Comentario a las Lecturas del III Domingo de Pascua 15 de abril de 2018
Se llama a
este domingo tercero de Pascua el de las apariciones. Y es que en los tres
ciclos –A, B, y C—se narran las apariciones primeras de Jesús poco después de
la Resurrección.
Las tres
lecturas de hoy contienen alusiones directas al perdón de los pecados: "arrepentíos y convertíos, para que se borren
vuestros pecados" (I lectura); "El es víctima de propiciación por nuestros pecados" (II
lectura); "en su nombre se predicará
la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por
Jerusalén" (Evangelio). A primera vista, quizá parezca rara esta insistencia
en el perdón de los pecados -un tema tradicionalmente cuaresmal- en pleno
tiempo de Pascua. En el fondo, sin embargo, es perfectamente lógica esta
insistencia, puesto que, si el pecado conduce a la muerte, la resurrección a la
nueva vida destruye el pecado. El fruto directo del misterio pascual es la
remisión de los pecados, y uno de los signos más claros de la presencia del
Resucitado en la Iglesia es el anuncio del perdón de todas nuestras culpas.
El hombre
tiende a negar su propio pecado o, si lo reconoce, intenta apaciguar su
ansiedad mediante ritos purificatorios. El cristianismo propone una norma de
conducta: reconocer el propio pecado y aceptar ser aceptado por alguien en esta
situación de pecado. Reconocernos pecadores y aceptar depender, no de nuestro
orgullo ni de ningún rito tranquilizante, sino de alguien que nos pueda ayudar
a descubrir el camino de superación del pecado.
La liturgia de estos domingos nos presenta los
textos de los Hechos de los Apóstoles. Con ello
nos presenta ya unos creyentes que han recibido el Espíritu Santo.
Narran los primeros momentos de la vida de la Iglesia en Jerusalén. Ya se había
producido la Ascensión y Pentecostés. Y la doctrina de la Iglesia en torno a la
salvación, a la encarnación y a la resurrección es expuesta por Pedro ante el
pueblo de Jerusalén –y sus autoridades—con unos argumentos idénticos a los que
la Iglesia ha ido ofreciendo desde entonces hasta ahora. Ya había nacido la
Iglesia e iniciaba su andadura. Es importante no olvidarlo.
La primera lectura de los Hechos de los Apóstoles (Act
3, 13-15.17.19)
nos sitúa siguiendo a
Pedro que acaba de curar al paralítico que estaba
pidiendo limosna a la entrada del Templo. El discurso de Pedro,
3, 12-26, está motivado por la actitud del pueblo ante la curación del cojo en
la puerta del templo.
Pedro comienza
dando gloria a Dios y a Jesucristo en cuyo nombre ha realizado el milagro (v.
6). Pues no ha sido el poder de Pedro el que ha hecho andar al tullido, sino la
fuerza de Dios que ha resucitado a Jesucristo; y tampoco ha de ser la fe en
Pedro, sino la fe en Jesucristo, la que puede borrar los pecados del pueblo.
A los curiosos
y admiradores Pedro les dice que la curación no es fruto de fuerzas ocultas que
ellos posean. Con este hecho Dios glorifica a su Siervo Jesús. Al atribuir el
hecho al Dios de Abraham establece una contraposición entre los judíos=hijos de
Abraham, que han negado y muerto a Jesús, y Dios que lo ha glorificado. Al
referirse a la glorificación del "Siervo Jesús" alude al siervo de
Isaías, que a través de su sacrificio ha realizado el plan de Dios: salvar a
los pecadores de todos los pueblos.
Con sus
palabras valientes, Pedro realiza a la vez y en el momento preciso el anuncio y
la denuncia del evangelio.
Esta segunda
presentación del mensaje es muy semejante a la de Hech. 2, 22 sig. Es también
composición de Lucas a base de tradiciones del kerygma
primitivo y los elementos son también muy semejantes: cumplimiento de la
promesa que Dios obra en y por Jesús; rechazo humano de este mismo Jesús y
glorificación por parte del Padre. En este punto contrasta fuertemente la
actividad humana: "entregasteis", "negasteis al Santo",
"matasteis al autor de la vida (vv. 13, 14-15) y la divina: Dios le ha
resucitado (v. 15). Los apóstoles son testigos de esta acción de Dios. Cada uno
ha de sacar las consecuencias de esta proclamación, sabiendo que en los judíos
actores estábamos representados todos. Cada mujer, cada hombre, está
confrontado con esos acontecimientos para aceptarlos o no, para apuntarse a lo que
significan o para dejarlos.
En esta
lectura, más que ponerse del lado de Pedro que predica y anuncia que son
culpables de la muerte de Cristo, hay que ponerse entre los que escuchan para
sentirse responsables de la muerte de Cristo. Y si todos son culpables de la
muerte también todos participan de la salvación si voluntariamente no se
excluyen.
Hay una cierta
excusa en el comportamiento de los ejecutores de Jesús. Lo hicieron por
ignorancia. Muy típico de Lucas, que ha aprendido la lección del Maestro. No ha
lugar para vg. el antisemitismo. Se ve que Pedro
habla a unos que, probablemente, no eran los actores materiales de la muerte de
Jesús pero los considera englobados en ella, de la misma manera también todos
los demás.
Un
romano-pagano, en última instancia, se ha hecho responsable de la gran
injusticia. Todos son culpables. Si hay solidaridad en la culpa debe haberla en
la penitencia. Pedro ofrece a todos, incluidos los judíos, la posibilidad de
ser justificados. Sin negar la culpa quiere facilitarles las condiciones de la
conversión. Admite atenuantes. Todos han contribuido a la muerte. La clase
dirigente judía ha rechazado al Mesías. Uno del grupo de los Doce lo ha
traicionado.
Arrepentíos,
cambiad de vida y os serán perdonados los pecados. Esta invitación suena
diferente en el tiempo de Pascua y en tiempo de Cuaresma, pero la actitud de
conversión debe ser permanente.
En el salmo
responsorial de hoy Salmo 4 (Sal 4, 2. 7.9),
pedimos que el Señor obre en nosotros, desde la humildad sabemos que necesitamos
que el esté ahí junto a nosotros y actuando en
nuestra vida, personal y social.
Este salmo es
la oración de un "fiel", un hombre religioso de Israel consciente de
ser amado por Dios. Tal es el sentido de la palabra "Hassid":
el fiel, objeto de la Alianza Divina. Ahora bien, este hombre lleno de fe, no
está preservado: su oración al comienzo es jadeante...
Para decir que
ora, se atreve a decir que "grita" hacia Dios. Su gran angustia, es
estar literalmente sofocado por los paganos que lo rodean: este paganismo, este
ambiente materialista, diríamos hoy, es atrayente, aun para un fiel. Recurre
entonces a una antiquísima costumbre religiosa usada en muchas de las
religiones antiguas: "pasará una noche en el Templo", haciéndose el
"huésped de Dios", esperando el favor de un "sueño
profético" en que Dios le hablará.
De hecho, en
el fondo de sí mismo, en su fe, escucha decir a Dios que la vida "sin
Dios" es "nada", una "carrera hacia la mentira", una
vida engañosa. La verdadera felicidad no está en la abundancia de bienes
materiales, sino en "la intimidad con Dios": "alza sobre
nosotros la lumbrc de tu rostro... Diste a mi corazón
más alegría que cuando abundan el trigo y d vino".
"Tú que en el aprieto me diste anchura"
(v. 2).
La impresión
de estar perdido. Caminar por una estrecha vereda entre dos precipicios. Por
una parte están los demás que se encargan de excavarme un abismo bajo los
pies., Mezquindad, incomprensión, orgullo. Un ambiente que me asfixia, me
desilusiona, me desgasta, me oprime. Los intentos de hacerme entender, de
elevarme sobre mares de miedo, de rebelarme contra la gigantesca comedia
general, son anulados por la desconfianza y la indiferencia. Las fuerzas de los
distintos fariseísmos, de la pereza, de los privilegios, de la defensa del statu
quo, se alían para quitarme terreno, excavar abismos de sospechas y envenenar
el aire de prejuicios.
Por otra parte
me encuentro frente a mi vacío, mis cansancios y mis innumerables desilusiones.
Voy por una vereda entre dos precipicios. De repente me empieza a doler la
cabeza, siento vértigo, las piernas me tiemblan, el sendero se hace cada vez
más estrecho, como un hilo, me falta tierra para pisar. Ante mi grito
desesperado alguien me coge por la espalda, me empuja y me precipita... en la
anchura. En una zona de serenidad, con vastos horizontes, abiertos a las más
audaces exploraciones. Lejos de todas las pequeñeces e intentos de servilismo.
Dios es el que
me da anchura.
"Hay muchos que dicen: «¿Quién nos hará ver
la dicha?" (v. 7).
Esta exigencia
ya no se puede eludir. Se trata de «ver algo». Las palabras deben dejar el
puesto a los hechos. El cristianismo «de boca» debe dar paso a un cristianismo
«de compromiso», de hechos. Después podremos continuar hablando. O quizá no
será necesario ni hablar. Nos explicaremos perfectamente de este modo.
Nos hemos
creído que bastaban las declaraciones precisas, las tomas de posición teóricas,
los programas, las instancias, los «exámenes profundos» de la situación, los
buenos sentimientos, la indignación, la comprensión. Pero la gente espera otra
cosa. Espera la realización práctica de nuestras palabras.
"En paz me acuesto y enseguida me duermo
porque tú sólo, Señor, me haces vivir tranquilo" (v. 9).
Termina el día
con todo su bullicio, su aburrimiento, los riesgos, las desilusiones, las
pesadillas, las preocupaciones. He sido capaz de encontrar un sitio donde
reposar mi cabeza. «En ti reposaré mi cabeza y dormiré» (P. Claudel).
No conoceré ya la inquietud ni la desesperación porque todas las demás cosas
han perdido su poder de seducción sobre mí. Marcada con el sello de su rostro
he encontrado la unidad de mi vida e incluso el sueño puede convertirse en un
«sacrificio legítimo» (v. 6).
Porque tú
sólo, Señor, me haces vivir tranquilo (v. 9).
No dice «me
das un poco de seguridad», sino algo con mucha más fuerza: «me haces vivir tranquilo». Y nadie más
me moverá. Incluso si perturbo la paz pública con mi grito.
La segunda lectura de la primera carta de San Juan
(1 Jn 2, 1-5a) , está dentro del contexto general que
es desenmascarar a unos herejes a los que llama anticristos 2, 19; pseudoprofetas 4, 1. Estos defendían falsas doctrinas sobre
la persona de Cristo y sobre la redención. De su doctrina hacían aplicaciones
morales contrarias a la enseñanza de los apóstoles. Negaban la posibilidad de
pecar y defendían que no tenían necesidad de ser redimidos por la sangre de
Cristo. No se sentían ligados a los mandamientos pero creían estar en comunión
con Dios. No se preocupaban de su manera de actuar porque ninguna acción, del que
está unido y en comunión con Dios, puede ser pecado.
El autor
afirma la posibilidad del pecado y contra los herejes enseña que la fe en Dios
y la observancia de los mandamientos son dos realidades que no se pueden
separar, que la realidad del pecado es cierta pero que en la vida del cristiano
el perdón del pecado está siempre al alcance de todos. Su conclusión es que ni
la afirmación de los herejes ni la facilidad del perdón han de dar una falsa
seguridad. Dios perdona en virtud de la intercesión de Cristo que es víctima de
propiciación por nuestros pecados.
Contra las
"frases" de los falsos maestros, Juan establece el único criterio
válido para discernir entre el verdadero y el falso conocimiento de Dios. Sólo
conoce a Dios el que hace lo que Dios manda. Pues conocer a Dios es para Juan
siempre "reconocer" a Dios, esto es, tenerlo en consideración y
aceptarlo prácticamente como el que es. Es una afirmación característica de
Juan ésta de que sólo se conoce la verdad cuando se hace. En consecuencia,
conocer a Dios es imposible sin cumplir los mandamientos de Dios (cfr. 3, 22 y
24; Jn 14, 15 y 23; 15, 10).
Aplicando el
criterio anterior a los falsos maestros que dicen y no practican, se descubre
que son unos mentirosos. La "mentira" es para Juan una oposición, a
ciencia y conciencia, a la verdad, y la Verdad es Cristo. Los que se oponen a
la Verdad no la conocen, pues no está en ellos, sino contra ellos. Por más que
digan que conocen a Cristo, a la Verdad, si no cumplen lo que Cristo dice,
están ciegos y caminan en las tinieblas. Su pretensión es el peor de los
pecados, es obstinación y ceguera, es tinieblas e incredulidad. Pues no hay
ortodoxia sin ortopraxis, y nadie está en la verdad
si no hace la verdad.
Hay que estar
siempre en guardia contra el pecado para no ser excluido de la comunión con
Dios pero se puede vivir en paz porque hay un intercesor ante el Padre en caso
de pecar.
El criterio
para saber si el conocimiento que tienen de Dios es verdadero o falso es la
observancia de los mandamientos. Cumplir la palabra (v. 5) puede ser una
alusión a la Palabra=Cristo.
Quien sigue a
Cristo tiene el auténtico amor de Dios.
Así comenta
San Agustín este texto: " Hijos míos, os escribo estas cosas para que
no pequéis. Pero quizá se cuela el
pecado en la vida humana. ¿Qué hacer? ¿Dejar paso a la desesperación? Escucha: Si alguien peca -dice- tenemos un abogado ante el Padre, a
Jesucristo el Justo; él es propiciador por nuestros pecados. Él es
nuestro abogado. Pon empeño en no pecar; mas si la flaqueza de tu espíritu te indujo
al pecado, ponte en guardia al instante, desapruébalo, condénalo enseguida; una
vez que le hayas condenado, podrás acercarte seguro al juez. Allí tienes tu
abogado; no temas perder la causa de tu confesión. Si a veces se confía el
hombre en esta vida a una lengua elocuente, y así evita el perecer, ¿vas a
perecer tú, si te confías a la Palabra? Grita: Tenemos un abogado ante el Padre.
Contemplad al mismo Juan revestido de humildad. No
cabe duda de que era un hombre justo y excelso, que libaba los secretos de los
misterios en el pecho del Señor; él, en efecto, es quien bebiendo del pecho del
Señor, eructó la divinidad: En el
principio existía la Palabra y la Palabra estaba en Dios (Jn 1,1). Tan
gran varón no dijo: «Tenéis un abogado ante el Padre», sino: Si alguien peca, tenemos un abogado. No
dijo: «Tenéis», ni «me tenéis», ni «tenéis a Cristo», sino que presentó a
Cristo, no a sí mismo; dijo: «Tenemos», no: «Tenéis». Prefirió contarse en el
número de los pecadores para tener por abogado a Cristo, antes que constituirse
personalmente como abogado en lugar de él y hallarse entre los soberbios
merecedores de condenación. Hermanos, es a Jesucristo, el Justo, a quien
tenemos por abogado ante el Padre; él es propiación
por nuestros pecados. Quien retiene esto, no es hereje; quien lo defiende, no
es cismático. ¿De dónde se originan los cismas? De decir los hombres: «Somos
justos»; de afirmar: «Nosotros santificamos a los impuros, justificamos a los
impíos, nosotros pedimos y nosotros alcanzamos lo pedido». Pero ¿qué dijo Juan?
Si alguien peca, tenemos un abogado
ante el Padre, a Jesucristo, el Justo.
Entonces dirá alguien: « ¿Luego los santos no
interceden por nosotros? ¿No piden por el pueblo los obispos y prelados?
Atended a la Escritura y veréis que ellos mismos se encomiendan al pueblo. El
Apóstol dice a los fieles: Orad
unánimes, orad por mí (Col 4,3). Ora el pueblo por el Apóstol y ora el
Apóstol por el pueblo. Rogamos por vosotros, hermanos; rogad vosotros por mí.
Rueguen los miembros unos por otros, interceda por todos la Cabeza. Por lo
tanto, no es de admirar lo que sigue, y que al mismo tiempo tapa la boca a los
que dividen la Iglesia de Dios. El que dijo: Tenemos por abogado a Jesucristo, el Justo, que es propiciación por
nuestros pecados puso su mirada en los que habían de apartarse de él y
decir: He aquí al Cristo, hele aquí (Mt
24,23), con la intención de mostrar que quien compró el mundo entero y posee
todo lo creado se halla sólo en una parte. Por eso añadió a continuación: No sólo por los nuestros sino por los de
todo el mundo."
( San Agustín. Comentario a la I Carta de San Juan 1,7-8.).
El evangelio o de hoy de San Lucas (Lc. 23, 35-48) nos recuerda el núcleo de la fe y predicación
cristiana:
"Así estaba escrito: el Mesías
padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se
predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos,
comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto".
Este
mensaje es la continuación de la
aparición a los discípulos de Emaús y las dudas correspondientes de los
discípulos, de las cuales nosotros no estamos exentos.
El texto parte
de una situación idéntica a la del domingo pasado en Jn. 20, 19-31. Caída de la
tarde del domingo, discípulos reunidos en un local de Jerusalén, llegada
inesperada de Jesús. Lo mismo que a Juan, tampoco a Lucas le interesan el cómo
y el modo de esta llegada. Lo importante es el hecho: Jesús está ahí,
expresando deseos de paz. Es ahora, en el tratamiento del hecho, cuando
comienzan las diferencias entre Lucas y Juan. Y es precisamente este diverso
tratamiento de un mismo hecho lo que da la medida exacta de la diversidad de
problemática, intereses y objetivos existentes en ambos evangelistas, lo cual
equivale a decir que nos hallamos ante autores y obras diferentes.
Como había
desaparecido repentinamente de la vista de los discípulos de Emaús, también
ahora se presenta Jesús repentinamente en medio de los once y de los que están
con ellos.
Jesús no está
ya sometido a las leyes del espacio y del movimiento en el espacio. El modo de
existir del resucitado no es ya el modo de existir del Jesús terrestre. La
aparición repentina, inesperada e inexplicable del Resucitado causa miedo y
terror.
La
resurrección de Jesús y su aparición en figura corporal es cosa que sobrepasa
la capacidad de comprensión humana. Ni siquiera viendo y oyendo su saludo de
paz logran los discípulos convencerse de que es él.
San Lucas no
habla de miedo al exterior como hace Juan, sino de miedo ante la presencia de
Jesús. A San Lucas le interesa la problemática de identidad del Resucitado.
¿Quién es el Resucitado? ¿Es el mismo Jesús de antes de morir? ¿Resucitado y
Jesús son la misma persona? Desde el prólogo de su Evangelio sabemos que LC. es
un escritor crítico. El dice que al escribir su evangelio buscó testigos
oculares de las cosas ocurridas, que investigó cuidadosamente los hechos, que
precisa trasmitir la solidez de lo recibido". En la segunda de sus obras,
Hechos de los Apóstoles, la condición indispensable para cubrir la vacante de Judas
dentro de los doce es el haber convivido con Jesús desde el principio, hasta el
final, es decir, el haber sido testigo ocular de su vida.
Sólo bajo esta
condición se puede ser testigo de la resurrección de Jesús, es decir, se puede
garantizar críticamente que Resucitado y Jesús son la misma persona.(Hech 1,
21-22).
Si Lucas hace
hincapié en los once (doce en los Hechos) es porque sólo ellos cumplen esta
condición y son, por lo tanto, los únicos que ofrecen la garantía crítica
incuestionable para poder creer que el Resucitado y Jesús son la misma persona.
Gracias a ellos, podemos hoy, veinte siglos después, creer tranquilos. A Lucas,
el autor que se planteó y abordó esta problemática, debemos la certeza
inconmovible de nuestra fe en el Resucitado. Con su tratamiento del problema,
Lucas echó la base sobre la que se apoya nuestra fe. Los discípulos ven la
aparición, pero la interpretan como la de un espíritu sin cuerpo, como un
fantasma. Una aparición puede constituir un fenómeno psicológico y por eso necesita
el evangelista resaltar la corporalidad del Jesús aparecido y la realidad
física de su encuentro con los apóstoles. Por eso les deja que palpen su carne
y por eso come con ellos.
La predicación
de la primera comunidad cristiana aludía a estas comidas con el Resucitado
precisamente para alejar el peligro de volatizar el cuerpo de Jesús y dejarlo
reducido a algo puramente espiritual. "A éste, Dios le resucitó al tercer
día y le concedió la gracia de aparecerse, no a todo el pueblo, sino a los testigos
que Dios había escogido de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con el
después que resucitó de entre los muertos" (Hch/10,40-41),
predica Pedro en casa de Cornelio.
"Entonces les abrió el entendimiento para
comprender las escrituras". Este es el don pascual que Jesús hace en
el relato de ayer a los discípulos de Emaús; hoy, a los doce reunidos".
En el texto San Lucas comenta la llegada de Jesús destacando
lo siguiente: Llenos de miedo por la sorpresa, los once y sus acompañantes
creían ver un fantasma. A diferencia de Juan, Lucas distingue entre los once y
el resto de los discípulos. Lucas hace hincapié en los once (cfr. Lc. 24, 33).
Por otra parte, Lucas no habla de miedo al exterior como hacía Juan, sino de
miedo ante la presencia de Jesús. A Lucas, pues, le interesa la problemática de
identidad del Resucitado. ¿Quién es el Resucitado? ¿Es el mismo Jesús de antes
de morir? ¿Resucitado y Jesús son la misma persona? Desde el prólogo de su
evangelio sabemos que Lucas es un escritor crítico. Vale la pena leer ahora Lc.
1, 1-4, que por razones de espacio no transcribo. Allí se habla de testigos
oculares, de investigación cuidadosa, de solidez de lo recibido. En la segunda
de sus obras, Hechos de los Apóstoles, la condición indispensable para cubrir
la vacante de Judas dentro de los doce es el haber convivido con Jesús desde el
principio hasta el final, es decir, el haber sido testigo ocular de su vida.
Sólo bajo esta condición se puede ser testigo de la resurrección de Jesús, es
decir, se puede garantizar críticamente que Resucitado y Jesús son la misma
persona (cfr. Hech. 1, 21-22).Si Lucas hace hincapié en los once (doce en
Hechos) es porque sólo ellos cumplen esta condición y son, por lo tanto, los
únicos que ofrecen la garantía crítica incuestionable para poder creer que el
Resucitado y Jesús son la misma persona. Gracias a ellos podemos hoy, veinte
siglos después, creer tranquilos. A Lucas, el autor que se planteó y abordó
esta problemática, debemos la certeza inconmovible de nuestra fe en el
Resucitado. Con su tratamiento del problema, Lucas echó la base sobre la que se
apoya nuestra fe.
El texto de
hoy da todavía un paso más. "Todo lo
escrito acerca de mí tenía que cumplirse". Este "todo" queda
especificado un poco más adelante: pasión, resurrección, proclamación universal
de la conversión y del perdón de los pecados. A la problemática de identidad
Resucitado-Jesús, Lucas añade ahora la problemática hermenéutica. ¿Cómo leer el
Antiguo Testamento? El "tener-que" no es del orden de la predeterminación
mental ni de la necesidad física. Es del orden de la captación y de la
profundización en el sentido de los acontecimientos y de la historia. Lucas
introduce un sentido de finalidad en la historia.
Y esta
finalidad la formula con la expresión "tener
que". Toda la historia anterior al resucitado la concibe como un
proceso que culmina en este Resucitado y a partir de El
se expande al mundo entero (no sólo a los judíos) en términos de novedad
(conversión) y de gracia (perdón de los pecados).
El relato
marca pues, lo especifico del tiempo pascual.
Para nuestra vida
Hoy las lecturas nos ayudan a centramos en Cristo
muerto y resucitado. Los textos bíblicos y litúrgicos nos hablan de Él. Esto
nos ayuda a tomar conciencia de los frutos de conversión santificadora que en nuestras
vidas debió producir la Cuaresma. Esto es lo que nos ayuda a vivir la vida del
Resucitado, una vida nueva de constante renovación espiritual. Esto no deben
experimentarlo solamente los recién bautizados, sino también todos los demás,
porque la renovación pascual ha de revivir en todos nosotros la responsabilidad
de elegidos en Cristo y para Cristo por la santidad pascual.
La
resurrección de Jesús no es una vuelta a su vida anterior para volver de nuevo
a morir un día de manera ya definitiva. No es una simple reanimación de su
cadáver, como pudo ser el caso de Lázaro. Jesús no regresa a esta vida, sino
que entra en la Vida definitiva de Dios. Por eso, los primeros predicadores
dicen que Jesús ha sido "exaltado" por Dios (Hech. 2, 33), y los
relatos evangélicos presentan a Jesús viviendo ya una vida que no es la
nuestra.
Los cristianos
no han entendido nunca la resurrección de Jesús como una supervivencia
misteriosa de su alma inmortal. Jesús resucitado no es "un alma
inmortal" ni un fantasma. Es un hombre completo, vivo, concreto, que ha
sido liberado de la muerte con todo lo que constituye su personalidad. Para los
primeros creyentes, a este Jesús resucitado que ha alcanzado ahora toda la
plenitud de la vida no le puede faltar cuerpo.
Los primeros
cristianos no describen nunca la resurrección de Jesús como una operación
prodigiosa en la que el cuerpo y el alma de Jesús han vuelto a unirse para
siempre. Su atención se centra en el gesto creador de Dios que ha levantado al
muerto Jesús a la vida. La resurrección de Jesús no es un nuevo prodigio, sino
una intervención creadora de Dios. La resurrección es algo que le ha sucedido a
Jesús y no a los discípulos. Es algo que ha acontecido en el muerto Jesús y no
en la mente o en la imaginación de los discípulos. No es que "ha
resucitado" la fe de los discípulos a pesar de haber visto a Jesús muerto
en la cruz. El que ha resucitado es Jesús mismo. No es que Jesús permanece
ahora vivo en el recuerdo de los suyos. Es que Jesús realmente ha sido liberado
de la muerte y ha alcanzado la vida definitiva de Dios.
A los primeros
cristianos no les gusta decir: "Jesús ha resucitado." Prefieren
emplear otra expresión: "Jesús ha sido resucitado por Dios" (Hech. 2,
24; 3, 15...) Para ellos, la resurrección es una actuación del Padre que con su
fuerza creadora y poderosa ha levantado al muerto Jesús a la Vida definitiva y
plena de Dios. Para decirlo de alguna manera, Dios le espera a Jesús al otro
lado de la muerte para liberarlo de la destrucción, vivificarlo con la fuerza
creadora, levantarlo de entre los muertos e introducirlo en la vida
indestructible de Dios.
En la primera lectura Pedro que
acaba de curar al paralítico que estaba pidiendo limosna a la entrada
del Templo, dirige unas palabras a los que han presenciado
este hecho.
La fe en Jesús resucitado tiene que ser testimoniada siempre con los hechos y,
cuando sea oportuno, con la palabra. El signo y la palabra van siempre
inseparablemente unidos en la actividad misionera de los apóstoles. El milagro
ha sido realizado porque el enfermo tenía fe en el "nombre de Jesús".
Vemos un Pedro
fuerte y seguro en la fe." Matasteis al autor de la vida,
pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos". La fe
en la resurrección ha operado en Pedro un cambio radical: no sólo cree él en la
resurrección de Jesús, sino que lo predica, lleno de valor, a todo el pueblo
judío. Lo que Pedro busca ahora es ganarse la confianza de los judíos, para que
también ellos se conviertan y crean. Sabe, por propia experiencia, lo que es
negar a Jesús, pero también sabe lo que es arrepentirse de su pecado y
convertirse al Señor.
Anunciar los
hechos ocurridos es lo que quiere ahora
que hagan todos los que le escuchan y para conseguir esto trabaja y trabajará
durante toda su vida, hasta el mismo momento de su muerte. Esta es también la
misión de los cristianos de ahora y de siempre: buscar la conversión de los que
no creen en Jesús. Debemos hacerlo con convicción y con firmeza, pero, al mismo
tiempo, con amabilidad y cercanía. Sabiendo que siempre la gracia de Dios es
más fuerte y más eficaz que nuestras torpes palabras.
Con el Salmo 4 proclamamos: «Haz brillar
sobre nosotros el resplandor de tu rostro. Escúchame cuando te invoco, Dios
mío, tú que en el aprieto me diste anchura, ten piedad de mí y escucha mi
oración. Sabedlo: El Señor hizo milagros en mi favor, y el
Señor me escuchará cuando lo invoque. Hay muchos que dicen: “¿Quién nos hará
ver la dicha, si la luz de tu rostro ha huido de nosotros”. En paz me acuesto y
enseguida me duermo, porque Tú sólo, Señor, me haces vivir tranquilo».
La búsqueda de
la dicha, de la felicidad. la humanidad actual, igual que el hombre de todos
los tiempos, está ávido de felicidad, busca con ansia la dicha. Hay algo
profundamente melancólico en este problema: "¿Quién nos dará la
felicidad?".
Esta especie
de pesimismo cunde en nuestras civilizaciones occidentales, pese a apariencias
contrarias. La "sociedad de consumo" produce una especie de
desencanto. Bien pagado, bien alimentado, bien instruido, bien abrigado, bien
alojado... El hombre sigue preguntando: "¿Quién nos dará la
felicidad?". ¡Qué valiosa es la profesión de fe del salmista, que se
atreve simplemente a afirmar que él es feliz, que es más feliz que todos
aquellos que superabundan en bienes materiales! "¡Diste a mi corazón más
alegría que cuando abundan el trigo y el vino!".
Engañarse de
felicidad: la "carrera hacia la mentira". Los bienes terrenos son
necesarios. Pero quien va al extremo se engaña sobre la felicidad. Estamos
seguros de una cosa: ¡que esos bienes son frágiles, fútiles, engañosos,
decepcionantes! El autor de este salmo opone un rechazo total a la ambición que
llevamos dentro hacia esos bienes engañosos. Estigmatiza esta búsqueda
desenfrenada de la "carrera hacia la mentira, el amor de la nada":
corréis hacia el "vacío" cuando os dejáis absorber por los
negocios... Os equivocáis sobre la verdadera felicidad. "No sólo de pan
vive el hombre" (Mateo 4,4). La invitación tanto de Jesús como del salmo,
es no tanto de reducir nuestros deseos, cuanto de colocarlos más alto.
Para un
verdadero sueño reparador. La fórmula del salmista es pintoresca y de una
elocuencia nada banal. "En paz me acuesto y me duermo"... ¡Hace de
este equilibrio un signo de su "fe"! No está turbado, no está tenso,
aun en medio de sus cuidados... Su secreto, es poner su confianza en Dios.
Confiesa que se duerme tranquilo y que se despierta bien dispuesto, la mañana
siguiente, pasada una buena noche: "me acuesto, me duermo, luego me
despierto; el Señor me protege, no temo a los muchos millares que en derredor
mío acampan contra mí" (Salmo 3,6), cantaba el salmo anterior, casi con
las mismas palabras. Jesús, era alguien que sabía dormir, aun en medio de las
fuertes tempestades, y decía que Dios cuida del trigo que crece aun cuando el
agricultor duerma (Marcos 4,27).
Este salmo es
tradicionalmente utilizado como oración de Completas. Es una bella oración
vespertina. Decir a Dios que El es nuestro "único necesario". Hacer
"silencio" haciendo callar las preocupaciones. ("Yo os digo, no
os inquietéis", decía Jesús a sus discípulos. Lucas 12,22). Promover en
nosotros mismos los valores de "paz", de "tranquilidad", de
"felicidad". Luego entregarnos al sueño confiando que la acción
misteriosa de Dios continúa en nosotros mientras dormimos. Tener
"confianza" en Dios (la palabra se repite dos veces en el salmo) y
sepultarse en esta muerte aparente que es el sueño, con la certeza del
"despertar".
Reflexionemos
en lo secreto, hagamos silencio, no pequemos más. Al caer la tarde, es hora del
balance, de la "revisión de vida". Han ocurrido quizá cosas
desagradables o malas en esta jornada. Es el momento de "reflexionar"
en ellas, y de "convertirse". Señor, rectifica en nuestra vida lo que
no corresponde a tu amor. Perdona nuestros pecados.
La segunda lectura de la carta de san Juan, continua el mensaje del domingo anterior, se
nos proclama la invitación inexcusable al
amor.
"Quien dice: “yo le conozco” y no guarda sus mandamientos es un mentiroso
y la verdad no está en él.
Predicar a los demás el amor, la humildad, la pobreza evangélica, la
justicia, la paz… y comportarnos de manera distinta a lo que predicamos, es la
mejor manera de desprestigiar la fe en la que decimos creer. Cada uno de
nosotros, y nuestra Iglesia en general, deberá tener esto siempre en cuenta:
ser nosotros los primeros en cumplir lo que predicamos..La Fe cristiana es
comunión con Dios y con los hermanos y la comunión se expresa sensorialmente
mediante la comunicación. Los hombres, cada hombre, cada cristiano, no es una isla
incomunicada, protegida y solitaria.
San Juan lo
tiene muy claro: las palabras que no se traducen en obras, son palabras
estériles. Decir que amamos a Dios y no intentar cumplir la voluntad de Dios es
decir una mentira. El mandamiento de Cristo es el amor a Dios y al prójimo: “en
esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros”.
Los cristianos debemos ser testigos del amor de Dios, no solo evangelizadores.
La gente nos creerá si ven que nosotros somos los primeros en practicar lo que
predicamos.
El evangelio nos sitúa en la continuación del
encuentro de Emaús.
El texto de
Lucas que se ha proclamado hoy es como un resumen de las apariciones al hacer
referencia, primero, al episodio de los que caminaban hacia Emaús y luego describir
su presencia en medio de los discípulos en el cenáculo. Hay en todos los
relatos características comunes de ese nuevo aspecto físico de Jesús: no se le
conoce en el primer momento. A veces su aspecto produce inquietud o alarma.
Incluso, el mismo Jesús resucitado reprocha a los discípulos que tengan esas
dudas interiores. Y al pedirles de comer –y comerse el pescado asado—pues
demostraba que no era un fantasma, ni siquiera un “espíritu puro”: lo contrario
de un cuerpo humano, según algunos.
Los discípulos de Emaús, le reconocieron y
volvieron a Jerusalén a contárselo a todos. Reconocieron que "era verdad,
ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón". Después del encuentro
del con aquellos discípulos que decepcionados, huían de Jerusalén, camino de
Emaús, que nos cuenta Lucas, la narración continúa diciéndonos que presurosos
ellos, volvieron a la capital para encontrarse con los demás. Los dos
caminantes no quieren quedarse el gozo de su experiencia para sí y los suyos
exclusivamente. Los de Emaús son, pues, los primeros misioneros de entre los
seguidores del Maestro. María, la de Mágdala, la
apóstol de los apóstoles.
Como los de
Emaús, cierta parte de nuestra sociedad, - nosotros mismos bastantes veces- nos
encontramos agobiados y decepcionados. Los discípulos de Emaús estaban un poco
de aquella manera; se encontraban cabizbajos y desconcertados. Vuelven
desazonados y sin muchas perspectivas de una experiencia idílica con Jesús
hacia una “nada” que les hace sentir su fragilidad, orfandad y desesperanza.
Surge una
pregunta: ¿Dónde está el Señor? ¿Ya le dejamos avanzar y transitar a nuestro
lado? ¿No estaremos dibujando un mundo a nuestra medida sin trazo alguno de su
resurrección? ¿Se dirige nuestro mundo hacia un bienestar permanente y duradero
o sólo a corto plazo? Regresamos
decepcionados de muchas realidades de nuestra vida, incluso de nuestra vida de
fe. No llegamos a lo que el Señor espera de nosotros.
Necesitamos
volver hacia el encuentro con el Señor. No para que nos resuelva de un plumazo
nuestras dudas o inquietudes. En principio es necesario regresar de la
desesperanza. Cristo salió fiador por nosotros, por nuestra salvación, por
nuestra felicidad eterna y seguimos huyendo cabizbajos concluyendo que, el
Señor, se ha desentendido de nosotros. Así recorremos los caminos de la vida,
según nuestros proyectos, olvidando demasiadas veces la voluntad de Dios. Que
seamos capaces de reconocer al Señor allá donde nos encontremos. No olvidemos
que sólo quien vive con la percepción de que el Señor nos acompaña es capaza de
vivirlo intensamente.
Jesús se hace
presente en medio de sus discípulos y les invita "a comprender" las
Escrituras y así entenderán su Pascua, su muerte y resurrección gloriosas.
Todas las comunidades cristianas de todos los tiempos hemos de
"comprender" las Escrituras con amor y con fe, y así experimentaremos
la presencia real de Jesucristo resucitado que nos abre la mente y el corazón
con la fuerza de su Espíritu, y podremos ser testigos delante de todos los
pueblos.
La Palabra de
Dios nos lleva al sacramento. Sin la Palabra no sabríamos nada de Dios, los
signos y gestos sacramentales no tendrían ningún sentido. Por eso la reforma
litúrgica del concilio Vaticano II en todas las celebraciones de los
sacramentos manda que se lea y proclame alguna o algunas lecturas de la Palabra
de Dios. La Palabra de Dios anuncia aquello que el sacramento realiza. Por eso
en la Eucaristía, en la Misa, la mesa de la Palabra de Dios y la mesa de la
Eucaristía, las dos partes de que consta, están "tan íntimamente unidas
que forman un sólo acto de culto" (SC 56).
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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