el Espíritu Santo
descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén,
en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo".
Era necesario
que aquellos primeros se convencieran plenamente de que la Resurrección era un
hecho incontrovertible. Ellos habían de ser los testigos cualificados, los
primeros, de que Jesús seguía vivo, presente en la Historia de los hombres. Por
eso el Señor insiste y se les aparece una y otra vez. San Pablo recogerá este dato,
hablando de que hasta unas quinientas personas llegaron a ver a Jesús
resucitado. Después de todo aquello se persuadirán de la Resurrección de
Cristo, y de tal forma que nada ni nadie les hará callar. Por todos los
rincones del mundo y de los tiempos resonará el mensaje de los primeros, la
buena noticia de que Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, después de morir
crucificado para redimir a los hombres, ha resucitado y ha subido a los Cielos.
Este mensaje llevaba, y lleva, consigo unas
exigencias y también unas promesas. Jesucristo con su muerte y resurrección, lo
mismo que con su vida entera, nos traza un camino a seguir, un itinerario a
recorrer día a día. También nosotros, si creemos en él, hemos de vivir y morir
como él vivió y murió. Sólo así podremos luego resucitar con él y subir a los
Cielos como él subió. Ojalá que la esperanza de una gloria eterna nos estimule,
de continuo, a vivir nuestra existencia terrena como Jesús la vivió.
Comienza nuestro tiempo, el tiempo de los creyentes evangelizadores, el
tiempo de la Iglesia. ¿Qué hacéis
ahí plantados mirando al cielo? Se acabó el
tiempo de Cristo en la tierra. Desde ese mismo momento, comenzó nuestro tiempo,
el tiempo de la Iglesia. El tiempo de evangelizar, de ser testigos del Cristo muerto
y resucitado. Dios ha querido dejarnos a nosotros ahora todo el protagonismo.
La Iglesia de Cristo debe ser el cuerpo de Cristo; todos nosotros, los
cristianos, debemos ser la boca, los pies, las manos del cuerpo de Cristo. Ante
las dificultades, ante los problemas, ante los retos continuos que nos plantea
continuamente la sociedad y el mundo en el que vivimos, ya no nos vale
quedarnos plantados mirando al cielo, esperando que Dios baje otra vez a curar
nuestras enfermedades y a dar el pan a los hambrientos.
En
el salmo responsorial se aclama a Dios como rey universal; parece oírse en él
el eco de una gran victoria: Dios nos somete los pueblos y nos sojuzga las
naciones.
Posiblemente,
este texto es un himno litúrgico para la entronización del arca después de una
procesión litúrgica -Dios asciende entre aclamaciones- o bien un canto
para alguna de las fiestas reales en que el pueblo aclama a su Señor, bajo la
figura del monarca.
Lo que jamás se había realizado
humanamente, llegó a ser realidad misteriosa con Jesucristo. El Verbo
"Dios se eleva", Dios sube, presente en el corazón de este salmo
esperaba su plena realización. La Iglesia desde el comienzo, tomó este verbo
"subir" para aplicarlo a la Ascensión de Jesús resucitado en la
gloria del Padre. Más allá de la palabra, es "la realeza universal de
Dios" que quería celebrar este salmo, y que también canta la fiesta de la
Ascensión.
Humillado por un tiempo, en su
"condición de esclavo", Jesús, en su Pascua, es soberanamente elevado
y recibe el "Nombre que está sobre todo nombre". Entonces toma
posesión de su Reino, "sentado a la diestra de Dios aclamado por los
espíritus celestiales"... Vencedor ya, simbólicamente de todos Ios enemigos, esperando este Día en que volverán a su Padre
todas las naciones "reunidas ante El". (Filipenses 2, 5-11; I
Corintios 15, 24).
Visto ya cómo Israel vivió este
salmo, y cómo la Iglesia lo aplicó a Cristo (Cristos,
en griego significa precisamente "el ungido" el "rey"),
toca a cada uno de nosotros hacer una oración "actualizada", personal
y colectiva. Para esto, nadie nos puede reemplazar: podemos hacer simples
sugerencias...
La ascensión, alegría de la
humanidad que se ve "coronada" en uno de los suyos. Un hermoso himno
canta así: "la tierra está feliz. Ha dado su primer fruto de gloria:
¡Jesús ha subido cerca del Padre! Feliz, lleva la promesa. Recogida en su
humildad, atrae la luz de lo alto." Sí, el triunfo real de Dios, es
también el triunfo pleno de un hombre "nacido de mujer" (Gálatas
4,4). Dios ha terminado su "obra maestra", el hombre, poniendo en fin
todo bajo sus pies" (I Corintios 15,27). Un hombre de nuestra raza mortal,
que obedeció a su "condición humana" hasta la muerte, goza ahora de
la plenitud de la gloria de Dios. Y la Escritura nos revela que El nos participará
un día esta misma gloria, porque El es el
"primogénito" de toda la creación: lo que se realizó en Él, también
se realizará en nosotros.
Cuando el hombre moderno se
desespera, ¿no sería conveniente que meditara este misterio "de
elevación", de "ascensión"? Allí encuentra justificación
profunda, la dignidad de todo hombre. En el más pobre de los pobres hay un
"rey" que se ignora. El despojo humano, el hombre arruinado, el ser
salpicado de manchas... están destinados a la condición "real y
divina". ¿Qué haré por la "dignidad" y la "promoción"
de mis hermanos? No hay necesidad de ser cristiano para actuar en este sentido,
dirán algunos. Y otros añadirán, que los cristianos no trabajan suficientemente
en este sentido, mientras los ateos se entregan con generosidad. Esto es
cierto, desgraciadamente. Sin embargo, quien conoce el sentido de la historia,
quien sabe, "en dónde debe culminar" la humanidad, debería encontrar
en esta fe, una razón suficiente para trabajar en esta empresa.
Pueblo elegido... Pueblo escogido...
Pueblos de la tierra... Todos los pueblos... En este salmo, surge una vez más
la dialéctica entre un polo "particularista" (la convicción de ser un
pueblo separado, "preferido" de Dios, pueblo de Jacob, pueblo de
Abraham), y un polo universalista (el llamado a todos los hombres a adorar el
verdadero Dios). No se trata aquí de dar una imagen de una sumisión impuesta
por la fuerza: "Gritad de alegría" no es cosa de pueblos vencidos...
"Aplaudir" no es un gesto de sumisión, "reunirse" no es
fruto de una opresión tiránica. Pese a las apariencias del vocabulario
("¡es el que somete a las naciones!"), se trata de una reunión libre,
de una "fiesta". El cielo no es una dictadura ni un presidio, es una
inmensa celebración festiva. La realeza de Jesucristo poca cosa tiene que ver
con las realezas de la tierra: "los reyes de la tierra dominan como
señores... que no sea lo mismo entre vosotros" (Marcos 10,42).
Gritos de alegría...
aplausos... participar alegremente en esta aclamación de Dios. La liturgia nos
invita a ello a menudo. Pero nosotros permanecemos terriblemente mudos y fríos.
Debemos ser de aquellos que
invitan a los demás a esta fiesta divina. El apostolado no es una invitación
regañona y suficiente dirigida a los demás para que se conviertan, sino una
invitación alegre a participar en la alegría de los hijos del rey.
San Pablo, en
su carta a los Efesios - segunda lectura-, habla ya de la Iglesia como cuerpo
de Cristo.
Y, como somos todos los cristianos los que formamos la Iglesia de Cristo, cada
uno de nosotros podemos y debemos considerarnos cuerpo de Cristo. Esto quiere
decir que la Iglesia, en general, y cada uno de nosotros, en particular,
tenemos que actuar siempre movidos y dirigidos por el espíritu de Cristo. Ser
cuerpo de Cristo, si queremos ser un cuerpo vivo, quiere decir que todos
nuestros pensamientos, palabras y obras deben estar inspiradas y dirigidas por
el espíritu de Cristo. El espíritu de Cristo es espíritu de verdad, de
justicia, de amor, de vida, de paz, de fraternidad, de santidad. Como hermanos
de Cristo e hijos de Dios, todos y cada uno de los cristianos debemos luchar
valientemente para que todos puedan ver en nosotros el rostro de Cristo, la
imagen de Dios. Corrigiendo en cada momento lo que creamos que se debe corregir
y defendiendo lo que creamos que se debe defender. Con sinceridad, con verdad,
con humildad.
San
Pablo ruega para que los suyos alcancen el conocimiento, la experiencia de la
fe y del amor, a fin de que comprendan la grandeza de su vocación. La oración de
Pablo se convierte en una gran afirmación acerca del poder y la riqueza de
Dios, que se ha mostrado en Cristo. Es Dios quien ha resucitado de la muerte a
Cristo, le ha dado la gloria celestial y lo ha hecho cabeza de la Iglesia y de
todo. La Iglesia es también el lugar de la presencia de Jesucristo en el mundo,
su expresión terrenal. Junto a su Señor glorificado, los creyentes han
comenzado a vivir en una nueva creación, en un nuevo mundo, en una nueva vida.
Por eso hace Pablo hincapié en el conocimiento de la esperanza que de esto se
desprende, en la riqueza de la herencia, etc.; conocimiento que deben alcanzar
los creyentes con la ayuda de Jesucristo y por los que Pablo ora.
Invita a los creyentes a la comunión y a
cuidar unas actitudes que edifiquen a la Iglesia. Esta edificación se fundamenta en la comunión con Cristo y entre los
hermanos, y los "materiales" de construcción: "Sed siempre
humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor,
esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz".
Y la comunión, base para la misión. Cada miembro del cuerpo tiene su
misión específica, todas importantes para el buen funcionamiento del Cuerpo:
"Y él ha constituido a unos apóstoles, a otros profetas, a otros
evangelizadores, a otros pastores y maestros...".
Y todo ello para que la Iglesia sea Cuerpo de Cristo, profunda e
íntimamente unida a su Señor, entregada, como él, a la salvación del mundo y
para que cada uno vayamos creciendo a la medida de Cristo, el hombre perfecto.
Todo lo puso bajo sus
pies y lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo. Cristo, después de su
ascensión al cielo, le dio a la Iglesia todo el poder espiritual necesario para
realizar su misión. Si la Iglesia de Cristo no actúa con el Espíritu de Cristo estará
traicionando la misión que el mismo Cristo le ha confiado. Nuestra Iglesia sólo
es Iglesia de Cristo cuando actúa con el espíritu de Cristo. Con espíritu de
amor, de justicia, de verdad, de paz, de fraternidad. Debemos amar a la Iglesia
de Cristo como a nuestra madre espiritual, sabiendo que, como hijos, tenemos
que luchar valientemente para que todos puedan ver en ella el verdadero rostro
de Cristo. Todos los cristianos tenemos la obligación de sostener, espiritual y
materialmente, el cuerpo de la Iglesia. Corrigiendo en cada momento lo que
creamos que se debe corregir y defendiendo lo que creamos que se debe defender.
Actuando siempre con amor, con sinceridad, con humildad y con firmeza.
El evangelio de hoy es de San Marcos, el
evangelista del ciclo B (Mc. 16,
15-20), nos sitúa ante el mandato evangelizador. "Id al
mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”.
" A los que crean les acompañarán
estos signos: echarán demonios en mi nombre, …impondrán las manos a los enfermos
y quedarán sanos" . Esto quiere decir que
también cada uno de nosotros, en nuestro tiempo, debemos curar enfermos,
defender a los marginados, convertir a los pecadores, criticar a los corruptos,
ponernos siempre de parte del más necesitado. La vida cristiana no es
sólo contemplación, es también acción caritativa, es un esfuerzo continuado
para hacer más humano y más cristiano el mundo en el que vivimos. Los
mandamientos de Cristo siguen siendo hoy, igual que ayer, los que Cristo dio a
sus apóstoles, que se resumen en el único y principal mandamiento nuevo de
Jesús: amar a Dios y demostrar nuestro amor a Dios amando a nuestro prójimo
como el mismo Cristo nos amó a nosotros.
La ascensión de Jesús es un misterio, un acontecimiento para
la fe. Lo que importa no es su descripción a manera de un acontecimiento
visible sino la realidad significada en esa descripción. Ha terminado la obra
de Jesús y debe comenzar ahora la misión en el mundo la comunidad de Jesús. Se
abre un paréntesis para la responsabilidad de los creyentes. Entre la primera y
la segunda venida del Señor, se extiende la misión de la iglesia. No podemos
quedarnos con la boca abierta viendo visiones. Terminada la misión de Jesús en
el mundo, ha de comenzar la misión de sus discípulos. Estos han de predicar y
hacer lo mismo que su Maestro. Aparece aquí la fórmula "Señor Jesús",
que constituye el núcleo más originario del símbolo de la fe cristiana. En esta
fórmula se confiesa que Jesús, el hijo de María, que padeció bajo Poncio Pilato,
es el Señor resucitado. Él nos envía a la misión de continuar su obra en la
tierra, poniendo nuestra mirada en el cielo. Es el “ya, pero todavía no” del
Reino de Dios. Así lo expresa San Agustín: “La necesidad de obrar seguirá en la
tierra; pero el deseo de la ascensión ha de estar en el cielo. Aquí la
esperanza, allí la realidad”
Con frecuencia se ha acusado a los
cristianos de desentenderse de los asuntos de este mundo, mirando sólo hacia el
cielo. No podemos vivir una fe desencarnada de la vida. La Iglesia somos todos
los cristianos, luego todos debemos implicarnos más en la defensa de la vida,
de la dignidad del ser humano, de la justicia y de la paz. No es fácil la tarea
que nos asigna el Señor. Soplan vientos contrarios a todo aquello que esté
relacionado con el Evangelio. La cultura de hoy ridiculiza la fe, confunde a
las personas sencillas y desorienta mediante la ceremonia de la confusión y la
burla. Muchos cristianos mueren hoy día por confesar su fe. Nadie hace una
manifestación para protestar por ello. Parece como si el cristiano hoy no
pudiera hablar ni manifestarse. Sin embargo, Jesús nos pide que seamos sus
testigos. No hay que temer a nada ni a nadie. Contamos con el apoyo de la
gracia de Dios.
Jesús se despide, pero
nos deja la misión de seguir sus pasos, de ser sembradores de luz, de
justicia, de paz y de amor, porque el Reino de Dios aún no está en su plenitud,
nos toca trabajar, sembrar, abrir nuevos caminos puestos que los tiempos
cambian y la fe debe seguir siendo un pilar importante en la vida de las
personas.
En ningún momento
debemos sentirnos solos porque Él está en comunión con nosotros, lo veremos la
próxima semana. Ve que estamos desanimados, que nos sentimos huérfanos,
desamparados y nos envía su Espíritu.
Por todo lo anterior,
deberíamos caer en la cuenta que en el mandato de «Id al mundo entero y
proclamad el evangelio a toda la creación» Él cuenta con nosotros, confía en
nuestra madurez y apoyo incondicional, porque todos somos el pueblo elegido, no
sólo los católicos.
Somos nosotros,
con la ayuda y la fuerza del Espíritu de Cristo, los que tenemos que resolver
los problemas de cada día. Dios quiere que nos comportemos como personas
autónomas, libres, responsables de nuestros actos y de nuestra vida. Dios no
nos ha abandonado a nuestra propia suerte; Él está con nosotros apoyándonos
desde dentro, con su espíritu. Pero quiere que seamos nosotros, con su fuerza,
los que sigamos intentando construir su Reino en este mundo.
Cada uno
debemos de releer estas páginas
inspiradas del libro de los Hechos de los Apóstoles, para ver hasta qué punto
nuestra vida de cristianos es como la de aquellos primeros. Fueron tiempos
difíciles y heroicos que han quedado para siempre como un modelo que imitar, un
ideal de vida que intentar. Es cierto que las circunstancias son muy diversas,
pero también es cierto que el espíritu que les animaba pervive y que, dejando a
un lado lo accidental, es posible reproducir en nosotros las virtudes que ellos
vivían.
La vida cristiana es contemplación y
acción (nos recuerda esto la casa de Betania, nos recuerda a Marta y a María;
la vida cotidiana es lucha, es trabajo, es un esfuerzo continuado para hacer
más cristiano y más humano el mundo en el que nos ha tocado vivir. Los signos
que deben acompañar a los cristianos en este siglo XXI son, aunque con nombres
distintos, los mismos que acompañaron a los cristianos de los primeros siglos
del cristianismo. El mandamiento de Cristo sigue siendo hoy el mismo de ayer y
de siempre: amar a Dios y demostrar ese
amor amando incondicionalmente al prójimo no sólo con palabras, sino con
hechos.
Esta es la misión de la Iglesia, y no
olvidemos que la Iglesia somos todos, aunque, en cuanto a responsabilidad, unos
más que otros, por supuesto.
¿Cómo vivo yo el encargo que Jesús me
hace de anunciar su Evangelio?, ¿qué estoy haciendo para que mi fe me lleve a
la transformación de este mundo?, ¿cómo asumo el compromiso de la Eucaristía y
la misión que cada domingo se me encomienda en la mesa del compartir?
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
<![if !supportFootnotes]>
<![endif]>
<![endif]>
<![if !supportFootnotes]>[1]<![endif]> LITURGIA DE LAS HORAS, ant 2 II Vísp Ascensión; P SALMON OSB, Les 'Tituli
psalmorum' des manuscrits latins, París, 1959. Serie Vl (Casiododro-S. Beda). 46 p 162:
'Vox Ecelesiae Deum laudantis Ascensionemque eius praedicantis.'
<![if !supportFootnotes]>[2]<![endif]> P. SALMON OSB, Les 'Tituli psalmorum'
des manuscrits latins.
París, 1959, Serie V (Pseudo-Orígenes), 46 p. 141: 'Psalmus ostendit quod ipse obtentis
gentibus in sempiterna gloria locatus
sit.'
<![if !supportFootnotes]>[3]<![endif]>
s.
León Magno, sermo 74, sobre la ascensión del señor, il, 1 y 4; pl 54, 397.
<![if !supportFootnotes]>[4]<![endif]>
s.
Cirilo de Alejandría, explanatio in psalmos, 46; pg 69.
<![if !supportFootnotes]>[5]<![endif]>
s.
Jerónimo, breviarium in psalmos,
46- pl 26.
<![if !supportFootnotes]>[6]<![endif]>
s.
Benito, regula benedicti, 19; csel
75.
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