Comentario a las lecturas del Domingo de Pentecostés 4 de junio de 2017
Este domingo celebramos Pentecostés. Pentecostés
en griego significa 50, que en el simbolismo de los números bíblicos significa
la perfección, plenitud, cumplimiento. San Lucas nos describe cinco
"pentecostés", venidas del Espíritu Santo en diferentes momentos de
la vida de la comunidad cristiana, para mostrarnos que siempre que viene el
Espíritu es Pentecostés. No fue un solo y aislado Pentecostés.
El Espíritu que había descendido sobre
Jesús en el bautismo y le había llenado de su gozo al conocer la revelación del
misterio de Dios a los sencillos, ha manifestado su poder resucitándole de los
muertos y concediéndole tener parte en la vida y la gloria de Dios.
Con la fiesta de Pentecostés llega a
su término y a su culminación la solemne celebración, por la Iglesia, de la
cincuentena pascual. Después de haber celebrado a lo largo de estos 50 días la
victoria de Jesús sobre la muerte, su manifestación a los discípulos y su
exaltación a la derecha del Padre, hoy la contemplación y la alabanza de la
Iglesia destaca la presencia del Espíritu de Dios y la entrega por el
Resucitado de su Espíritu a los suyos para hacerles participar de su misma vida
y constituir con ellos el nuevo Pueblo de Dios.
La primera lectura nos habla de
la venida del Espíritu Santo. Entre los judíos la fiesta de Pentecostés se celebraba
cincuenta días después de la Pascua, y en ella se conmemoraba la "fiesta
de la cosecha y de la renovación de la Alianza"(Ex 23, 16).
Pentecostés viene a ser una
segunda creación.
La segunda lectura centra
nuestra atención en la múltiple acción del Espíritu Santo que se expande en
carismas, ministerios y servicios.
Para san Pablo los auténticos
carismas son un signo de la presencia del Espíritu.
La variedad de ministerios y de
carismas y la unidad de la Iglesia con considerados por él como frutos de la
acción del Espíritu Santo.
En la tercera lectura se
describe una de las apariciones de Jesús. En ella transmite a los discípulos el
gozo y la paz , la misión que él había recibido del
Padre y el don del Espíritu Santo. Y este don del Espíritu está en relación con
el poder de perdonar los pecados. De ese modo el sacramento de la penitencia
aparece como fruto del triunfo de Cristo resucitado sobre el pecado y el mal.
La primera lectura es del del libro de los hechos de los apóstoles (2, 1-11) en ella se hace una descripción de la venida del Espíritu Santo que se sirve
de imágenes escatológicas (viento, fuego) que ya empleaba el Antiguo Testamento
para describir la irrupción de Dios.
“Vieron
aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de
cada uno. Se llenaron todos del Espíritu Santo”. Hasta el
momento de la recepción del Espíritu Santo, los apóstoles y discípulos de Jesús
eran unas personas bastante desconcertadas, miedosas, sin influencia en la
sociedad en la que vivían.
El viento ayuda a renacer, a dar vida,
todo lo vuelve nuevo. El fuego purifica, da autenticidad y repara lo que está
torcido. Dejemos que el Espíritu renueve nuestros corazones, encienda su luz en
nosotros, que penetre en nuestra alma y sea nuestro consuelo, que nos
enriquezca y llene nuestro vacío, que nos envíe su aliento para vencer el
pecado.
En esa descripción que hacen los
Hechos se presenta la inauguración de una Alianza nueva, y se promulga la ley
del Espíritu.
Hay frecuentes alusiones a la
alianza y a la asamblea del Sinaí. Pentecostés se presenta como la inauguración
de la nueva alianza entre Dios y su pueblo reunido en asamblea.
La fiesta judía de Pentecostés
celebraba también el don de la Ley recibida en el Sinaí cincuenta días después
de la Pascua. Ahora cincuenta días después de la muerte de Cristo y de su
resurrección se derrama el Espíritu sobre los apóstoles. El primer elemento de
esta escena es el viento que en la tradición bíblica indicaba la presencia y la
acción de Dios y era símbolo del Espíritu de Dios y lo asume Jesús en Jn 3. 5-8.
Pentecostés se presenta, pues,
a los primeros cristianos como la inauguración de la alianza nueva y la
promulgación de una ley que ya no está grabada en la piedra, sino en el
Espíritu y la libertad (v. 4). Esta convicción ha contribuido, sin duda, a la
redacción imaginativa del descendimiento del Espíritu. Lo esencial, sin
embargo, se encuentra más allá de las imágenes: Dios no da sólo una ley, sino
también su propio Espíritu.
El v. 4, que anuncia el don del
Espíritu, sirve de transición entre las dos partes del relato. Después de haber
descrito el descendimiento del Espíritu (vv. 1-3), San Lucas pasa a describir
los efectos del carisma de la glosolalia (vv. 5-11). Pero, ¿en qué consistía
ese "hablar en lenguas"?, ¿se trataba de sonidos sin sentido para el
oído humano, o de varias lenguas que se hablaban simultáneamente? Este carisma
se produjo repetidas veces en las comunidades primitivas: en Corinto, en Cesarea y en Efeso. Todos estos
testimonios hacen de este fenómeno, por oposición a la profecía, un carisma que
sirve más para alabar a Dios que para instruir a la asamblea (
v. 11). Se trata, pues, de un "hablar a Dios" que puede sonar
de modo extraño a los no iniciados (vv. 12-13) y que sería una lengua extática
ininteligible, manifestación que es interpretada como prenda de la futura
espiritualización del hombre.
Esta glosolalia toma en la
pluma de Lucas un matiz personal. El evangelista convierte el fenómeno de
"hablar a Dios" extático en un "hablar a los hombres" en
varias lenguas. Los vv. 4 y 6, que nos dan esta interpretación, muestran un vocabulario
típicamente lucano. Habría que distinguir, por tanto, más allá del relato del
acontecimiento, una interpretación universalista que Lucas pretende dar de él.
El fenómeno puede ser la
glosolalia. Los apóstoles empiezan a expresarse al modo de los antiguos
profetas (Nm 11. 25-29). Hablan en estado extático
como en Hch 10. 46. Puede también referirse a la
capacidad que el Espíritu comunica a la comunidad de entenderse, de formar
comunidad, a pesar de las diferencias personales.
La mención de la
"multitud" (v. 6: plêthos) es una alusión a
la promesa que Dios hizo a Abraham de hacerlo un día padre de una
"multitud" (plêthos) de naciones. Según una
tradición judía la voz de Dios en el Sinaí la oyeron todos los pueblos de la
tierra. También ahora todos los pueblos son testigos de la acción del Espíritu
en Pentecostés. La enumeración que nos ofrece simboliza la totalidad del mundo
habitado y la universalidad del mensaje.
El poder de Dios manifestado en la
general convocatoria "de judíos de todas las naciones de la tierra",
que a la vez anuncian el universo al que tiene que llegar el evangelio, por eso
se dice que proceden de más de doce regiones distintas: partos, medos,
elamitas, habitantes de Mesopotamia, de Judea, Capadocia, del Ponto, de Asia,
de Frigia, de Panfilia, de Egipto, de Libia, de Roma,
cretenses y árabes.
El responsorial es el Salmo (Sal 103, 1ab y
24ac. 29bc-30. 31 y 34 ). Este salmo es, uno de
los salmos más antiguos que contiene el libro de los salmos. El salmo canta la
grandeza de Dios en las obras maravillosas de la creación.
Es un himno celebrativo que
brota de un corazón ardiente de fe que sabe reconocer la presencia del creador
en la naturaleza y su providencia en la asistencia que presta a las diferentes
criaturas.
El himno es una glorificación
de las obras del Dios-sol en el que destaca su carácter exclusivo, su acción
creadora y providencial es universal: crea y diversifica las razas y las
lenguas, da vida a todos los países con su luz y con el agua del Nilo y de las
lluvias de las montañas. El faraón es el hijo de la divinidad. Dios es
trascendente, a pesar de que está presente en toda la creación, no obstante continúa
siendo misterioso incluso para sus propios fieles.
Hallamos parecidos entre el
himno de Atón y el salmo 103: la mención de los
leones y las fieras, el ritmo diario del trabajo humano, el río y las lluvias
de los montes, la acción providente de Dios que alimenta a sus criaturas...
En la época de la composición
de este himno, había una rica relación diplomática y cultural entre la capital
egipcia en El-Amarna y las poblaciones cananeas, como
lo evidencia la rica correspondencia conservada en el archivo real. Es, por
tanto, verosímil, pensar que el himno pasó del valle del Nilo a Canaán y allí,
en el transcurso de los siglos, acabó formando parte de la cultura popular que
asimilaron los israelitas.
Años más tarde, un fiel yahvista, quiso componer un himno de alabanza a Dios por la
creación, y tomó frases literarias de otras composiciones anteriores, herederas
lejanas del himno egipcio.
La invitación introductoria,
"Bendice, alma mia, al Señor", la hallamos
también en el salmo 102 que nos habla de Dios como un padre misericordioso para
con sus hijos. La bendición que el hombre dirige a Dios es un humilde
reconocimiento de su bondad y un vivo agradecimiento por la acción de esta
bondad hacia el salmista y el mundo que le rodea.
La segunda lectura es de la primera carta del
apóstol san Pablo a los corintios ( Cor
12, 3b-7. 12-13). La comunidad de Corinto pasa por la tentación del
sincretismo: el mundo pagano pretende obtener un "conocimiento" de
Dios por medio de trances y de fenómenos extáticos. Pero, como hemos visto en
la lectura anterior (Act 2, 1-11), las comunidades
cristianas gozan también de ciertos carismas. De ahí el peligro de confundir el
conocimiento de Dios por la fe con los signos que lo acompañan.
En los vv. 1-3, Pablo define el
criterio para distinguir los verdaderos carismas de los falsos: la fe del
beneficiario, puesto que un carisma auténtico deberá contribuir siempre a
reforzar la profesión de fe en el Señor Jesucristo (v.3).
El segundo criterio de juicio
se verifica en la colaboración de los carismas más diversos al único designio
de Dios (vv. 4-6). El politeísmo pagano ostentaba carismas muy variados
concedidos por dioses diferentes. En la Iglesia, por el contrario, todo se
unifica en la vida trinitaria, ya se trate de gracias particulares, de
funciones comunitarias o de prodigios maravillosos.
Puesto que un único Dios es la
fuente de los carismas, no puede haber oposición entre ellos, del mismo modo
que no puede haber competencia entre los beneficiarios. Si existe alguna
oposición entre ellos, quiere decir que no provienen del Dios trinitario.
El tercer criterio para
discernir los carismas: su mayor o menor capacidad de servir al bien común (v.
7) y a la unidad del cuerpo (vv. 12-13). Los carismas se distribuyen con vistas
al bien común: todo cuanto aprovecha sólo a una persona, o no tiene repercusión
en la asamblea, habrá que excluirlo de la comunidad, como, por ejemplo, las
escenas de éxtasis o embriaguez. Los carismas, además, deben servir para el
crecimiento y la vitalidad del cuerpo. Del mismo modo que este aúna a los
miembros más diversos, la Iglesia aúna todas las funciones que en ella se
realizan, en la unidad del Espíritu que la anima (versículos 12-13).
La
secuencia que leemos hoy canta en estilo grandioso, la alegría de
la Iglesia y todo lo que el mundo debe al Espíritu Santo. Porque la actividad
del Espíritu no ha cesado. Pentecostés fue, sin duda, un momento cumbre en el
que el Espíritu aseguró su liberalidad, pero, como subrayaba san León, el
Espíritu había actuado ya antes de Pentecostés, no habiendo dejado de actuar
desde entonces.
El evangelio según san Juan 20, 19-23 nos presentan Pascua y Pentecostés unidas.
Los discípulos tienen miedo a
los judíos y se encierran a cal y canto en una casa. La expresión miedo a los
judíos es de carácter religioso, significa miedo a la exclusión de la sinagoga,
decisión esta que los guardianes de la Ley de Dios habían tomado contra todo el
que reconociera a Jesús como Mesías (ver Jn.9,22).
Excluidos de la comunidad creyente, los discípulos de Jesús eran un grupo sin
puesto y sin paz.
La presencia de Jesús cambia esta
situación de los discípulos. Es el Jesús de siempre, al que habían conocido,
con el que habían convivido y por el que habían optado. Jesús les devuelve
primero la paz de la que carecían por estar excluidos de la sinagoga. “En esto entró Jesús, se puso en
medio y les dijo: Paz a vosotros”. El saludo
pascual del resucitado es "¡Paz!"; su don es la alegría. Ambas cosas
son frutos del Espíritu Santo (cf. Gál 5,22); él es
el gran don pascual que encierra en sí todos los demás dones. La paz es el
primer mensaje que Jesús les da a sus discípulos cuando se les aparece. Paz
interior y paz exterior, paz dentro de nosotros mismos y paz con los demás. La
predicación del evangelio de Jesús debe hacerse siempre con valentía y con paz.
Somos enviados por Jesús, el príncipe de la paz. Procuremos que nuestra
predicación, de palabra y de obra, produzca siempre la paz y la alegría del
espíritu. Es una paz que perdona, que quiere salvar, antes que condenar. Y no
nos olvidemos de pedir, en esta fiesta del Espíritu, con las palabras de la
Secuencia: Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo… salva al que
busca salvarse y danos tu gozo eterno.
Allí permanecen hasta que la fuerza
del Espíritu, como un viento impetuoso, los eche a la calle y los disperse por
toda la tierra. ¿Y cómo salieron aquellos hombres, apocados y tímidos, al ser
impulsados por el Espíritu Santo? Dios que siempre se ha valido de proyectos
humildes, y de hechos pequeños para manifestar su grandeza, demuestra ahora sus
maravillas para decirnos lo que pueden hacer su Espíritu en personas dóciles,
aunque sean frágiles.
El mismo día en que Jesús
resucita, «el primer día de la semana», infunde sobre sus discípulos el
Espíritu Santo. Lo hace con el gesto de exhalar su aliento sobre ellos. Este
soplo recuerda, en primer lugar, el primer soplo de Dios sobre el hombre, y lo
llenó de espíritu de vida. Jesús comunica a sus discípulos su aliento, su
espíritu, el primer día de la primera semana de la nueva era para la nueva
humanidad. Estos discípulos revivieron y quedaron transformados, recreados;
empezaron a ser hombres nuevos, superando miedos y tristezas.
La renovación de la faz de la
tierra por el Espíritu comienza por el perdón de los pecados. Como para
construir un edificio nuevo hay que comenzar por derribar los muros viejos y
carcomidos y hay que echar por tierra las ruinas, así el mundo tiene que ser
rehecho, recreado desde los cimientos, destruyendo previamente los pecados con
el perdón de Dios.
"Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo". La
unción del Espíritu nos hace ser como él, nos hace participes de su misión.
Jesús da a los discípulos un puesto y una razón de
ser en el mundo convirtiéndolos en enviados suyos, de la misma manera que él lo
había sido antes del Padre. Surge así la comunidad creyente, que se llamará
Iglesia para distinguirse de la Sinagoga.
Para nuestra vida.
Pentecostés es el momento final de la
Pascua. La Pascua del Señor es el comienzo de una humanidad nueva, el
Resucitado otorga su Espíritu a los suyos para renovarlos interiormente,
incorporarlos a su nueva humanidad, instaurar con ellos el nuevo Pueblo de Dios
y enviarlos como fermento al mundo para su total renovación.
El misterio de Pentecostés está
actuando siempre nuestra vida de bautizados. Es el Espíritu que nos da la fe
por la que confesamos que "Jesús es Señor". Es el Espíritu que nos
congrega y nos hace una comunidad, la Iglesia. Es el Espíritu que suscita
múltiples carismas, servicios, dones, regalos, ministerios, al servicio de la
comunidad. El Espíritu es el que hace posible que siendo muchos, y teniendo
distintas maneras de pensar y actuar, sepamos amarnos y ser "uno". El
Espíritu Santo nos hace superar todas las divisiones, fruto del pecado, y salta
todas las barreras sociales, de raza, de religión. El Espíritu Santo es la
única bebida que da la Vida de Dios.
Nuestro bautismo fue Pentecostés, en
la confirmación recibimos como "Don" el mismo de Pentecostés; la
Eucaristía es acción del Espíritu Santo que nos reúne, nos comunica y hace
entender la Palabra, y hace que la Palabra se haga Pan que alimenta, y nos
envía a hacer las obras que el Padre quiere en favor de los hermanos.
En
la primera lectura San Lucas coloca un ejemplo del anuncio cristiano en boca
del portavoz de los Doce, Pedro.
Es un discurso construido por el mismo autor de Hechos, con elementos de la
predicación inicial.
El protagonista principal es el
Espíritu de Dios, que ha de entenderse como la fuerza y presencia activa del
Señor que lleva a cabo la salvación del hombre, inaugurándose así la comunidad
de los salvados que hacen visible esta presencia. El Espíritu constituye al
grupo de discípulos en testigos ante todos los pueblos, representados por los
oyentes del discurso petrino. No hay fronteras para
la salvación. La dimensión universal es bien clara. No sólo en cuanto destino,
deseo o posibilidad, sino como realidad presente. La salvación es posible para
todos, y todos pueden entenderla, cada uno con sus propias características, en
su propia "lengua".
El
Espíritu ya no abandona la comunidad nunca, aun cuando los signos de su
presencia y acción sean hoy día distinto de los de entonces.
El
salmo proclama a Dios admirable en las obras de la creación. Para el creyente, la creación
se hace transparente, y ve en ella la mano de Dios. Especialmente, en el
misterio de la vida. Una misma palabra, "ruah",
designa en hebreo el viento, el aliento y el espíritu vital (los traductores
griegos lo llamarán pneuma, y los latinos spiritus). Si un hombre, animal o planta muere, el salmista
que contempla la naturaleza entiende que Dios le ha retirado el ruah, y por eso vuelve al polvo de donde había salido (v.
29). Pero Dios no cesa de enviar su espíritu a la tierra, renovando así la
creación y repoblando la faz de la tierra (v. 30, ).
Todo aliento de vida de la creación es una participación o reflejo del ruah de Dios. Si hay vida sobre la tierra es porque Dios no
cesa de enviar su aliento. Por eso la vida es sagrada.
En
la segunda lectura nos presenta san Pablo sus experiencias del Espíritu en la
Iglesia. La
describe aludiendo a sus diversas manifestaciones, pero insistiendo en la
unidad del Espíritu que así se manifiesta de distintas maneras. Se tiene la
impresión de que san Pablo une la diversidad de estas manifestaciones con las
diversas funciones necesarias para la vida de la Iglesia, pero aquí también,
estas diversas actividades provienen de un mismo y único Espíritu. Lo
importante y lo que a todos nos afecta, es que cada uno de nosotros tenemos que
manifestar el Espíritu. Recibimos, en efecto, el don de manifestarlo, y esto
con miras al bien de todos. Cuando en esta misma carta, de la que leemos hoy un
pasaje, explica Pablo a los Corintios la diversidad de dones y servicios en la
Iglesia, muestra cómo la riquísima unidad de ésta tiene como origen la
diversidad de dones. Pluralismo de dones, pero con la mira puesta en la unidad
y en la formación, cada vez más firme de un solo cuerpo. Por eso, para
describir la diversidad que da origen a la unidad de la Iglesia, utiliza san
Pablo la imagen del cuerpo humano. Un solo cuerpo de Cristo en un mismo
Espíritu. Todos hemos saciado nuestra sed bebiendo de un solo Espíritu, y, por
nuestro bautismo, formamos todos un solo cuerpo.
En cada uno de nosotros, dice
san Pablo, se manifiesta el Espíritu para el bien común. Todos los cristianos
debemos formar una unidad, una Iglesia, que es una, aunque no uniforme, sino
diversa. Todos somos distintos como individuos, pero somos uno como Iglesia,
porque todos hemos sido bautizados en el mismo Espíritu. En este sentido, decimos
nosotros ahora, es como debemos los cristianos caminar hacia el ecumenismo. El
ecumenismo no es uniformidad, sino unidad cristiana dentro de la diversidad
propia de personas y pueblos distintos. Y todos debemos buscar el bien común
por encima del bien particular. Como decía san Agustín a sus monjes: en esto
conoceréis que habéis adelantado en la virtud, en que amáis los bienes comunes
más que los propios.
El
texto del evangelio es especialmente significativo para la Iglesia por cuanto
que marca el comienzo y el sentido de su andadura. Por su comienzo la Iglesia
nace excluida de lo que había sido su medio y marco de referencias religiosas.
Históricamente la Iglesia nace sin puesto y contra corriente, pero no respecto
al mundo civil, sino respecto al mundo religioso. El valor de ejemplaridad de
los comienzos de la Iglesia reside en que los problemas le vienen del propio
mundo de la creencia.
La misión de la Iglesia es ser
reveladora de Jesús y, en última instancia, de Dios. La misión la realiza en la
medida en que es portadora del Espíritu de Jesús y de Dios. Vistas las cosas en
sus comienzos históricos (así es como necesariamente las tiene que ver la
exégesis), este Espíritu, que en razón de su origen se llama santo, está en las
antípodas del espíritu que reina en los responsables de la Ley de Dios. Los
retos no le vienen a la Iglesia desde el exterior. El auténtico reto es su
capacidad de apertura al Espíritu de Jesús. Este Espíritu cambia mucho las
cosas. Probablemente las renueva siempre.
Cristo confiere un carisma particular
a los Apóstoles: el de perdonar los pecados e ir a predicar. Este es uno de los
carismas que construyen la Iglesia. San Lucas, en los Hechos, menciona la
venida del Espíritu: para él, esta venida afecta a la Iglesia que se dirige al
mundo entero y que, al hablar las lenguas, une a todos los pueblos; es la
reconstrucción del mundo destruido, la derrota del signo de Babel que no es ya
otra cosa que un mero recuerdo. En adelante, será preciso que el cristiano
pueda acordarse siempre de esta efusión del Espíritu sobre los Apóstoles, y que
recuerde su propio bautismo para descubrir en los demás lo que el Espíritu
quiere de ellos, según su don particular, para bien de la asamblea; es
necesario también que el cristiano descubra su propio don particular para el
servicio de todos.
El
Espíritu sigue actuando hoy
El
Espíritu sigue presente también en nuestra Iglesia y en nuestro mundo.
Dispuesto a transformarnos a cada uno de nosotros y nuestras comunidades:
*
el Espíritu sigue siendo el alma de la Iglesia, y la
llena de sus dones, haciendo florecer la fe de tantas comunidades con nuevos y
sorprendentes movimientos llenos de vitalidad,
*
él es quien suscita tantos carismas en nuestras
comunidades, como escuchábamos en san Pablo: diversidad de dones, de servicios,
de funciones, para provecho de toda la comunidad, porque todos proceden del
mismo Espiritu,
*
él, que es el Espíritu de la verdad, ha hecho que en
estos últimos decenios la Iglesia renueve su teología y su lenguaje,
profundizando en el conocimiento de su propia identidad,
*
el Espíritu es quien nos inspira la oración y ha
movido a la Iglesia a renovar su liturgia, y sigue suscitando tantos grupos y
experiencias de espiritualidad,
*
él es el Espíritu del amor y por eso suscita
incontables ejemplos de amor y sacrificio y búsqueda de la justicia en el
mundo, en defensa de la vida y de la naturaleza, de la igualdad y de la paz,
*
es el Espíritu de la unidad y por eso está despertando en todas las confesiones
cristianas el deseo de la unidad ecuménica e interna,
*
¿no ha sido un soplo del Espíritu de Jesús la gran
obra del Concilio Vaticano II y de tantos otros concilios o sínodos o asambleas
más locales, que han vitalizado a tantas comunidades?
Da
vida a nuestros sacramentos
Uno
de los aspectos en que podemos recordar más provechosamente el protagonismo del
Espiritu, en nuestra vida cristiana, es el de los
sacramentos.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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